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Instrumentos juridicos neoliberales de dominacion religiosa norteamericana: una crítica

Fuentes: Rebelión

En el último cuarto de siglo ha tenido lugar en los Estados Unidos una sistematización creciente de la utilización de la espiritualidad religiosa desde las esferas del poder político, para apuntalar el proyecto hegemónico imperialista Este fenómeno presenta una sintonía apreciable con la implantación y evolución del modelo neoliberal y de sus redes de dominación […]

En el último cuarto de siglo ha tenido lugar en los Estados Unidos una sistematización creciente de la utilización de la espiritualidad religiosa desde las esferas del poder político, para apuntalar el proyecto hegemónico imperialista

Este fenómeno presenta una sintonía apreciable con la implantación y evolución del modelo neoliberal y de sus redes de dominación en América Latina y el mundo (no sólo ya el mundo llamado tercero).

Podrían citarse numerosas incidencias, en apariencia casuísticas y desvinculadas entre sí, para dar cuenta de esta afirmación. Voy a recordar solamente como dato histórico el primer Documento de Santa Fe, elaborado en 1980 por asesores de la presidencia de Ronald Reagan, donde se afirmaba que «el papel de la Iglesia en América Latina es vital para el concepto de libertad política» y que «las fuerzas marxista-leninistas han utilizado a la Iglesia como un arma política en contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas». Así se aconsejaba allí a «reaccionar en contra de la Teología de la Liberación tal como es utilizada en América Latina por el clero a ella vinculado»1.

El papado de Juan Pablo II iba a disipar a lo largo de los años ochenta estas inquietudes del imperio, compartidas aparentemente por la curia romana desde un proyecto hegemónico que buscaba acotar las coordenadas reformadoras abiertas por el Concilio Vaticano II después de la muerte, prematura y mal esclarecida, del sucesor de Pablo VI.

En esta dirección se inscribe el reproche ostensible del papa Wojtyla a Ernesto Cardenal a su arribo en visita pastoral a Managua en 1983, y a su través, a cualquier involucramiento del clero católico en los proyectos de construcción social surgidos de revoluciones legítimas que reclamaban la presencia cristiana; e igualmente la indiferencia del Santo Padre ante el llamado de Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, poco antes de ser asesinado impunemente en su propia iglesia. Se inscriben también en esta proyección la decisión, en 1982, de bloquear el rumbo que el padre Pedro Arrupe había logrado imprimir a la Compañía de Jesús, y las acciones contra los teólogos de la liberación, castigando al franciscano Leonardo Boff como medida ejemplarizante. Y, claro está, la aprobación de las Instrucciones redactadas por el Cardenal Joseph Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1984 y 19862. Todo lo cual se había consumado ya cuando el segundo documento de Santa Fe, en 1988, reiteraba la advertencia imperial: «se debe entender la teología de la liberación como doctrina política disfrazada de creencia religiosa con un significado anti-papal y anti-libre empresa».

A primera vista se podría pensar que Washington, bajo la administración de Ronald Reagan, se preocupaba por la salud del catolicismo al incentivar la actuación del pontificado en esta dirección, pero el cuadro de asociación y confrontación de los intereses hegemónicos de una y otra parte no es tan sencillo como parece. Sin duda, para las corrientes que postulaban una proyección de resistencia al avance imperialista y la búsqueda de la justicia social y la equidad, Washington no admitiría otra propuesta que la censura y la confrontación. Para las corrientes que se acomodaban, atenuaban el combate efectivo a la pobreza reduciéndolo a la caridad y el asistencialismo, que proponían la búsqueda de la armonía en lugar de la resistencia, que sublimaban las respuestas a los males de la tierra, contribuyendo al conformismo y la aceptación de los efectos sociales generados por el nuevo escalón de la acumulación capitalista, había que defender la «libertad religiosa». En pocas palabras, libertad para los mormones, la cienciología, los Bible Translators, la secta Moon, o los Legionarios de Cristo, y para cualquier expresión religiosa cuya espiritualidad se revelara funcional al diseño neoliberal de dominación, pero de ningún modo para el cristianismo popular, comprometido con los pobres, contra la discriminación de la población indígena, contra la corrupción gubernamental generalizada, con una proyección ecuménica, abierto al diálogo en el más amplio sentido.

Las instituciones que articulan la manipulación religiosa

Así sucede que en 1981 un grupo de evangélicos y activistas políticos norteamericanos de la tendencia neoconservadora afiliada a la implantación del modelo neoliberal creó el Instituto de Religión y Democracia (IRD), supuestamente para «el fortalecimiento de los vínculos entre la fe cristiana y los valores democráticos». Parecería una ironía, cuando acababa de mostrarse, en Santa Fe I, una impronta claramente persecutoria contra la recuperación del sentido original del cristianismo guiado por el espíritu de las reformas del Concilio y por los aportes de la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI. El IRD se planteaba desde su inicio la rivalidad entre dos fuerzas «por obtener el apoyo popular»: la «izquierda democrática» y la «izquierda totalitaria»3.

Esta organización tiene ya una tradición de un cuarto de siglo estudiando coyunturas, diseñando estrategias de expansión, fomentando misiones en América Latina y en el resto del Mundo. Su gestión se ha vuelto emblemática del soporte desde los Estados Unidos a los nuevos movimientos de conversión, algunos de ellos verdaderas sectas de muy discutibles credenciales religiosas, que nutren sus filas gracias al creciente desencanto acerca del sentido de la fe en el seno de las religiones tradicionales. En América Latina, en particular, con más fuerza que en Europa, del sentido del catolicismo, que solamente podría ser legítimamente rescatado a través del compromiso efectivo de la institución con los intereses populares. Nuestro continente es a la vez el territorio de mayor presencia católica pero también es donde presenta su mayor densidad el movimiento de conversión que vemos predominar hoy.

Hoy no es el IRD – organización no gubernamental, por definición, aunque muy bien consensuada con las fuerzas políticas dominantes – el instrumento central de la manipulación de la religión por el Estado en Estados Unidos, como se le percibía con buenas razones en los años ochenta. En los últimos años se ha creado una institucionalidad jurídica diseñada con estos propósitos, y sancionada por el sistema. O sea, que el ejercicio de la hegemonía religiosa ha entrado en la esfera gubernamental con un perfil nuevo.

El primer paso tuvo lugar en 1993 cuando el Congreso de los Estados Unidos votó la Ley de Restauración de la Libertad Religiosa (véase que la titulación la quiere presentar como correctiva hacia las tendencias de secularización), donde queda definida como ilegal toda acción gubernamental que obstaculice cualquier actividad de culto, salvo que se pueda probar que las violaciones de la legalidad que el culto implica, justifican su prohibición o su enjuiciamiento. Son conocidos los conflictos generados en estos años por algunas de las llamadas sectas destructivas y sectas satánicas en Estados Unidos y en otros lugares. Al margen del enjuiciamiento que podamos hacer del contenido de esta Ley, no hay duda de que su radio de aplicación queda dentro de las facultades del órgano legislativo.

Pero en 1998 el Congreso de los Estados Unidos votó una nueva ley, la Ley de Apoyo a la Libertad Religiosa Internacional, cuyo texto asigna responsabilidades al aparato gubernamental norteamericano en la tutela y definición de cumplimientos e incumplimientos en materia de libertades religiosas en el resto del mundo. Confiere al Presidente de los Estados Unidos la potestad de revisión anual de la conducta de cada país en este tema y sancionar los casos de especial preocupación (concern) y aquellos en los cuales prevalece un respeto general (generally respects), que viene a ser el máximo de calificación positiva que conceden los órganos gubernamentales creados al efecto. Estos órganos son la Oficina para la Libertad Religiosa Internacional, creada en 1998 dentro del Buró para la Democracia, los Derechos Humanos y el Trabajo del Departamento de Estado y la Comisión de Estados Unidos para la Libertad Religiosa Internacional (USCIRF), creada en el mismo año, adscrita a la Presidencia.

La primera la dirige un Embajador Itinerante y cuenta con funcionarios diplomáticos que monitorean la situación de las libertades religiosas desde las embajadas de Estados Unidos. Esta dependencia elabora informes anuales integrales e informes parciales que son documentos públicos.

«El informe será utilizado como una fuente para orientar la política, conducir la diplomacia, y ofrecer asistencia, entrenamiento y otras fuentes de apoyo. Bajo el mandato de la IRFA (International Religion Freedom Act), el informe también será usado como una base para las decisiones para determinar cuales países han tolerado o se han comprometido en ‘violaciones particularmente severas’ de la libertad religiosa. Los países involucrados en estas y en otras violaciones según la IRFA no son identificados como tales en este informe, pero han sido y serán objeto de compromisos bilaterales con el gobierno de Estados Unidos. El informe servirá también como una base para la cooperación gubernamental de Estados Unidos con grupos privados para promover la observancia del derecho a la libertad religiosa reconocido internacionalmente»4

La función de dicha Oficina puede considerarse como la de la maquinaria burocrática de generación de la información, y una primera instancia de confección de diagnósticos, evaluaciones y propuestas de políticas gubernamentales. Por su parte, la USCIRF – entre cuyos miembros figura el tristemente célebre John R. Bolton -, partiendo de los análisis y las informaciones de la Oficina, elabora sus propios informes anuales a la Presidencia y que remite también al Departamento de Estado y al Congreso. No cabe duda que los patrones de protección a la libertad religiosa en el mundo distan mucho de ser homogéneos y están fuertemente influidos por la diversidad cultural. Sin embargo esta Ley no está concebida para el respeto de esa diversidad, sino para manejarla a su arbitrio.

«En ultima instancia, las políticas y prácticas de cada nación con relación a la libertad religiosa deben ser medidas según normas internacionales. Los Estados Unidos reconocen su propia responsabilidad con respecto a estas normas para salvaguardar y proteger estas normas»5

El hecho es que hasta donde se sepa ni la Organización de Naciones Unidas ni ningún otro organismo internacional haya convocado un foro para elaborar y aprobar esas normas, y la Ley de 1998 constituye un acto inconfundible de intromisión ilegítima de los Estados Unidos en el resto del mundo al cual quiere imponer sus propias normas.

Las ideas que informan la instrumentación

La filosofía que trasunta esta armazón jurídica hay que remitirla a la construcción del imperio cuya dominación sufre la humanidad de nuestro tiempo. El concepto de Libertad, que la revolución de las trece colonias iba a glorificar, a fines del siglo XVIII, como centro de su ideología, entraba en el escenario de la vida política de Occidente permeado de una herencia fundamentalista colonial, por paradójico que pueda parecer. No fue una herencia católica, como en el caso de la América Nuestra, sino una herencia protestante. Cargada, en consecuencia de denominacionalismo: proclive a la creación de lo que me atrevería a llamar un liberalismo denominacionalista. Libertad de cada cual para seguir su fe sin obstáculos, parecería el punto de referencia obligado de la dignidad del hombre y de sus derechos.

Esta visión, formalmente aceptable, esconde un trasfondo fundamentalista. El fundamentalismo no nos llega del Islam, y ni siquiera se origina en el movimiento bautista que se autocalificó así en los años veinte del siglo pasado en Estados Unidos. Este fue más bien el eco – uno de los ecos – de una vieja tradición. Porque fundamentalistas eran los puritanos que colonizaron la Nueva Inglaterra huyendo de la persecución anglicana en el siglo XVI. ¿Se atrevería alguien a argumentar donde estaban entonces las izquierdas y las derechas? O quiénes eran más o menos conservadores. Sería una pérdida de tiempo pues estos conceptos no creo que sirvan para demarcar la realidad de entonces.

Aquellos colonos castigaban de manera implacable, con el cepo, la horca y la hoguera, la relación extramarital y premarital, el homosexualismo, la masturbación, la blasfemia, la apostasía y la hechicería, y no sólo el robo y el homicidio. Identificaban el delito y el pecado, como era común en el cristianismo y por eso hay que asumirlo sin alarma. Sabemos que la inquisición quemaba y Calvino también. Se usaba el fuego con mucha libertad. En su afán de conquista masacraban a la población indígena, y justificaban su acción en la fe, mucho antes de haberse independizado de Inglaterra.

El fuego quedó atrás, pues no parecía aceptable al orden que se iba a asentar en el canon liberal. La muerte como castigo se fue de las manos de las iglesias y quedó en las del poder terrenal, que inconforme con el hacha, la soga y el proyectil, iba a ingeniar macabros subterfugios, que no tengo por que inventariar aquí, para sustituir a la hoguera. Y otra de las muchas paradojas de la cultura occidental – una paradoja feliz por cierto – es que las iglesias hayan pasado a formar parte de la vanguardia del abolicionismo en el tema de la pena capital. El fuego quedó atrás en el imaginario cristiano, pero el fundamentalismo no.

La historia de esta amalgama entre fundamentalismo y pluralismo denominacionalista quedó fuertemente ligada a las raíces mismas de lo que conocemos como la democracia americana, a la cultura dominante y a los efectos de dominación cultural. Hasta el punto que ni las tendencias a la secularización, a las conversiones, o al abandono de la fe pueden desvincularse, en Estados Unidos, en mayor o menor medida, de tintes fundamentalistas. Esta reflexión no es puramente especulativa sino que la podemos verificar en la historia misma6. Desde temprano en el siglo XIX vemos nacer y desarrollarse en los Estados Unidos, como sectas de manera inicial, las que son hoy enormes y significativas denominaciones o movimientos religiosos que han protagonizado una impresionante expansión por toda América Latina e incluso cruzado con sus misiones el Atlántico. Pienso en primer lugar, y en un orden cronológico que tiene mucho sentido, en la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día (mormones), en la década del veinte del siglo XIX. A continuación en el Adventismo del Séptimo Día hacia los cincuenta, en los Testigos de Jehová en los setenta del mismo siglo, y en el contagioso movimiento Pentecostal a partir de los comienzos del XX. Me limito con mucho a los que considero de mayor importancia fundamental por su influencia social y por crear nuevos patrones de conversión, los cuales se difundirán en un intrincado enramado denominacional.

Más que de religiones fundamentalistas por definición, aunque también las haya, habría que hablar de fundamentalismo religioso, que por supuesto también encuentra espacio en un modo de interpretar la fe católica y en una noción de Iglesia.

Las dinámicas que se manifiestan en la formación y en la trayectoria de los movimientos religiosos nacidos en los Estados Unidos – que podemos decir que inciden en toda la religiosidad del país, y en la ideología dominante, en no despreciable medida desde la religiosidad – están relacionadas de una u otra manera con el proceso de acumulación capitalista que desemboca en la segunda mitad del siglo XX en la globalización neoliberal. Proceso que introduce conocidos elementos que potencian el sometimiento de los países periféricos y la brecha entre estos y los centros capitalistas. La tiranía financiera del endeudamiento externo del país dependiente, el despojo económico de los Estados por la vía de la privatización empresarial, el incremento de las desigualdades sociales y el escandaloso aumento de la población en condiciones de pobreza bastan para caracterizarlo.

En el escenario que analizamos el fundamentalismo no se arraiga necesariamente a partir de una Verdad de fe excluyente, sino que puede y suele hacerlo también a partir de la diversificación. Ha sido la diversificación implícita en las conversiones, y no las reformas pastorales, la fuerza que ha nutrido una tendencia de reanimación religiosa que, estadísticamente, se cruza con las de secularización, y casuísticamente se beneficia de ella. Quiero decir que la secularización erosiona especialmente al catolicismo y a las denominaciones protestantes tradicionales, en tanto los nuevos movimientos religiosos se sirven de la misma pérdida de esperanzas que el abandono de las religiones históricas7.

De manera que el diálogo, que debió haber sido la conquista más universal de los años sesenta del siglo XX – los años del Concilio Vaticano II, de la revolución de los estudiantes en Europa y, ciertamente de la revolución cubana – se ha convertido en uno de los problemas y retos clave del comienzo del siglo XXI. Fundamentalismo y diálogo son extremos netamente contrapuestos, y son las tendencias fundamentalistas las que parecen dominar el escenario religioso de hoy.

Desde la perspectiva religiosa la superación de los obstáculos al dialogo no pasan sólo por los patrones discriminatorios y excluyentes a los que da lugar una lectura del dogma. La vida espiritual es parte de la vida en el sentido más integral, y la fe forma parte de la vida espiritual. Las religiones constituyen un componente legítimo de la cultura humana, no solamente para los creyentes, y la cultura es parte indisoluble de una totalidad social. A pesar del acortamiento de las distancias física que ha logrado la revolución tecnológica de nuestro tiempo, no podemos vanagloriarnos de haber alcanzado una comunicación desprejuiciada, y la exclusión y el fundamentalismo se asientan en causas que debemos buscar más allá del dogma de fe, aunque se nos hagan presentes en el dogma de fe. Como ha sucedido en muchas ocasiones en la historia, responden a otros factores sociales que terminan por manifestarse en el dogma de fe, a riesgo en ocasiones de restarle incluso legitimidad.

Estas son las valoraciones que quería someter a la consideración de ustedes en este encuentro. Muchas gracias,

La Habana, 24 de mayo de 2005
* Departamento de Estudios Socio – religiosos. Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas

** Ponencia presentada en el taller sobre Cultura, fe y solidaridad: alternativas emancipatorias para un mundo globalizado, celebrado con motivo del 20 aniversario del Grupo de Reflexión y Solidaridad «Oscar Arnulfo Romero».

Notas

1 Véase Aurelio Alonso Tejada, «Hegemonía y religión: el tiempo del fundamentalismo», en Temas, no. 39/40, octubre-diciembre de 2004, La Habana.
2 Ver Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucciones sobre la Teología de la Liberación, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 19896.
3 Véase Ana María Ezcurrra, La ofensiva neoconservadora. Las iglesias de U.S,A, y la lucha ideológica hacia América Latina, IEPALA, Madrid, 1982.
4 International Religious Freedom Report 2004, publicado por el Buró para la Democracia, los Derechos Humanos y el Trabajo del Departamento de Estado de Estados Unidos., Washington, D.C., septiembre 15 de 2004. Traducción libre del autor de un párrafo de la introducción del Informe.
5 Idem.
6 Vease Aurelio Alonso Tejada, loc. cit.
7 Ver Juan Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Editorial Sal-Terre, Santander, 1998.