Con las medidas disciplinarias contra los progresistas franciscanos de Asís y la promulgación, ayer martes, de la instrucción «sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las órdenes sagradas», el papa Benedicto XVI remueve los temores que al momento de su […]
Con las medidas disciplinarias contra los progresistas franciscanos de Asís y la promulgación, ayer martes, de la instrucción «sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las órdenes sagradas», el papa Benedicto XVI remueve los temores que al momento de su elección el entonces cardenal Ratzinger había despertado, es decir, la entronización de un personaje ultraconservador, quien difícilmente promoverá alguna reforma en la vida de la Iglesia.
En estos siete primeros meses de pontificado, algunos signos fueron alentadores. En su declaración inicial, Benedicto XVI parecía tomar distancia de Ratzinger, el prefecto de la Sagrada Congregación de la Fe, al decir que como Papa no iba a imponer su voluntad, sino que escucharía a toda Iglesia.
A pesar de rendir culto excesivo al extinto Juan Pablo II, tomó distancia de él en la forma, esto es, le baja al protagonismo mediático e incluso se asume tímido frente a los medios. Durante su primer viaje a Alemania mostró mucha sensibilidad ecuménica y abrió importantes expectativas cuando entró en interlocución frente al judaísmo y el Islam. Igualmente fue muy bien recibida su decisión de realizar la quinta Conferencia General del Celam en Brasil, es decir, trasladó este importante acto de Europa, como originalmente se tenía pactado, a América Latina, lugar lógico, tratándose de un encuentro latinoamericano. Algunos analistas creyeron ver en todas estas señales el probable inicio de un pontificado lleno de sorpresas. La historia nos enseña por lo menos la posibilidad: después del largo pontificado de León XIII (1878-1903), atrevido y propositivo, su sucesor Pío X (1903-1914) fue restaurador del antimodernismo que condensó en la persecución de católicos liberales y en la redacción de dos encíclicas: Lamentabili sine exitu, decreto del Santo Oficio sobre los errores del modernismo, aprobado por el Papa (3 de julio de 1907); y la Pascendi dominici gregis, encíclica sobre las doctrinas de los modernistas (8 de septiembre de 1907). Igualmente, a raíz de la muerte de otro largo pontificado conducido por Pío XII (1939-1958), Juan XXIII (1958-1963), El Papa bueno, abrió las puertas al progresismo católico y convocó a la realización del Concilio Vaticano II en los años sesentas. ¿Por qué no esperar sobresaltos del cardenal Ratzinger, quien en su juventud había sido un sólido teólogo progresista, heredero del espíritu conciliar y de las grandes innovaciones de la Iglesia católica frente a la modernidad?
Sin embargo, las dos notas que han circulado por el mundo desde la semana pasada nos remiten a la realidad que nos indica que pesan más los intereses de la estructura, la visión gerocrática de los señores del Vaticano, y que poco podemos esperar de este pontificado en temas culturales candentes como la sexualidad, el papel de la mujer, el control natal y la conciliación religiosa de los avances científicos que cada día se suceden.
Independientemente de los derechos sociales de los homosexuales y de la cultura gay, abordados ampliamente por diferentes especialistas, la forma en que el Vaticano cierra las puertas de sus seminarios y congregaciones religiosas a los homosexuales propicia un doble problema. Por un lado agudiza la dramática crisis vocacional, y por otro impide ventilar una cuestión interna que a todas luces permea a nivel internacional las estructuras del clero, es decir, la visible presencia de homosexuales sacerdotes y religiosos en el interior de la iglesia. ¿Los va a obligar a la simulación y a la doble moral de un discurso negado por prácticas, cada vez más notorias, detectadas por los medios? Este delicado tema, junto con el autoritarismo mostrado ante los franciscanos de Asís, muestra la falta de sensibilidad del Vaticano que pretende enviar una señal, remedo de respuesta a los crecientes escándalos sexuales que la Iglesia enfrenta. Muchos analistas de las sociedades modernas miran con preocupación la manera en que la Iglesia aborda la sexualidad cargada de machismo y homofobia. Más que dialogar, en cierto sentido el papa Benedicto XVI cierra las posibilidades de franco encuentro con la modernidad; queda la impresión de que la absoluta supremacía de los principios y valores católicos están por encima de una realidad calificada por el actual Papa de «relativista», como si la cultura actual no tuviera capacidad de autonomía y la razón humana debiera estar supeditada a la doctrina o al corpus doctrinal de la Iglesia.
Enzo Pace, historiador italiano que ha seguido de cerca el pontificado de Ratzinger, señala: «es una Iglesia, la del papa Benedicto XVI, que piensa haber superado la crisis de la secularización y que por tanto se percibe como un sujeto autorizado a conducir los valores de la sociedad; se siente también un actor en el campo político, que regresa a la vieja Iglesia del poder de intervención directo, que en el Concilio Vaticano II había sido matizado, reconociendo la autonomía de la esfera política y pública y por tanto la autonomía de aquellos que son católicos, comprometidos en política. Verdaderamente es un viraje importante y esto se hará sentir no sólo en Europa, región a la que el catolicismo sueña reconquistar, sino también en América Latina».
Aún pueden pasar muchas cosas y sorpresas, pero el actual pontificado parece apostar por la continuidad de una visión conservadora del mundo contemporáneo.