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Instituto Cubano del Libro, Palacio del Segundo Cabo, 21 de diciembre de 2005

Palabras de Fernando Martínez Heredia en «El autor y su obra»

Fuentes:

Antes de leer mis palabras, quisiera agregar algo a lo dicho. No me hubiera sido posible realizar las tareas de las que se ha hablado aquí sin la participación decisiva de muchas personas que tanto hicieron. De aquellas tareas de los años 60 tenemos hoy aquí a quince compañeras y compañeros. Está Luis Suárez. Sin […]

Antes de leer mis palabras, quisiera agregar algo a lo dicho. No me hubiera sido posible realizar las tareas de las que se ha hablado aquí sin la participación decisiva de muchas personas que tanto hicieron. De aquellas tareas de los años 60 tenemos hoy aquí a quince compañeras y compañeros. Está Luis Suárez. Sin Pablo Pacheco, que está aquí, sólo hubiera podido tirar piedras en el Marinello. Y digo lo mismo respecto a los que participaron en otras tareas conmigo. Y quiero recordar a los que no están acá este día, y a los que ya no viven.

Agradezco mucho, mucho, esta tarde de reconocimientos, a todos los que han trabajado para que así sea, y a los que acaban de hablar con tanta generosidad, aunque les confieso que me he acostumbrado durante décadas a no esperar este tipo de agasajo. Por eso lo estimo más, y como conozco su limpieza y desinterés, me emociona más. Hace un año explicaba en el Centro de Estudios Martianos el Martí que yo conocí de jovencito, y cómo fue decisivo en mi formación política y moral. Ahora me pongo a su abrigo para decir estas breves palabras mías, valiéndome de cuatro expresiones suyas: todas las glorias del mundo caben en un grano de maíz; todo lo que tiene un hombre en sí, lo pone en él su pueblo; el verdadero hombre es el que mira de qué lado está el deber; y los locos, somos cuerdos.

Si tuviera algo que afirmar respecto al tema que nos reúne, con conciencia de lo hecho, es que no he sacrificado la vida a la obra. Era estudiante al cumplir 17, y dejé de estudiar 3 años; a los 23, teniendo la oportunidad de ser profesor universitario me fugué de la Escuela que pasábamos para ir a la Crisis de Octubre; en 1971 arrostré un silencio intelectual que duró 15 años, cuando esa actitud no parecía la adecuada. Y desde que regresé a la palabra escrita, llevo casi 20 años echando la vida y la obra en la balanza del socialismo cubano y de la opción latinoamericana de la liberación verdadera. Nunca olvido mi compromiso con los que cayeron en Cuba, ni con Plinio, mi profesor de El Capital, que murió guerrillero guatemalteco, con Miguel Enríquez, con mi hermano Roque Dalton, y he tratado siempre de no quedar mal con ellos. He hecho cientos de entrevistas, ponencias y conferencias en medio mundo, acerca de la revolución y el presente de Cuba, del Che, de la situación continental, de las luchas contra el capitalismo. Sólo he tenido tiempo y modo de escribir una parte de lo que quisiera.

Vengo de una generación, de la parte más joven de una larga generación, y nunca he renegado de ella. A nosotros la revolución nos dio el terreno, el espacio, la necesidad y urgencia de ideas, de audacia y valentía intelectual, las intuiciones, la vocación de trascendencia, el deber de pensar y polemizar. Pero no he querido anclar mi visión del mundo en lo que entonces pensamos y sentimos, ni pensar que el camino del futuro está en el imposible de volver literalmente a la profunda revolución de los 60. Es más, opino que el proyecto que elaboramos entonces era muy insuficiente para desplegar la grandeza potencial que poseen las personas, y para satisfacer sus esperanzas. Soy de los que creen que la sociedad y la vida que deben crearse en el siglo XXI han de ser muy superiores a lo que pretendimos. No niego los logros maravillosos, ni la inmensa cultura acumulada, que es el alimento decisivo que nos mantiene, pero no soy ciego ante las realidades y rasgos malos, ni ante la opción de abismo ante nosotros. Creo en el deber de compartir lo nuestro limpiamente con los jóvenes, y que pueda servirles como un material más, para las creaciones y los retos colosales que tienen por delante. Y estimo, con modestia, que hoy nosotros logramos continuar porque aprendimos a no ser muy egoístas, a mantener los ideales y a ser empecinados.

Pero quisiera decir algunas cositas acerca de la obra, aunque no puedan compararse con los análisis que se han hecho en esta Mesa. Siempre fui un lector voraz, pero tuve una formación temprana pésima. Primero las matemáticas, pero pronto y para siempre, me gustó la historia. La necesidad, que puede más que las universidades, me hizo abogado, pero de improviso me tornó «filósofo marxista-leninista». Ahora bien, como era en Cuba, nuestro destino fue formar parte de una formidable herejía. En dos palabras, intentamos que «el marxismo-leninismo se ponga a la altura de la Revolución cubana», una consigna que lancé en 1966. Las tareas y las responsabilidades me obligaron a profundizar, en materias bastante diversas, a «madurar con carburo», como se decía en mi pueblo. Cuando nuestra empresa se vino abajo en 1971, ya había vivido e impulsado las aventuras intelectuales del Dpto. de Filosofía y de la revista Pensamiento Crítico, era el «especialista» en Marx del grupo, participaba en una lucha por desarrollar la historia de Cuba según las luchas de clases del pueblo, y tenía criterios más o menos fundados sobre la teoría del marxismo, el mundo en que vivíamos y nuestra revolución.

Ya solo en alma, me propuse dos tareas intelectuales, que se plasmarían en tres obras. «La teoría social de Marx», título para un análisis y unas postulaciones sobre el marxismo originario y los desafíos que le planteaban y el desarrollo que le exigían cuatro órdenes de las realidades de 1971. Y un proyecto de historia cubana que aspiraba a ir analizando y presentando dos tipos de investigación: uno, totalizante, con un título que aludía a «Racionalidad e ideales en las cuatro revoluciones cubanas», del cual ya tenía un programa muy preciso de trabajo; el otro, una historia social de Yaguajay, que aspiraba a utilizar el instrumental del siglo XX y sacarle todo lo posible a la profundización en un caso. Son obvios la posición y el propósito que tenía aquel proyecto tan ambicioso. Pero la vida me marcó otros rumbos, en Cuba y afuera, y 15 años después había reunido sobre todo experiencias prácticas y cierta amplitud de conocimiento sobre asuntos latinoamericanos, que continué otros 10 años más, en el Centro de Estudios sobre América.

En esta última etapa vuelvo más de una vez sobre cuestiones de teoría y de método, y sobre todo me sirvo de ellas para mi trabajo intelectual. Por otra parte, me angustia constatar que numerosos profesionales nuestros, sumamente capacitados y laboriosos, carecen de suficiente formación teórica y de interés por adquirirla, lo que afecta el buen rumbo de su trabajo y disminuye el provecho que pueden sacarle. Ha sido muy grande el daño que afectó a nuestro pensamiento social, y las nuevas circunstancias hacen muy compleja su superación. Por eso me ha hecho tan feliz lo que pudimos hacer en el Centro Juan Marinello en estos años. Siempre con Manuel Piñeiro, y con los movimientos y los individuos que luchan en América Latina, he dedicado gran parte de mi tarea intelectual de los últimos 20 años a la investigación de los problemas contemporáneos principales del continente y de los caminos, las estrategias y las tácticas para la liberación, y a la vez al debate, la divulgación y la formación de militantes latinoamericanos. Además de algunos que aparecen en las fotos –como Claudia Korol o Frei Betto–, han sido mis hermanos en esas tareas Ruy Mauro Marini, Fernando Carmona, Flores Galindo, Pablo González Casanova, Emir Sader, Francois Houtart, Atilio Borón, Héctor Díaz Polanco, Eric Toussaint, Leonardo Boff, y muchos otros, famosos o poco conocidos, pero igualmente valiosos y queridos.

El proceso histórico cubano se ha ido convirtiendo en mi campo central de actividad intelectual. He revisitado y revisado mis ideas, he aprendido mucho, y he hecho algunos planteamientos y publicado varios trabajos. La fraternidad de viejos y nuevos amigos me ha acogido y me ha acompañado en esas labores, y se los agradezco mucho. Quizás no estoy tan lejos de aquellos proyectos de hace treinta años, aunque por fortuna tengo instrumentos y flexibilidad para no permanecer atado a lo que creía en cada caso, y para transitar nuevos caminos. Si voy a ser sintético en cuanto a una línea central de mis búsquedas, diría que es el proceso -acumulado y renovado una y otra vez– de la dominación y de las resistencias y rebeldías en la historia cubana, las comprensiones de las personas y los grupos sociales de su identidad, sus lugares, sus acciones, motivaciones y proyectos, y las relaciones y tensiones que existen entre todo esto y los eventos, sean trascendentales o cotidianos. Siempre culpable, mis propósitos siguen siendo obvios. Creo que la Historia, por su asunto, su notable desarrollo y su peso en la vida espiritual del país, puede y debe contribuir al avance del conocimiento social en Cuba, y al mismo tiempo cooperar en la brega contra el apoliticismo, el elitismo, el racismo, el colonialismo mental y algunos otros males, combates que son imprescindibles en la Cuba actual.

Necesitamos teoría, necesitamos buena Historia para todos, y América Latina se ha puesto otra vez en movimiento. De manera que tengo asegurado el trabajo para varias décadas. Y con el calor y el aliento que me dan amigos como ustedes, me serán mucho más fáciles la laboriosidad y el empecinamiento. Muchas gracias a los que tuvieron la idea, y a todas y todos los que han trabajado para llegar a esta tarde, a esta reunión tan entrañable para mí. Gracias.