El patriotismo es el argumento que usan los poderosos cuando no tienen otro, decía un hombre de la Ilustración y más recientemente Johnson acuño su famosa frase: «el patriotismo es el último recurso de los villanos». En Estados Unidos se está produciendo una reacción crítica frente a la «Patriot Act» (Ley Patriótica) votada por un […]
El patriotismo es el argumento que usan los poderosos cuando no tienen otro, decía un hombre de la Ilustración y más recientemente Johnson acuño su famosa frase: «el patriotismo es el último recurso de los villanos».
En Estados Unidos se está produciendo una reacción crítica frente a la «Patriot Act» (Ley Patriótica) votada por un Congreso asustado, inmediatamente después de los acontecimientos del 11 de Septiembre. La «Patriot Act» está sirviendo, sobre todo, para acallar la discusión política y censurar a los críticos del Gobierno.
En su reciente artículo, » La prensa, El enemigo interno», Michael Massing cuenta cómo el gobierno Bush tilda de traidores a los periodistas que se atreven a censurar las corrupciones del poder político y económico, simbolizadas en la colusión entre el Gobierno y empresas amigas como Haliburton con ocasión de la guerra de Irán y la reconstrucción de New Orleans. Massing documenta cómo los dueños de los medios, deseosos de complacer al Gobierno y a sus anunciantes y aliados empresariales, dificultan en ocasiones esas mismas investigaciones y aduce tres o cuatro casos flagrantes de los últimos años ( «The New York Review of Books», número del 15 de Diciembre de 2005).
Las guerras han explotado el patriotismo incondicional e incluso han sido su caldo de cultivo cuando las lealtades medievales al señor feudal fueron sustituidas por la emoción patriótica del ciudadano del Estado moderno.
Al convertirse los ejércitos de mercenarios en obligatorios se hizo necesario crear un vínculo de solidaridad que se consolidó en tiempo de paz aunque realmente la guerra inacabable entre Estados, naciones, etnias no nos ha dejado tiempo para que nazcan otras solidaridades y especialmente esa solidaridad cosmopolita que se hace inevitable en la progresiva mundialización o globalización de la convivencia humana.
El problema principal se produce cuando el interés común territorial se transforma en una emoción y la necesidad de pertenecer, consustancial al ser humano, se absolutiza en el patriotismo. Las emociones en el amor, la religión, la familia nos juegan malas pasadas porque crean tiranos domésticos, fanáticos de credo adusto y el modelo patriarcal de sociedad en el que se basan las mafias. Lo que te da la vida también te la quita, decía aquel poeta del amor vasallo.
Para introducir frialdad en la identidad grupal, Habermas acuñó el concepto de patriotismo constitucional para buscar la fórmula de que los ciudadanos comulgaran en los principios pactados para organizar la convivencia y en poco más. El patriotismo constitucional tiene menos decibelios y, sobre todo, no permite líderes carismáticos ni azuzadores de odios. Por eso, es poco atractivo para los calenturientos aunque gana cotas de adhesión en las sociedades contemporáneas donde lo que hay que consensuar principalmente es el reparto de impuestos y servicios.
Al devaluarse las lealtades grupales disminuye la fiebre política y los compromisos son cada vez más voluntarios y pactados, que esa es la sustancia de la democracia.
La democracia implica que no haya que seguir expidiendo certificados de patriotismo.
Porque patriotas son los que cumplen las leyes, pagan los impuestos y no se aprovechan del común, lo cual es bastante pedir en sociedades como la nuestra, recién salida de la dictadura de las lealtades impuestas. Utilizar la emoción patriótica desde nacionalismos territoriales es bastante inútil para el acuerdo de intereses pero se ve que los españoles, como tributarios de un pasado reciente y bronco, hemos de pagar un precio por restañar el tejido político de una forma consentida, negociada, viable. Las nuevas generaciones, hijas de la televisión multicultural, son ya cosmopolitas desde la cuna. Conocen países distintos al suyo, otras costumbres, conviven con personas de otros sitios, en suma, no tienen una visión castiza de sus propias vidas. Hace cien años la mayoría de la gente moría donde había nacido y su cultura era básicamente rural. Hoy vivimos mayoritariamente en ciudades, a las que emigran gentes de diverso origen. Las identidades adelgazan y se hacen menos contundentes. Ya no existe un servicio militar obligatorio en el que los mozos cursaban la asignatura del patriotismo emocional. La necesidad de pertenecer se hace cosmopolita y el mejor país ya no es el de nacimiento sino el que nos ofrece oportunidades de trabajo y libertad.