Diversas definiciones hay de la realidad porque diversa es ella. «El mundo es ancho y ajeno» para los indígenas de la puna y la sierra de Ciro Alegría. «El mundo es ansí» (¿así, sin más ni más?) para los moradores de las vetustas casas solariegas y los personajes urbanos de Pío Baroja… Pero el mundo […]
Diversas definiciones hay de la realidad porque diversa es ella. «El mundo es ancho y ajeno» para los indígenas de la puna y la sierra de Ciro Alegría. «El mundo es ansí» (¿así, sin más ni más?) para los moradores de las vetustas casas solariegas y los personajes urbanos de Pío Baroja… Pero el mundo es también fragmentado, pues estalla en mil pedazos. Y es cruento.
Digo esto al recordar algo leído hace un tiempo: Nada menos que ¡cien conflagraciones! contabilizaba el planeta después de la Segunda Guerra Mundial a la altura de los 70. La cifra, que encontré por azar en una revista de la época -época de triste despertar, tras el frustrado Mayo del 68-, ha venido a crecer últimamente con conflictos repartidos en una extensa geografía que va desde la Yugoslavia que fue hasta el Afganistán y el Iraq que son… o que no son, después del terror y el estropicio causados allí por las legiones imperiales.
Andaba yo de gesto adusto y mirada fija allá lejos cuando comencé a preguntarme si la agresividad será patrimonio del ser humano. Mas, afortunadamente, el sesgo lóbrego de mi discurso mental se detuvo ante la más que probada tesis del barbado pensador de Tréveris que electrizó a la decimonovena centuria con el descubrimiento del papel de las condiciones económicas como fundamento de la violencia.
Condiciones económicas que han instaurado una asimetría favorable a los «sempiternos señores de la guerra», tanto a los que desembarcan, ubicuos, lo mismo en la península coreana que en el Oriente Medio, las arenas de Girón o el golfo Pérsico, como a los productores y los mercaderes de armas…
Y aludo a estos últimos con énfasis que deseara visible al lector, porque acabo de enterarme de cosas verdaderamente kafkianas. Más bien, dantescas. O como salidas del teatro del absurdo, mero teatro de la vida. «Por cada dólar que se invierte en el mundo en ayuda humanitaria, los países destinan diez a sus presupuestos militares, según los datos recogidos en el Informe 2005 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Todos los países del G-7 (el club de los más ricos) dedican al menos cuatro veces más a gastos militares que a la ayuda humanitaria.»
En el caso de los «inmaculados» Estados Unidos de Norteamérica la cosa adquiere pespuntes negros: La «proporción es de 25 veces más.» Ello, cuando «los propios gobiernos de los países más desarrollados reconocen cada vez más los vínculos entre amenazas a la seguridad y pobreza mundial».
Quienes redactaron el Informe señalan: «Si los 118 mil millones de dólares en que ha aumentado el gasto militar entre los años 2000 y 2003 se hubieran dedicado a ayuda humanitaria, ésta supondría hoy cerca del 0,7 por ciento del Ingreso Nacional Bruto de los países ricos». Y lo más importante, y tétrico: «Con sólo el tres por ciento de esa cantidad (unos cuatro mil millones de dólares) se podría evitar la muerte de tres millones de niños al año».
Exiguo porcentaje negado por los empecinados en desentenderse del Kant que llamaba a obrar de manera que la norma de la conducta personal pueda ser norma de la conducta para todos. Por quienes olvidan que, a la postre, esa conducta deberá pasar por la paz unánime, pues en un orbe donde se han acumulado capacidades ilimitadas para su propia destrucción sólo la paz garantizará la supervivencia de todos: los desposeídos («una de cada cinco personas, más de mil millones, vive con menos de un dólar al día, y otros mil 500 millones con uno o dos») y los poseedores («los 500 individuos más ricos del mundo tienen ingresos más importantes que los 416 millones de personas más pobres del planeta»), una parte de los cuales sigue asida a la sinrazón de la destrucción.
Hurgando entre papeles añosos, encontré algo que escribí en una ocasión para rebatir la tesis de la agresividad genética en el ser humano: La época actual se caracteriza por el despliegue de las fuerzas productivas, del régimen económico y las instituciones por él determinadas: culturales, ideológicas, etcétera; despliegue innegable de la personalidad, la libertad social e individual… Pero asimismo por la demostración fehaciente de que el progreso se da acompañado de regresiones. Algo que únicamente podrá conjurarse en una sociedad que, llámesele como se le llame (¿por qué no comunista?), erradique los antagonismos. Y hasta las clases.
Sólo así será posible el futuro. Un futuro compelido a truncar de una vez por todas esos anales que en el XX -y en lo transcurrido del XXI- han continuado engrosando: los iracundos anales de la guerra. Memorias de un mundo fragmentado, cruel. Un mundo de color rojo púrpura. Como la sangre que lo entinta.