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Inmigrantes y exiliados: el deseo doloroso de regresar

Fuentes: Ladinamo

La desesperación de los inmigrantes encogidos en las pateras o enganchados en las vallas, el dolor de esas figuras sorprendidas sólo en los bordes, contra el muro que ilumina un instante -un grumo- su existencia, obscurece la humanidad de sus víctimas y naturaliza la desigualdad a la que sucumben. Su deseo agonístico -pues se revela […]

La desesperación de los inmigrantes encogidos en las pateras o enganchados en las vallas, el dolor de esas figuras sorprendidas sólo en los bordes, contra el muro que ilumina un instante -un grumo- su existencia, obscurece la humanidad de sus víctimas y naturaliza la desigualdad a la que sucumben. Su deseo agonístico -pues se revela en un combate- de entrar por cualquier medio en sociedades sobrevaloradas alumbra de un modo favorable nuestras ventajas, de las que se enorgullecen belicosamente incluso nuestros parados y nuestros mendigos. Pero este deseo loco de acompañarnos en la abundancia, los presenta a nuestros ojos, al mismo tiempo, privados del derecho a la nostalgia; individuos puros, cerradas mónadas biológicas, desestimamos que puedan establecer ningún vínculo con la ciudad de acogida y desestimamos también que puedan mantener ningún vínculo con su ciudad de origen. Se diferencian de nosotros en que están solos y esta diferencia los vuelve, no vulnerables o dignos de compasión, sino irreductiblemente amenazadores. Consideramos hasta tal punto garantizado -y merecido- nuestro territorio y medimos de tal modo nuestras emociones por nuestras mercancías que no podríamos admitir sino con muchas dificultades que un senegalés o un marroquí sintieran nostalgia de su país; es decir, que un senegalés o un marroquí sintieran -literalmente- el «deseo doloroso de regresar». ¿Cómo concebir que alguien pueda echar de menos a una madre negra, a una novia en harapos, una chabola sin ordenador o un pueblo sin Carrefour? Que quieran entrar, revela nuestra superioridad; que no quieran volver, los separa desde el principio y definitivamente de nosotros, como solitarias inhumanidades que amenazan con su sola presencia nuestra seguridad. Pero este malentendido, cuyo inconsciente racista y deshumanizador no puede ocultarse, no sólo refrenda un mundo desigual; legitima además la defensa numantina de nuestros privilegios. Si sintieran el «deseo doloroso de regresar», nos sentiríamos ofendidos; si sintieran «el deseo doloroso de regresar» tendríamos que dejarlos entrar libremente. Una invasión de nostálgicos sería desasosegante para los europeos, pero una invasión de nostálgicos sería, en cualquier caso, mucho menos numerosa de lo que anuncia el Apocalipsis neoliberal.

Pero, ¿no es de eso de lo que se trata? El fracaso de las políticas de integración, inscrito en el modelo mismo del desplazamiento geográfico, debería hacernos dudar de la exactitud del término «inmigrante». Los que así denominamos han de ser llamados más bien «exiliados», literalmente -es decir- los que «saltan fuera», pues la vida de la mayor parte de ellos, incluidas las de los que ya no tienen ningún recuerdo, como es el caso de los jóvenes franceses que pusieron a hervir los banlieu de París en noviembre pasado, están dominadas por el «deseo doloroso de regresar», por el desasosiego de «volver adentro». Los inmigrantes se mueren de nostalgia, sí, y su situación, por tanto, se ajusta mucho más a la que, a partir de 1939, pasó a definir el término «exilio» -hasta entonces raramente usado- para nombrar la intimidad de un empujón político: el lugar del viajero que no acaba nunca de llegar, la expulsión simultánea de todos los mapas, la ausencia gemela de las dos tierras.

Pensaba en esta imprecisión engañosa del término «inmigrante» leyendo de nuevo en un avión Duro oficio el exilio (El Bardo 2002), del tierno, valiente, gigantesco Nazim Hikmet, el gran poeta turco -Lorca y Brecht de la Anatolia- que murió en 1963 sin poder regresar jamás a su país. Perseguido por extranjeros y por patriotas -todos igualmente extraños a la razón-, tras trece años de cárcel y una huelga de hambre, autor ya de poemas tan bien armados que nadie podía recitarlos sin incurrir en un delito de conspiración, Hikmet tuvo que huir de Turquía en 1951 para evitar un nuevo encarcelamiento. Allí dejó a su mujer y al hijo de ambos, Memet, de apenas tres meses, al que ya sólo volvería a ver, una y otra vez, en su imaginación magullada. «Te confío, mi niño, al Partido Comunista de Turquía», le decía en unos versos en los que aceptaba su destino de exiliado sin alivio: «Memet, yo moriré tal vez/ muy lejos de mi idioma/ lejos de mis canciones/ muy lejos de mi sal y de mi pan/ con la nostalgia de tu madre y de ti/ y de mi pueblo y de mis camaradas». Lo único que diferenciaba a Nazim Hikmet de los inmigrantes encogidos en las pateras o enganchados en las vallas es que él había aprendido, porque tenía compañeros, a ponerles nombre a las cosas.

La noche del 28 de agosto del 2005 el camerunés Joseph Abunaw, con un pie a cada lado del muro melillense, sintió de pronto una aguda nostalgia, el deseo doloroso de regresar: era la bala, el golpe repentino que lo derribó y lo mató mientras «saltaba fuera». De haber estado vivo, Nazim Hikmet, que en prisión enseñó a Orhan Kemal, de 16 años, a escribir y a Ibrahim Balaban, contrabandista, a pintar, hubiese escrito una canción para Abulaw, como ésa que, dedicada a la niña incendiada en Hiroshima, musicó el checo Vaclav Dobias y cantó el negro estadounidense Paul Robeson. En el último poema de la colección, el que acaba precisamente con el verso duro oficio el exilio, Hikmet se había lamentado: «ni aún la casa de un hermano podría/ hacer olvidar la propia casa». Pero Hikmet sabía, como intuía Abulaw, como adivinan los inmigrantes turcos en Alemania y los marroquíes en España y los mexicanos en EEUU y los jóvenes franceses que pusieron a hervir los suburbios de Francia en noviembre pasado -a los que los periódicos siguen llamando «inmigrantes de tercera generación»-, que la propia casa está aún por construir. Nostalgia, ¿de qué? Deseo doloroso de regresar, ¿a dónde? Nazim Hikmet, que se sabía los nombres de las cosas porque tenía compañeros, lo llamó sin vacilar de esta manera: «Socialismo: no la ausencia de yugo/ sino su imposibilidad».