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Crónicas de Miami

Contra el cristal

Fuentes: Rebelión

El azul que ilumina la fachada es tenue. Todo el hotel en sí -con sus curvas extensas, las majestuosas columnas de ladrillos de vidrio, las letras enormes, brillantes, desbarrancándose de forma vertical al frente – un primor. La impresión que se consigue que es, ciertamente, reveladora. Con ese ornamento fantasioso mediante el cual más de […]

El azul que ilumina la fachada es tenue. Todo el hotel en sí -con sus curvas extensas, las majestuosas columnas de ladrillos de vidrio, las letras enormes, brillantes, desbarrancándose de forma vertical al frente – un primor. La impresión que se consigue que es, ciertamente, reveladora. Con ese ornamento fantasioso mediante el cual más de uno evocará las casitas de chocolate de los cuentos de hadas y suspirará aliviado ante la evidencia del buen gusto que reconforta y seda. Armonía en pastel para un distrito que ya medio mundo conoce donde exquisitez y glamour, relax y belleza son la carta de triunfo que le procuran incluirse. Por algún punto en la escenografía, cerca del cafetín poblado de toldos, a la entrada, entonces, también la muchacha.

Quizás ni sepa que adorna la postal. Que, en una de esas tantas veces que posó, quedó por fin su imagen registrada para que el turista la lleve consigo, además, como parte del recuerdo. Tal vez sí. Tal vez se acostumbre. Tal vez no le importe. Centrada, como se encuentra, en complacer a su manager, que le obliga a repartir los panfletos odiosos entre quienes la esquivan mientras pasan por la acera, no puede estar su cabeza para eso en estos momentos. Repetir la cantinela, cumplir con la obligación que le garantiza la recompensa material, sin mucho esfuerzo aparente simular lo que, de verdad, piensa o tiene ganas de decir, el todos los días lo mismo que le cansa y hace mirar el reloj cada tres segundos esperando que llegue la hora de soltar el personaje y sentirse de nuevo libre, pesan más. La muchacha de quien el pie de foto no dirá su nombre, ni dónde vive, ni cómo, ni con qué se ilusiona, ni en qué cree, ni a quiénes prefiere o desprecia. Que agria su gesto cuando el manager da la espalda y aprovecha para acuchillearle con una mirada que lo expresa todo. Porque no se siente bien allí. Y la mitad de los camareros no le hablan pensando en que favorece a unos en perjuicio de otros cuando dispone las mesas que le corresponden a cada cual; cuando cumple con su tarea. Y se susurran barbaridades. Y si no fuera por el bartender con el que se acuesta de vez en cuando. Y por la suerte de su cara bonita, de su cuerpo de sílfide, de su voz aterciopelada. La muchacha que sueña comprar una peluquería con su amiga, que espera como cosa buena el día en que pueda tener dinero suficiente para que se le respete, que tiene ilusiones, se regocija imaginado el enfrentamiento con el jefe para restregarle por la cara que se va de esa mierda y que se lo meta por donde mejor le quepa que nunca, realmente, va a suceder. Que ve la culpa en el que más cercano le queda y todavía, supone, un trabajo mejor donde las cosas funcionen de manera diferente. Que se sostiene en la probabilidad.

Aunque no hay por qué hacerlo, cerca del hotel, en la tienda de marcas exclusivas, otra muchacha dobla por enésima vez los pantalones en el anaquel. Al dueño no le gusta que esté «sin hacer nada» y bien que el supervisor se encarga de recordárselo de forma sistemática y permanente. Ella puede ser aquélla con que la primera quiere montar su negocio o puede no serlo, mas igual no se encuentra a gusto en el sitio. Odia hasta el tuétano, lo mismo, a ese que la maltrata verbalmente y se empeña toda la santa jornada en joderle la existencia; lo mismo se desgasta emocionalmente cuando lo único que pide es sentarse un ratico, o salir a fumar, o hablar con la compañera, de sus cosas, mientras no haya clientes por atender; tan sencillo como lo que la lógica, su lógica, indica pero que no se entiende porque, de antemano, está dispuesto así. Y sueña exacto con el dinero que la salvará de tanto aguante; juega, por las mañanas, su numerito en la lotería, le pinta monos al hombre bien portado, piensa sobre las oportunidades que se le ofrecen en otro espacio donde, seguro, las cosas han de funcionar de manera diferente. Que ríe imaginando el enfrentamiento con su jefe para restregarle por la cara que se va de esa mierda y que se meta el negocio por el lugar que mejor le quepa que nunca, de verdad, va a suceder. Esta otra muchacha, bella, acicalada, moviéndose entre los maniquíes; que coloca el rollo de papel dentro de la ropa interior masculina para que vaya, en la ilustración, así y todo con protuberancia sugerida; que achica sus ojos, se alista y dispone como si  lo que la ocupa fuera la actividad más entretenida del universo. Quieta en medio de lo impecable, a punto de otro close up en el cual se desechará su nombre, o en qué lugar vive, cómo, con qué se regocija, en qué cree, a quiénes prefiere o desprecia. Loca porque lleguen las once. Aguantada en la cuerda de la remuneración con que se le compensa.

En la recepción del edificio donde tienen sus oficinas los corredores de bienes raíces, la prima de una de las otras dos muchachas recibe al visitante. Tiene veinte años pero los tacones, la falda corta y la chaquetica bien ceñida -seria- le hacen aparentar más. Dice «con gusto», «espere un momento», «enseguida le atienden», «¿puedo servirle en algo?», «es un placer», «gracias». Sus buenos modales le suben el encanto. La muchacha, ésta, que desentona en lo absoluto con aquel lugar perfecto, depurado, impecable, abarrotado de butacas confortables y luces bajas, donde imposible se te hace detectar alguna hoja seca entre las tantas macetas de malangas que lo decoran. La muchacha, ésta, que, escondida, mira con desespero su reloj, que, por debajo de la chaqueta, suda, que, ser humano al fin, de vez en cuando confunde los nombres de los sesentaycuatro rea-tor para los que trabaja y tiene, desde un rincón, la vista fija del gerente que, rostro serio, cuello y corbata, la monitorea y… advierte. Tampoco se descubre a sus anchas. Vive en una perenne tensión que tras el «placer» y las «gracias» la empujan a maldecir, aborrecer, detestar al de la corbata que no le da un minuto de respiro y espera de ella un robot que nunca se equivoque. Y a maldecir, aborrecer, detestar el sitio. A tantos señores que llegan por la mañanita para hacerle recomendaciones, especificar las citas, poner los dedos sobre el buró y pedirle que les pase la llamada de fulano, cuando ocurra, porque se trata de un caso urgente. Que se aburre de los tacones que no le gustan y de esa ropa que no tiene nada que ver con su persona; de la incongruencia de sus gestos, de sus palabras, de sus maneras que son mentira porque ella, en el fondo, no es así nada. La muchacha que fantasea, imagina el instante en que, llena de dinero- mucho-, no tenga que soportar las pesadeces de nadie y, de un portazo, coloque ese mundo detrás dejando con la boca abierta a quienes la creen un trapo que jamás va a pasar. Que supone un trabajo donde las cosas funcionen de manera diferente. Que se reconforta en su opción.

Urgidas de ganarse el sustento, y no morirse de hambre o de alguna enfermedad de la que no se podrían salvar sin tener seguro médico, para las muchachas todo tiene su origen en una actitud personal. La mala suerte de un hijo de puta que siempre aparece en sus caminos para agriarles el carácter y hacerles pasar un sábado de perros. Gente malvada, cínica, insufrible, ingrata que no debieran haber nacido nunca ni merecen un gra-mo de confianza y, menos, de caridad. Seres despreciables, en el más amplio sentido de la palabra, que no sospechan que ellas tienen también su reunión privada y sus regaños y su ultimátum y sus «vamos a ver porque las ventas no están resultando tan buenas como esperábamos» que los ponen entre la espada y la pared y a un centímetro de las patitas en la calle. El manager, el supervisor, el gerente, con todo y su sueldo, del mismo modo odian, sueltan sus metrallazos visuales cuando el superior los abandona, recrean mentalmente su venganza y conjeturan representándose la carta de renuncia que en un día, no muy lejano, pondrán sobre la mesa para finalmente sentirse a salvo de ese infierno. Fieles, como debe ser, a un código de reglas, dentro de las que no pueden disentir. Apropiados y exactos, funcionales y eficaces que, cuando la soga aprieta, se ven devueltos a su condición primaria de seres normales con debilidades y flaquezas como el que más. Tampoco culpables; sólo resultado. Porque nadie les explica a las muchachas que el superior del manager también tiene un superior y, este, otro y, el otro, la presión del mercado y, el mercado, la competencia y, la competencia la que determina si per-maneces o te difuminas en el ruedo. La maquinaria de la que, ellas, son el último peldaño.

No, no hay muchos vestigios para darse cuenta. Después de toda una vida de aprendizaje inconsciente las muchachas, el manager, su superior, no consiguen llegar a la raíz de lo que les pasa. Cada acción es un hecho aislado. Las contradicciones una última gota que colma la copa que no se distingue de qué estuvo llena antes. Se mueven por sobre la superficie, les es muy difícil dejar de creer que para que algo valga la pena no tiene que ser gratificado de modo contante y sonante y que dignidad es también respeto independientemente del estatus profesional que se tenga o cual sea el ámbito en que desempeñan su labor. Se someten a sus creaciones fantásticas, asocian felicidad al símbolo o figura que les han dado, que casi siempre se traduce en fortuna, respetan las jerarquías, acatan la autoridad, conviven con su «culpa» velada, callan el discurso porque, por encima de lo que sea, existe la emergencia. Forzando, dirigiéndoles, influyendo en mi próximo paso. Y es que, siendo peor estar peor, al tiempo que el palo va y viene no hay mejor remedio que quedarse tranquilo y aunque se intuye, y se presuma, y se sospeche, para acusar, como te aclara la ley, hay que tener, además, pruebas que am-paren el reclamo. Que se pierden, se difuminan en medio de lo subjetivo, no son nada por entre las estructuras políticas y económicas que construyeron, asimismo, tu mente. De cualquier modo, tampoco es que se la pasen todo el tiempo quejándose. Para quienes experimentan la ofuscación existen instantes de relativa calma, más de cien moti-vos con los que borrar la situación embarazosa que pueden llamarse sexo, televisión, baile, tatuajes, clubes, novios, familia, playas, cine, drogas o vídeos. Pasarse la próxi-ma tarde de compras en el mall o tomarse unas cervezas con los amigos. Cuando se trata de deseos satisfechos la bronca se olvida, humillación es una palabra que nunca apareció.

El jovencito que pone el agua piensa que el mesero no le da el porciento justo, el mesero que el ayudante de cocina demora demasiado el pedido y esto va a influir en que le dejen poca propina, el ayudante que el chef, ganando más, deposita en él la mayor parte de la tarea, el chef que son muchas las responsabilidades para la miseria que le pagan, quien está a cargo del turno de la noche que no merece la pena en comparación con todo a lo que debe enfrentarse, la de recursos humanos que el encargado del turno de la noche aspira a quitarle el puesto, el hijo del dueño que, aún, no aparecen en la lista de los mejores sitios en el magazín. De la muchacha que se encarga de recibir a los comensales, en la puerta, ya sabemos.

Y el turista se llevará, apresado, aquel semblante alegre en la postal. Quien traspasa el umbral de la tienda el buen servicio de la que lo atiende que es un racimo de delicade-za. Los que quieren vender su casa la amable atención de la recepcionista. Mientras, por algún lugar, alguien hace hasta lo indecible por no parecer nerviosa; vigila su postura, cuida los gestos, evita tocarse el cabello. Relajada, natural y atenta, sin llegar a la camadería, procura dar una buena primera impresión porque sabe que esa persona, en-frente, tiene su futuro en las manos. Expresa autoconfianza y control. Emplea un tono de voz enérgico y pensativo. Destaca sus puntos fuertes y resalta su experiencia. De-muestra que ha entendido las necesidades del puesto y la empresa y que, su perfil labo-rar y personal, coinciden con lo que se busca. Brilla en la entrevista de trabajo. El azul de la sombra por encima de sus pestañas, como en la fachada del hotel, es tenue.

Aramís Castañeda Pérez de Alejo es crítico santaclareño radicado en Miami.

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