Si al menos se les prestara atención. Si aquellos que se consideran humanos siendo en la práctica meros androides dedicaran siquiera un segundo de sus vidas, pletóricas de gozo material y egoísmo inconfeso, a pensar en Ellos, no andarían las cosas así como ahora. No, no habría tantos y tantos niños de todo el mundo […]
Si al menos se les prestara atención. Si aquellos que se consideran humanos siendo en la práctica meros androides dedicaran siquiera un segundo de sus vidas, pletóricas de gozo material y egoísmo inconfeso, a pensar en Ellos, no andarían las cosas así como ahora.
No, no habría tantos y tantos niños de todo el mundo desamparados, como al pairo, durmiendo los efectos del «pegamento», droga de moda y barata que inhalan para escapar de sí mismos, sepultados bajo periódicos tomados al azar, en cualquier pedazo de calle, con techo estrellado y padeciendo todo el frío posible. Tal vez soñando con la madre muerta, el padre perdido de casa; con juguetes como los de «aquella vitrina»…
Duro destino el de los miles y miles que padecen el triste color de la miseria -si la miseria tiene color-, y el de aquellos que, en nutrido grupo, suelen ser… hasta torturados, con toda la vesania de que es capaz un androide que pasa por humano, como apuntábamos.
Estremecía el testimonio cuando surgía a la luz pública, hace unos cinco años, y estremece hoy en la remembranza. «Miles de menores son torturados cada año en todo el mundo y su sufrimiento resulta casi inadvertido por la comunidad internacional«, según un informe conjunto del Fondo Salvad a los Niños y de la Organización Mundial contra la Tortura (OMCT).
Al menos existe la tenue alegría de que alguien pare mientes en la situación. El presidente de la OMCT, Eric Sottas, trataba de dar un aldabonazo en la conciencia universal. Por eso decía, con fuerza: «Ninguna región está libre de casos de tortura a menores», y la cifra «ha empeorado en los últimos años en los países del este de Europa»… allá donde sólo los niños eran reyes, porque habían finiquitado las monarquías tradicionales.
Y no solamente el oriente del Viejo Continente llevaba (lleva) las palmas en cuanto a penas físicas y mentales infligidas a los infantes. El estudio de las dos asociaciones indicaba que, «aunque no se dispone de (suficientes) datos concretos, porque la mayoría de los hechos no son denunciados por las víctimas (una voz en formación se pierde en el escándalo de los adultos), donde más ataques sufren es en Brasil, Colombia, Guatemala, la India, Pakistán, Sierra Leona y Tailandia».
Claro, estos ejemplos no agotan el «arco iris» de pesares repartidos en los cuatro puntos cardinales. Pero en los países relacionados se percibe con más nitidez una angustia omnipresente: «la pobreza, la rápida urbanización de las naciones subdesarrolladas, la globalización neoliberal y la alta proporción de población de menos de 18 años» integran el manojo de «razones» de que los pequeños, sobre todo «los de la calle», sean «percibidos como un problema social, por lo que están considerados grupos de alto riesgo».
Por tanto, hay que eliminarlos, ¿no? Hay que atacar las consecuencias y no las causas, en un acto que no se paga ni en el infierno concebido por las más afiebradas frentes -la del Dante, la de Milton. Mas sigamos glosando el reporte, porque a veces la literatura huelga ante la vida.
«Se subestima el impacto de la pobreza en la tortura de los niños, que sufren mutilaciones, abusos sexuales, violencia doméstica o detenciones indiscriminadas en la vía pública; así como el internamiento en cárceles para personas mayores, donde el riesgo de recibir malos tratos se duplica.»
Y si todo quedara en lo expuesto. Pero no, la insania tendrá tocar la desmesura. En sitios como la «meca de los derechos humanos» -así se presentan-: los Estados Unidos, «en los años 90 se ejecutó a diez menores de edad, de los 18 a que se sometió esa condena en todo el planeta».
El documento clama por que «se haga visible la tortura», que se mejoren las legislaciones nacionales en aras de aumentar la protección requerida y que todos los Estados ratifiquen la Convención de la ONU al respecto y los estatutos del Tribunal Penal, para poder perseguir judicialmente a los responsables.
Ahora, ¿dónde el texto deja el cambio social, el humanitarismo que solamente provendría de un borrón y cuenta nueva en las esclerosadas estructuras económicas, políticas? Desafortunadamente, hoy por hoy estas interrogantes se difuminan ante la agitada existencia de millones y millones de androides vestidos de personas que no reparan en ciertos bulticos forrados de periódicos a la vera del camino. ¿Hasta cuándo?