Recomiendo:
0

El cambio de mando: ¿teleserie o docudrama?

Fuentes: Punto Final

Entre el 11 y 12 de marzo, aun cuando hubo un preludio y un epílogo, vivimos una nueva versión de paroxismo televisivo, esta vez desde y hacia la política. Bajo variados formatos, que oscilaron entre el docudrama y el espectáculo de la información en tiempo real, los chilenos dimos un inédito giro de la condición […]

Entre el 11 y 12 de marzo, aun cuando hubo un preludio y un epílogo, vivimos una nueva versión de paroxismo televisivo, esta vez desde y hacia la política.

Bajo variados formatos, que oscilaron entre el docudrama y el espectáculo de la información en tiempo real, los chilenos dimos un inédito giro de la condición de espectador a la de participante. La televisión tomó el antiguo papel de la política de masas. La pequeña pantalla colocó a la política en la calle, emocionó a las masas y puso a las principales figuras como protagonistas de un espacio de alto rating.

El cambio de mando, no así las elecciones, hallaría precedentes mediáticos en la transmisión de la muerte de Juan Pablo II, en la canonización del padre Hurtado, en el mortal accidente de Diana de Gales y, si nos apuran un poco, en una final de fútbol o tenis.

La cobertura de televisión del 11 de marzo generó un nuevo fenómeno, por lo menos para la TV chilena. Trascendió, incluso, a la política-espectáculo del día a día, al show business en sus variadas modalidades, y se adentró en un fenómeno propio de la política de masas. La televisión creó, germinó y estimuló un clima político que derivó en una bien modulada y a ratos histérica exaltación colectiva, un estado artificial propio de las masas. Un estado irracional, contagioso, catártico si se quiere, pero nunca espontáneo. La emoción colectiva, que llenaba de lágrimas los ojos de los gobernados y de los gobernantes, era efecto de la exaltación extrema, que es también alienación, de un pueblo televidente por parte de su mayor referente de realidad. La televisión chilena mostró, una vez más, su enorme capacidad de instalar en su irreflexiva audiencia su propia realidad.

Sabemos que la construcción de la realidad en buena parte está relacionada con los medios. Junto a otras y más complejas instituciones y procesos humanos y sociales, éstos son responsables de lo que se absorbe como realidad. Aquel fin de semana, los medios instalaron una extraña y antinómica condición emocional: por un lado estimularon hasta el llanto una sensación de orfandad, de pérdida de la figura del padre, elevada, por cierto, al nivel de un nuevo beato o héroe nacional; a su vez, nos animaron con el poder que adquiría la madre. Entre estas contradicciones, no pocos se reconfortaban con la resurrección del padre anunciada para 2010.

Los ánimos ya estaban preparados. No pocos lacrimógenos documentales sobre la vida privada del presidente saliente, Ricardo Lagos, subrayaban el «drama» de su pérdida de poder. Lagos, modelado por los medios con el abrumador referente de los favorables sondeos de opinión, era instalado en las pantallas como un monarca destronado, tal vez como una víctima de injustas circunstancias. Un doloroso trance que el abandonado pueblo debía compartir.

Los efectos saltaron a la vista. La gente se volcó a la calle, el protocolo quedó hecho trizas en las puertas de La Moneda, gritos de histeria colectiva y la esperanza puesta en cuatro años más. Los que creían que con sus postmodernas socialdemocracias Chile había perdido toda capacidad de movilización de masas, se daban de cabeza contra el muro de la historia.

Con el riesgo siempre real de caer en exageraciones, podemos recordar el clásico episodio de la transmisión radiofónica, en 1938, de La guerra de los mundos por el genial Orson Welles. Hay similitudes, pese a todas las diferencias de contexto político, social, histórico. En ambos casos encontramos una relación directa entre una causa, generada por un medio, y un efecto, que recae en las pobres, exaltadas y manipuladas audiencias. En ambos casos la gente salió en masa a la calle. En ambos está también el poder de los medios para generar efectos.

Efectos y efectismo. La ceremonia de transmisión del mando, o «fiesta de la democracia», alocución desgastada que sin embargo tantas veces oímos durante aquella jornada, fue una gran y presumida escenografía. Artificial y teatral, como todo escenario sobre el que sucede una representación. Planos cerrados sobre los ojos de los gobernantes, repetición de secuencias completas, contraplanos seleccionados. La dramatización de la política como funcional imagen televisiva es modulación de la política, y es también su manipulación. Y si hay manipulación, hay objetivos e intereses, sean éstos abiertamente políticos, ideológicos o comerciales.

El evento de masas construido por los medios el 11 de marzo, inédito desde el inicio de los gobiernos de la Concertación, tuvo como todo espectáculo una vida efímera y artificial. Pero algo de todo ello decantará en la memoria colectiva: Lagos despedido en gloria y majestad; Lagos investido por poderes que van desde el empresariado a las enmarañadas maquinarias partidarias como el mejor presidente de Chile. Se trata obviamente de una opinión que es un deseo, pero que se extiende como afirmación y realidad. Lagos, aunque no se diga pero tal vez se piense, termina como candidato ganador en el horizonte de 2010, lo que también, sin el mágico manto protector del poder, lo deja doblemente vulnerable: inerme no sólo como todo ex presidente, sino como fácil y tentador objetivo para sus detractores. Con el MOP-Gate en curso no es difícil imaginar a los parlamentarios de derecha apuntando hacia Lagos como si fuera un pato de feria. Pero esa es otra historia.

La política por televisión ha sido una práctica desarrollada con habilidad por los gobiernos de la Concertación, todos reacios a la participación activa de la sociedad civil. A la Concertación le ha incomodado la movilización social. La apatía social no es un síndrome natural de las democracias modernas -miremos un poco a Latinoamérica-; más parece un estado deseado por nuestros actuales gobernantes (por lo menos hasta el 11 de marzo). Qué más cómodo que gobernar a una pasiva y moldeable audiencia electoral a través de la televisión, su más preciado juguete, su extensión, su «tuto» (u objeto transicional, según el tecnicismo del psicoanalista Donald Winnicott).

Política por televisión es también hacer política mirando la televisión, atentos al rating y a los sondeos de opinión ciudadana, que no son otra cosa que la medición de los índices de exposición a la pantalla. Las audiencias están ocupadas y preocupadas de lo que aparece en la caja; sus deseos son los que estimula el cristal. Acotar la vida pública a los recovecos de la institucionalidad es la consolidación del statu quo. No hay nada más conservador ni paralizador que la televisión, íntimamente ligada a los intereses de los poderes públicos y privados.

 

El show debe continuar…