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La geopolítica espacial del Imperio en el siglo XXI

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Noticias recientes sobre la próxima publicación de una nueva doctrina espacial de los Estados Unidos, que justifique el despliegue de armas en el espacio cósmico, han despertado el interés de muchos periodistas y académicos que siguen con atención la evolución de los planes norteamericanos para la militarización del cosmos en el siglo XXI. La consumación de ese propósito militarista en los meses venideros seguramente tendrá una amplia cobertura de prensa por parte de las grandes corporaciones de la información controladas por Washington, pero su contenido será un hecho poco espectacular a la altura del segundo período presidencial del vilipendiado George W. Bush, porque basta con un análisis de las acciones ya emprendidas por la administración en ese campo para imaginarnos las características del nuevo teatro de operaciones bélicas en el espacio que nos presentará el anunciado documento del Comando Estratégico imperial.

Recordemos que después de una campaña electoral pródiga en acusaciones contra el gobierno demócrata de William Clinton, el entonces candidato W. Bush prometió la reconstrucción del poderío militar estadounidense, pues su país «había sufrido» una acelerada decadencia en ese sector que repercutió en los salarios de los militares, la escasez de materiales de trabajo, equipos y una creciente disminución de su estado de preparación combativa. Con la presentación de ese diagnóstico negativo para la única superpotencia mundial, W. Bush aseguraba que con su triunfo electoral comenzaría una nueva etapa en la expansión de la supremacía militarista de los Estados Unidos.

En la concepción de W. Bush, la política de «defensa» de un gobierno republicano estaría responsabilizada con la creación de las bases necesarias para la constitución del ejército y los medios militares que requiere los Estados Unidos en esta centuria. Su proyección guerrerista ha rememorado y sobrepasado los límites de la primera ola «neoconservadora» iniciada por la administración de Ronald Reagan, y ha estado dirigida a la satisfacción de los intereses estratégicos de la extrema derecha, cuya agenda política coincide con la estrategia de reedificación militar de la «gran nación americana» para imponer un efectivo sistema de dominación global mediante la argumentación de que las décadas de «Guerra Fría» habían atrofiado las capacidades militares estadounidenses y, en el futuro, la única superpotencia deberá estar preparada para contener y destruir los sistemas espaciales desplegados por países con propósitos hostiles.

Precisamente, ese sería el argumento esencial de la nueva doctrina espacial norteamericana. Según ha confirmado el coronel Anthony Rousseau, Jefe de la Dirección Espacial en el Comando Estratégico del Pentágono, los Estados Unidos se preparan para enfrentar y destruir en el acto con armas láser y cinéticas cualquier obstáculo que interpongan a sus satélites en la órbita circunsterrestre. De este modo, la geopolítica del espacio ha cobrado mayor relevancia en los presupuestos políticos de la elite gobernante estadounidense y se entronca con lo que en el ámbito académico se ha denominado como la Teoría de la Estabilidad Hegemónica que en sus principales enfoques advierte que la armonía, seguridad y funcionamiento del Sistema Internacional exige de un solo estado dominante que coordine con liderazgo, consenso o imposición el cumplimiento de las normas de interacción entre los actores fundamentales del sistema.

Para esta teoría una potencia que aspire a alcanzar un protagonismo realmente hegemónico debe poseer determinadas dimensiones de poder que se resumen en seis atributos fundamentales: una economía fuerte y dinámica, el control de los avances tecnológicos y de los sectores económicos asociados a ella, gran capacidad de acceso a los recursos naturales, dominio de los flujos financieros y de comunicación internacionales y el monopolio de las armas de destrucción masiva. La sustentación de una agenda política delineada por las concepciones hegemónicas de los «neoconservadores» configuró el perfil presidencial de W. Bush. Su gran estrategia militarista asociada a los dictados conservadores de que los Estados Unidos rige los destinos de la política internacional, porque es la potencia por excelencia y simboliza un «modelo» de sociedad a seguir por todas las naciones, movilizó el núcleo ideológico de los republicanos y propició, con el fraude de la mafia cubano-norteamericana en el Estado de la Florida, su ascenso al poder. Desde entonces, esta administración ha puesto en práctica un programa militarista de rearme espacial y de superioridad nuclear que ha revelado la tónica de la política exterior de los Estados Unidos bajo la conducción del partido republicano.

Con el fin de garantizar el éxito de sus compromisos políticos y militares, el llamado presidente de la tradición construyó en silencio uno de los gobiernos más reaccionarios de la historia de esa nación. Los nombrados por W. Bush poseían una invariable obligación doctrinal con la filosofía imperial y una amplia experiencia en asuntos militares, académicos y jurídicos, lo cual ha garantizado a los republicanos la ejecución de un programa de extrema derecha en política interna, así como la búsqueda de una «nueva» argumentación para la proyección de una estrategia de «seguridad nacional» acorde con los desafíos del escenario internacional de la posguerra fría.

Entre las figuras que, en el primer gobierno de W. Bush, ejercieron una importante influencia en el despliegue del denominado Sistema Nacional Defensa Antimisiles (SNDA) y en la decisión de abandonar el Tratado ABM de 1972, que prohibía el desarrollo de esos medios en el espacio, sobresalieron el vicepresidente Richard Cheney, el secretario de «defensa» Donald Rumsfeld, la consejera de seguridad nacional, Condoleezza Rice y el secretario de estado, Colin Powell, quienes por sus vínculos con el capital transnacional energético y sus intereses financieros en la industria militar constituyeron un equipo altamente influyente en la determinación del rumbo militarista y en la formulación de la estrategia de «seguridad nacional» del establishment imperial. Con todos ellos, W. Bush militarizó, como nunca antes, el pensamiento político y la acción internacional de los Estados Unidos. Los temas militares dominaron los pronunciamientos políticos y la práctica diplomática estadounidense. El Pentágono se convirtió en un activo propulsor del uso de la fuerza en las relaciones internacionales, lo que de igual forma produjo un polarizado debate en la comunidad académica norteamericana sobre los objetivos de la militarización y el rearme espacial de los Estados Unidos.

Sin embargo, en esta administración el principal promotor de las armas espaciales ha sido Donald Rumsfeld, quien por su participación en anteriores intentos de despliegue de sistemas antimisiles y su activo desempeño en la comisión de expertos designada para la Evaluación, el Control y la Organización de la Seguridad Espacial de los Estados Unidos, emitió, en enero de 2001, un informe sobre la probabilidad de que los estadounidenses atraviesen un «Pearl Harbor» espacial como consecuencia de un devastador ataque contra sus satélites ubicados en la órbita terrestre.

Los resultados de la comisión de expertos conducida por Rumsfeld pretendió abrumar a los estrategas y académicos norteamericanos con las «nuevas» amenazas de la posguerra fría. El documento concluyó que los Estados Unidos tenían una elevada dependencia de sus satélites y que los medios para destruir sus sistemas espaciales ya podían ser «conseguidos» con facilidad por países o grupos hostiles a la superpotencia. Si en la época de la administración Reagan el espacio fue definido como un campo de batalla, ahora para Rumsfeld constituía «una certeza virtual» o «un terreno de conflicto», al igual que otros medios físicos: aire, mar y tierra. Por consiguiente, las recomendaciones que Rumsfeld presentó al gobierno sugirió que los Estados Unidos debían reducir la vulnerabilidad de su territorio mediante el desarrollo de «capacidades espaciales superiores» y la consecución de un poderío espacial que incluyera el despliegue de armas antisatélites (ASAT, siglas en inglés) con bases en el espacio cósmico y en la Tierra.

Aunque las propuestas contenidas en el estudio de Rumsfeld recibieron poca atención por sus conclusiones apocalípticas y la ausencia de un programa concreto de cómo los Estados Unidos tendrían que conseguir ventajas estratégicas en el espacio, el presidente W. Bush utilizó argumentos de carácter «defensivos» para tomar la decisión de desplegar un SNDA, que constituye el aspecto central de un amplio programa militarista para incrementar el poderío ofensivo integral de las fuerzas armadas norteamericanas. El sistema de «defensa» antimisil es la pieza fundamental del plan de las instituciones militares estadounidenses para alcanzar incuestionables ventajas estratégicas frente a las principales potencias del escenario internacional de la postguerra fría. El sistema antimisil constaría de una red de bases coheteriles situadas en el espacio, en plataformas terrestres y marítimas diseñadas para interceptar misiles balísticos que supuestamente serían lanzados contra los Estados Unidos.[1]

Pero la concepción de esa estrategia esconde sus verdaderos propósitos, porque las «defensivas» armas dislocadas en sus bases terrestres o espaciales podrían revertirse contra cualquier estado del sistema internacional. Por esa elemental razón y el desmantelamiento de la vieja arquitectura de seguridad mundial de la bipolaridad tras la ruptura del Tratado ABM de 1972, que prohibía el despliegue y desarrollo de esos sistemas, el programa antimisil aviva el continuado desarrollo de la carrera armamentista entre las grandes potencias y tiene un carácter desestabilizador en el orden político-militar cuando promueve que otros actores de significación estratégica internacional persistan en sus propios proyectos de «defensas» antimisiles. Los planes militares de W. Bush también han implicado el aumento desproporcionado del presupuesto militar para los componentes de esos sistemas y la renovación tecnológica de los arsenales nucleares y coheteriles. El poder ejecutivo ha priorizado en el presupuesto federal las partidas financieras necesarias para el despliegue del SNDA en detrimento de otros sistemas de armas convencionales que, en apariencia, han quedado relegados en el momento del desarrollo de una estrategia militarista con fines más ambiciosos.

En ese sentido, la presentación del primer presupuesto de la administración de W. Bush ocurrió el 9 de abril de 2001, en un momento de contradicciones Ejecutivo-Congreso sobre la reactivación del gasto militar, los proyectos sanitarios y para el medio ambiente heredados del gobierno de Clinton, y la insistencia de W. Bush en su proyecto de reducir los impuestos en 1,6 billones de dólares, a pesar de que el Senado había votado moderar esa cifra hasta 1,2 billones para beneficiar básicamente al Pentágono, cuyo presupuesto total ascendió hasta los 310 500 millones de dólares para la modernización armamentista. [2]

El elevado presupuesto benefició a las empresas del Complejo Militar-Industrial comprometidas con el desarrollo de nuevos tipos de armas espaciales y representó un monto seis y siete veces mayor que los gastos de Rusia y China respectivamente, países que han sido considerados como los dos principales «rivales» estratégicos de la superpotencia en el siglo XXI. A la política militarista de la administración de W. Bush se unieron las presiones y reclamos de algunos senadores interesados en un presupuesto superior para «salvar» la capacidad «defensiva» estadounidense ante el peligro objetivo e inminente de la obsolescencia de los equipos bélicos.

Pero, en realidad, el incremento de los gastos militares estuvo directamente relacionado con los altos costos de su estrategia militar, las operaciones de la «Guerra del Golfo», Somalia, Kosovo, la militarización del espacio y el desarrollo de nuevas armas que requirieron costosos ensayos en la tierra, el espacio y en computadoras para prevenir un hipotético enfrentamiento misilístico de los Estados Unidos con otras potencias nucleares.

Con la determinación de desplegar el SNDA, W. Bush ordenó al Pentágono la ejecución de un ensayo con dos cohetes Minuteman-III que no tenían la misión de hacer blanco en un objetivo concreto, sino comprobar con su vuelo un componente esencial del sistema: la capacidad de detección de los radares. Los Minuteman III, lanzados desde la base de la fuerza aérea en Vandemberg, Estado de California, liberaron un total de 20 objetos de diferente naturaleza para comprobar la eficacia de los radares en la diferenciación de un cohete con una cabeza nuclear o un señuelo.

Sin otro precedente en la historia, la fuerza aérea ensayó una guerra global en el espacio. Este ejercicio militar verificó la exactitud con que los Estados Unidos enfrentarían una guerra en ese medio. La maniobra simulada por computadora durante cinco días estudió la creciente importancia de los satélites para la economía, las fuerzas armadas y los cambios estratégicos internacionales. El escenario utilizado fue un conflicto imaginario en el que se enfrentaban los Estados Unidos y China en el año 2017, porque la nación asiática había amenazado a un aliado estadounidense en la región Asia-Pacífico. En la simulación los ejércitos de las dos grandes potencias implicadas combatieron con microsatélites armados, misiles cruceros y cañones láser. En la búsqueda de un «enemigo» para justificar sus acciones, los informes del Pentágono explicaron que la potencia asiática contaba con armas láser para una guerra espacial contra los satélites estadounidenses.

Por su parte, las poderosas fuerzas norteamericanas utilizaron en la virtual confrontación militar contra China un moderno sistema de «defensa» antimisil de teatro y vehículos espaciales que colocan rápidamente en órbita los satélites. Asimismo, unos 15000 efectivos de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, Alemania, Canadá, Holanda y el Reino Unido realizaron en el desierto entre Nuevo México y Texas las mayores maniobras militares del año 2001, que incluyeron simulaciones con sistemas de «defensas» antimisiles de teatro y la ficticia invasión del país «Sabira» por las fuerzas de la enemiga «Dahib»; y como principal resultado del simulacro se recomendó la creación de un Comando Espacial Militar.

El Pentágono también ha desarrollado nuevas armas nucleares que penetran bajo tierra y explotan al golpear los objetivos. Un informe elaborado en uno de los laboratorios nucleares de los Estados Unidos sugirió la construcción de este tipo de misiles nucleares para la destrucción de búnkers o de instalaciones de misiles protegidas por un recubrimiento de varias capas de cemento. Además, si estos nuevos misiles llevaran una cabeza nuclear de cinco kilotones -menos de la mitad de la potencia de la bomba lanzada sobre Hiroshima- destruirían un búnker, aunque sus paredes contaran con muros de cemento de 10 metros de grosor. La explosión de esa bomba sólo sería posible a más de 200 metros bajo tierra, porque de lo contrario causaría una contaminación radiactiva masiva e incalculables daños «colaterales».

Los científicos norteamericanos han asegurado que este nuevo misil balístico podría destruir un centro de control nuclear protegido y aislado por completo del exterior, como los que supuestamente ya Rusia tiene construidos en diferentes regiones de su vasto territorio nacional. Este programa militar es uno de los ejemplos de cómo la administración de W. Bush ha favorecido en sus dos periodos gubernamentales la aplicación de una política exterior apoyada en la fuerza militar que privilegia el desarrollo de nuevos tipos de armas muy peligrosas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacional.

Coincidiendo con los preparativos económicos, militares y tecnológicos para el despliegue del SNDA, W. Bush pronunció, el 1 de mayo del 2001, un discurso programático sobre la estrategia político-militar de su gobierno, el fin de los tratados internacionales adoptados durante la «Guerra Fría» y la construcción del sistema de «defensa» antimisil. Esta última decisión se caracterizó por su unilateralismo hegemónico, pues sólo informó -a posteriori- a algunos de los principales actores internacionales: Europa, Canadá y Rusia. Por su repercusión interna e internacional, el anuncio de W. Bush alcanzó un simbólico paralelismo histórico con el trascendente discurso sobre la Iniciativa Defensa Estratégica (IDE) o «Guerra de las Galaxias» pronunciado por Ronald Reagan, el 23 de marzo de 1983.

En la concepción de unilateralismo rampante de W. Bush, el desarrollo de un SNDA fortalecería la seguridad internacional. Para Bush la «Guerra Fría» ha terminado y las limitaciones del Tratado ABM ya no refleja ni el presente ni las futuras condiciones internacionales (…) Las armas nucleares todavía tienen un importante lugar que ocupar en la seguridad de los Estados Unidos y en la de sus aliados (…) los Estados Unidos pueden cambiar la composición y el carácter de sus fuerzas nucleares con el fin de que reflejen las realidades de un mundo sin «Guerra Fría» (…) El Tratado ABM ignora los fundamentales progresos tecnológicos de los últimos 30 años, y prohibe explorar todas las opciones para defender a los Estados Unidos y a sus aliados de las nuevas amenazas (…) Según Bush, la nueva época requiere otra visión, una nueva mentalidad, un vigoroso liderazgo estadounidense.[3]

En efecto, W. Bush describió su visión estratégica sobre un «nuevo» período en las relaciones internacionales en el que, mientras el territorio norteamericano y los arsenales nucleares estarían protegidos por una «defensa» antimisil, China, Rusia y otras potencias nucleares aceptarían la dirección absoluta de los Estados Unidos. Pero, Bush no presentó en su discurso los detalles técnicos de cómo sería construido el SNDA, solamente prometió la realización de un proceso de consultas con sus aliados europeos y otros estados considerados rivales estratégicos. Para los estrategas estadounidenses, el proyecto antimisil consistiría en unas avanzadas «defensas» espaciales con bases aéreas, marítimas y terrestres que dejarían Ipso facto superadas la letra y el contenido del Tratado ABM.

La postura unilateralista de la administración de W. Bush, además de violar diferentes tratados internacionales, evidenció que los objetivos estratégicos del SNDA estarían dirigidos contra China y Rusia, dos potencias nucleares opuestas a la estrategia antimisil estadounidense, y debilitó la repetida argumentación sobre el latente peligro de un ataque misilístico contra los Estados Unidos por parte de los llamados estados villanos.[4] En esa circunstancia, la reacción de diversos sectores de la opinión pública internacional a la estrategia militar estadounidense giró en torno a la preocupación de que cuando un gobernante declara la consecución de un unilateralismo estratégico-militar, apartándose de importantes tratados reconocidos por todos los estados, sus acciones finalizan aisladas o exigiendo que el sistema internacional de relaciones internacionales funcione de acuerdo a las condiciones dictadas desde Washington.

La ruptura del principio de Pacta sund servanda[5] estableció una suerte de imperio unilateral estadounidense sobre las naciones soberanas, creándose, por cierto, un precedente negativo que disminuyó, aun más, el Derecho Internacional y el sistema de organizaciones interestatales. Para la política exterior cubana la decisión unilateral de romper acuerdos que han sido vitales para la sociedad internacional, con el anuncio de la determinación de construir un supuesto escudo total antimisiles inevitablemente conducirá a una nueva carrera armamentista en el momento más inoportuno que podía concebirse, cuando el planeta – habitado por más de 6100 millones de habitantes, de los cuales las tres cuartas partes son pobres – inició un siglo que será sin duda el más difícil y crucial de la historia milenaria del hombre.[6]

No obstante, los asesores de la administración de W. Bush negaron que el mandatario fuera unilateralista o aislacionista o que su gobierno hubiese mostrado un abierto desdén por la acción de los organismos internacionales, porque para los «neoconservadores» el abandono de los tratados en la época del desarrollo misilistico y nuclear no es más que un «multilateralismo restringido», cuyo método radicó en analizar cada acuerdo o tratado internacional caso por caso para tomar una decisión que no implique la presentación de un enfoque de amplia base diplomática y política..

En general, el gobierno de W. Bush ha aplicado lo que considera una evaluación práctica de los tratados sobre la base de los llamados intereses de «seguridad nacional» de los Estados Unidos. La destrucción de la arquitectura de seguridad global que representaba el Tratado ABM estuvo en el vórtice de esa percepción sobre los compromisos internacionales en la posguerra fría. Por ello, la administración Bush presentó un ultimátum a Rusia para el abandono sin condiciones del histórico acuerdo que representaba el único obstáculo legal que impediría la intensificación de las obras constructivas del sistema antimisil en el estado norteamericano de Alaska.

Aunque el unilateralismo estadounidense resultó evidente en el plano estratégico-militar, la clasificación de unilateral o aislacionista de la política exterior de la administración de W. Bush ha provocado un intenso debate académico atendiendo a que su rasgo distintivo ha sido, en cierta medida, su oscilación entre posiciones neounilateralistas y multilateralitas, según los momentos de actuación frente a situaciones críticas o los desafíos generados por su propia sobredimensionamiento militarista e intervencionista. Sin embargo, no debe perderse de vista que todavía mantiene vigencia, en determinados sectores estadounidenses, la antigua corriente aislacionista que choca con el expansionismo dominante y hegemónico, el proceso de la globalización e interdependencia económica compleja entre los principales centros de poder mundial y otros hechos como la expansión de la OTAN en el continente europeo, que impide el predominio de un unilateralismo absoluto en la política exterior norteamericana y tienden a reafirmar la percepción de que ningún imperio se retira hacia dentro de sus fronteras al menos que reconozca sus fracasos o sea definitivamente derrotado.

El 11 de septiembre y el despliegue del sistema antimisil

Ante el terrible desplome de las simbólicas Torres Gemelas, la sociedad estadounidense observó, por primera vez en la historia, las consecuencias de una agresión contra su territorio nacional. Fue testigo de la abrupta caída del mito basado en la fortaleza y superioridad de la «nación americana», tantas veces repetido por las sucesivas administraciones que propugnaron el desarrollo de la estrategia nuclear después de la Segunda Guerra Mundial. No hay dudas de la repercusión de estos hechos en la reformulación de la estrategia de «seguridad nacional» y en la decisión de desplegar el sistema de «defensa» antimisil. Aunque los estrategas estadounidenses construyeron el mito del terrorismo que amenaza la «seguridad nacional», también manejaron la opción de un posible ataque simétrico a las «defensas» ya desplegadas o que tendrían en fase de despliegue. De ahí la idea de la amenaza de los llamados «Estados Villanos», de la existencia de un «Eje del Mal» y sus supuestos planes para lanzar un ataque misilístico nuclear con medios químicos o biológicos contra la población y el territorio estadounidense.

El 11 de septiembre confirmó que fueron subvalorados los estudios e informes que unos meses antes habían advertido sobre las «nuevas» amenazas a la «seguridad nacional» de los Estados Unidos en la posguerra fría. Ya en la última década del siglo XX, algunos académicos estadounidenses avizoraron que el concepto de «seguridad nacional» sufriría transformaciones respecto a cómo fue concebido durante la «Guerra Fría», porque el período de absoluta superioridad comprendido entre 1945-1955 no se volvería a repetir con exactitud en la historia y las respuestas a los problemas de seguridad no podrían encontrarse en las concepciones estratégicas del tiempo pasado, ni como pretendió W. Bush con el anuncio del despliegue unilateral de una poderosa «defensa» antimisil.

Si bien la situación del 11 de septiembre desacreditó la capacidad de respuesta de los mecanismos de seguridad frente a un ataque asimétrico, la estrategia estadounidense acompañada por el montaje de una amplia y moderna «defensa» antimisil, con bases en tierra, mar y el espacio siguió siendo un componente importante de la estrategia nuclear y de «seguridad nacional» de los Estados Unidos en el siglo XXI. Después de los ataques terroristas, el gobierno estadounidense desencadenó las guerras contra Afganistán e Iraq para reafirmar el poderío militar y diplomático de la única superpotencia en el escenario internacional mediante una compleja maniobra de desplazamiento de tropas, armamentos sofisticados y bombardeos indiscriminados contra civiles inocentes que facilitaron la ocupación y conquista militar de los países agredidos, pero que de prolongarse durante mucho tiempo podría culminar con altos costos humanos, económicos y de prestigio para la trascendencia de un imperio que insiste en maximizar sus beneficios de dominación política y militar en diferentes regiones y países del actual sistema internacional.

En el paisaje geopolítico de la postguerra fría resulta difícil para la estrategia militarista de los Estados Unidos definir, clasificar y detectar sus «nuevos» enemigos en el sistema internacional. Por eso los planificadores de la política exterior estadounidense rediseñaron la estrategia de «seguridad nacional» para elaborar una política de «guerra permanente» basada en la supuesta amenaza terrorista y en la experiencia del 11 de septiembre, cuando sus sistemas e instituciones fracasaron en tres niveles claves de la protección nacional de la superpotencia: aeropuertos, contrainteligencia e inteligencia.

Para estos fines, el 19 de noviembre del 2002, el Senado aprobó el proyecto de creación del Departamento de Seguridad Interna. La aprobación de esa polémica estructura burocrática significó un importante triunfo político en el Congreso para W. Bush, pues sus detractores habían avizorado un proceso largo y complejo para obtener la aceptación congresional. Con la promulgación de la Ley de Seguridad Interna (Homeland Security Act, siglas en inglés) se dio creación definitiva al Departamento de Seguridad Interna en respuesta a las necesidades del Ejecutivo de mejorar el deficiente sistema defensivo del territorio continental en materia de lucha contra el terrorismo y dispersar las fuertes críticas de diversos sectores políticos y de la prensa estadounidense por la inacción de la administración en los meses que antecedieron a los ataques terroristas del 11 de septiembre.

Desde sus inicios, el Departamento se propuso incrementar la capacidad de enfrentamiento y ofensiva de los Estados Unidos en un momento de pleno desarrollo de una doctrina de política exterior más agresiva y militarista conducida por el axioma «neoconservador» de «actuar contra el enemigo antes de que la amenaza se materialice», tal como prescribe la Doctrina Bush sobre las «Guerras Preventivas». El Departamento fue responsabilizado con la coordinación de los esfuerzos de las oficinas regionales para proteger y prevenir a los Estados Unidos de posibles ataques terroristas. Dada la prioridad que reviste el «combate» al terrorismo en la agenda de política interna y externa estadounidense, el Departamento trabaja con las agencias de seguridad, los gobiernos estatales locales y las entidades privadas para asegurar el funcionamiento de una nueva estrategia de «seguridad nacional», que tiene como eje la llamada lucha contra el terrorismo.

En este contexto de terror contra el «terrorismo» la debilidad con que W. Bush llegó al poder pasó a un segundo plano. El impacto de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y el Pentágono exacerbó las posiciones chovinistas del establishment y de vastos sectores en la sociedad estadounidense. La operación militar contra el gobierno Talibán afgano fortaleció el liderazgo nacional e internacional de los republicanos y creó favorables condiciones para una política militarista que les permitiera continuar silenciosamente los planes para la construcción de un sistema de «defensa» antimisil. En medio de la guerra contra Afganistán, el Senado accedió a colocar en el presupuesto militar unos 1300 millones de dólares para la «defensa» antimisil», que hasta el 11 de septiembre del 2001 habían estado bloqueados por esa instancia de legislativa, permitiendo así completar los 8300 millones que habían sido solicitados originalmente por W. Bush para el despliegue del proyecto. [7]

Resultó un hecho evidente que la opinión pública estadounidense respaldó a W. Bush de forma casi mayoritaria en el momento inmediato al 11 de septiembre. La tradición ha demostrado que, en general, los norteamericanos apoyan la acción internacional de su gobernante cuando se trata de guerras externas argumentadas o manipuladas según los valores e intereses de «seguridad nacional» de los Estados Unidos, pero, en esa ocasión, el ataque se había producido en el propio territorio nacional, lo cual facilitó la tarea de «legitimar» con el respaldo popular la postura militarista y el unilateralismo hegemónico de la administración. En términos específicos, W. Bush llegó a ser, en los meses inmediatos al ataque terrorista del 11 de septiembre, un presidente bien posesionado del poder, fuerte, aún cuando su sistema de «seguridad nacional» testimonió vulnerabilidad y requirió de una reformación estructural y estratégica. En cambió, esa posición favorable fue un instante fugaz. Con el paso del tiempo ha predominado el extremo contrario al convertirse en el presidente más impopular de la historia imperialista de esa nación.

El debate sobre la revisión de la estrategia de «seguridad nacional» ha estado polarizado por quienes defienden la importancia de la protección del territorio continental y cuestionan la efectividad de un sistema de «defensa» antimisil para evitar un ataque terrorista semejante al 11 de septiembre. Los detractores del SNDA han expuesto que la tragedia evidenció el daño que produciría a la nación una agresión terrorista asimétrica, aún contando con el funcionamiento de un sofisticado y costoso sistema de «defensa» antimisil. Algunos estrategas estadounidenses enfatizan que los Estados Unidos estarían más amenazados por el lanzamiento de misiles cruceros que por los misiles balísticos de alcance intermedio o intercontinental disponibles en los arsenales de determinadas potencias medias y mundiales. Para enfrentar esta «nueva» amenaza propusieron la alternativa de construir una Defensa contra Misiles Cruceros que disminuya los costos financieros del proyecto misilístico y facilite su construcción mediante el uso de la actual infraestructura tecnológica de la guardia costera y de las fuerzas aéreas.

La denominada Defensa contra Misiles Cruceros protegería, en términos teóricos, las fronteras y ciudades estadounidenses de posibles ataques terroristas con misiles lanzados desde un barco, una plataforma instalada en el mar, un vehículo móvil o un avión comercial en pleno vuelo sobre el espacio aéreo estadounidense. Sin embargo, la administración de W. Bush no ha reconocido la imposibilidad tecnológica inmediata de desplegar un amplio SNDA, y que los recursos destinados para la «defensa» espacial sean todavía limitados. En el debate sobre las necesidades estratégicas de la superpotencia, el despliegue de una Defensa contra Misiles Cruceros pareció ser una propuesta mucho más sensata y viable para la alegada protección de los ciudadanos estadounidenses contra cualquier tipo de terrorismo con armas de exterminio masivo de tipo nuclear, químicas o biológicas.

Más allá del debate técnico sobre el tipo de sistema de «defensa» antimisil hasta aquí presentado, los trágicos atentados terroristas del 11 de septiembre y la concepción de guerra prolongada contra la «amenaza» del terrorismo fundamentalista islámico simbolizado en el invisible enemigo que lleva el nombre de Osama bin Laden, reavivaron la aparente necesidad militar de desplegar una «defensa» antimisil. Para los Estados Unidos el despliegue de sistemas antimisiles está unido a su estrategia global de superioridad tecnológica y dominación militar. Solamente para esa estrategia el Pentágono estimó que el presupuesto de 665 millones de dólares destinado en el 2004 debía incrementarse en 1 070 millones para el 2005. Si observamos el período que abarca entre 1984 y 2005, los Estados Unidos habrá gastado 124 800 millones de dólares en la «defensa» antimisil, lo cual ha sido severamente criticado por la opinión pública estadounidense en razón de las afectaciones que ese proyecto militarista implica para otras áreas prioritarias del ya maltrecho presupuesto de la Unión para programas sociales y humanitarios. [8]

El corolario del propósito hegemonista de la «defensa» antimisil quedó expuesto en la declaración del 12 de diciembre de 2001 por el presidente W. Bush, cuando reafirmó el abandono unilateral del Tratado ABM. Esa pragmática decisión, si bien tuvo un impacto internacional por la connotación de la medida, no tomó por sorpresa a los principales actores internacionales: Unión Europea, Japón, China y Rusia. El gobierno de los Estados Unidos sólo dio un impulso final a un proyecto generado durante el período de la administración Reagan, que también fue continuado por las administraciones de Bush (padre) y Clinton. Siguiendo la letra del Tratado ABM, seis meses después, en junio de 2002, el Pentágono procedió con total libertad a la realización de su cronograma de ensayos para el desarrollo de cualquier tipo de arma antimisil, que hasta esa fecha significaba la violación de lo estipulado en el Tratado ABM.

Por otra parte, el unilateralismo hegemónico de los Estados Unidos ha generado una diversidad de reacciones internacionales entre las que se destacan las posiciones de Rusia y China, que consideran el abandono del Tratado ABM como un paso irreversible hacia la alteración del equilibrio estratégico mundial y el desencadenamiento de una nueva carrera armamentista. Para China, los esfuerzos estadounidenses en el campo de la investigación científica-militar para instalar un sistema de «defensa» antimisil de teatro en Asia Oriental, además de elevar la capacidad defensiva y ofensiva de la alianza militar estadounidense-nipona, excede las necesidades defensivas de Japón y provocaría una carrera armamentista regional muy perjudicial para los intereses de seguridad y estabilidad de la región de Asia-Pacífico. China se opone a cualquier intento de proporcionar a Taiwán el sistema de «defensa» antimisil de teatro o sus componentes tecnológicos con el fin de desplegar un sistema antimisil, así como a la inclusión de la isla separatista en la estrategia antimisil regional propulsada por los Estados Unidos.

Las razones para el despliegue de un sistema de «defensa» antimisil de teatro en la región asiática han sido justificadas por el Pentágono con la supuesta «amenaza» de China para la estabilidad regional y su capacidad de cruzar en sólo cinco minutos las 95 millas del estrecho de Taiwán, porque es una potencia con intereses vitales aún por resolver en lo relacionado con esa isla y al rechazar la pretendida hegemonía de los Estados Unidos en la región está interesada en cambiar el equilibrio de poder existente en Asia. Por ello, el gobierno estadounidense ha dotado a la ínsula separatista de sofisticados armamentos como el sistema de radares llamado «Strong Net», que proporciona rápida información sobre el comienzo de una acción ofensiva y radares de alto rango que incrementan la efectividad de los misiles Patriot taiwaneses. Por su lado, Taiwán, en su inferioridad territorial y demográfica frente a China, ha buscado dotarse de un sistema antimisil para reforzar su condición de punto clave en el sistema de balance de poder geopolítico y económico en esa área del sistema internacional.

En la estrategia de los Estados Unidos el sistema de «defensa» antimisil de teatro estaría integrado por Japón, Corea del Sur, Taiwán y Australia. Su entrada en funcionamiento está prevista para principios de la primera década del siglo XXI. Con este programa militarista el Pentágono se proponen fortalecer la presencia de sus bases militares en la región mediante la protección de sus 44 590 efectivos militares desplegados en sus enclaves de Japón [9] y los 37 000 ubicados en Corea del Sur, de cualquier conflicto bélico o un supuesto ataque misilístico desde un estado vecino.

El interés estadounidense de desarrollar un sistema de «defensa» antimisil de teatro en Asia ha tenido una marcada receptividad en Japón, a pesar de la constitución pacifista y de las preocupaciones de los países de la región que fueron víctimas del pasado colonialista e imperial nipón. Durante el segundo período presidencial de W. Bush, el gobierno japonés confirmó la importancia de su alianza estratégica con los Estados Unidos, cuando presentó el llamado Libro Blanco de Defensa 2005, cuyo objetivo prioritario es desarrollar junto a la superpotencia un sistema de «defensa» antimisil y otorgar mayor poder y autonomía a sus Fuerzas Armadas. Ese documento, que se fundamenta en la Ley de Programación Militar, aprobada en diciembre de 2004 por el primer ministro Junichiro Koizumi, recibió el mayoritario rechazo de importantes sectores de la opinión pública japonesa porque viola el carácter pacifista de la Constitución y conduce a Tokio por la peligrosa senda del militarismo, al proponerse poner en funcionamiento en marzo de 2007, junto a Estados Unidos, un sistema de intercepción de misiles sustentado en los argumentos de la supuesta amenaza militar que representan China y Corea del Norte para los intereses de los Estados Unidos en la región Asia-Pacífico.[10]

En reiteradas declaraciones Corea del Norte -acusada por Estados Unidos de pertenecer a un inexistente «Eje del Mal»- ha desmentido las justificaciones y los falsos pretextos estadounidenses sobre la presunta amenaza de los misiles de Pyongyang», mientras Canadá, aliado político que comparte una extensa frontera con la superpotencia, mantiene su oposición a participar en el proyecto por su esencia desestabilizadora para la seguridad regional y mundial. El rechazo canadiense constituye un revés político para Washington, porque de su posición se infiere que la creación de un amplio sistema de «defensa» contra misiles balísticos no estaría dirigido para proteger el territorio estadounidense de supuestos ataques terroristas con armas de destrucción masivas, sino para enfrentar el creciente poderío estratégico-militar de otras influyentes potencias en el escenario internacional.

Con la presentación, en septiembre del 2002, de una nueva estrategia de «Seguridad Nacional» se abolieron las antiguas concepciones en materia de seguridad y defensa para dar forma a dos «nuevas» ideas rectoras: la «guerra preventiva» y el «cambio de régimen», las cuales han intentado afianzar la noción de que los estadounidenses jamás podrán dejar que un país o grupo de países lleguen a igualar la capacidad militar de los Estados Unidos. Para aplicar esas prescripciones doctrinarias, Iraq se transformó en un punto de referencia obligado que demostraría la peligrosidad del nuevo pensamiento estratégico y, por ende, del impulso unilateralista de W. Bush, que también coincidió con el inicio de la campaña electoral para las elecciones legislativas norteamericanas. En esa coyuntura política, el discurso guerrerista y el temor a un ataque terrorista desde el exterior fue exagerado por los republicanos con la finalidad de que los temas económicos y sociales no dominaran la elección. La población estadounidense quedó saturada de noticias sobre la «amenaza» inminente que representaba Iraq para la «seguridad nacional» de los Estados Unidos. Bajo la falacia de la amenaza terrorista el pueblo estadounidense fue mayoritariamente engañado en función del apoyo público a la guerra imperialista contra Iraq.

Conquistado así el frente interno, el gobierno estadounidense fortaleció su campaña ideológica y política sobre la existencia de una amenaza externa contribuyendo de esa manera a la lógica de la industria armamentista de incremento del gasto militar para los proyectos relacionados con la militarización del espacio cósmico, que en los últimos años diferentes actores internacionales estatales y no estatales han tratado de impedir sin muchos resultados, porque esos planes se mantienen en secreto e intencionalmente fuera de la atención de la sociedad norteamericana, que tiene, obviamente, la responsabilidad histórica y futura de detenerlos si supiera toda la verdad sobre los peligros y la verdadera amenaza que ellos entrañan para toda la humanidad. Tal vez esa sea la razón por la cual algunos hechos internacionales importantes ocurridos en octubre de 2002 no fueron siquiera dados a conocer a la opinión pública estadounidense, entre ellos: la negativa de los Estados Unidos, secundada únicamente por Israel, a apoyar las resoluciones de la ONU sobre el Protocolo de Ginebra de 1925, que prohibe el uso de las armas biológicas, y a fortalecer el Tratado del Espacio Exterior de 1967, que proscribe el uso del espacio cósmico para fines militares.

La campaña electoral para la elección presidencial de 2004 también ratificó el rumbo militarista de los republicanos para un segundo período gubernamental. El discurso de W. Bush, en la inauguración de su segundo mandato y, posteriormente, las presentaciones de los informes sobre el estado de la Unión de los años 2005 y 2006 trataron de marcar un punto de inflexión en la evolución de las concepciones doctrinarias de la administración estadounidense en materia de política exterior, pero sólo en una dirección de mayor ímpetu guerrerista y militarismo en su política interna y externa, lo cual ha resultado a todas luces muy conveniente para los círculos militares propulsores de la estrategia antimisil y la dominación del espacio ultraterrestre por la única superpotencia en el escenario de la política internacional.

Por todo lo expuesto hasta aquí, tengo la percepción de que la nueva doctrina espacial de los Estados Unidos será la codificación o sistematización de los mismos planes ya declarados por W. Bush en discursos, informes y declaraciones oficiales, pero de todas formas debe examinarse con cuidado ya que si su objetivo es proceder de inmediato al despliegue de las armas en el espacio, entonces, sin dudas, las consecuencias para la paz y la seguridad internacionales serán impredecibles.

*Profesor en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales «Raúl Roa García» (Cuba)



[1] Hasta diciembre del 2005 habían sido desplegados nueve misiles interceptores del SNDA: siete de ellos en Fort Greely, Alaska, y dos en la base de la fuerza aérea en Vanderberg, California.

[2] Las cifras son tomadas del comentario de Eric González, «El presidente desoye al Senado e insiste en recortar los impuestos en 1,6 billones de dólares». El País, Madrid, 10, abril, 2001.

[3]Fragmentos del discurso pronunciado por George W. Bush en la Universidad de Defensa Nacional, un centro de altos estudios del Pentágono. Abril 2001.

[4] El presidente norteamericano George W. Bush, en sus primeros seis meses en el poder, abandonó el Tratado de Kyoto sobre Cambio Climático; rechazó los protocolos que prohiben la guerra bacteriológica; demandó enmiendas a un acuerdo sobre la venta ilegal de armas ligeras; boicoteó la conferencia internacional sobre racismo; negó la ratificación del Tratado sobre la Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTBT, en inglés) y anunció la retirada del Tratado ABM de 1972.

[5] Significa que las obligaciones internacionales deben observarse y cumplirse rigurosamente. Principio básico del Derecho Internacional, ya que la estabilidad de las relaciones internacionales y la legalidad internacional no pueden ser aseguradas sin el cumplimiento estricto y de buena fe de las obligaciones que emanan de los tratados internacionales y de otras fuentes del Derecho Internacional.

[6] Véase de Fidel Castro Ruz. «Discurso en la Tribuna Abierta de la Revolución efectuada en el área deportiva «Eduardo Saborit» del Municipio Playa». Granma, La Habana, 31, marzo, 2001, p. 3.

[7] Los datos fueron tomados de «Aprueba Senado fondos para defensa antimisil». Prensa Latina, La Habana, 22, septiembre, 2001.

[8] Datos tomados de Ojeda Jaime. Defensa Antimisiles: el sueño de Reagan. Revista de Política Exterior, Vol XVIII, Nro 102, Editorial Estudios de Política Exterior, Madrid, 2004, p. 135.

[9] La prefectura de Okinawa ocupa el 0,6 % del territorio japonés, pero alberga el 75 % de las bases militares de los Estados Unidos en Japón.

[10] Para el despliegue de ese sistema han otorgado un financiamiento de 4 800 millones de dólares. Dato tomado de «Desarrollará Japón escudo antimisiles». Granma, La Habana, 3, agosto, 2005, p. 4.