Traducido del inglés para Rebelión y Tlaxcala por Germán Leyens
La incapacidad que tenemos, los miembros privilegiados (y poderosos) de la raza humana, de imaginar lo que significa vivir en la pobreza es probablemente el mayor obstáculo en el camino de nuestra capacidad de solidarizarnos con los pobres. Es probable que nuestra incapacidad de solidarizarnos con los pobres sea la principal razón por la que nos es imposible ser genuinamente radicales, lo que posibilitaría que partidos políticos radicales florezcan en nuestros países y en nuestros gobiernos. Es probable que por eso no afrontemos los problemas más importantes de nuestro planeta.
Creo que la mayoría de la gente privilegiada (que en términos globales puede ser descrita como la que no tiene que preocuparse de que sus necesidades básicas de techo, alimento, agua, vestimenta y empleo se satisfagan) siente un cierto temor a la pobreza. En el norte, desde el punto de vista cultural, el’pobre’ se ha convertido en el otro, como el negro, o la mujer. Nuestros medios juegan con la idea de esos sectores de la sociedad pero están pocas veces dispuestos, o capacitados, para mostrarlos de un modo que permita que comprendamos la complejidad de los problemas involucrados.
Y así, ‘pobre’ sigue siendo algo desconocido porque no se nos expone a su realidad, y porque nunca llegamos a sentirlo. Por cierto, mucha gente en el norte, sabe que en realidad ‘pobre’ (igual que mujer y no-blanca) es la mayoría y muchos de los que participamos en organizaciones sociales, ecológicas y por la justicia social quisiéramos pensar que nos solidarizamos con los pobres. ¿Pero podemos realmente solidarizarnos con gente que no conocemos, cuyas vidas no comprendemos y cuyas circunstancias son tan ajenas a las nuestras?
Cuando niña participé en un ayuno de 24 horas organizado por una agencia internacional de desarrollo «en solidaridad» con los niños negros famélicos que vi en mi televisión. Creaba conciencia y juntaba dinero. El orgullo que sentí por mi acto filantrópico casi bloqueó mis ataques de hambre. Me sentí extremadamente superior a todos mis demás compañeros de clase que probablemente nunca habían hecho algo por esos niños africanos mostrados en las noticias. Y a la mañana siguiente, como recompensa, me serví un festín de pan frito, huevos, champiñones, tomates, frijoles en salsa de tomate, queso granulado y un vaso de leche entera.
¿Pero qué aprendí realmente al hacerlo? Mi idea de ‘pobre’ fue reafirmada: víctima, lejana, hambrienta y, esencialmente, otra. Mi idea de solidaridad fue pasar 24 horas sin comer y luego varias semanas en las que sentí que había cumplido con mi parte para que el mundo vuelva a ser justo.
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He estado viviendo en una comunidad rural, El Limón, en el departamento Estelí de Nicaragua desde 2003. Mi primer año lo pasé con una familia local de cuatro en su hogar. En 2004 me mudé a una pequeña casa de madera con mi pareja, Leopoldo, un agricultor nicaragüense que ha vivido en Limón con su familia extensa desde 1986. No hay electricidad ni agua corriente en Limón. No hay sistema de transporte y las calles son prácticamente intransitables en coche, a caballo o a pie, durante una gran parte de los seis meses de la estación lluviosa. La mayoría de los residentes caen en las categorías de desocupados o subempleados. Faltan comida y dinero. Muchos niños no pueden asistir a la escuela y pocos adultos pudieron completar la escuela primaria cuando eran niños. Casi todos parecen estar enfermos la mayor parte del tiempo aunque pocos pueden permitirse una atención sanitaria adecuada.
Para mí la vida en Limón es una curva constante de aprendizaje. Desde que me mudé aquí, mis ideas de ‘pobre’ y de lo que significa la solidaridad para mí y para aquellos con los que quiero solidarizarme han cambiado y continúan cambiando dramáticamente. Ahora comprendo que la pobreza tiene muchas caras. Cuando era niña aprendí que la pobreza es hambre. Pero la realidad de hambre constante y a largo plazo y sus consecuencias no era algo en lo que había pensado realmente. Ahora comprendo no sólo el hambre sino también que la pobreza significa largas horas de trabajo mal pagado (o sin paga) cada día con poco o ningún aprecio por tus esfuerzos; es mala salud, baja autoestima, estrés constante y la falta de condiciones adecuadas para protegerte del calor, o del frío, o del dolor. Es perder todo lo que tienes por causa de un huracán y no perder tu tiempo informando a las autoridades porque sabes que no harán nada. De muchas maneras, la pobreza crea un sentido de pérdida de control sobre la propia vida.
Pero al considerar las vidas de los pobres de esta manera, no dejamos de considerarlos como víctimas. No dejamos de concentrarnos en sus luchas y no en el hecho de que al vivir todos los días en la pobreza te conviertes en una persona muy imaginativa para encarar los desafíos de extrema inestabilidad que afectan casi todos los aspectos de tu vida. Desde que llegué a Limón mi idea de los pobres como víctimas se ha dado vuelta. Pasé mi vida antes de 2003 confiando en servicios públicos y privados eficientes (o por lo menos relativamente eficientes) de salud, educación, agua, electricidad, policía, transporte, correo y telecomunicaciones, entre otras cosas. Cada vez que tenía un problema buscaba el número de una compañía o de una organización que lo resolvería, y pagaba el precio establecido. En Limón tuve que aprender a solucionar por mí misma mis problemas y a hacerme responsable de todas mis acciones.
Un ejemplo es que no hay servicio de basura en la comunidad, lo que significa que cada trozo de papel, plástico, vidrio o metal que los residentes introducen a sus casas se queda allí desparramado por el lugar hasta que hacen algo al respecto (reciclarlo, reutilizarlo o quemarlo – y si se deciden por quemarlo tienen que inspirar los gases).
Ahora comprendo que vivir en la pobreza, en particular (aunque no exclusivamente) en un contexto rural, obliga a la gente a un estado constante de reflexión sobre el impacto que tienen sobre el medio ambiente local y cómo reducir las tendencias dañinas. Sin agua potable que sale de tu grifo, es poco probable que continúes utilizando el río más cercano como una alcantarilla o como un vertedero para tu basura.
Así como crea un conjunto infinitamente más complejo de circunstancias que las que había enfrentado en mi vida, la pobreza es un fenómeno en un proceso constante de evolución. Una de las cosas más inesperadas que he aprendido desde que vivo en Nicaragua es que hace treinta años muy poca gente pasaba hambre. «Sólo los flojos no tenían comida sobre sus mesas,» es una frase que oigo decir a menudo a los de más de treinta que recuerdan la vida en el pasado reciente de Nicaragua. Desde luego, siempre ha habido sequías ocasionales y devastadores brotes de plagas que destruyen inmensas cantidades de cultivos. Pero incluso cuando fallaban las cosechas, las familias de campesinos se las arreglaban con frutas y vegetales salvajes. En el mundo actual, el tipo de extrema pobreza que he descrito está relacionado la mitad de las veces con la destrucción del medio ambiente.
En la actualidad los obstáculos que encara Nicaragua no son los mismos de hace treinta años bajo la dictadura de Somoza. Antes del triunfo de la revolución popular sandinista en 1979, los campesinos no tenían derechos políticos, pero la mayoría tenía bastante alimento y agua y vivía en un ambiente que no causaba necesariamente estragos en su salud física. Desde 1990 y la subsiguiente elección de tres gobiernos neoliberales respaldados por USA, ha sido espantosa la tasa de destrucción del ecosistema (como resultado de la deforestación masiva y de la contaminación generalizada del agua debido a prácticas agrícolas e industriales insostenibles, entre otros factores).
Según la gente del lugar, cerca de un 90% de los árboles en la región Estelí ha sido derribado durante los últimos cuarenta años y se ha secado aproximadamente el mismo porcentaje de fuentes naturales de agua (vertientes, ríos y pozos), mientras que las pocas que quedan están contaminadas y representan una amenaza para la salud humana. Esta rápida destrucción del medio ambiente, combinada con una inmensa reducción en los gastos públicos (como resultado de las condiciones del FMI para los préstamos), ha resultado en una crisis sin precedentes en el campo nicaragüense. Mientras antes era posible sobrevivir con frutas y vegetales silvestres cuando fallaban las cosechas, en la actualidad es difícil encontrar algo comestible en las ramas deshidratadas de los pocos árboles restantes en la tierra desierta en la que se convierte Estelí durante la estación seca. Mientras antes había mucha agua fresca y no se necesitaban pozos o sistemas acuáticos en el campo, en la actualidad su ausencia significa que los residentes se ven obligados a beber agua contaminada o, en algunos casos, simplemente no beber agua, (Es interesante señalar que cuando participé en el ayuno de 24 horas me dijeron que la actividad no representaba un riesgo para la salud de niños. Me pregunto cuántos participarían en un día de deshidratación o en una competencia para ver quién puede beber más agua contaminada.)
Durante mi estadía en Limón aprendí a sacar agua de un río que se ha secado. Aprendí a orientarme a lo largo de un kilómetro de barro de medio metro de profundidad sin ensuciarme los zapatos. Sé cómo curar una serie de males físicos utilizando las hierbas de mi jardín. Aprendí que en una situación desesperada el conocimiento geográfico local es mucho más importante que el dinero. Conocí los beneficios y las virtudes de la comprensión y del control de mi impacto en la ecología. Y me pregunto si esto es solidaridad con los pobres o capacitación para mi propio futuro. Porque se hace cada vez más irrelevante si nos consideramos ciudadanos del primer o del tercer mundo. El planeta que compartimos y su único ecosistema muestran señales inconfundibles de agotamiento. Recuerdo claramente el comentario de un periodista («somos todos residentes de Nueva Orleans») después del huracán Katrina en octubre pasado. Es verdad, pero aún más aterradora es la idea de que somos todos residentes de Nicaragua, Bolivia, China, India o Zimbabue, donde el proceso de degradación ecológica está tan avanzado en algunas áreas que cada día es como la secuela de un huracán catastrófico o de otro desastre natural (poco acceso a alimentos, ningún acceso a agua pura, estallidos frecuentes de enfermedades relacionadas con la falta de servicios sanitarios, etc.).
A medida que áreas cada vez amplias del planeta se hacen inhabitables, la pobreza (en el sentido medioambiental de la palabra) se nos aproxima. Es hora de dejar de creer en que el hambre, la sed, la enfermedad y las privaciones de los pobres en Kenia, Honduras, Afganistán, Tailandia y Mozambique no sean algo que vayamos a compartir.
He llegado a la conclusión de que mi intento de solidarizarme con los que enfrentan hoy en día los horrendos efectos de un sistema global insostenible es una expresión de mi deseo de preservar mi propia vida. Actualmente, compartir las penurias de la mayoría es una opción para los privilegiados. Pero si seguimos ignorando la necesidad de un cambio drástico, se acabarán nuestras opciones. Ya no podremos pensar en la pobreza como en el otro.
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Hannah Given-Wilson es una música, activista y escritora que vive en una pequeña comunidad rural en Nicaragua.
http://www.zmag.org/content/showarticle.cfm?SectionID=13&ItemID=10265
Germán Leyens es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala (www.tlaxcala.es), la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft.