En una entrevista publicada en el periódico Clarín de Buenos Aires (Viernes 2 de Junio de 2006, pg. 27) el inefable Vargas Llosa aseguraba que «Con Ollanta Humala desaparecería la democracia.» La ocasión le dio pie al escritor peruano para volver a rumiar sus ocurrencias -pues no se trata de ideas, en el sentido epistemológico […]
En una entrevista publicada en el periódico Clarín de Buenos Aires (Viernes 2 de Junio de 2006, pg. 27) el inefable Vargas Llosa aseguraba que «Con Ollanta Humala desaparecería la democracia.» La ocasión le dio pie al escritor peruano para volver a rumiar sus ocurrencias -pues no se trata de ideas, en el sentido epistemológico estricto de la palabra- sobre la democracia y la libertad; y a los lectores les permitió asombrarse una vez más ante la elementalísima rusticidad de sus razonamientos sobre la materia.
No es la primera vez que un notable escritor demuestra una radical ineptitud para comprender los problemas políticos de su tiempo. O que, si los comprende, adopta un punto de vista francamente reaccionario por razones que sólo un psicoanalista -o, en ciertos casos, un banquero- podrían explicar. El caso de Louis Ferdinand Céline, uno de los más grandes escritores franceses del siglo veinte es de los más destacados: apologista de los nazis, activo colaborador del régimen de Vichy, aparte de sus memorables novelas Celine escribió, en 1937, un violentísimo panfleto anti-semita titulado Bagatelas para una masacre en donde hacía una fervorosa -y oportuna, para Hitler- exhortación para exterminar a los judíos. Otro caso similar es el de George Orwell, un socialista radical que se jugó la vida como miliciano republicano en la Guerra Civil española y fue autor de numerosas obras, entre ellas Rebelión en la Granja y 1984. Pese a ello, terminó penosamente sus días como un escritor a sueldo de la CIA en los años de la posguerra. Vargas Llosa es un caso muy parecido al del francés, no por su antisemitismo (que su incondicional sumisión a Washington le tiene absolutamente prohibido) sino porque su silencio ante los crímenes perpetrados por sus amos imperiales es tan estridente e infame como el panfleto de Celine. En momentos en que algunos medios norteamericanos revelan las matanzas a sangre fría de niños, ancianos y mujeres en dos aldeas iraquíes en Haditha e Ishaqui a manos de patrullas de marines, el celoso vestal de la democracia latinoamericana hace mutis por el foro y manifiesta, en cambio, su honda preocupación por la presencia de la izquierda «tradicional, autoritaria, antidemocrática, que es la izquierda de Fidel Castro, de su discípulo Hugo Chávez, del discípulo del discípulo que es Evo Morales.»
Es que para fanáticos como Vargas Llosa el mundo político se divide maniqueísticamente en dos categorías claramente diferenciadas: está el bien, la democracia; y el mal, personificado -nos dice- en gobiernos como el de Chávez o Velasco Alvarado, «dos modelos absolutamente autoritarios y antidemocráticos.» Claro está que la coyuntura electoral peruana le jugó una mala pasada al desmemoriado autor de Conversación en la Catedral. Dado que Humala era el mal absoluto, a Vargas Llosa no le quedó de otra que otorgar su voto a favor de Alan García, cuyo desastroso gobierno a mediados de los ochentas exhibió niveles de corrupción, represión e ineficiencia que abrieron la puerta a la década infame del fujimorismo. Pero hacerlo el escritor reconocía que todavía había esperanzas, y que se podía votar por Alan aunque sea «tapándose la nariz». Al fin y al cabo el líder aprista ha dado muestras de haber abandonado su arcaico populismo y parece haberse reconciliado con la economía de mercado, aprendiendo de socialistas realistas y pragmáticos como Felipe González, Tony Blair y, entre nosotros, Ricardo Lagos y Fernando H. Cardoso. Además, se está acercando a los Estados Unidos y parece dispuesto a concretar el TLC ya acordado por otro gran demócrata peruano, el presidente Alejandro Toledo, cuyo partido fue arrollado en las urnas y que pese a su total deslegitimación democrática (se retira con apenas un 7 % de aprobación popular) tuvo la impudicia de ir a Washington a hipotecar el futuro de los peruanos firmando las bases de un tratado profundamente lesivo para su país. Tamaña infamia, antidemocrática hasta la médula, no motivó ninguna protesta del siempre atento Vargas Llosa. El de Toledo fue un gesto democrático, que no le mereció el menor reproche.
Leal al imperio hasta sus últimas consecuencias, el escritor peruano adhiere sin vueltas a la nueva doctrina oficial de la democracia pergeñada en Washington y publicitada ad nauseam por Condoleezza Rice y sus epígonos. Entre éstos sobresale por su empeño Jorge Castañeda, cuyo reciente artículo en el Foreign Affairs de Abril del 2006 reproduce lealmente, con visos academicistas, la postura oficial norteamericana. ¿Qué dice esta teoría? Que el giro a la izquierda verificado en América Latina en los últimos años requiere distinguir entre dos variedades de políticas de izquierda: por una parte, aquella sensata, realista, pro-americana, que cree en la economía de mercado y en la democracia, y que se expresa en gobiernos como la Concertación chilena, Lula y Tabaré Vázquez; por la otra, una izquierda autoritaria, estatista y populista, encarnada en las figuras de Fidel, Chávez y Evo, con Kirchner sospechosamente afectado por «reflejos» que, según Vargas Llosa, irían en esta misma desafortunada dirección.
Esta deplorable condición de Vargas Llosa y Castañeda (y tantos otros, por supuesto) como intelectuales del imperio y puestos incondicionalmente a su servicio no es inédita en la historia. Hace dos mil años el pueblo de Israel se debatía en un intenso dilema acerca de cómo debía ser su relación con la Roma del Emperador Augusto. ¿Debía cooperarse con la potencia imperial o había que enfrentarse a su dominio? El dilema dio origen a dos tendencias político-ideológicas antagónicas: por un lado los «herodianos», que a partir de una postura supuestamente «realista» eran partidarios de la alianza incondicional con Roma. Como sus sucedáneos de hoy, se decía que no había alternativas y que era necesario trabar un acuerdo con el emperador -el ALCA de su tiempo- aceptando su autoridad y la de sus enviados, consentir en el cobro de los odiosos tributos imperiales y colaborar entusiastamente en la administración de la lejana provincia judía del imperio. Frente a estos se plantaban los zelotes, una especie de liga político-religiosa que proponía un rechazo xenófobo a todo lo que fuese romano y que hicieron de la intransigencia su principio político. La temporaria victoria de los «herodianos» sobre sus adversarios finalizó abruptamente cuando Judea fue destruida por sus supuestos protectores romanos y el «realismo» de los primeros quedó al desnudo como una actitud colonizada, infantilmente ingenua, derrotista y, para colmo, reaccionaria.
Intelectuales colonizados, el pensamiento político de los «herodianos» de nuestro tiempo no es otra cosa que un reflejo grotesco de la concepción oficial, cultivada con esmero por el establishment diplomático norteamericano desde hace por lo menos setenta años. La eclosión más descarnada de esta visión se le atribuye, con justas razones, a Franklin D. Roosevelt cuando, reaccionando ante los lamentos de la intelectualidad liberal de los años treintas por su total apoyo a la sangrienta tiranía de Anastasio Somoza en Nicaragua dijo: «Sí. Es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta.» En los años ochentas del siglo pasado esta concepción habría de adquirir una pátina académica de la pluma de Jeanne Kirkpatrick, una profesora de ciencia política que en 1980 escribió un documento de trabajo publicado por un tanque de pensamiento de la derecha, el American Enterprise Institute, con un sugestivo título «Dictatorship and double standards». La tesis central del documento, que luego se convertiría en un libro, era la siguiente: Washington debía distinguir entre las dictaduras amigas de los Estados Unidos y sus enemigas. Aplicar indiscriminadamente, tal como lo hacía el Presidente James Carter, una política de derechos humanos que penalizaba a ambas por igual constituía, según esta autora, un grosero error al desmoralizar a los amigos y fortalecer la posición de los adversarios. En línea con la procaz observación de Roosevelt, Kirkpatrick abogaba por abstenerse de condenar a gobiernos como los de Pinochet y Videla (porque promovían una economía de mercado y, a la larga, harían que sus países retornasen a la democracia liberal) mientras que exigía el mayor rigor para condenar a la Revolución Cubana, al sandinismo en Nicaragua, al gobierno de Maurice Bishop en Grenada y, por supuesto, a todos los gobiernos que de una u otra manera eran caracterizados como «comunistas.» La benevolencia con los primeros se convertía en la promoción de la «contra» nicaragüense apelando, para financiarla, a operaciones de narcotráfico organizadas desde Washington por el Coronel Oliver North (operación Irán-Contras); en la invasión y posterior asesinato de Bishop en Grenada en 1983; en la intensificación del hostigamiento a -y criminal bloqueo de- Cuba; o en el lanzamiento de la «guerra de las galaxias» destinada a desangrar económicamente a la Unión Soviética. En reconocimiento a la sagacidad de sus observaciones Kirkpatrick fue designada, durante el primer turno de la Administración Reagan, como embajadora de los Estados Unidos ante las Naciones Unidas para promover este tipo de políticas.
La versión contemporánea de esta teorización profundamente reaccionaria es la que precisamente repiten como si fueran sesudas contribuciones Castañeda y Vargas Llosa en tiempos supuestamente «democráticos» como los nuestros. Sólo que donde antes de hablaba de «dictaduras amigas» ahora se habla de «democracias racionales y sensatas», aptitudes éstas que se miden por su puntual coherencia con los dogmas económicos y políticos del neoliberalismo y por su incondicional «amistad» (a veces llegando a los extremos de las relaciones carnales, como ocurriera con Menem en los noventas y como hoy pareciera estar ocurriendo con algunos gobiernos de centro-izquierda) con los amos imperiales. Para Vargas Llosa que Evo Morales respete escrupulosamente sus promesas electorales y cumpla con lo prometido es prueba irrefutable de sus debilísimas propensiones democráticas; que Tabaré Vázquez se haya olvidado del programa del Frente Amplio/Encuentro Progresista es, por el contrario, un signo inequívoco de su inquebrantable vocación democrática. La desorbitada represión descargada sobre los estudiantes secundarios chilenos (mil doscientos detenidos luego de la primera gran manifestación, y estudiantes extranjeros deportados por el sólo hecho de haber tomado parte en ella) y sobre los mapuches, a quienes se les aplica una legislación gestada por el pinochetismo, son claras muestras de sensatez democrática, mientras que la tolerancia que Chávez exhibe con una prensa sediciosa que incita al magnicidio y con fuerzas políticas opositoras golpistas y violentas es legítima causa de preocupación para el autor de La ciudad y los perros. Que no haya «niños de la calle» en Cuba, o que su población goce de una atención médica muy superior a la que los Estados Unidos ofrecen a sus habitantes, son clarísimas muestras de la incurable naturaleza despótica de su gobierno; pero las centenares de miles de familias campesinas que desde hace años acampan en los caminos de Brasil a la espera de la reforma agraria, o los millones de pobres frustrados por el fracaso del programa «Hambre Cero» (y que motivara la renuncia de Frei Beto a su dirección) son otros tantos ejemplos de vitalidad democrática que tranquilizan el sueño de Vargas Llosa, sólo perturbado por las amenazantes imágenes de Fidel y sus discípulos.
Democracia es, en síntesis, lo que hay en los Estados Unidos, con sus matanzas de civiles inocentes autorizadas por el Secretario de Defensa y por la propia Casa Blanca y, por lo tanto, no atribuibles a «excesos» de una patrulla de marines acosados. Democracia es organizar una red mundial de centros de detención a donde se envía, en vuelos secretos y con la complicidad de las ejemplares democracias europeas, a prisioneros para que sean «legalmente» torturados. Democracia es tener que instalar detectores de metales en la entrada de las escuelas primarias y secundarias para evitar matanzas de escolares a manos de una joven víctima de un sistema cruel e inhumano como pocos. Democracia es condenar a millones de sus ciudadanos a la drogadicción; o conspirar para despojar de sus ahorros a los trabajadores; o garantizar para los amigos de la familia gobernante fabulosos contratos adjudicados sin licitación; o construir un muro de centenares de kilómetros para contener el ingreso de los «nuevos bárbaros»; o descuidar por completo a los barrios pobres de New Orleáns y la zona del Golfo y dejarlos que se conviertan en carne de los huracanes Katrina y Rita. Democracia, en suma, es consentir y promover el secuestro de la política por las grandes empresas, y reducir el impuesto que pagan los ricos aumentando las contribuciones de los pobres. Esta verdadera estafa es lo que Vargas Llosa nos propone como modelo. ¿Son ideas propias? No. Lo que hace el escritor es regurgitar las ideas de las clases dominantes del imperio, y que hoy expresa con inigualable gracia y simpatía la señorita Condoleezza Rice. Ideas falsas y mentirosas, de una pseudo-democracia imperial, vacía e ilegítima, que los epígonos del Emperador repiten con una repugnante mezcla de obsecuencia y solemnidad.