Ya puede venir éste o cualquier otro Papa a defender la pareja tradicional. Eso se acabó, por ahora y tal vez para siempre. Se la está llevando el viento de la Historia, no sólo a la familia tradicional, sino a la pareja tradicional y no tan tradicional. Sólo en Sevilla (España), he leído que se […]
Ya puede venir éste o cualquier otro Papa a defender la pareja tradicional. Eso se acabó, por ahora y tal vez para siempre. Se la está llevando el viento de la Historia, no sólo a la familia tradicional, sino a la pareja tradicional y no tan tradicional. Sólo en Sevilla (España), he leído que se han separado o divorciado casi 2.300 personas en 2005 (6,3 separaciones al día). Estamos en un tiempo de crisis, todo está en crisis, en movimiento, en marcha hacia no sabemos dónde. La Iglesia que, como toda religión oficial, apegada al poder, siendo ella misma un poder más, un Estado, una empresa, se basa en la inmovilidad y en cambios aparentemente profundos, está nerviosa. Los templos se vacían, los feligreses que allí se citan están -por su edad avanzada- más en el otro mundo que en éste. Y a la Iglesia, que habla de un mundo mejor, le interesa sobre todo el «valle de lágrimas» porque para llegar al bueno hay que pagar peaje y ella se queda con comisión o con toda la caja. A los feligreses de hoy ya no los escucha nadie porque hemos perdido el respeto por nuestros viejos y ellos se lo han perdido a sí mismos: se abandonan, al tiempo que caen en manos de los programas más zafios de televisión y se olvidan de su misión en el mundo: transmitir sabiduría. La gente mayor también está en crisis porque se da cuenta de que ahora puede vivir, con eso de que hay más permisividad y de que, como son millones de votos, les ponen medios de transporte y se los llevan por ahí de viaje. Pero los años no perdonan y se hallan en un quiero y no puedo.
Los seminarios, los monasterios y los conventos se han vaciado. En ellos la vida se para y la gente ha elegido vivir, caminar, como el romero de León Felipe: «ser en la vida romero, siempre romero». Sin embargo, el poder religioso -y en parte el otro- se basa en que los ciudadanos no vivan a menos que esa vida sea vivida por ese poder, controlada. Pero el personal parece que desea fallecer de infarto en lugar de ir declinando poco a poco hasta morir sin «mojar» ni probar el néctar de la existencia, en todos sus aspectos, aunque sea una existencia que cada cual se hace como puede, asumiendo el legítimo derecho a equivocarse. Carlos Puebla cantaba: «Nuestro vino de plátano/ nuestro vino/ y si sale agrio/ es nuestro vino». Hay una serie, de gran aceptación, que se llama «Sexo en Nueva York». Si Freud levantara la cabeza, sonreiría, el socarrón, para eso dijo que hasta los bebés tenían cierta actividad sexual. Era un enorme genio, sin duda. Y si lo hiciera Nietzsche, repetiría: «En efecto, Dios ha muerto».
Las religiones son para los medrosos porque, por desgracia, las religiones que tienen más voz se basan en el miedo a lo desconocido, en el instinto de muerte de los seres humanos. Gracias a eso hacen negocio y consuelan a los afligidos. Las religiones liberadoras no tienen apenas voz, las que hablan de vida, de un Dios que quiere justicia en la Tierra, casi no se oyen. Las aplastan. Las que, por ejemplo, recuerdan que en el Evangelio, Jesús de Nazaret afirma que él ha venido a encender hogueras, no a apagarlas, son ignoradas y perseguidas por las que ya se han acomodado a la sombra de la corrupción y el dinero.
Las crisis contienen mucho miedo dentro, por eso proliferan las sectas y los grupos de todo tipo. Cualquier inútil o ignorante se convierte hoy en una especie de mito a seguir. Y ya no digamos las estrellas del celuloide que han estado construyéndonos la vida desde hace decenios. Franco y el comunismo nos recluyeron en una isla a los españoles, nos metieron en una especie de Guantánamo. Occidente tenía también su Guantánamo gracias a la amenaza comunista. Pero, muerto el perro, se acabó la rabia. El capital se quitó la careta, la dignidad de la gente se fue al carajo. Franco respetaba más el trabajo que estos enfermos mentales de ahora, de la Generación X y la mundialización, que hacen regulaciones de empleo y contratos de semi-esclavitud. Decir esto no es progresista. Franco no respetaba la libertad sindical pero sí la continuidad laboral. Lo que pasa es que el precio a pagar por ello era demasiado alto: ser dócil, dejar de ser persona. Se ha dado un bandazo tremendo. Ya se sabe que el capital tiene dos caras: el fascismo-nazismo y el llamado «liberalismo». Pero ésta de ahora es un liberalismo adulterado que ha vuelto a sus crueldades de siempre, sólo que les coloca bastante maquillaje, con más o menos éxito.
Tras la llegada de la sociedad Red y de la Nueva Economía, todo se ha vuelto patas arriba, empezando por la pareja. Y el fenómeno inmigratorio ha empeorado la situación o la ha mejorado, según se vea, porque la inmigración supone la savia nueva de una sociedad mortecina, al tiempo que un venero de inquietud al que algunos simplones llaman -siempre- xenofobia. Los seres humanos buscan y buscan dónde meterse en este diluvio de mensajes que traen tanta angustia. Como diría un sabio profesor que tenemos en la Universidad de Sevilla, León Carlos Álvarez Santaló, estamos en una época de encaje. ¿Encaje dónde? Yo que sé, joder: de encaje, como el planeta mismo. Los sutnamis demuestran que aún se está encajando la cosa geológica. Los humanos padecemos una esquizofrenia propia de las épocas de encaje. A ver si nos enteramos de una vez: la pareja, tal y como la hemos venido considerando hasta ahora, no puede continuar, una vez que la mujer decide meterse en la porquería mundana que el hombre ha creado. Porque entonces la mujer y el hombre tienen ya sus mundos, sus espacios.
El reparto tradicional de papeles, con su submundo, se ha terminado. Empieza otro reparto y otro submundo. Siempre ha existido un submundo en las parejas: lo personal e intransferible. El submundo es otra vida latente que completa el hecho de que la pareja se crea para que la especie no se auto-destruya, como Moisés se inventó Los Diez Mandamientos para que no se le desparramara el rebaño. Por eso debe existir un submundo, porque la transparencia absoluta conduce a la autodestrucción (fracasó el amor libre). Ese submundo ha sido siempre especialmente visible en las capas altas de la sociedad, que no se pueden permitir el lujo de hacer muchas pamplinas emocionales cuando hay en juego fortunas que se unen. Los «de abajo» jugamos al progresismo. Y fracasamos porque todo estaba inventado ya. Ahora es la mujer quien desea unirse al mundo y al submundo y salir del ámbito que le han fabricado. Empieza otra era, aparecen débiles mentales que maltratan y asesinan: es la adaptación al medio, unos lo logran y otros menos o nada; unas lo logran y otras menos o nada.
La paranoia colectiva consiste en que se desea ser moderno y vivir a lo moderno (como en el cine o como en la televisión) pero conservando lo antiguo. El afán posesivo del llamado amor (el amor no existe, existe el amor propio, y punto) no tiene ya sitio en la situación actual. Entre otras razones, porque, ahora, el amor propio ha aumentado. No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. O vamos para atrás (la familia papal) o vamos para delante, pero para eso se precisa tener un par de ovarios y de cojones. El concepto de amor cambia, el de pareja cambia. La pareja se globaliza y se descentra: una pareja puede tener varias caras en una vida y ser sólo una, varias mujeres, varios hombres, en uno, un modelo repetido, con varias caras, hasta terminar una historia y empezar otra. O un modelo sin repetir. Eso si de hombres y mujeres hablamos porque se puede tener una pareja que es más segura: el estudio, la creación. Aunque a veces tampoco es controlable. Pero como nos necesitamos… Paradojas de la evolución: los seres humanos nos necesitamos pero nos detestamos, ésa es la clave, y por eso el socialismo, el comunismo, no son posibles, por ahora. Parece que se nos ha olvidado que el marxismo no es un momento político, ni una pose, ni un partido: es un estadio evolutivo superior, por encima del mercado. Por eso no es una utopía, es una incógnita. Porque lo cierto es que ahora, en el fondo, sólo nos queremos a nosotros mismos pero exigimos la aprobación y el calor ajenos, puesto que ese autoamor es biológico, no racional ni emocional. Eso nos lleva a la perenne esquizofrenia.
Lo moderno tiene sus riesgos, uno de ellos, la soledad. La gente se inventa y se apunta a las simplezas más grandes o a instituciones diversas (partidos, foros, etc.) no porque crea en ellas, no de manera libre, sino porque busca cubrir huecos psicológicos, huir de la soledad, y porque su energía biológica se lo exige. Por eso las acciones de los seres humanos no son de utilidad real y al final sólo quedan unos pocos, los más conscientes. Sobreviven los humanos, no viven, aunque están viviendo al tiempo que sobreviven. Las inmigrantes eslavas llegan a Moguer (Huelva, España), por ejemplo, y revolucionan la ciudad. Ciertos lugares de los campos moguereños, rezuman sexo a la caída de la tarde. Las lugareñas se enfrentan a las extranjeras porque dicen que les quitan a sus maridos, todo lo contrario de lo que quieren las feministas: unidad. El ayuntamiento ha creado un puesto de trabajo, en la persona de una psicóloga, sólo para que le haga frente al problema. Pero así es la realidad. Las eslavas siguen sus instintos de conservación, se aprovechan de las circunstancias; los varones también y, de paso, huyen de la rutina. Sus mujeres pugnan para que todo siga igual. Todos lo quieren todo, todos huyen de la soledad. No sé qué diría Juan Ramón Jiménez, el Nóbel que nació en Moguer, pero tendría que dejar un poco su burro y sus pajaritos y centrarse en el fenómeno, supongo.
Esta época nos demuestra que nuestra civilización ha estado viviendo en un sueño y ahora toca despertar y construir otro mundo, ya veremos cuál. Si no deseamos ese nuevo mundo porque nos da miedo, ya se sabe lo que hay que hacer: a darle vivas al Papa, a buscar un Franco, un Hitler, a cerrar el mundo de nuevo: Santiago y cierra el mundo libre. La libertad tiene un precio: pensar, conocer, estudiar, sufrir, morir. O enterrarla y vivir en Guantánamo, en rutina -mejor en rutina consentida- o en soledad, aceptar la soledad es otra de las claves. En el fondo, el mundo no es más que un lugar en el que hay que buscar un cobijo y arrullarse en él. Pero después de haber vivido. Lo apasionante de este siglo XXI es el desafío individual que coloca ante nuestra mente, lo apasionante es ese arrojarte a que seas libre o lo intentes, como dirían Sartre y su teórico rival, Heiddegger. Nietzche estaría encantado en este ambiente. Se iría a las montañas, a caminar junto a su sombra y a conversar con el hombre que siempre iba con él. Utilizando aquí otras de sus ideas habría que decir: este tiempo es humano, demasiado humano; en realidad no es tiempo, es dinamita.