A mi compañero y amigo personal Francisco Plaza Mella
«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo»
Karl Marx, XI Tesis sobre Feuerbach
I
Muchos han sido los pensadores que, desde diversas perspectivas políticas, han intentado definir y caracterizar las lógicas «subterráneas» sobre las que se yergue la filosofía burguesa y su modo de proceder ante los problemas concretos del mundo y la sociedad. De una parte la izquierda autoproclamada auténtica y revolucionaria ha intentado establecer una «concepción del mundo propia» basada en una dialéctica del pensar opuesta a la lógica de las clases dominantes. Esta izquierda supone haber roto radicalmente con lo aristotélico, lo terrenal, lo vacío y superfluo por situarse en la inmediatez, y haber establecido a martillazos una abstracción hegeliana, marxista y concreta, que propone una presunta «concepción dialéctica» y revolucionaria. A esa lógica de pensamiento, llama (como es de esperarse) «filosofía de la praxis» y se jacta de una subjetividad propia, anti-reformista y guevarista.
En sus «Cuadernos de la Cárcel» Antonio Gramsci polemiza con aquellas corrientes del marxismo que vendían el pensamiento radical al sentido común. El DIAMAT, expresión prístina de una filosofía marxista deformada, y que es inaugurado con Bujarin y Stalin, fue una de las formas más vulgares en las que se pudo tergiversar el pensamiento revolucionario, convirtiéndolo en última instancia, en un manual para la política abstracta. Gramsci nos muestra el DIAMAT como lo que es; una confirmación del materialismo burgués y una reafirmación «social» de las ciencias naturales; vemos en él que la dialéctica deja de existir humanamente y se transforma en un atributo natural o científico situado por sobre todas las cosas en el «movimiento» de la materia. Esta escuela deformada no tomó en cuenta algo que Gramsci, Marx y Lenin sabían muy bien; que la sociedad, por ser una creación humana históricamente determinada, tiene leyes y atributos distintos a los de la naturaleza: naturaleza que el ser humano, precisamente, se ha propuesto superar en su praxis humano-social.
Gramsci planteó muy férreamente que los revolucionarios debían tener una concepción del mundo propia, y una forma de auto-reproducirse en el mundo distinta a la de la burguesía. Con ésta afirmación planteó una polémica que todavía no termina de zanjarse: la polémica acerca de la subjetividad revolucionaria.
II
Indudablemente, Marx, en diversos textos, caracteriza su propio pensamiento y la lógica (o dialógica, o como quiera llamarse) a través de la cual sacó sus conclusiones. Un modo de pensar que (1) relaciona, que sistematiza y que establece vínculos entre todas las partes del todo, es decir, que piensa en el mundo como una «totalidad» y en la sociedad como una sociedad que «no se compone de individuos» sino que «expresa la suma de los vínculos y relaciones en que están insertos los individuos» (K. Marx). Al mismo tiempo, un modo de pensar que (2) ha establecido además que esos individuos, socialmente determinados, crean sus propias relaciones de producción y que se encuentran, por ello, condicionados por dichas relaciones. En ambos momentos de una misma idea (la idea de totalidad social) se esconde un profundo humanismo dialéctico; un humanismo por que nos está diciendo que la praxis humana es la que promueve y genera las condiciones de vida del ser humano, y un humanismo dialéctico por que mide las condiciones o inmediaciones en las que se desenvuelve esa praxis.
El pensamiento marxista es profundamente anti-metafísico. Se opone a cualquier intento de pensar «a priori» en las categorías que deben guiar nuestro análisis. Esta tendencia anti-metafísica al contemplar y transformar el mundo, hace al marxismo nuevamente una filosofía distinta a la burguesa, que siempre está creando «categorías» o «normas» para el pensar antes siquiera de haber visto el mundo concreto y la infinidad de problemas que nos ofrece. Además, la última tendencia de la burguesía es a dispersar el pensamiento y hacernos creer en la fracción o atomización de la reflexión humana como única forma de alcanzar «la verdad». Esto es profundamente falso: las distintas «disciplinas» del pensamiento humano se necesitan unas a otras para alcanzar un objetivo común, si es que lo tienen. Evidentemente el marxismo se ha propuesto un objetivo real en el mundo, que es el socialismo, y por lo tanto, las disciplinas que quieran ponerse al servicio del marxismo, deberán trabajar en pos de ese objetivo en lo teórico y en lo práctico.
Si asumimos correctamente nuestra vocación praxiológica (filosóficamente hablando) llegaremos inevitablemente a la conclusión de que necesitamos pensar nuestra praxis, y no condenarla (como en alguna ocasión lo hiciera el filósofo alemán Herbert Marcuse) a la determinación infantil de un «absolutismo filosófico»; el absolutismo de luchar obsesivamente por la revolución socialista sin medir antes las condiciones sobre las que debe realizarse tal revolución y el cambio que deben generar los sujetos en esas condiciones.
III
La izquierda autoproclamada revolucionaria, que critica con rabia y romanticismo a una izquierda a la que tilda de «reformista» ha hecho de la praxis del sujeto histórico una praxis metafísica. Estableciendo de antemano que la praxis de cualquier marxista debe ser una praxis «radical» y «revolucionaria» ha echado por el tacho de la basura cualquier esfuerzo concreto de los militantes que luchan día a día por construir una sociedad socialista. Tildando a esa praxis como no-praxis, llamándola «conformismo político» o «práctica reformista» y arrogándose la autoridad política de un «revolucionario» y un «comandante». Sin embargo, como veremos, el problema es mucho más complejo. Las concepciones filosóficas pueden ser las mismas; todos podemos coincidir en que el marxismo es una filosofía de la praxis. Pero no todos podemos coincidir en la forma concreta que debe tomar esa praxis. Creo que esa praxis no es necesariamente radical y ni siquiera inmediatamente revolucionaria sino ante todo emancipatoria.
Situándonos socialmente en el complejo plano de la hegemonía, es decir, de la necesidad de los marxistas de luchar contra la dominación ideológica del capitalismo, los miembros de la autoproclamada izquierda revolucionaria y anti-reformista nos proponen que vayamos a todos los espectros de la población difundiendo la necesidad del socialismo, hablando de socialismo, incitando a la «sublevación nacional» puesto que la «toma del poder» es inminente y tan sólo depende de un estallido social espontáneo.
El ejemplo histórico del gobierno de la Unidad Popular nos servirá para ilustrar ésta concepción idealista sobre la hegemonía. Los izquierdistas autoproclamados revolucionarios atribuyen el fracaso de ésta experiencia a la «falta de decisión» de la «izquierda reformista». Sin embargo, para cualquier marxista con dos dedos de frente, está claro que el gobierno de la UP fracasó por un sinnúmero de factores, entre los que destaca, como señala correctamente el sociólogo Oscar Azócar, la ausencia de una hegemonía en el seno de las masas; los partidos políticos que componían el frente popular habían visto el consenso por arriba, pero no por abajo. Es decir, se habían esmerado en la necesidad de legitimar el gobierno de la UP frente a las fuerzas políticas opositoras, dejando de lado, de alguna manera, la necesidad de fortalecer los espacios contrahegemónicos en los sectores populares. No sólo nos referimos a los órganos de poder popular; también a otros espectros de lo que Gramsci denominó sociedad civil; medios de comunicación etc. Como consecuencia, una larga dictadura impuso su consenso a través de los aparatos ideológicos propios de la burguesía, provocando una pérdida total de la capacidad de reflexión crítica en los sujetos.
¿Qué significa, en éste contexto, una reconquista de la hegemonía por parte de los grupos sociales anti-neoliberales? Hoy, más que nunca, significa el fortalecer los espacios que se opongan al poder de la burguesía, provocando una recuperación de la conciencia político-social en la sociedad civil; en el pueblo, en el sujeto histórico.
En Chile hay fuerzas políticas que pueden liderar este proceso, por que han impulsado a lo largo de nuestra historia una vida política independiente de la burguesía. Entre esas fuerzas políticas está el Partido Comunista, que desde las salitreras hasta hoy, se ha esmerado en ejercer su vocación hegemónica. Recuperar la hegemonía de los grupos sociales anticapitalistas sobre el resto de las clases subalternas no es, sin embargo, un proceso que, como dijera Rosa Luxemburgo, dependa exclusivamente «del cuchillo y el tenedor», es decir, de las reivindicaciones inmediatas del pueblo. Recuperar la hegemonía significa seguir impulsando esa vocación hegemónica, la vida política independiente de la burguesía (lo que no debe significar «independencia de clase» en el sentido autonomista del término, a-político, sino independencia respecto a la burguesía) e ir conquistando posiciones respecto a los aparatos de dominación, así como desarrollar la movilización social.
IV
La revolución no depende de la radicalidad de un discurso. Hay suficientes ejemplos históricos que demuestran la infinidad de factores que superan al discurso, o a la praxis revolucionaria de una «vanguardia» política que se superpone al sujeto y lo «conduce» a la revolución socialista (sic). El centro de la problemática política para la izquierda chilena debe ser el cómo constituir un sujeto. Como desenvolver ese sujeto respecto a la estructura social y sus diversos «momentos» democráticos, autoritarios, ideológicos. Creemos que ese sujeto se constituye a través de la hegemonía; la hegemonía multifacética (es decir que se sitúa en la mayor cantidad de espacios sociales, incluido el parlamento burgués).
Hoy, la izquierda autoproclamada «revolucionaria» y anti-reformista piensa de la siguiente forma: basta con que conquistemos una cantidad determinada de espacios en la base social y llevemos a esa base social (después, nuestra base social, puesto que el iluminismo de la izquierda autoproclamada revolucionaria es ilimitado) a irrumpir como fuerzas autónomas (un poder «paralelo», problema sobre el que no podemos extendernos aquí, por ser considerado un debate a parte) en el Estado burgués «haciéndolo saltar» en pedazos desde la inmediatez radical, política y revolucionaria. Esa es su praxis humano-social. Pensamos, por el contrario, que la base debe intervenir en la vida política y social de una nación, no aislarse en su autonomía, y que esa intervención depende de nuestra vocación hegemónica. La construcción del «poder desde abajo» (tan necesario hoy como en el ayer de Lenin) no puede ser enfrentado como un proceso de creación de un poder paralelo que irrumpe sino como un proceso que conquista espacios, aunque sean de éste estado y sus inmediaciones políticas (la sociedad civil). Ello por una razón muy simple; en la realidad concreta no existe un muro entre la socidad civil y la sociedad política. En la realidad concreta ambas se entrecruzan y conforman una sola.
Resolver los problemas sociales de nuestra época es resolver el problema acerca de cómo hoy debemos luchar por el socialismo. La ausencia de respeto por la opinión del otro y por las instancias democráticas sobre las cuales debe desenvolverse esa opinión, parece alejarnos mucho más de nuestro objetivo central. Los fundamentos morales de nuestro socialismo son claros, y están anclados sobre todo en la política democrática que debemos defender a toda costa. Sin esa defensa, podemos caer, definitivamente, en un idealismo subjetivista que vuelve al «yo» como referente absoluto y se olvida de la dialéctica entre los saberes, estén o no respaldados por una disquisición teórica. En fin; el conocimiento, como señalaron muchos de los autores de la educación popular, no es un atributo metafísico de ninguna secta iluminada, sino creación dialéctica como fruto de la democratización de nuestras vidas. Sólo así lograremos entender que, al fin y al cabo, socialismo y democracia son una misma cosa.