Navegando en aguas internetistas, topé en abril de 2000 con una carta que un monje -«Llorens» era el nombre erróneo que allí se indicaba-, fascinado por la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, había dirigido a Universitas Philosophica, una revista editada por la Facultad de Filosofía de la Pontificia (Universidad Javeriana) de Santafé […]
Navegando en aguas internetistas, topé en abril de 2000 con una carta que un monje -«Llorens» era el nombre erróneo que allí se indicaba-, fascinado por la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, había dirigido a Universitas Philosophica, una revista editada por la Facultad de Filosofía de la Pontificia (Universidad Javeriana) de Santafé de Bogotá, Colombia. El consejo de redacción de la revista, con excelente criterio, la había colgado en la red.
La carta de Llorenç Sagalés Cisquella decía así:
Querida Guiomar:
Una breve nota para agradecerte los artículos que me hiciste llegar a través de Alberto. Ya los conocía todos menos el de Rohrlich en Science, pero ha sido una delicia reencontrar (y poder fotocopiar algunos capítulos de) el libro de Max Jammer. El ser tan repelente niño Vicente en este tema se explica por mi amistad desde adolescente con Manuel Sacristán (1925-1985), un importante pensador que me introdujo a mediados de los setenta en la filosofía de la ciencia, y con el que tuve relación hasta su muerte.
Sacristán ha sido sin duda el pensador marxista más importante de España durante este siglo, y no era creyente, pero tuve con él una especial sintonía, probablemente por su honestidad intelectual. Él me enseñó lógica y nos hizo amar las matemáticas. Pero una de sus mejores virtudes pedagógicas era que nos hacía ir directamente a las fuentes sin pasar por intermediarios. Fue así como me fui acercando enseguida a M. Bohr, Heisenberg, Schrödinger, De Broglie, Einstein, Von Neumann. ¿Por qué? Primero por el placer de la búsqueda de la verdad: cuando el otro día hablábamos con vosotras de la belleza en mi fuero interno pensaba en lo bellas que pueden ser algunas ecuaciones. En segundo lugar, pero al mismo tiempo, por una intuición antigua: jamás filosofar sin una base física bien sustentada. En el fondo late detrás un tema de mi interés desde siempre, y que es filosófico-teológico: revisar la noción de «realidad» con la que nos expresamos. Cuando me jubile, a lo mejor escribo algo.
Sacristán también me aguzó el sentido crítico: no fiarse del todo de los comentarios sobre cualquier cuestión antes de conocer directamente el original. Por eso busco los datos fríos del experimento de Aspect y cía. El tema de la confrontación entre la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica me fascinó al leer las obras completas de John Bell, cuyo «estilo» siempre me gustó, intuitivo pero prudente. Sobre este tema me pone un poco nervioso el tono neorromántico con el que se escribe, construyendo en el aire con una facilidad pasmosa. De ahí que prefiera la fatiga de revisar un texto matemático a la ilusión de usar unos cuantos palabrones fuera de contexto sin conocer el experimento. La verdad pide ser buscada arduamente, decían los medievales. O mejor, hay que dejarse encontrar por ella.
Mil besos, Llorens»
No había duda concebible: una carta así merecía un seguimiento. Conjeturé con suerte, y con alguna ayuda que ahora no puedo recordar, que podría tratarse de un monje cisterciense que tuviera, digámoslo así, su lugar natural en el monasterio de Poblet. Parecerá imposible pero acerté. Allí obtuve, por vez primera, noticias sobre su destino eclesiástico en aquel entonces.
Después de contactar con él, concertamos un primer encuentro en el que pude saber con más detalles de su vinculación con Sacristán, iniciada cuando Sagalés era estudiante en la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona a finales de los setenta. Durante esta no olvidada conversación surgió la idea de hacer una entrevista más detallada sobre su relación personal e intelectual con el autor de Panfletos y materiales y su forma de aproximarse a la obra sacristaniana.
El primer cuestionario que le envié en otoño de 2000, largo, demasiado alrgo, fue recibido por Sagalés con calma y prudencia. Se tomó todo el tiempo que estimó adecuado y dedicó, según me dijo, dos o tres semanas a cada una de las preguntas. Sus primeras respuestas me llegaron a finales de la primavera de 2001. El interés de lo que allí se decía me parecía tan evidente que, sobre estas primeras respuestas, construí un nuevo cuestionario que le hice llegar a sus manos inmediatamente. Su demostrada paciencia apenas sufrió alteraciones pero, con sabiduría y tacto, contestando eso así algunas de mis nuevas preguntas, me apuntó la conveniencia de interrumpir nuestro diálogo (en realidad, su sabio monólogo) en algún momento. Estábamos en otoño de 2001.
Mi desolación por la interrupción no fue un grano de sal porque todas sus respuestas, hablase sobre el tema que fuera, me parecieron y me siguen pareciendo de interés no discutible. Sigo creyendo, al cabo de los años, que lo aquí dicho es una de las mejores (y más singulares) aproximaciones a la obra de Sacristán. Como ilustración de la sabiduría de Sagalés y de su enorme conocimiento de la obra de Sacristán, esta muestra vale su extensión en oro, o en fraternidad, como se prefiera (Para completar esta diálogo pueden verse igualmente sus declaraciones a Xavier Juncosa para los documentales de Integral Sacristán. El Viejo Topo, Barcelona, 2006).
Así, pues, lo que sigue es la unión de estos dos conjuntos de reflexiones que Llorenç Sagalés Cisquella -economista, teólogo y filólogo, con excelente y documentada proximidad a los avatares recientes de las ciencias físicas, como sin duda pone de manifiesto su magnífico artículo sobre «Las desigualdades de Bell y la renovación conceptual»1- tuvo la gentileza, para mí no olvidada ni olvidable, de regalarnos con tacto y rigurosidad.
Aunque pueda parecer imposible, la entrevista tuvo en su momento algún problema para su publicación, y no por su extensión desde luego. Daniel Lacalle, que seguramente no coincidía con todas las tonalidades de lo aquí apuntado, apoyó, en cambio, con entusiasmo su publicación en Papeles de la FIM. Gracias por ello, gracias por no establecer líneas de demarcación. Si algún mérito infinitesimal me correspondiera me gustaría dedicárselo, con mi más sincero reconocimiento, a Christian M. Martín Rubio, cuyas lecciones de ternura y de militancia no sectaria son permanentes e infrecuentes. ¿Para cuando su tesis doctoral sobre Sacristán y las oposiciones de 1962 a la cátedra de lógica de la Universidad de Valencia?
(1) López Arnal, S., Domingo, A. et al (eds),El valor de la ciencia. Barcelona, Los libros de El viejo Topo 2001, pp.381-400.
*
¿Puede explicarme la forma en que conoció a Sacristán? ¿Fue alumno de él en Económicas de la Universidad Central?
Desde adolescente me apasionaba la filosofía, pero me seducían también los estudios científicos y estaba inquieto por decidir en qué me centraría. Durante el C.O.U. (1974-75) llegó a mis manos el trabajo de Sacristán Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores (original de 1968) y fue decisivo. Comprendí en seguida que mi pasión por el filosofar era lo bastante impertinente como para que no me abandonara nunca y que, por tanto, podía prescindir tranquilamente de hacer estudios académicos de filosofía y centrarme en cambio en alguna carrera científica que me permitiera penetrar en lo real desde alguna base material. La vertiente social y política de la Economía me acabó de decidir por ella, y sólo después de terminar Económicas estudiaría formalmente filosofía y teología.
Pero no conocí a Sacristán hasta finales de 1978, en una conferencia en la Fundación Miró de Barcelona sobre El trabajo científico en Marx y su noción de ciencia. Todavía hoy pienso que es de las mejores aportaciones intelectuales de Sacristán. Yo andaba un poco turbado por conciliar mis lecturas de Marx con las de física y lógica que llevaba haciendo desde el verano gracias al aburrimiento en las clases de la Facultad. Y no es extraño que un mequetrefe como yo quedara seducido no sólo por el rigor y precisión del discurso de Sacristán; sino sobre todo por su honestidad y cautela intelectual: por primera vez yo percibía la figura de Marx dibujada con simpatía y realismo, pero sin asomo de hagiografía ni disimulo de sus carencias. Recuerdo también la primera impresión que me dio Sacristán de hombre vulnerable, con aquella melancolía aristotélica no de pusilanimidad, sino de exceso de energía e inquietud.
A partir de entonces comencé a consultarle en la Facultad diversas cuestiones de matemáticas y de física que me interesaban (en concreto, sobre sistemas de axiomas y termodinámica), y para las que me era muy difícil encontrar interlocutores. Al año siguiente, en el curso 1979-80, fui alumno suyo de «Metodología de las ciencias sociales», aunque al fallecer Giulia Adinolfi lo substituyó durante unas semanas Francisco Fernández Buey. Pero es difícil olvidar la primera clase de Sacristán. Al llegar nos dijo amablemente que ya estábamos aprobados y que a los que no les interesara la asignatura se podían ausentar durante todo el resto del curso. E inmediatamente después animó a los que no estuvieran motivados para que se levantaran y eligieran otra asignatura. Sólo entonces, aunque con cierto sonrojo, empezaron a marcharse algunos audaces, mientras Sacristán, con una ataraxia encomiable y camuflada ironía, los disculpaba acto seguido y los invitaba a dedicarse de lleno a otras materias más «productivas». En fin, sólo después de conseguir aligerar una clase ya de por sí poco numerosa, empezó a entrar en materia.
Ha hablado de su primera impresión de Sacristán como «hombre vulnerable». ¿Podría precisar algo más esta consideración?
Sacristán se me apareció aquella noche como un «hombre vulnerable», no sólo en el sentido de sensible, afecto y afectado por las cosas, por las personas y sus sufrimientos, por los acontecimientos históricos (un sentido, si se quiere, psicofísico), sino «vulnerable» en sentido epistemológico de saber «padecer-con» la materia investigada, con los fracasos y debilidades de los hombres y de sus ideas, y que le daba una especial comprensión sim-pática de la experiencia (esa einfühlung de la que le gustaba hablar a Einstein).
A mí me llamó la atención el hecho de que su trabajo científico no estaba reñido sino que se aliaba con una vulnerabilidad tan acentuada a lo concreto y particular que le permitía recibir una pluralidad de notas que pasarían desapercibidas para los defensores de la im-pasibilidad y del objetivismo a ultranza. Había un contraste tan acusado entre la apatheia del discurso de Sacristán y su pasibilidad ante los «humillados y ofendidos», que hacía pensar en su interdependencia más que en su oposición mutua. Es verdad que este poder-ser-herido por lo real podía parecer una simple limitación u obstáculo para el conocimiento y para la vida misma. Pero yo creo que era precisamente esa vulnerabilidad la que hacía a Sacristán tan apto para ir dejando todo el espacio para esos olvidados y para las cosas mismas, dejarlas hablar y dar testimonio de ellas. A Sacristán no se le puede entender sin un cierto pudor intelectual, es decir, sin una renuncia a pretender abarcar con la mirada -la mirada dominadora del conocimiento exhasutivo- su vulnerabilidad física y epistemológica, y sin una renuncia a todo vulgar psicologismo en la reconstrucción racional de su pensar. Hasta el punto que su apertura crítica a todo lo real no tiene lugar a pesar de, sino gracias a esa misma vulnerabilidad (a la vez que la alimenta), como si ésta fuera una huella del peso excesivo de las cosas y del padecer humano; y es la que le ha impedido reducir esas mismas cosas y padecimientos a esquemas preconcebidos o a apresuradas sistematizaciones.
¿Qué destacaría especialmente de su faceta de profesor universitario?
Sin duda, su capacidad de escuchar. Por encima de su talento comunicador, su afilado discernimiento para captar lo esencial, su amabilidad o la apertura y amplitud de sus conocimientos e intereses, lo que más me llamó la atención de Sacristán como profesor fue su sensibilidad para silenciarse y escuchar. De ese silencio -que no mutismo- surgía después la riqueza de su diálogo.
Creo que usted. asistió a dos seminarios que impartió a finales de los setenta, uno sobre Popper y «La lógica de la investigación científica», y otro sobre «Para leer El Capital», de Althusser. Podemos empezar por este último. ¿Qué recuerda de las posiciones y comentarios de Sacristán sobre esta obra?
Sacristán presentó a Althusser como un buen exponente de la crisis que atravesaba el pensamiento marxista de finales de los setenta. El punto crítico clave estaba, para Sacristán, en la ingenua idea de Althusser de un corte completo entre el Marx maduro y su formación filosófica anterior, que fue principalmente hegeliana. De ahí las perplejidades del filósofo francés cuando «descubrió» que la obra de Marx no era ciencia exacta, y que los orígenes metafísicos del joven Marx se prolongaban irrefragablemente en sus obras de madurez. Por eso Sacristán presentaba la lectura de El Capital propuesta por Althusser como una lectura cientificista, que resbalaba sobre lo fundamental de la obra marxiana. De hecho, la conferencia de Sacristán sobre «El trabajo científico en Marx y su noción de ciencia», de 1978, mostraba precisamente la inconsistencia del intento de despojar a Marx de su herencia hegeliana para verle como científico. Por el contrario, para Sacristán la motivación metafísica había sido fecunda para la ciencia de Marx. Y a sus ojos de buen dialéctico, Marx mismo aparecía como un original metafísico autor de su propia ciencia positiva; o, si se prefiere, un científico autor de su metafísica, de su visión general y explícita de la realidad.
El problema de fondo radicaba, por tanto, en la incapacidad de Althusser de «escuchar» a Marx y dejarle hablar; de modo que inevitablemente su Para leer El Capital se convertía en un estudio más interesante para conocer el desarrollo y tradición del pensamiento marxista en Althusser que para conocer el pensamiento del propio Marx. Lo cual no impedía a Sacristán recuperar y valorar mil sugerencias del libro de Althusser o recordarnos con evidente simpatía más de una vez en aquel seminario una idea contenida en el ensayo de Althusser de 1969 sobre Lenin (que Sacristán leía reconciliada con Gramsci): el marxismo no es una nueva filosofía de la práctica, sino una práctica nueva de la filosofía.
Déjeme intentar precisar algo más su respuesta. Señala usted que para Sacristán la motivación metafísica había sido fecunda para la ciencia de Marx. Pero: a) ¿qué metafísica es ésa? y b) ¿de qué modo fue fecunda para la obra marxiana? En segundo lugar: usted recuerda la simpatía de Sacristán con la concepción althusseriana de un marxismo entendido no como una nueva filosofía de la práctica, sino como una práctica nueva de la filosofía. Y esa «nueva práctica» de la filosofía, del filosofar, ¿en qué consistiría? ¿En qué se diferencia de la antigua práctica? ¿Esa fue la forma en que Sacristán practicó y entendió el filosofar?
Le contesto ordenadamente. Se trata de la metafísica de tradición hegeliana; y el modo como, según Sacristán, ha sido fecunda para la elaboración de la ciencia de Marx es una buena muestra de lo retorcidos que son los problemas heurísticos que Popper excluía, con astuta cautela, de la filosofía de la ciencia. Echémosle un vistazo.
La cuestión decisiva reside en que ha sido la dialéctica hegeliana (la confusa noción de «desarrollo», entre otras) la que ha enseñado a Marx sistematicidad y, por ese medio, le ha dado sensibilidad para la teoría, permitiéndole rebasar la mera «crítica» de los jóvenes hegelianos de izquierda. Sacristán ha intentado mostrar que, sin su vuelta a Hegel -en particular a la Lógica- en los años 1850, y la subsiguiente comprensión del valor científico de la economía clásica (en especial de Pretty, Quesnay, Smith y Ricardo), Marx se habría quedado con un programa científico mucho más pobre. Es una de esas guasas de la historia de la ciencia y de las ideas: sobre todo a partir de la intensificación de la influencia hegeliana en los Grundrisse de 1857, es decir, a partir del elemento más anticientífico de su formación -el hegelismo-, Marx ha sido llevado a lo más científico de su obra, descubriendo que no hay ciencia sin abstracción. ¿Cómo? El equívoco metodológico de Marx, que ha consistido en tomar por método en sentido formal una actitud (la dialéctica) y por teoría científica la visión de un objetivo de conocimiento (la «totalidad concreta»), se debe a la versión hegeliana de un viejo anhelo: el deseo de conocimiento científico de lo concreto o individual, en ruptura con la regla clásica según el cual non est scientia de particularibus. Ese anhelo, central en la filosofía de Leibniz, ha tomado en Hegel la forma de una pretendida lógica de lo individual, de lo concreto histórico, con la cual se podría «desarrollar» el ser hasta la concreción actual, articulando así su historia al mismo tiempo que su estructura. La conferencia de Sacristán de 1978, El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia, intentó mostrar que ese ambicioso programa precrítico enmarca el éxito y el fracaso de la aportación de Marx a la ciencia social y al saber revolucionario.
El marxismo como una «práctica nueva de la filosofía» era presentado por Sacristán destacando la independencia filosófica del marxismo. No, desde luego, en el sentido de que no existan precursores del marxismo en sentido filológico. La falta de precedentes del marxismo estaba para él precisamente en la rotura con esa fragmentación del pensamiento de que hablábamos más arriba, en la rotura con el viejo axioma de la teoría de la ciencia de que sólo hay ciencia de la universal; y en la elevación, por el contrario, de lo concreto a objeto más buscado del conocer, y en la producción consiguiente de un tipo de actividad intelectual que, sin necesidad de introducir ninguna supuesta ciencia particular nueva, es, sin embargo, global novedad científica al mismo tiempo que práctica.
Sacristán sugería una noción de «filosofía» alejada de las divisiones académicas. La matemática, la física o la economía serían disciplinas instrumentales al servicio del conocimiento de lo concreto real, evitando así, p.e., todo reductivismo del marxismo a la economía (economicismo), contra el que tan sensible era Sacristán. El filosofar marxista no consistiría en sentar nuevos filosofemas, sino en la búsqueda del conocimiento de lo concreto para la fundamentación de la práctica revolucionaria. De modo que el principio de la «práctica» se convertiría en un correctivo crítico fundamental de ese filosofar, el único principio capaz de rechazar toda búsqueda de consuelo en transcendencia o Absoluto alguno. Se ven asomar ahí a Labriola y Lenin. Y yo creo que la práctica de Sacristán también ha ido más allá de sus mismas ideas.
En cuanto a Popper, ¿por qué cree Vd. que tenía tanto interés en él? ¿No hay una aparente paradoja entre la enorme distancia política existente entre ambos y el interés epistemológico, aunque no coincidencia, de Sacristán por la obra de aquél?
La falsabilidad como criterio popperiano de demarcación científica, ofrecía a Sacristán una espléndida base y camino inicial sobre los que situar y contrastar la noción de ciencia de Marx. Durante el seminario de aquel curso 1979-80 sobre La lógica de la investigación científica, de Karl R. Popper, Sacristán insistió mucho sobre la importante y constante afirmación popperiana de la continua necesidad de poner en tela de juicio el propio punto de partida (lo cual tiene poco que ver con el relativismo). Yo tiendo a pensar que Sacristán intuyó pronto que el materialismo dialéctico ofrecía la mejor concepción del mundo para ser falsada y que se planteó su trabajo científico -sin menoscabo de su profunda motivación ética- como un intento progresivo de falsar el marxismo crítico.
Indudablemente hay una evidente paradoja (por cierto, una palabra que no entusiasmaba a Manolo) entre ese interés metodológico de Sacristán por el racionalismo crítico de Popper y la amplia brecha política existente entre ambos…
Pero, ¿por qué no era esa palabra del gusto de Sacristán? ¿Qué término usaría él con más precisión? ¿Acaso aporía, inconsistencia, antinomia?
A Sacristán le preocupaba que a través de los pensamientos «paradójicos» entraran los demonios irracionales en la búsqueda de lo real. El lógico que intenta discernir la identidad de las cosas, y el dialéctico que buscaba las contradicciones, no se sentía nada cómodo con las analogías que no pueden dejar de poner continuamente de relieve todas las paradojas del pensamiento. Y no es extraño que Sacristán temiera que por el camino de la analogía, a caballo de la univocidad y la equivocidad, aumentaran las confusiones o se colaran ambigüedades.
Pero Sacristán también sabía que las paradojas se encuentran en todas partes en la realidad antes de encontrarse en el pensamiento y que designan a las cosas mismas antes que la manera de decirlas. Inútil buscar términos sustitutorios (aporía, inconsistencia, antinomia): Sacristán es demasiado listo para caer en simples nominalismos. Por eso no ha podido dejar de usar las paradojas, con conciencia de que, usadas con rigor, son fuente de objetividad. Es más, yo creo que la paradoja le ha dado a su búsqueda ese carácter de infatigable provisionalidad tan específico suyo. Para él, la paradoja es el reverso de aquello de que la síntesis es el anverso. Pero este anverso siempre se le hace huidizo, hasta el punto de que en el campo de los hechos la síntesis no puede ser más que búsqueda. Quandium vivimus, necesse habemus semper quarere. Y la paradoja no es entonces más que la búsqueda o la espera de la síntesis. Con un añadido simpático: me parece que para Sacristán la paradoja es la hermana risueña de la dialéctica, más realista y más modesta si se quiere, aunque menos susceptible, menos presurosa, con la virtud de que recuerda siempre a su hermana mayor, siempre a su lado pero sin avanzarla.
Y con todo, Sacristán ha desconfiado de este hermanamiento, pues ha visto bien que cuanto más se eleva, se enriquece y se interioriza la vida, más terreno gana la paradoja: ya soberana en la vida simplemente humana, su reino predilecto es la vida del espíritu, y su triunfo la vida mística. De ahí sus continuas precauciones para no ser derrotado por la irrupción de lo trascendente en su trabajoso conocer de ciencia.
Comentaba usted la evidente paradoja entre el interés metodológico de Sacristán por el racionalismo crítico popperiano y su amplísima distancia política.
Efectivamente. Pero eso muestra dos de los rasgos más interesantes del filosofar de Sacristán. Por un lado, su concepción de la verdad como provisional, con la confianza de que progresivas aproximaciones transformen las contradicciones de la realidad en contrastes. Más que un «dialéctico», el Sacristán que yo conocí se me presentó más bien como un «dialógico» (que incluye al primero) en la búsqueda infatigable de lo real, de expresiones provisionales de unas apreciaciones siempre incompletas, pero rigurosas y orientadas hacia la plenitud. Su renuncia a escribir grandes obras sistemáticas y su preferencia por el género de los artículos, no son sólo reflejo de los problemas económicos y de tiempo de Sacristán, sino también de su desconfianza por las síntesis acabadas y redondeadas.
Por otro lado, la paradoja de su interés por la obra de Popper, muestra la capacidad crítica de Sacristán en el mejor sentido. Como le gustaba decir en aquel curso, no podemos criticar a fondo nada ni nadie hasta conocer y percibir la verdad de la que es portador. Es el conocimiento por «simpatía», tan bien ilustrado por Copleston (a quien tradujo Sacristán) siguiendo a Tomás de Aquino: no hay auténtico conocimiento sin una actitud de compasión, sin una acogida del objeto indefenso en una atmósfera cálida de discreción. Sacristán sabía bien que, también en la vida intelectual, a veces son peores los amigos que los enemigos. Y tenía siempre instalado un sexto sentido que le hacía desconfiar o exigir más de los autores y pensamientos con los que sintonizaba, y ser en cambio más comprensivo -no sin ironía- con los que su oposición era patente.
Sacristán ha sido uno de los cultivadores más destacados de la lógica formal en nuestro país. Es sabido su interés por las implicaciones filosóficas del teorema de incompletud gödeliano. ¿Qué destacaría usted de su aproximación?
Yo creo que la singularidad de la aproximación de Sacristán al teorema de Gödel está en su consideración «positiva» del mismo. Gödel había demostrado que un cuerpo finito de axiomas conduce inexorablemente a plantearse problemas que no tienen solución dentro de ese cuerpo finito de axiomas. De este teorema se han dado muchas interpretaciones. Pero yo creo que Sacristán intuía que no se trata de una limitación intrínseca a las afirmaciones axiomáticas y postuladas en cuanto afirmaciones -es la interpretación usual de dicho teorema-. Sino que deja al descubierto ante nosotros la complejidad de lo real, es decir, el carácter de realidad de lo construido según los axiomas y postulados en cuestión. Sin duda, hay en Sacristán una profunda asunción de la finitud, con la conciencia de que algunas cuestiones quizás serán siempre irresolubles para nuestra inteligencia (y que recuerdan mucho al Chomsky de estos últimos años). Pero yo pienso que, para Sacristán, el verdadero alcance del teorema no estaría tanto en la insuficiencia intrínseca de un sistema de axiomas y postulados, como en la radical originalidad de lo construido realmente que abre ante nuestra inteligencia y que nos lanza a una nueva y más fina búsqueda.
Por eso creo que el interés de Sacristán se centraba no sólo en delimitar el campo propiamente lógico, sino en indicar que si construimos un objeto con arreglo a las propiedades definidas y contenidas en los axiomas, este objeto así construido tiene «más» propiedades que aquellas que hemos puesto en él; lleva consigo, además de las que hemos puesto en él, otras que habrá que investigar. Ésa es, al menos, la impresión que dejaron en mí sus conversaciones. Su presentación de la noción marxista de «dialéctica» en La tarea de Engels en el «Anti-Dühring» (1964), por ejemplo, ¿no se hace más comprensible si contemplamos ese «más» de la realidad a que dan lugar las acciones humanas, es decir, cuando aplicamos el principio de la práctica a la totalidad concreta de la vida?
¿Qué le parece más interesante, visto desde hoy, del singular e infrecuente marxismo de Sacristán? ¿Cree que mantiene algún valor? ¿Qué Sacristán se leerá el próximo siglo?
Lo más interesante para mí del marxismo de Sacristán se identifica con lo más interesante del marxismo original y que permanece explícita o implícitamente en los mejores pensadores marxistas: la fusión de la teoría y la práctica revolucionarias, o, con palabras de Sacristán comentando a Gramsci, de lo producido (el fruto del poiein) y lo actuado (el fruto del prassein). En el fondo de este marxismo crítico de Sacristán hay una radical rotura con la fragmentación del pensamiento occidental, una rotura con el viejo axioma de la teoría de la ciencia que niega el conocimiento científico de lo particular. Esa sensibilidad por el conocimiento de lo concreto para la fundamentación de la práctica revolucionaria, tan próxima a la de Labriola, ofrece una gran novedad científica que siempre podrá ser fecunda. Como lo sería hoy, por cierto, para fundamentar una crítica contra el economicismo dominante que no fuera meramente romántica o sabiduría de salmista burgués.
La desconfianza de Sacristán -y de Marx- en el valor de los conceptos universales y su convicción de que lo concreto y particular no es deducible ni resoluble, tienen un claro sabor epistemológico inglés (Locke, Hume), pero son tan antiguas como el pensar judeocristiano. Y cualquier asiduo lector de la tradición bíblica percibirá las huellas del conocimiento experiencial y del sentido de la alteridad de raíz hebrea en muchos textos de Sacristán. Pero donde el referente no son los escritos sapienciales sino los proféticos. ¿Por qué? En mi opinión ello se debe a la fuente de inspiración de donde brota esa fusión entre la teoría y la práctica, y que no es otra que la vulnerabilidad de Sacristán ante la concreta miseria humana. «La miseria absolutamente agobiante que no se puede legitimar, que ya no se puede edulcorar» (Marx), es el peso equilibrador que se opone a toda síntesis meramente especulativa y que da a Sacristán ese impulso objetivo no sólo para interpretar o construir el mundo, sino para transformarlo.
Este Sacristán dolorido que presento seguramente no se leerá en el s. XXI, pero con ello se perderá la oportunidad -nada sentimental, por cierto,- de hacer mejor ciencia. Pues su reflexión a partir de la miseria humana como centro hacia adelante (para su eliminación) y hacia atrás (a la búsqueda de las razones que la han originado) sería un buen correctivo para las reducciones del pensar único y sustantivo y de una ciencia pretendidamente neutral que se avecinan.
Una vez finalizó sus estudios universitarios, ¿siguió manteniendo relaciones con él? Creo que tuvieron una interesante relación epistolar. ¿Qué temas comentaban?
Cuando terminé Económicas empecé los estudios de filosofía y teología. Pero yo seguiría interesado por temas de lógica y de mecánica cuántica. De modo que continué comentando con Sacristán los trabajos de Gödel de los años treinta (Mosterín los acababa de traducir), el artículo sobre lógica difusa de L. Zadeh de 1965, y me hizo conocer los estudios de Suppes, Sneed, Stegmüller y Ulises Moulines sobre la estructura y la dinámica de las teorías científicas. Tengo la lamentable costumbre monástica de no guardar nada (correspondencia, fotos, etc.), pero recuerdo que le acribillé varias veces a preguntas sobre las «desigualdades» de Bell y me dio muchas referencias bibliográficas tanto de la escuela de Copenhage como de los últimos experimentos (principios de los ochenta) de mecánica cuántica de Aspect publicados en la Physical Rewiew.
Yo lo iba a ver a la Facultad para no hacerle perder tiempo extra. Me daba la impresión de verlo algo apurado si tenía demasiada gente alrededor suyo, de manera que algunas veces no llegué a entrar en su despacho y me volvía con mis pretenciosas preguntas para mejor ocasión. En la conversación con él salían siempre otros temas, claro. Por ejemplo, a partir de mi interés por la entropía, me hizo leer artículos del s. XIX sobre los clásicos de la termodinámica, así como la marginada obra maestra de Georgescu-Roegen sobre economía y ecología; y le recuerdo muchas sugerencias sobre sociobiología e ingeniería genética, que le preocupaban mucho aquellos años.
Usted es creyente y Sacristán, digámoslo así, no le seguía punto por punto en esta cuestión. ¿Conversaron sobre estos temas? ¿Cree que tienen algún interés las posiciones que él mantenía en este asunto y en temas afines?
Sí, en diversas ocasiones conversamos sobre el cristianismo, en particular sobre su capacidad práctica de otorgar libertad, sobre la vida de los primeros cristianos y sobre algunas cuestiones de historia de la teología. Tanto él como yo evitábamos centrar la conversación sobre la evidencia subjetiva de la fe y la revelación, o sobre nociones pseudo-teóricas abstractas como «cristianismo» y «marxismo». A los dos nos ponía un poco nerviosos la frivolidad de tanto comentario de salón durante aquellos años de pretendido «diálogo» en que todo parecía perder la poca identidad que le quedaba. Algunos han hablado de la agresividad intelectual de Sacristán contra el pensamiento religioso, y Raimon Galí ha recordado cómo en los años sesenta -para desesperación del mundo eclesiástico barcelonés-, Sacristán seducía sin oposición las cabezas de los mejores y más generosos estudiantes universitarios alejándolos de la fe. Pero yo creo que se alejaban solos, y que Sacristán se limitó a hacerles razonable el abandono de un barniz religioso ya de por sí muy superficial, ofreciéndoles en cambio una apuesta política y científica a la que entregarse. El Sacristán con el que yo me encontré a finales de los setenta sabía callar oportunamente con prudencia, tenía pánico a las modas y sospechaba de las descalificaciones generales y apresuradas. Quizás por eso, cuando en aquellos años todo el mundo parecía abandonar la nave cristiana, él contemplaba el naufragio religioso con más discreción y con menos entusiasmo que tanto liberado, más preocupado en cambio por las nuevas sendas por las que empezaba a discurrir el irracionalismo. Por otro lado, tengo la impresión de que Sacristán siempre agradeció que yo le tratara -con evidente simpatía, claro, pero- como un alter ego, sin santificarlo; y que se sintió cómodo conmigo al saber que yo vivía y trabajaba manualmente en el sudoeste del Besós.
Las opiniones de Sacristán sobre los temas que he citado al principio de esta cuestión no eran absolutamente originales, pero tenían la virtud de ser poco convencionales y, al menos conmigo, siempre respetuosas. Destacaría un par de ellas. La primera se refiere a su sensibilidad por la «práctica»: si algo le sorprendía del cristianismo, era su insobornable fecundidad para generar periódicamente insensatos que se entregaran de carne y espíritu a los pobres. Y todavía le veo sonreír cuando le cité La pesanteur et la grâce, de su Simone Weil: «Contempler le social est une voie aussi bonne que se retirer du monde. C’est pourquoi je n’ai pas eu tort de côtoyer si longtemps la politique» (Le gros animal). La segunda era su interés por una cuestión de historia de la teología que yo le había comentado unos días antes como de pasada. Yo estaba leyendo algunos artículos del P. Chenu sobre el origen de las órdenes mendicantes en el s. XIII, y le observé cómo las síntesis teológicas fransciscana (Buenaventura) y dominicana (Tomás de Aquino) sólo surgieron después de un largo período de ocultamiento, de intensa vida y de experimentar el fracaso y la imposibilidad humana de llevar a la plenitud una intuición desbordante. ¿No estaba la sabiduría de Buenaventura contenida en la experiencia del «simplex et idiota» Francisco y sus primeros fraticelli? ¿No late la serenidad y la adoración sosegada del sistema teológico del Aquinate en la intrepidez del castellano de Caleruega Domingo? Pasados unos días, Sacristán me comentó que nuestro tiempo indigente pedía gestos de vida que prepararan futuras síntesis -siempre provisionales- de las que ahora estábamos huérfanos, y que otras generaciones quizás podrían formular mejor.
Uno de los temas que se suelen citar como decisivos en la obra filosófica de Sacristán es su noción de dialéctica. ¿Cuáles cree que son los aspectos más interesantes de su aproximación a esta noción marxista?
Un poco más arriba ya he apuntado la concepción constitutivamente dinámica de la «dialéctica» marxista en Sacristán, siempre a la búsqueda del «análisis concreto de la situación concreta» (Lenin). Pienso que la fecundidad de la dialéctica en Sacristán no radica en el esquema metodológico como tal (como podría hacer creer una lectura apresurada de La tarea de Engels en el «Anti-Dühring»), sino en el poder de advertir la mutua interacción de realidades en apariencia opuestas. Lo interesante en su noción de dialéctica no es tanto su capacidad para analizar el poder de lo negativo y captar las contradicciones (que también), sino más bien su habilidad para transformar las contradicciones en positivos contrastes, sin por ello caer en la sistematicidad de corte hegeliano. Es probable que su formación germánica -tan sensible a las polaridades frente a las armonías latinas- tenga algo que ver en ello; aunque yo creo que ese rasgo le viene dado sobre todo por su continua confrontación con los datos analíticos de la ciencia en cada momento y con la realidad histórica.
A veces pienso que para percibir el sentido de algunas nociones que Sacristán usa en su introducción al Anti-Dühring de Engels, como «ser», «materia» o «despliegue», decisivas para entender su noción de «dialéctica», sería fecunda su confrontación con Zubiri (La estructura dinámica de la realidad), un autor de filosofía substantiva con el que Sacristán tiene más en común de lo que partidarios y adversarios esperarían. Y que Ignacio Ellacurría (Filosofía de la realidad histórica) podría hacer de amable intermediario.
Como sabe, Sacristán dedicó su tesis doctoral a las posiciones gnoseológicas de Heidegger. A pesar de las excelentes críticas vertidas por Lledó o Valverde, su trabajo pasó y ha pasado bastante desapercibido. ¿Cuáles cree usted que son las razones de este desconocimiento?
Sacristán debió intuir pronto que el filosofar que se le iba dibujando en el horizonte, entendido como una manera de vivir según la razón, debía medirse tarde o temprano con el pensar irracionalista de Heidegger. Pero su combate con el filósofo germánico ha llegado precisamente en un momento -la segunda mitad de los cincuenta- en que se ocultaba temporalmente la influencia de Heidegger, en coincidencia con los éxitos económicos occidentales de la sociedad opulenta de la postguerra y con el ascenso de amplios movimientos socioculturales de inspiración estructuralista y marxista clásica o neomarxista. Más tarde, a partir de los primeros setenta, en el contexto cultural neorromántico del renacer de las filosofías irracionalistas, la figura de Heidegger reaparece de nuevo con una fuerza que no ha dejado de crecer hasta hoy. Como dirá su admirado Pöggeler, somos todos heideggerianos de sensibilidad sin haberlo leído. Pero va a tratarse ya del último Heidegger y de su grandiosa teología negativa, ante la que la crítica gnoseológica de Sacristán aparecerá -a los ojos postmodernos de final de siglo- como impertinencia positivista del superficial e ingenuo pensamiento abstractivo, y puerta de entrada del demonio metafísico en la ciencia-técnica moderna.
La tesis doctoral de Sacristán es una carrera de fondo, poco angustiada por su éxito inmediato o por dar respuesta a urgencias del momento. Por eso sigue y seguirá siendo actual, tanto si la atmósfera dominante es ilustrada como esotérica. El que se casa con la moda enseguida se queda viudo. Y Sacristán prefirió permanecer en la soledad del corredor de fondo. Eso no le impidió recoger del mismo Heidegger algunas aportaciones importantes. Pues tengo para mí que Sacristán, siempre sensible a las contribuciones de los que estaban ideológicamente lejos de él, fue recibiendo de Heidegger no los argumentos ni la solución, pero sí la sospecha por los abusos y desviaciones de la funesta prisión cristiana y a la vez técnico-moderna del mundo actual. Lo cual no es óbice para que Sacristán se preocupara poco del «olvido del ser» como problema filosófico; pues lo real-olvidado se le había presentado en su forma elemental en la figura de la miseria humana. ¿Y no es esa precisamente la situación cristiana radical, y tras ella la situación radical israelita profético-veterotestamentaria, que el judío Marx, en sustitución de los cristianos, había redescubierto en el XIX y que forma el apriori teológico de todo su pensamiento?
Entre las corrientes epistemológicas de aquellos años, ¿qué autores tenían más interés para Sacristán, aparte de Popper? ¿Sabe su opinión sobre Kuhn y «La estructura de las revoluciones científicas»?
Dos nombres citó con frecuencia Sacristán en el seminario sobre Popper que nos dio en el curso 1979-80: Lakatos y Stegmüller. Sacristán valoraba extraordinariamente el célebre libro de Lakatos-Musgrave sobre La crítica y el desarrollo del conocimiento científico, y con frecuencia acudía a sus artículos para enriquecer el diálogo con la obra de Popper. A veces Sacristán daba la impresión de pensar que toda la controversia entre Popper-Kuhn-Lakatos estaba basada en un cúmulo de malentendidos. Con todo, yo creo que veía en Lakatos -más incluso que en Kuhn- la invitación a revisar la noción vigente de «racionalidad». Por supuesto que Sacristán estimaba la nueva sensibilidad que la obra de Kuhn había traído hacia la historia y la sociología de la ciencia. Pero las imprecisiones del concepto nebuloso de «paradigma», de moda en la izquierda de los sesenta, y las ambigüedades de su aplicación en el nuevo ambiente de «asalto a la razón» de principios de los setenta, estimulaban más bien la prudencia del lógico Sacristán, siempre prevenido con las ideas con las que se sentía a gusto.
En cambio, hacia Lakatos, un lógico con menos pretensiones que Kuhn y con evidentes limitaciones, Sacristán sentía menos prevenciones y percibía sus sugerencias con simpatía: lo que parecía irracional desde el ángulo de los análisis lógicos usuales, ¿no podía encontrar racionalidad en otro marco conceptual más apropiado? La elaboración de este marco era ya la meta de autores como Stegmüller, y Sacristán nos invitó a entrar en el campo de las «metateorías» por nuestra cuenta.
Es probable que el materialismo dialéctico -tan empobrecedor para muchos lógicos formales- le haya dado a Sacristán desde joven el discernimiento adecuado para prevenirse del empeño arrogante e infructuoso de construir una ciencia libre de influencias metacientíficas. Y en cambio le ha permitido madurar aquel otro más modesto y viable de someter a reflexión esas influencias tratando de racionalizarlas. A nosotros, estudiantes de economía, nos invitó a leer a Godelier y a R. Meek. Aunque yo creo que esa mirada tan temperada y abierta de Sacristán le venía de su admirado Heinrich Scholz.
Muchas personas han hecho referencia a la excelencia de las conferencias impartidas por Sacristán. ¿Es esa también su opinión? ¿Qué destacaría de ellas? ¿Tiene alguna de ellas en consideración especial?
Sacristán tenía un singular discurso oral, con una desacostumbrada corrección gramatical. Sus conferencias empezaban con una sugestiva captatio benevolentiae que atraía la atención del oyente desde el primer instante. Pero su originalidad estaba en que planteaba de entrada o bien una oposición en la que se apuntaba la dosis de verdad de lo contrario de lo que se iba a sostener después, o bien se mostraban las debilidades o limitaciones de la tesis que se defendería a continuación. En ambos casos, ese inicio conseguía provocar al oyente, desvelarle y hacerle consciente de algunos de sus prejuicios, y disponerle para un diálogo mucho más auténtico en el que se sintiera participante activo. El inicio de conferencias como El filosofar de Lenin, en la Universidad Autónoma de Barcelona (23/4/1970), con ese desparpajo -sorprendente para una época todavía de devotos leninistas- sobre la insuficiencia técnica o profesional de los escritos filosóficos de Lenin; o como la ya citada de El trabajo científico en Marx y su noción de ciencia, en la Fundación Miró (11/11/1978), cuando ya se empezaba a hablar del marxismo como de un pecado de juventud, son buenos ejemplos de cómo invitar al oyente a bajar las defensas irracionales de sus juicios preconcebidos y marchar de consuno.
El arte de Sacristán consistía en convertir esas contradicciones en contrastes a lo largo de las conferencias. Pero ese estilo del «claroscuro» también era muy exigente hacia el oyente, pues no sólo obligaba a éste a estar dispuesto a revisar críticamente cualquiera de sus presupuestos, sino que además le impedía acomodarse en ninguna de las fases de la argumentación. Por eso no es extraño que sus conferencias inquietaran y disgustaran profundamente a todo aquel que no estuviera dispuesto desde el principio a participar en ese itinerario intelectual.
Con todo, quisiera destacar otro aspecto de la singularidad de las conferencias de Sacristán: la «autoridad» con que eran impartidas. Sacristán hablaba «no como los escribas y fariseos, sino como quien tiene autoridad». En unos años intelectualmente tan relativistas, con tanto «yo diría», «puede», «quizás», «hasta cierto punto», «un poco», etc., el rigor y la claridad del discurso de Sacristán sobresalían por su fuerza de convicción. Sacristán creía en lo que decía, y este es un rasgo decisivo para una verdadera comunicación de todo mensaje. Sin duda producía recelo en asépticos y neutrales axiológicos, y dio a Sacristán esa fama de engreimiento y de orgullo intelectual entre sus abundantes detractores. Pero para quien jugara con transparencia y honestidad, era una estupenda lección de la no-separabilidad de la teoría y de la práctica y de apuesta por la verdad.
¿Qué relación observa entre ética y ciencia en la obra y en el hacer de Sacristán? Algunas veces se le acusó de chato positivismo. ¿Es esa su opinión?
La obra científica de Sacristán está impulsada (no meramente producida) por una permanente tensión ética en diálogo con ella. Y no sólo su obra científica. Yo creo que toda su vida fue un prolongado esfuerzo político y racional por derribar la dictadura franquista y combatir sus alienaciones irracionales a través de artículos, conferencias, traducciones, estudios, conversaciones y militancia. A Sacristán se le hacía insoportable el sufrimiento del inocente, y yo pienso que ahí está el centro inspirador de la compenetración recíproca en su obra entre la ética y la ciencia. ¿Sentimentalismo subjetivista incapaz de hacer ciencia positiva «normal»? No creo, pues tomar conciencia de las motivaciones metafísicas latentes en todo hacer científico es precisamente lo que permite afinar este último. ¿Puerta abierta a los demonios irracionales? No necesariamente, pues su «debilidad» ética es justamente la que le permite exorcizarlos a través del principio de la «práctica». Y buscar, eso sí, una noción de racionalidad más depurada aunque siempre provisional e insatisfactoria.
A primeros de los ochenta, ante la avalancha de tanto irracionalismo imperante, Sacristán hacía guasa diciendo que teníamos que redactar un manifiesto positivista. La guasa no debería hacer creer al lector cándido que nuestro Manolo sufría de chato positivismo. Por el contrario, nos debería permitir aproximarnos a su nostalgia de un reencuentro entre el pensamiento y la vida, una aspiración clásica llena de profundidad intelectual, pero que será contemplada siempre con desconfianza por los reyezuelos de cada uno de los ámbitos ético y científico. A veces pienso que si Sacristán hubiera alimentado esa unidad de saber y vida no sólo a través de la tradición griega y marxista, sino también a través de la patrística cristiana de los primeros siglos, se habría enfrentado a las tentaciones dualistas con menos crispación. Pero incluso a un observador tan ponderado como él, tenía que serle muy difícil sobrevolar en sus años de madurez la desconfianza generalizada y el menosprecio conmiserativo ambiental hacia todo lo que oliera a cristiano.
Ha pasado mucho tiempo desde su fallecimiento y, en parte, Sacristán es casi un desconocido. ¿Por qué cree que se ha producido este progresivo desconocimiento de sus trabajos?
La pregunta parece presuponer que los trabajos de Sacristán fueron básicamente conocidos y valorados durante su vida, pero yo no tengo esta impresión tan optimista. El filosofar de Sacristán es un filosofar incómodo, trasgresor, inquietante. Pues no sólo nace de una alta tensión entre el pensar y el vivir, sino que a la vez comunica y exige al que se le aproxima participar de la misma tensión si quiere que se le haga comprensible algo de su secreto. De manera que aquel que perciba la unidad de ese filosofar pero no esté dispuesto a sumergirse vitalmente en él, manteniéndose a la orilla en un filosofar intelectualista y «sentado», se verá abocado a deshacerse de él si no quiere quedar permanentemente insatisfecho y fastidiado. La crítica velada de «ingenuidad» que se le ha hecho en ocasiones a Sacristán por esas -se dice- puristas aspiraciones, es un testimonio de que quizás se le conoce más de lo que parece: pues es verdad que es un autor peligroso (no sólo políticamente, sino también en el ámbito científico), que pone difícil al lector instalarse en alguna suite mental demasiado confortable.
Por otro lado, el filosofar de Sacristán, muy motivado por cuestiones actuales y sensibles, es en cambio un filosofar intemporal, que va a los fundamentos. De ahí su densidad y dificultad, de pocas concesiones, aunque en muchas ocasiones consiga la brillantez. No es un filosofar complejo, pero sí arduo. Bonum est arduum. Pues Sacristán es sencillo por profundo. Demasiado claro y distinto para los enmascaramientos no sólo postmodernos sino de todas las épocas. Por eso, yo creo que si alguna temporada la Academia tiene la tentación de exhumarlo, Sacristán no dejará de sospechar.
Como bien sabe, Sacristán fue miembro destacado de Laye. Entre otros muchos trabajos, escribió un buen número de críticas teatrales. ¿Cree que conservan algún valor?
De su época en Laye, Sacristán nos ha dejado varias críticas teatrales. Están escritas en su juventud y, como es lógico, son desiguales en calidad y estilo. Pero yo creo que algunas de ellas sí conservan un respetable valor. No sólo de carácter histórico o sentimental, sino también un valor crítico literario consistente. Por ejemplo, me gustaría llamar la atención sobre la crónica que Sacristán escribió para «Laye» a finales de 1952 del drama El deseo bajo los olmos, de Eugene O’Neill. La crónica contiene ya algunos de los temas que preocuparán siempre a Sacristán: la unidad y compenetración recíproca entre el «fondo» y la «forma» en la obra dramática y en la vida personal, una cuestión clave de la mejor estética (no del esteticismo); la progresión dialéctica en el comentario de la obra, que responde al rico juego dialéctico de la misma realidad de los personajes, en una atmósfera de acordes, disonancias, contrapuntos y síntesis parciales nunca plenamente acabadas, pero cada vez más intensas y ricas por la progresiva profundización del mismo tema sinfónico; o la alienación burguesa del afán de «posesión» y la acumulación, pero donde la burguesía, como diría Pasolini, no viene a ser tanto una clase social como una enfermedad contagiosa.
Aquí sólo quisiera subrayar un aspecto singular del comentario de Sacristán: su sensibilidad para captar la dimensión teológica de la obra de O’Neill. Sacristán ha percibido bien que el «deseo» (eros) de posesión que atraviesa a los personajes reposa en un trasfondo teológico calvinista y puritano progresivamente secularizado. Siguiendo a la escuela historicosociológica alemana (Sombart, Max y Alfred Weber, Troeltsch), Sacristán ha puesto de manifiesto que la consecuencia social más visible del calvinismo y de las sectas reformistas no puramente luteranas ha sido fundamentar teológicamente y dignificar por vía religiosa el trabajo y la riqueza. El Dios de O’Neill no es un Dios neotestamentario misericordioso ni compasivo, sino un Dios todopoderoso, duro y solitario, de atmósfera veterotestamentaria, que impone a los hombres trabajos y penalidades. La crítica de Sacristán ha captado la lógica teológica que va de la invocación de Dios como Omnipotencia al sentimiento exacerbado de la posesión; y de paso ha mostrado la paradoja de que O’Neill, formado en el catolicismo (al que abandonó), no haya intentado ni conseguido nunca crear un clima religioso católico en sus obras.
En 1952, Sacristán ya no combate contra los dioses, sino, como el mejor ateísmo de Marx, contra los ídolos. Y es mérito suyo haber mostrado la fecundidad de transitar en una dirección poco conocida por los gurús oficiales de nuestra moderna crítica literaria. Pues no sólo ha sabido mostrar en numerosas ocasiones las pasiones humanas ocultas detrás de la apariencia religiosa de la vida cristiana concebida como alienante (una vía de mucho tráfico); sino que también ha intentado desenmascarar el real trasfondo religioso oculto a veces en las manifestaciones más profanas de la pretendidamente liberada literatura occidental, tan de vuelta de no haber estado en ninguna parte. Lo cual, dicho sea de paso, no prejuzga nada sobre el origen de esas correlaciones entre lo sagrado y lo profano. Pues, como ha demostrado adecuadamente la mecánica cuántica y estadística, correlación no es causalidad.
Y de sus trabajos de crítica literaria, sobre Goethe o Heine, por ejemplo, ¿qué destacaría con más énfasis?
En «La veracidad de Goethe» no sólo hay crítica literaria. ¿Cómo iba a poder ser así, cuando Goethe es contemplado por Sacristán en la integridad armoniosa de su persona, es decir, no sólo como literato («En el principio existía la palabra») sino como ser-un-hombre («En el principio existía la acción»)? La virtud de Sacristán en esta introducción a las obras de Goethe (traducción de J.Mª. Valverde), de 1963, está en que no se ha limitado a leer o a escribir un estudio histórico-crítico sobre el Fausto, sino en que ha sabido entrar en el ámbito de irradiación de la figura de Goethe y ha sentido su hechizo. Lo cual no le impide, antes al contrario, le facilita el poner de manifiesto las contradicciones y el fracaso -pero también su grandeza- de este «cínico veraz» que es Goethe. ¿Cómo? Sin duda dialécticamente. Y yo destacaría dos aspectos de la aportación de Sacristán. Por un lado, Sacristán ha visto bien que los escritos que constituyen la autobiografía (es decir, Poesía y verdad y Viaje a Italia) son la verdadera clave para entender toda la obra de Goethe. ¡Qué nostalgia de una armonía ya imposible entre naturaleza y arte, entre ciencia y poesía, entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, en el individuo irremediablemente escindido e incompleto de la cultura burguesa! Por otro lado, Sacristán ha sabido insinuar a lo largo del texto la situación paradójica de este «hijo del mundo», Goethe, que no reza, pero que vive con mucha más fuerza la analogia entis que Hölderlin, que sí reza desde su identidad mística (aunque eso último ya no es de Sacristán). La experiencia cósmica circular de Goethe ha surgido gracias a un doble adiós, a un débil protestantismo pietista y al materialismo banal de los franceses y de la ilustración europea: «¡Qué vacío y vaciedad para nosotros en esta medianoche triste del ateísmo!» (Poesía y verdad 3, 11). Yo creo que Sacristán ha acertado en dibujar un Goethe que sabe a ciencia cierta, aunque a veces se muestre vacilante, que es el muro de contención de una corriente contraria y arrolladora.
¿Y en cuanto a «La consciencia vencida» de Heine?
De la larga introducción de Sacristán a las obras de Heine (Vergara, 1964), no es escaso el mérito de haber destacado que la clave interpretativa de la «consciencia vencida» de Heine no es filosófica ni religiosa. Con unas raíces sensibles, pero frágiles, Heine va pasando sucesivamente por el romanticismo, el hegelianismo esotérico, y el saint-simonismo inconsistente y decadente del socialismo utópico. Sale de ellos con un plus de tristeza y, gravemente enfermo, se deja ir por la pendiente de una «conversión» al cristianismo protestante que tampoco le dará la paz. En la agonía de sus últimos años, Heine seguirá siendo lo que siempre había sido, ni cristiano ni ateo, ni creyente ni incrédulo, un hombre trágico entre dos polos, Dios Padre y la Necesidad. Sacristán ha mostrado que la clave de la vida y la obra de Heine se manifiesta en el saberse él mismo y su poesía un síntoma del radical hundimiento del arte burgués; pues el poeta alemán, verdugo y víctima a la vez, ha percibido que sus mismos dardos van directamente a destruir aquello que queda de su corazón escindido. Pero la ruina de su poesía es un reflejo de la ruina de su pensamiento ante las contradicciones de tanto dolor y miseria en el mundo y en él mismo. Dolor al que, según Heine, ha contribuido la misma religión con su mezquino rebajamiento del hombre. Sacristán, con su escaso entusiasmo religioso, ha abandonado pronto esa senda interpretativa por idealista; por ello no ha penetrado en la incapacidad de Heine por percibir ya la omnipotencia divina «en» la impotencia del crucificado. ¿Ni tampoco esa nostalgia infinita que mina a Heine de que algún día el inocente no sea vencido y muerto por el injusto (cfr. el poema A Lázaro)? En cambio, Sacristán sí ha dibujado con buena dialéctica cómo Heine ha intuido la verdad de su tiempo, contra la cual naufragaba la justificación tradicional del arte, de un mundo dolorido con tantas masas empobrecidas y alienadas por el capitalismo industrialista, que imposibilitaba el lirismo «puro» sin quedar atrapado por la mentira. Con todo, el hundimiento en carne y espíritu de Heine, ¿no es también, como el príncipe Mischkin al final de El idiota, de Dostoyevsky, un testimonio de la cruz del nazareno?
¿Observa puntos de ruptura o inflexiones en la evolución intelectual de Sacristán? ¿Puede dar cuenta de ellos?
Un pensamiento dinámico y crítico como el de Sacristán es incómodo de apresar. Los diccionarios y los manuales de historia de la filosofía acostumbran a destacar en él, después de los escarceos juveniles, su inicial debate con Heidegger, su encuentro con Scholz y la moderna lógica formal a partir de su estancia en Münster, y, finalmente, como si fuera un tercer Sacristán pero ocultando que se da en los mismos años alemanes, la recepción del marxismo crítico, en diálogo al final de su vida con las corrientes pacifistas y ecologistas. Pero, ¿se trata de auténticos virajes, inflexiones, acentos o puntos de ruptura en su evolución intelectual? Quizás algún comtiano dirá malévolamente de Sacristán aquello que este último decía con agudeza de Heidegger, que su filosofar tiene continuidad aunque no tiene coherencia lógica. Pero yo tiendo a contemplar el itinerario de Sacristán más bien al revés, como una marcha discontinua pero con más coherencia lógica de la que estaríamos dispuestos a aceptar inicialmente. Eso sí, con una lógica que ya conoce positivamente el teorema de Gödel, es decir, que no sólo es cada vez más consciente de sus limitaciones, sino que gracias a ellas perfila mejor sus objetivos.
Yo creo que las inflexiones del pensar de Sacristán que se describen se dan en la superficie del río, pero no en el fondo del cauce. En sus aguas profundas yo veo la simultaneidad, nunca del todo armonizada, de combate y saber. Sacristán ha podido intuir el encuentro dramático de estos dos ámbitos en algunas de las grandes concepciones del mundo que él ha conocido bien: el Bhagavadgita, con su intento de unir el rugiente drama del mundo con la calma divina; Heráclito, para quien la guerra es padre de todas las cosas y el mundo un montón de basura desparramado, aunque entre las contradicciones vibra el ritmo del logos eterno; pasando por el estoicismo, que enseña a los sabios la apatía en medio de la tormenta de las pasiones, y por Dante y Milton, hasta el prólogo del Fausto goethiano en el cielo; y hasta la Fenomenología del Espíritu, de Hegel, cuya agitada dramática debe coincidir con la madura calma de la Ciencia de la Lógica. Pero Sacristán también ha podido percibir cómo el Bhagavadgita permanece preso en contradicciones; que en Heráclito una orgullosa resignación prepara ya la huida de los estoicos fuera del drama; que en el Fausto (como ya antes en la Divina comedia) la contradicción dramática está atravesada por el hilo conductor de una nostalgia absoluta que se va purificando o del eros que se depura al ir ascendiendo; y que en Hegel perdura un último dualismo abierto entre la existencia en lucha y un saber universal. La grandeza del pensar de Sacristán está para mí en que se ha resistido siempre a abdicar de la dramaticidad entre el combate y el saber, entre la revolución y la razón; al precio de una tensión difícil de soportar, se ha resistido a la tentación de la síntesis o identidad entre ambos campos, sin dejarse fascinar por el nuevo gnosticismo de nuestra época científico-técnica.
Ni el lógico ni el marxista autónomos por cuenta propia entenderán nada y creerán que el camino de Sacristán está abocado al fracaso o no tiene salida. Al no integrar su drama ni dejarlo absorber del todo por ninguna epopeya del espíritu o de la humanidad, Sacristán aparecerá a los ojos del respetable como amoral y merecedor de aniquilación. Quizás la mejor introducción a él sea La medida, de Brecht (pero que sea la lª redacción). O el Apocalipsis, de San Juan, con su simultaneidad de liturgia adorante y combate.
Nota: Una versión de esta entrevista fue publicada en Papeles de la FIM nº 19, 2002 (2ª época), páginas 79-97.