Traducido del italiano por Antonia Cilla
La política de la sustracción interviene allí donde se ha agotado la fuerza de empuje del pensamiento crítico que durante todo el siglo XX ha considerado que sólo la destrucción del orden existente podía crear las condiciones para la formación del nuevo hombre.
El vínculo entre filosofía y política no es precisamente un elemento nuevo en la historia del pensamiento occidental. Desde Platón, los filósofos han buscado constantemente un dialogo y un compromiso crítico en el presente. Un compromiso que aparece con claridad en el ciclo de conferencias que el filósofo francés Alain Badiou está impartiendo en Los Ángeles y que se desarrollarán durante varias semanas. Estudiantes, artistas, escritores y militantes se agolpan en los encuentros, respondiendo con vivacidad a las cuestiones planteadas por un filósofo que se declara un «comunista en sentido genérico».
Profesor Badiou ¿de qué forma, usando sus palabras, el comunismo puede todavía ser el «nombre común» que abre el futuro?
No tengo una afición especial por la palabra «comunismo» pero es un concepto que todavía me gusta. Me gusta porque indica la idea general de un mundo en el que la sociedad no está organizada sobre relaciones clásicas de riqueza y de opresión estatal o sexual. Este es el motivo de porqué comunista «en sentido genérico». Es decir, en el sentido de una igualdad universal, de la multiplicidad de funciones. Estoy muy convencido, por ejemplo, de la crítica radical hacia la división del trabajo. Me parece absurda la existencia por un lado de los trabajadores manuales, frecuentemente oprimidos y mal pagados, y por otro los trabajadores intelectuales, en sus bibliotecas, bien pagados y respetados. Llamo comunismo al fin de este absurdo. Una sociedad que encuentre dentro de sí un principio diferente de organización de las actividades humanas, «sustraído» a la pesadez oprimente de esas relaciones sociales.
¿Cómo se asocia este comunismo a la necesidad, sobre la que usted llama la atención, de una «política sin partido» que sea al mismo tiempo un nuevo modelo de organización?
La organización es una cuestión que tiene una importancia fundamental, que caracteriza a la política como «acción colectiva». El modelo, dominante durante tanto tiempo, del partido leninista, como vanguardia de la política, ha agotado completamente su fuerza de empuje. El balance que hago de esta experiencia es positivo en cuanto ha hecho posible la insurrección – la de 1917 – que considero victoriosa. Lenín estaba obsesionado por los sangrientos fracasos de las revoluciones obreras del siglo XIX. Por consiguiente, propuso la centralización máxima de la fuerza obrera en un partido que poseía la capacidad de dirección y organización de la clase. Y demostró, respecto a la cuestión de la insurrección, que era una buena idea. Hoy el problema de una política de emancipación es el de inventar un modelo de disciplina «no militar». Frecuentemente digo que «quien no tiene nada, sólo tiene la propia disciplina». Los pobres, los desheredados, sólo pueden actuar juntos y la disciplina es su forma de organización. Cómo encontrar y ejercer – este es el problema actual – un modelo de disciplina no militar. Esto permite, además, volver a formular, en términos de «distancia» el problema de la relación entre política y Estado. Distancia significa que la práctica política no se debe seguir orientando o dictándose desde los plazos fijados por el Estado. Por ejemplo, cuando convoca elecciones, cuando interviene en los conflictos, cuando declara una guerra o cuando anuncia medidas dictadas por la crisis económica. Me parece carente de cualquier interés, por ejemplo, la participación en los plazos electorales, cuyo efecto es sólo el de mortificar a la política. Ninguna de las cuestiones fundamentales será modificada en este cuadro. Distancia significa que las decisiones se deben tomar con plena autonomía respecto a lo que los gobiernos, los medios de comunicación, la economía – por lo tanto, el Estado en un sentido muy amplio – consideran importante y que deciden imponer en la agenda política.
¿En qué modo esto se asocia a una política que usted llama de la «sustracción», y de la que reivindica su necesidad, en oposición a la política violenta y nihilista de la «destrucción»?
Se trata, al mismo tiempo, de una cuestión filosófica y política. Desde un punto de vista filosófico, y durante un largo periodo, el símbolo de todo esto ha sido la relación entre Marx y Hegel. La concepción dialéctica de la negación definía la relación entre filosofía y política o, como se decía entonces, el problema del materialismo dialéctico. Así como pienso respecto al partido -forma victoriosa de la insurrección, pero hoy agotada- del mismo modo pienso que la forma dialéctica de la negación ya no es la adecuada para fundamentar y mantener vivo el vínculo entre filosofía y política.
Para aclarar la situación política es necesario buscar nuevas formas de crítica y de negación. Por eso introduzco la idea, sobre todo en la acción política, de la necesidad de superar el bloqueo al que conduce la mera destrucción, el aspecto «propiamente negativo» de la negación. Más allá del horizonte hegeliano -según el cual la negación de la negación produce la nueva afirmación- hoy es necesario pensar que la negatividad destruye lo viejo pero no genera en absoluto una nueva realidad.
¿Sin embargo, cuál es la traducción política de este concepto de «sustracción»?
Del lado de la política, cada intento revolucionario o de emancipación se encontrará no sólo con la parte propiamente negativa, sino con la parte de la negación que propongo llamarla «sustracción». Es decir, una sustracción de las leyes dominantes de la realidad política y la creación de un punto de autonomía. Durante todo el siglo XX, en el movimiento marxista y leninista, ha prevalecido la idea de que la destrucción fuera capaz de generar una nueva historia, un nuevo hombre. Sin embargo, hoy necesitamos una «sustracción original» que cree un espacio de independencia y autonomía. Pienso que es posible observar algunos síntomas importantes de esta crisis de la negación, entendida en sentido tradicional.
La «apología de la negación débil», por ejemplo, es una sustracción desvinculada por completo de la actividad destructiva y que se debilita hasta confundirse con la aprobación o el consenso, por usar las categorías de Habermas. O, por otro lado, el intento desesperado de mantener la destrucción como figura pura de la creación, de carácter religioso y nihilista. El síntoma principal de esta crisis de la negación y de esta dicotomía es la guerra contra el terrorismo, por un lado, y contra los infieles y occidente por otro,
¿Fuera de este horizonte «anfibio» de la guerra, síntoma de una crisis, cuál es el espacio reservado a la violencia?
Es el espacio, de nuevo, de un vínculo potente entre filosofía y política. Considero aceptable la idea de la creación de espacios independientes, respecto a los cuales la cuestión de la violencia asume una función defensiva. En este sentido, son interesantes todas las posibles formas y todas las experiencias que tenemos ante los ojos. La fase final del movimiento zapatista es un ejemplo concreto. Pero hay muchos otros. La primera figura de este tipo, tal vez, se encuentra en el movimiento antisoviético de principios de los 80, en Polonia. Movimiento en absoluto no violento, que usaba el arma de la huelga como instrumento de presión para negociar con el gobierno, en una situación en la que los obreros tenían un control completo de las fábricas. Durante un breve periodo se ha usado una dialéctica nueva entre los medios de acción clásicos como la huelga, las manifestaciones etc. y algo como la creación de un espacio de autonomía en las fábricas. A partir de aquí, el objetivo no era tomar el poder sino imponer al poder una relación diferente. En este sentido es imposible excluir, en principio, cualquier forma de violencia. Un ejemplo actual es el fenómeno Hezbollah. Sin querer una guerra frontal, Hezbollah ha ejercido una violencia defensiva eficaz que ha causado el fracaso de la injustificada agresión israelí. Es la creación de un espacio colectivo y de unidad «popular» de nuevo tipo, incluso a través del ejercicio de una violencia defensiva. Lo que sin embargo me llama la atención de este movimiento, retomando el tema de la organización, es la dificultad respecto a la relación con el Estado. Es decir, el hecho de que Hezbollah compita por el poder estatal, no obstante no reproduzca un modelo militar o de insurrección clásica y se mantenga en un estado de disidencia parcial, de alianza conflictiva.
¿Cuál es, entonces, el carácter de mistificación y «fascista» de la conspiración islamista, del que usted habla en Logiques des Mondes?
Lo que llamo «terrorismo islamista» y «grupos fascistas de carácter religioso» no son en absoluto las grandes organizaciones de masas como Hezbollah o Hamas. Al contrario, pienso, como figura pura y separada de destrucción, en un tipo de terrorismo «no ubicado» o «de difícil ubicación» en el que es absolutamente imposible distinguir alguna figura constructiva. El 11 de septiembre, por ejemplo, no estuvo acompañado por un discurso político, una declaración de guerra, sin los cuales no se hace una verdadera y auténtica política. Se trata de un concepto huidizo de pura desestabilización. Esto no tiene nada que ver con el carácter religioso de las organizaciones de masas. En esos casos, la religión -otra vez, un síntoma de la crisis de la negación- se presenta como el sucedáneo de algo que todavía no se ha encontrado, mucho más universal y que sobrepasa la particularidad de los límites religiosos. En esto, me parece que Marx sigue siendo actual, por eso el comunismo estaba naturalmente encaminado hacia el internacionalismo. En el dogmatismo religioso, por ejemplo el chiíta, hay algo potente pero extremadamente limitado. Pienso que es un paso que da testimonio indirectamente de los límites de nuestro pensamiento sobre el problema de lo negativo y de la organización política. Un paso que es necesario asumir, saludándolo, por un lado con vivacidad (por lo que me alegra que la fuerza organizativa y popular de Hezbollah contenga con éxito la agresión israelí) pero poniendo en evidencia, por otro lado, los límites respecto a la universalización y la creación de un horizonte lo más amplio posible, difícil pero necesario.
Hace poco más de un año, usted fue uno de los pocos intelectuales que se manifestó sobre las barriadas de París en llamas, escribiendo en Le Monde que «tenemos las revueltas que nos merecemos». ¿Qué problemas indica ese tipo de conflicto?
El problema que, en la tradición leninista, podríamos llamar de las masas: en qué modo la política puede organizar las grandes masas del planeta, privadas de todo, oprimidas, con frecuencia sometidas a organizaciones criminales, mediatizadas por mesianismos religiosos o presas de violencias incontroladas. Este es el destino y el deber de toda política emancipadora en la época presente porque estamos hablando de miles de millones de personas: o resolvemos este problema o nuestro horizonte se quedará trágicamente demasiado limitado. En el siglo XIX, el problema fue el ingreso de las nuevas masas proletarias urbanas en la escena política y, en el XX, ha sido la emancipación política de los pueblos colonizados. El primer horizonte dio el movimiento obrero, la Comuna de París y, por último, la revolución del 17, mientras que el segundo ha dado las guerras de liberación nacional, Argelia, Vietnam y la guerra popular china.
Hoy no podemos hablar ni de masas obreras, forjadas en la disciplina de la fábrica, ni de masas de campesinos, localizadas y organizadas sobre relaciones agrarias. Hablamos, en cambio, de masas profundamente «atomizadas» por el capitalismo, a menudo precipitadas en el caos y en la precariedad de las condiciones de vida. Son una figura colectiva que no tiene nombre y que, por el momento, están simplemente abandonadas a la acción del capitalismo.
Ahora, el vínculo con las barriadas francesas se hace evidente porque la distinción entre el tercer mundo y los países desarrollados cada vez es menos significativa. Aquí tenemos nuestro tercer mundo. Por eso el asunto de la inmigración es fundamental para todos los estados occidentales. Un fenómeno de gran interés porque muestra que estas masas desestructuradas, pobres y privadas de todo, que configuran una población urbana no obrera, constituyen inevitablemente uno de los horizontes principales de la política por llegar. Son además un factor potente de unificación del mundo. La globalización hoy es la organización, a escala mundial si es posible, de estas masas que tienen un estatuto completamente parecido. Porque quien vive en las barriadas de Bamako o de Sanghai no es esencialmente diferente del que habita en las de Chicago o París. Es más pobre y está en peores condiciones, pero no es «esencialmente» diferente.
¿Qué caminos son practicables?
Sobre esto tengo ideas fragmentarias, pero estoy convencido de que es el problema fundamental. Ha habido experiencias políticas significativas, por ejemplo con los sin papeles en Francia. Pero sólo es una parte de un problema más vasto e inevitable. Como lo demuestra, entre otras cosas, la absoluta falta de vínculos políticos con los jóvenes que se han rebelado en las barriadas. Se trata de nuevo de un aspecto de la crisis de la negación, respecto a la cual debemos pensar en una forma de «sustracción», aunque sea mínima, para este tipo de población. Los sin papeles reclaman, de algún modo, una composición obrera mínima porque trabajan en la restauración, la construcción, etc. Este ha sido el motivo por el que ha sido posible hacer algunos progresos en las luchas y en su organización. Pero más allá de algunas experiencias y éxitos, el problema está todavía abierto.
Dos barriadas particulares, por motivos diferentes y con características diversas, hoy están en llamas. En el Beirut de los Hezbollah y en la Bagdad de las milicias de Moqtada al Sadr. Migración interna de enormes masas de la población chiíta y resistencia violenta ¿Podemos incluir estos dos casos particulares en el cuadro general?
Sin duda. Pero hay que matizar que los jóvenes de Beirut y Bagdad, que consiguen proponer soluciones colectivas, no están en absoluto abandonados a sí mismos. Están organizados alrededor de los líderes y de las autoridades reconocidas. Digamos que han encontrado una forma posible para solucionar los problemas de las poblaciones pobres y marginadas. Pero han aceptado la interlocución política con las estructuras, con los dirigentes que a su vez poseen una enorme capacidad política y gozan de una indiscutible autoridad religiosa. Y es justo esta particularidad la que caracteriza y limita ese tipo de experiencias.
La ambivalencia impone, por un lado, afrontar el problema de estas masas a escala global y por otro, observar con mucha atención las experiencias localizadas y, por llamarlas de algún modo, particulares, como Hezbollah o al-Sadr.
Antonia Cilla pertenece a los colectivos de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a los autores, la traductora y la fuente.