A Albert Speer, arquitecto de Adolf Hitler, le preocupaba el aspecto que podían llegar a tener con el paso de los siglos los edificios que diseñaba. Así, temeroso de los haces de hierros oxidados comunes en las ruinas de hormigón armado, convenció al Führer de la conveniencia de utilizar piedra natural, siempre que fuera posible, […]
A Albert Speer, arquitecto de Adolf Hitler, le preocupaba el aspecto que podían llegar a tener con el paso de los siglos los edificios que diseñaba. Así, temeroso de los haces de hierros oxidados comunes en las ruinas de hormigón armado, convenció al Führer de la conveniencia de utilizar piedra natural, siempre que fuera posible, en las grandes construcciones del Reich.
Hay que señalar sin embargo que de aquellos orgullosos edificios de la época nazi apenas quedaba en pie nada quince años después de su construcción. Hoy día en Berlín la situación de la cancillería del Reich y los otros edificios de Speer debe adivinarse en el paisaje de una ciudad que en esas zonas ha cambiado completamente.
Condenado en Nuremberg a veinte años de reclusión y liberado en 1966, Speer publicó en 1969 unas memorias de las que existe versión castellana (El Acantilado, 2002). Esta obra ofrece una lectura realmente interesante, en primer lugar porque contiene una versión de primera mano sobre todos los aspectos de la vida en el entorno más próximo a Hitler, y también porque con esta crónica construye una metáfora poderosa y extrema sobre el influjo y la fascinación del poder en nuestras vidas.
Natural de Mannheim e hijo de un afamado arquitecto, Speer, educado en un ambiente conservador, fue seducido muy joven por aquel hombre que prometía la recuperación económica de Alemania, y no dudó en afiliarse al partido nazi. Después de recibir algunos pequeños encargos de éste, en 1933 y con motivo de la celebración de su primer congreso tras la toma del poder, fue llamado a Nuremberg y encargado de diseñar las instalaciones que quedarían inmortalizadas en la película El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl. En ese momento, Hitler, un artista frustrado y gran amante de la arquitectura, buscaba como le comentó años más tarde a Speer, «un arquitecto al que algún día pudiera confiar mis planes constructivos. Tenía que ser joven, pues, como usted sabe, son planes a muy largo plazo. Necesitaba a un hombre que incluso después de mi muerte pudiera seguir trabajando con la autoridad que yo le hubiera otorgado.» Albert Speer se convirtió en ese hombre y anota en su diario: «Tras años de esfuerzos baldíos, me sentía lleno de ganas de trabajar; sólo tenía veintiocho años. Como Fausto, habría vendido mi alma por hacer un gran edificio. Ahora había encontrado a mi Mefistófeles. No me pareció menos absorbente que el de Goethe.»
De esta forma, Speer se integra en el círculo de los más allegados a Hitler. Tras sus agotadoras jornadas de trabajo, el mayor placer de éste es reunirse con su arquitecto para repasar las maquetas de los nuevos edificios, estudiar juntos detalles, planear futuras construcciones. Con el comienzo de la guerra, las dotes de organizador de Speer son ampliamente utilizadas y escala posiciones entre los jerarcas del régimen. Él es el tecnócrata capaz de dirigir eficazmente los más complejos asuntos de la producción industrial, y así logra éxitos extraordinarios como ministro de Armamentos. Respecto a su implicación en los campos de exterminio, en su diario comenta que en el verano de 1944 le llegaron rumores de lo que estaba ocurriendo allí. A este propósito dice: » por miedo a descubrir algo que me hubiera obligado a ser consecuente, cerré los ojos. (…) Porque en aquella ocasión fallé, aún me sigo sintiendo personalmente responsable de Auschwitz.»
Leyendo las memorias de Albert Speer, llegamos a entender mejor cómo funcionaba aquella máquina enloquecida que fue el nazismo, y tal vez la lección más extraordinaria es que no hallamos en ella nada distinto de lo que muestran otras épocas y otros imperios, o de lo que vemos hoy día, tiempo también de invasiones y guerras, de desinformación y mentira que nos envuelven como una atmósfera fétida. Todo se resuelve siempre en la misma ambición, el mismo desprecio por los otros, la misma cobardía plegada ante lo que parece inevitable, los mismos burócratas que ejecutan y hacen real el desastre… La diferencia es sólo que los seis millones de muertos en los campos de concentración nazis parecen contar más que los ocho millones de muertos en la colonización belga del Congo, por poner un ejemplo. Una de las tragedias es «el holocausto», de la otra nadie se acuerda.
Y en el fondo de todo está siempre esa incapacidad humana para ver y para razonar, la sumisión al poder que lo organiza todo para nosotros, el espíritu de rebaño. Sólo a la sombra del poder conseguimos existir en esa lucha sorda que es la vida. La realidad del crimen y el atroz saqueo no importan nada al lado de la identidad que el poder nos regala. Vivimos extasiados con ese fantasma.
Por eso el caso de Albert Speer resulta realmente aleccionador. La quimera se desbarata en su caso en un parpadeo, y muestra su entraña vacía con una claridad diáfana. En un mundo en el que el poder parece lo más sólido, esto se revela sólo excepcionalmente. Ante el paisaje urbano de Berlín, los edificios fantasma de Albert Speer son una lección de la que deberíamos sacar provecho.