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El último imperio

Fuentes: Sin Permiso

«Considerando no estar en condiciones de oponerse a los americanos, hay quien prefiere unirse a ellos. Otros, a pesar de aborrecer la ideología que está detrás del Pentágono prefieren apoyar el proyecto americano convencidos de que una vez puesto en marcha logrará eliminar la injusticia local y regional». A la luz de este diagnóstico, substancialmente […]

«Considerando no estar en condiciones de oponerse a los americanos, hay quien prefiere unirse a ellos. Otros, a pesar de aborrecer la ideología que está detrás del Pentágono prefieren apoyar el proyecto americano convencidos de que una vez puesto en marcha logrará eliminar la injusticia local y regional». A la luz de este diagnóstico, substancialmente exacto, Eric Hobsbawm, en su reciente Imperialismo (Rizzoli, pp. 80, 9) compuesto de tres ensayos muy coherentes entre sí, formula una eficaz y quizás inédita definición del fenómeno más importante de nuestro tiempo: «Imperialismo de los derechos humanos». Y habla incluso de «coalición en el poder», reducida ahora a dos únicos sujetos: los Estados Unidos y la ex gran potencia británica. Pero una asunción tal de «responsabilidad mundial», de la que se ha «desmarcado» el ex fidelísimo satélite turco, no puede durar mucho tiempo, sostiene Hobsbawn. Por otra parte, a los ciudadanos de los Estados Unidos cada vez les gusta menos que su propio gobierno eche a perder la economía con tal de mantener el rol de gendarme planetario. Y sin embargo, señala Hobsbawn – y esto le parece el argumento principal – «la única cosa absolutamente cierta» es que incluso el imperio americano «será transitorio como todos los demás imperios». Para apoyar esta profecía el historiador inglés aduce el argumento ya utilizado por Juan Pablo II el mismo día en que empezaba el ataque a Irak (abril 2003), pero que fue censurado por toda la prensa y por todos los noticieros de mayor audiencia en Italia y en el extranjero, el argumento de que «todos los imperios han caído». La censura infligida a un pontífice por un tiempo predilecto de Occidente y según el libro de Carl Bernstein (Su Santidad, Rizzoli) interlocutor directo de la CIA en tiempos de Solidarnosc, merece ser recordada. El ataque a Irak se desencadenó durante el período de Pascua. En ocasión de la procesión (que se celebra el viernes) durante la cual el Papa, durante un trecho, transporta la cruz sobre sus propios hombros, al llegar al Coliseo – símbolo homicida del imperialismo de la antigua Roma – Juan Pablo II se paró y habló con su habitual vigor profético acentuado por su exótico italiano y dijo señalando el horrible edificio: «Incluso el imperio romano acabó por caer». Hacía pocas horas que las bombas «inteligentes» de Bush habían empezado a devastar Bagdad. La alusión era inequívoca. El embarazo fue tal que solamente un noticiario radiofónico un tanto desapercibido dio cuenta de aquellas palabras, mientras que los periódicos – grandes y no tan grandes – borraron la frase. Una evaluación de este tipo puede pronunciarse en vivo, en pleno desarrollo de un drama histórico – fue el caso de Wojtyla – o, por el contrario, con la olímpica soberanía de lo histórico que contempla el decurso de los siglos o de los milenios, como en el caso de Heródoto en el preámbulo de sus Historias. Heródoto observa serenamente como en el inexorable discurrir del tiempo «ciudades que eran grandes se vuelven pequeñas y al revés». El procedía del mundo persa y sabía que Creso había acabado arruinado y que Ciro había ascendido a la cúspide del poder mundial (de la época) y también que Jerjes había perdido su «gran armada» al toparse con la inteligencia y la flota de la «pequeña» Atenas. Y mientras escribía estas palabras ya veía perfilarse la decadencia de otro imperio, el que Atenas había construido precisamente a partir de la victoria sobre los persas, que más tarde se transformó, como bien sabía Tucídides, en «tiranía». En estas páginas Hobsbawm habla como Herodoto y prevé el fin de la actual y guerrera pax americana (mucho más guerrera que la pax augusta) al comparar con la hecatombe de los imperios coloniales y no coloniales que puntean la historia del siglo XX. Pero ¿no será demasiado indulgente el «gran anciano» de la historiografía europea, respecto al criterio fascinante, indispensable y también insidioso de la analogía? Categoría o «forma a priori» del conocimiento histórico, la analogía tiene quizá el peligro de ensombrecer la necesaria vigilancia de lo histórico, que tiende por el contrario a señalar las diferencias. Tratemos de mirar, por lo tanto, las diferencias. En muchos aspectos el caso de los Estados Unidos es único con respecto a todos los imperios conocidos, al menos por una razón no secundaria. Todos los demás imperios fueron territorialmente vulnerables, los Estados Unidos lo son mucho menos, o quizás no lo son en absoluto. A los griegos les parecía inalcanzable el imperio persa, que después del descalabro de Salamina se había convertido en el verdadero regidor (como recuerda Demóstenes con crudo realismo) de la política griega. Y sin embargo Felipe y sobre todo Alejandro, su hijo, demostraron que podía ser atacado en profundidad y caer en pocos años. Roma, a pesar de su habilidad en cooptar a las elites de los pueblos conquistados y a pesar del sistema defensivo-ofensivo del limes [los límites del Imperio romano en su momento de la máxima extensión, al final de la era republicana; N. T.] fue presa de los desbordantes y conquistadores bárbaros y tuvo que mezclarse profundamente con ellos. Y la lista podría continuar hasta el imperio británico, cuyo fin no fue más que retardado en el ’18 y después en el ’41, y hasta el soviético, cuyos misiles de larguísimo alcance apuntados más allá del Océano se convirtieron en inútiles debido a la implosión del sistema. A diferencia de los demás imperios, los Estados Unidos son también un continente, ya que el control de América Latina no será previsiblemente alterado ni por Lula ni por Chávez. Además, los Estados Unidos tienen todavía un control «militar» sobre el precio de las primeras materias mundiales. Finalmente, no pueden sufrir ataques eficaces ni de ejércitos invasores ni de terroristas. La nulidad, a nivel militar, del 11 de septiembre es emblemática y es significativa, por el contrario, la capacidad demostrada por los Estados Unidos de aprovecharse políticamente del pánico derivado del mismo. Obviamente es arriesgado lanzarse a hacer profecías después de la hecatombe de las profecías histórico-políticas producidas durante el siglo XX. La menos inverosímil es quizás la formulada por Toynbee en el lejano 1952, cuando sacó a la luz que el imperio de Roma se había disgregado progresivamente porque las clases dirigentes habían perdido confianza poco a poco en los propios destinos imperiales y se habían dejado invadir por otras «espiritualidades». En resumen, la inversión de tendencia provendrá más probablemente de una crisis de fe en los propios valores por parte de quién está en la cúspide del imperio. Por ahora parece que este grupo dirigente parece haber hecho suya una interesante variante de la versión más radical de la ideología adversaria, la de la «revolución permanente», o también, de la «exportación del socialismo» (hoy del occidentalismo) caducada muy rápidamente y archivada definitivamente por la hipótesis de recambio del «socialismo en un solo país». Cuando se apague el «fundamentalismo occidentalista» que hoy por hoy domina a la parte más fuerte y agresiva de Occidente, se empezará a entender que las distintas partes del planeta pueden convivir sólo si se les permite vivir según iuxta propia principia.

Luciano Canfora, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es un historiador marxista italiano y el más importante clasicista europeo vivo.

Traducción para www.sinpermiso.info: Anna Maria Garriga Tarrés