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De cómo China se ha abierto a la religión

Fuentes: El Mundo

Los medios occidentales de comunicación de tendencia liberal no pudieron reprimir las carcajadas en agosto cuando la Dirección Estatal de Asuntos Religiosos de China promulgó la denominada Orden número 5, una norma relativa a las medidas de administración de la reencarnación de budas vivos en el Tíbet. Esta «importante decisión para institucionalizar la administración de […]

Los medios occidentales de comunicación de tendencia liberal no pudieron reprimir las carcajadas en agosto cuando la Dirección Estatal de Asuntos Religiosos de China promulgó la denominada Orden número 5, una norma relativa a las medidas de administración de la reencarnación de budas vivos en el Tíbet. Esta «importante decisión para institucionalizar la administración de la reencarnación» se dirige en esencia a prohibir a los monjes budistas el regreso de entre los muertos sin permiso del Gobierno; desde ahora, nadie de fuera de China tiene poder para determinar el proceso de reencarnación, y sólo los monasterios que hay en el país están autorizados a solicitar el permiso.

Antes de que alguien estalle en cólera ante esta nueva pretensión del totalitarismo comunista chino de controlar incluso las vidas de sus súbditos después de la muerte, deberíamos tener presente que medidas de esa naturaleza no son ajenas a la Historia de Europa. En virtud de la Paz de Augsburgo (1555) -primer paso hacia la Paz de Westfalia que en 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años-, se dispuso que la religión de cada príncipe fuera la oficial de todos los súbditos de su región o país (cuius regio, eius religio). El propósito era poner fin a la violencia entre católicos y luteranos en Alemania, pero implicaba también que cuando un nuevo gobernante -de religión diferente al anterior- accedía al poder, grandes masas de personas resultaban obligadas a convertirse.

Así pues, el primer paso institucional de gran calado que se dio en la Europa moderna hacia la tolerancia religiosa constituía en sí mismo una paradoja del mismo tipo que la Orden número 5: las creencias religiosas de cada cual, una cuestión reservada al ámbito más íntimo de su experiencia espiritual, quedaban sometidas a los caprichos del gobernante secular de turno.

En contra de la creencia más generalizada, el Gobierno chino no es antirreligioso. Su preocupación manifiesta es «la armonía social», es decir, la dimensión política de la religión. Con la idea de poner freno a la excesiva desintegración social que ha originado la explosión capitalista, los gobernantes saludan ahora con entusiasmo las religiones que aportan estabilidad social, desde el budismo al confucionismo, exactamente las mismas ideologías que fueron objeto de la persecución durante la Revolución Cultural. El año pasado, Ye Xiaowen, el máximo responsable gubernamental en cuestiones religiosas, declaró a Xinhua, la agencia oficial de noticias de China, que «la religión es una de las fuerzas importantes de las que el país extrae sus energías» y destacó entre todas ellas el budismo por «su papel singular en la consolidación de una sociedad armoniosa».

Lo que molesta a las autoridades chinas son las organizaciones a las que consideran sectas, como [el movimiento espiritual] Falun Gong, que insisten en su independencia respecto del control del Estado. En esa misma línea, el problema con el budismo tibetano reside en un hecho evidente que muchos de sus partidarios occidentales pasan interesadamente por alto: la estructura política tradicional del Tíbet es la de una teocracia, con el Dalai Lama como eje, que reúne en una sola figura el poder religioso y el político; es decir, cuando hablamos de la reencarnación del Dalai Lama, estamos hablando también de un jefe de Estado. Es sorprendente que personas que se proclaman a sí mismas defensoras de la democracia y que denuncian la persecución de los seguidores del Dalai Lama en China, ignoren que es un gobernante [ahora en el exilio] que no ha sido democráticamente elegido.

En los últimos años, los chinos han cambiado de estrategia en el Tíbet: además de la represión militar, se están apoyando cada vez más en la colonización racial y económica. La capital, Lasa, se está transformando en una versión china del salvaje oeste capitalista, con bares de karaoke y parques temáticos budistas al estilo de Disney.

La imagen que dan los medios de comunicación de crueles soldados chinos que aterrorizan a monjes budistas oculta una transformación socioeconómica de la región tibetana mucho más eficaz, conforme a pautas estadounidenses. En una o dos décadas, los tibetanos quedarán reducidos a la misma condición que los nativos de Estados Unidos. Pekín ha aprendido al fin la lección: ¿qué capacidad de opresión tienen las fuerzas de la policía secreta, los campos de concentración y la destrucción de los monumentos antiguos por los Guardias Rojos en comparación con el poder de destrucción de las relaciones sociales tradicionales que tiene el capitalismo desbocado?

Resulta demasiado fácil reírse de la idea de un poder ateo metido a regular algo que, desde su punto de vista, no existe. Sin embargo, ¿acaso creemos nosotros en todo eso? Cuando en 2001 los talibán destruyeron en Afganistán las antiguas estatuas de Buda de Bamiyan, a muchos occidentales les pareció una barbaridad. Ahora bien, ¿cuántos de ellos creían de verdad en la divinidad de Buda? En realidad, montamos en cólera porque no mostraron el respeto adecuado por el patrimonio cultural de su país, pero los talibán -a diferencia de nosotros, que somos unos sofisticados-, creían de verdad en su religión y, en consecuencia, no sentían un gran respeto por el valor cultural de los monumentos de otros credos.

Para Occidente, la cuestión que realmente importa aquí no tiene nada que ver con los budas o los lamas, sino con aquello de lo que hablamos cuando nos referimos a la cultura. Todas las ciencias humanas se están convirtiendo en una rama de los estudios sobre la cultura. Si bien en Occidente, especialmente en Estados Unidos, sigue habiendo muchos creyentes religiosos, de eso no cabe la menor duda, es enorme el número de personas que, dentro de las clases dirigentes de nuestra sociedad, asisten a ceremonias religiosas y practican costumbres propias de nuestras tradiciones sólo por respeto al estilo de vida del grupo social al que pertenecemos: en los centros comerciales se levantan árboles de Navidad todos los diciembres, en EEUU se esconden los huevos de Pascua para que los busquen los niños, judíos no creyentes celebran la cena de la Pascua judía…

En términos generales, bajo el nombre de cultura se ha pasado a designar todo aquello que practicamos sin tomárnoslo en realidad muy en serio. Y la razón por la que experimentamos rechazo hacia los creyentes fundamentalistas es precisamente porque los consideramos unos bárbaros con una mentalidad medieval: se atreven a tomarse sus creencias en serio. En la actualidad, da la impresión de que creyéramos que la amenaza definitiva a una cultura proviene de aquéllos que viven directamente esa cultura, que no han tomado la distancia adecuada respecto de ella.

Quizás la normativa china sobre la reencarnación nos parece tan escandalosa no porque sea ajena a nuestra responsabilidad, sino porque pone de manifiesto lo que hemos estado haciendo en secreto durante tanto tiempo: tolerar respetuosamente lo que no nos queremos tomar en serio y tratar de contener sus consecuencias políticas mediante normas legales.

Slavoj Zizek es sociólogo, filósofo, director del Instituto Birkbeck de Humanidades y autor, entre otras obras, de La tetera prestada