Hace unos días, el antropólogo y escritor Luis Barjau, llamaba la atención ( El Correo del Sur , 7/10/07) sobre el eufemismo del que se valen gobernantes, filántropos o intelectuales hacendarios para llamar a los pobres, a los que se refieren como «los que menos tienen». Se cuela así en el lenguaje cotidiano de los […]
Hace unos días, el antropólogo y escritor Luis Barjau, llamaba la atención ( El Correo del Sur , 7/10/07) sobre el eufemismo del que se valen gobernantes, filántropos o intelectuales hacendarios para llamar a los pobres, a los que se refieren como «los que menos tienen». Se cuela así en el lenguaje cotidiano de los informes «técnicos» y las opiniones de algunos «expertos» una visión adulterada de la realidad.
En rigor, dice Barjau, con ello se desliza la idea de que los pobres -mala palabra- apenas «tienen un par de monedas menos que los ricos y entonces no es para tanto el ejercicio de un reclamo social que busque desesperadamente zafarse del tormento de su situación: ¡Si apenas es un poco menos lo que tienen respecto de los que más tienen!»
Gracias a estas trampas semánticas, el reconocimiento del fenómeno de la pobreza ha perdido en el lenguaje su pretendido valor subversivo. Reducido a las cifras frías, a estadísticas más o menos incomprensibles para los lectores comunes, el debate «técnico» sobre la pobreza ocupa lugares preponderantes en el despliegue de las nuevas políticas hegemónicas: ahora es patrimonio de especialistas, tema, materia agendable de la que se habla sin rubor, burocráticamente, sin remordimientos cristianos.
Las grandes instituciones como el Banco Mundial, entre otras, han desmitificado el tema hasta convertirlo en referencia obligada, en mero cálculo separable en el discurso de las vivencias cotidianas de quienes la padecen, «los que menos tienen». Y aunque se emplean categorías guerreras para «combatirla», lo cierto es que las políticas públicas aceptadas tienden, más que nada, a reducir los extremos visibles de una situación desesperada, pero no a resolverla. A mitigar un riego, no a cancelar una injusticia.
Los resultados no son halagüeños: «Si el planeta produce suficiente comida para la población entera, ¿por qué 854 millones de personas aún tienen que ir a dormir con el estómago vacío?», preguntó en Roma el director general de la FAO, Jacques Diouf». Entiendo que se trata de un recurso retórico, pues a estas alturas de la cuestión, tras décadas de mundialización salvaje, parece obvio que las esperanzas depositadas en el modelo neoliberal hegemónico no tienen fundamento, hablando, claro, en términos de una distribución menos injusta del ingreso global.
En México, las campañas para favorecer a «los que menos tienen» se multiplican, pero los resultados obtenidos están muy lejos de resolver los problemas de fondo de la pobreza, ya que, en definitiva, persiste la desigualdad, rasgo definitorio de la «cuestión social» mexicana que sigue sin verse como el tema prioritario para formular una nueva hipótesis de desarrollo.
Podrán gustar o no, pero las declaraciones del coordinador del PNUD, Alfredo González, son una crítica al curso autocomplaciente adoptado por los últimos gobiernos mexicanos, incluido el presente. No de otra manera puede interpretarse la solicitud de que el gobierno cambie la lógica de sus programas de desarrollo social y piense en criterios que vayan más allá de esquemas específicos de atención, «en los que se tenga muy claro para qué sirve cada uno».
La increíble persistencia de la desigualdad no podrá anularse con programas focalizados, así sean éstos necesarios, a menos que, como se ha dicho, el país se proponga un nuevo curso de acción; esto es, diseñar un programa que pase de la ciega confianza en las fuerzas del mercado a una visión del desarrollo donde cada quien se comprometa con las demás a vencer los obstáculos.
Y en eso radica gran parte del problema. La dinámica de la reforma económica, es decir, el reajuste brutal de la economía, se quiso equilibrar con una política compensatoria mientras la nueva economía adquiría impulso, intensidad e insospechados ritmos de crecimiento. La lucha contra la pobreza, financiada por las privatizaciones, no se tradujo, empero, en el comienzo de una etapa de desarrollo, sino en un estira y afloja por mantener a salvo la línea de flotación del sistema.
Justas y necesarias, las políticas contra la pobreza no pueden acabar con la desigualdad, mucho menos si la «modenización» conduce a nuevas formas de exclusión, a la polarización irrefrenable de la sociedad. Convencidos de que bastaba «integrarse», los gobernantes mexicanos dieron por muerto el Estado-nación; los empresarios se apresuraron a transformarse en piezas de una maquinaria económica que, sin sospecharlo, también estaba dispuesta a pasar sobre sus ambiciones. El desarrollo prometido jamás llegó. Pero en vez de repensar el camino, las elites dirigentes se han convencido de la esterilidad de discutir un nuevo «proyecto nacional», válido para este momento, con la idea fija en la necesidad de abatir la desigualdad y la pobreza que hoy obstruyen cualquier salida digna. Prefieren repetir la vieja cantinela y hacer demagogia con los pobres. Les puede salir el tiro por la culata.