El escándalo, el verdadero escándalo de lo ocurrido en el Ayuntamiento de Madrid radica no tanto en que haya unos cuantos funcionarios corruptos, como en el hecho de que las licencias para abrir un pequeño negocio tardasen en concederse dos años. Aunque mirándolo bien, aún hay otro escándalo mayor, y es que lo único que […]
El escándalo, el verdadero escándalo de lo ocurrido en el Ayuntamiento de Madrid radica no tanto en que haya unos cuantos funcionarios corruptos, como en el hecho de que las licencias para abrir un pequeño negocio tardasen en concederse dos años. Aunque mirándolo bien, aún hay otro escándalo mayor, y es que lo único que se le ocurre proponer al alcalde para dar solución al conflicto es privatizar la concesión de licencias. Yo no sé por qué los políticos no son consecuentes y, puesto que tanto les gusta privatizar, se privatizan a sí mismos, es decir, se jubilan con honores, ya que si todo acaba privatizándose, no parece que vayan a ser muy necesarios.
No se sienten responsables del funcionamiento de la Administración, ni se les ocurre pensar que la causa de los desastres administrativos suele estar en su pasividad o incompetencia. En lugar de dimitir y dejar paso a otro con más ganas o aptitudes para arreglarlo, recurren a la solución milagrosa, a la panacea que tienen siempre a mano: externalizar los servicios. Las privatizaciones son, aunque no sean conscientes de ello, la prueba más palpable de su ineptitud. Me recuerda esto un caso que conocí hace algunos años. Nombrado presidente de una empresa pública como premio de consolación, y ante su total incapacidad para gestionarla, solo se le ocurrió contratar una consultoría, para que de forma permanente situara a su lado un técnico que le indicase qué decisiones tomar. Se vanagloriaba de ser moderno y de administrar la empresa con criterios de sector privado. Está claro que quien sobraba era el presidente de la empresa.
La externalización de los servicios no arregla nada, más bien todo lo contrario. Suele incrementar el coste, no hay ninguna razón para pensar que se alcancen cotas de mayor eficacia, y se multiplica por cien el riesgo de corrupción. Aún no nos hemos librado de la crisis de desconfianza que ha sacudido los mercados financieros con ocasión de las hipotecas subprime, de la que son responsables en buena medida las empresas privadas encargadas de calificar la solvencia de los créditos y de conceder licencias de buena conducta financiera.
Gallardón quiere privatizar el Ayuntamiento de Madrid y el presidente del Gobierno en la Cumbre Iberoamericana canta las excelencias de las privatizaciones de las empresas públicas realizadas por el PP. Pretendió convencer a los mandatarios iberoamericanos de que en buena parte la bonanza de nuestro país tenía su origen en las privatizaciones. El alegato no tuvo demasiado éxito. Teorías y discursos aparte, en Latinoamérica resulta difícil defender en estos momentos las privatizaciones. Son conscientes de las graves consecuencias que para sus economías ha tenido la aplicación de la política neoliberal, de acuerdo con las directrices -más bien imposiciones- del Fondo Monetario Internacional (FMI). El tema ha sido tan evidente que este organismo se ha quedado sin trabajo y, por ello, también sin presupuesto y anda de reformas reduciendo personal, con la finalidad de ahorrar algún dólar que otro. Y es que la mayoría de los países subdesarrollados han declinado amablemente su ayuda. En todo caso, dicen, para despeñarse, se bastan ellos solos.
Algo parecido está ocurriendo con las empresas multinacionales que se han apropiado de todos los servicios estratégicos. En España se afirma que han ido a aquellas regiones a llevar prosperidad y riqueza, pero da toda la impresión -y así parece sentirlo la opinión pública de esos países que, gracias a los corruptos gobiernos anteriores, han entrado en condiciones tan ventajosas que han recuperado en poco tiempo sus inversiones y esquilmado en gran medida los territorios afectados, acometiendo tan solo las tareas muy rentables y desentendiéndose del carácter de servicio público de sus actividades. Puede ser que, tal como se empeñan en hacernos creer los distintos medios de comunicación españoles, los mandatarios de esos países exageren ahora con la finalidad de ocultar así sus equivocaciones, pero no parece que anden muy descaminados, a juzgar por los enormes y desproporcionados beneficios que año tras año declaran estas empresas y visto su comportamiento en el mercado interior.
Dicen que por patriotismo Zapatero se ha visto obligado a defenderlas y a defender, también por patriotismo, al anterior presidente del Gobierno. Lo del patriotismo siempre me ha parecido muy relativo y convencional. Chávez y Ortega acusan a los españoles de haber realizado un genocidio, pero ¿de qué españoles hablan? De los de hace tres, cuatro, cinco siglos… ¿Qué tenemos que ver los españoles de ahora con ellos? Es más, la probabilidad de que aquellos presuntos genocidas figuren en el árbol genealógico de los actuales habitantes de Latinoamérica es mayor que la de que se hallen en el de los que hoy vivimos en España. Resulta más plausible que fueran sus ascendientes los que traspasaran el Atlántico y que, sin embargo, los nuestros permanecieran en España.
Algo parecido diría yo de las empresas españolas ¿Españolas? ¿Por qué? ¿No hemos quedado en que son multinacionales y en que nos encontramos en pleno proceso de globalización? Desde luego, no creo que a la mayoría de los españoles les importe mucho su suerte. Más bien diríamos que los intereses de los consumidores de España guardan más similitud con los de los consumidores de Latinoamérica. Es posible que a unos y a otros, estas grandes compañías pretendan expoliarles si no igual, de forma parecida. ¿A qué viene entonces que el presidente del Gobierno español se sienta obligado a salir en defensa de tales corporaciones?
Desde luego lo que estuvo fuera de todo lugar fue el exabrupto de Su Majestad, olvidando cuál es su papel constitucional y asumiendo competencias que no le corresponden. Es difícil justificar en pleno siglo XXI una monarquía, pero la tarea deviene imposible cuando el monarca abandona el papel de florero y quiere mandar e intervenir de verdad. Entonces, la situación se vuelve ridícula y grotesca, cualquiera, hasta Chávez, puede callarle y dejarle en mal lugar, al recordarle que no es electo; pero la situación también se vuelve peligrosa, sobre todo si los medios de comunicación están copados por cortesanos, y el suceso ocurre en España, donde la población recibió en loor de multitud al tatatarabuelo del actual monarca al grito de «Vivan las cadenas».