Boccaccio, Defoe, Poe, Camus… Diversas épocas. Diferentes escritores. El primero, con un tema que se tornará recurrente: la epidemia. Una epidemia que, en este caso, obliga al encierro a un grupo de personas dispuestas al menos a olvidar la hecatombe, entre cuento y cuento erótico. El segundo, una epidemia que destruye con paso raudo, y […]
Boccaccio, Defoe, Poe, Camus… Diversas épocas. Diferentes escritores. El primero, con un tema que se tornará recurrente: la epidemia. Una epidemia que, en este caso, obliga al encierro a un grupo de personas dispuestas al menos a olvidar la hecatombe, entre cuento y cuento erótico. El segundo, una epidemia que destruye con paso raudo, y asuela a la superpoblada Londres. El tercero, una muerte burlona que, «escarlata» en su sutileza, se disfraza de sí misma para entrar en un baile de máscaras a puertas cerradas, jolgorio de gente huidiza que no atina a evadir a la Parca. El último, la apoteosis. Con magistrales trazos, la atmósfera de una ciudad -la argelina Orán- desolada por la Peste, morbo cruelmente tenaz. Tenazmente cruel.
A la altura del año 2007, el asunto sólo figuraría en los textos literarios y los anales históricos si la realidad no pecara de tozuda. Porque lo cierto es que, a pesar de una medicina que trajo la maravilla de los antibióticos y ahora apuesta por encontrar la panacea universal con el mapa del genoma humano, desde que el hombre es tal las epidemias se han abatido sobre la Tierra con periodicidad astronómica y saña impar.
Peste bubónica, gripe española… Como apuntábamos en anterior comentario, la lista aumenta de expedito modo. Mañana podrían diseminarse con furor enfermedades como la del Legionario, el hantavirus, ébola, hepatitis C, neumonía, tuberculosis, fiebre tifoidea, disentería, tétanos neonatal, sarampión, hepatitis B.
¿Por qué las epidemias? Dada la seriedad de la pregunta, creo que resultaría oportuno volver a las respuestas: la pobreza, la urbanización desmedida y la desarticulación de los servicios básicos de higiene se unen a factores como el sobreconsumo de antibióticos, propiciado por las transnacionales farmacéuticas…
Pero claro que no podríamos tratar, aun someramente, sobre las nuevas y redivivas plagas que azotan al género sin referirnos a la mayor, al sida, que, como todo fenómeno social -o casi todo, para no pecar de absolutistas-, posee una dimensión política. O sea, debe observarse a través de un prisma que incluye las diferencias de clase, la dicotomía naciones ricas-naciones pobres, la acción del Estado… o la falta de esta, por supuesto.
Y no es que queramos reducir lo complejo a sus meras partes, saliéndonos con un maniqueísmo extemporáneo. Simplemente, con respecto al síndrome de inmunodeficiencia adquirida, a más de la economía y otras constantes correlativas, la política enseña su oreja peluda de lobo recurrente. Se torna explícita, como explícita se está tornando cada vez más una pandemia que medra cual pelota de nieve cuesta abajo.
Alejados de bizantinismos y sofismas, los hechos siguen exhibiendo su intrínseca condición de irrefutables, de prueba quintaesenciada. Mientras que en la mayor parte de los países industrializados la propagación del VIH se estabiliza e incluso puede llegar a reducirse, gracias a enérgicos programas de prevención, en el mundo subdesarrollado las tasas de infección alcanzan máximos alarmantes.
No es para menos. Las razones están a la vista de quien quiera ver. Una de ellas, el acceso desigual a la terapia de combinación con antirretrovíricos, inasequibles para los más entre los tercermundistas que viven con el VIH. ¿Cuántos podrán beneficiarse de un tratamiento combinado, por ejemplo, si a principios de este milenio este costaba anualmente unos 16 mil dólares contantes y sonantes? A más miseria, más sida: ecuación de ríspidas connotaciones para todo cerebro digno.
Cerebro que habrá de reparar en la importancia de la voluntad gubernamental, estatal, al conocer el caso de un país, Cuba, donde, a pesar del evidente deterioro institucional de la salud pública -por fortuna, ya se anuncian medidas pertinentes-, por motivos objetivos (bloqueo, crisis económica) y subjetivos (indolencia, burocratismo), se tomaron tempranas disposiciones, tales como el control de la sangre donada y sus derivados, un inicial sistema sanatorial -hoy se deja el internamiento de enfermos al libre albedrío de estos-, una amplia pesquisa en la población de riesgo, la realización de la prueba diagnóstico a las mujeres grávidas, la administración del fármaco AZT a aquellas que, contagiadas, rechazaban la interrupción del embarazo, y la creciente campaña de prevención en los medios de comunicación, públicos todos ellos.
Así que, insistamos, nadie de buena fe habrá de negar la tesis de que al sida y a todas las demás epidemias o pandemias debe advertírsele una consustancial dimensión política -sí, la oreja velluda de lobo empecinado-, como condición imprescindible para conjurar aludes presuntamente indetenibles. Para que un final feliz pueda ser plasmado en las cuartillas o la pantalla electrónica de un nuevo Boccaccio, Defoe, Camus.
O de un Pérez, un Rodríguez «cualquiera». ¿Por qué no?