No estabas en París, Francesillo, ni caía un aguacero. Era un hospital cercano a Madrid, millón de cadáveres, la plaza que viniste a conquistar desde el páramo vallisoletano a golpe de picardía, metáforas y genuflexiones. Te mueres, Francesillo, de enfermedades y aburrimiento –contempló su obra con sosiego y se tumbó a descansar– y la derecha […]
No estabas en París, Francesillo, ni caía un aguacero. Era un hospital cercano a Madrid, millón de cadáveres, la plaza que viniste a conquistar desde el páramo vallisoletano a golpe de picardía, metáforas y genuflexiones. Te mueres, Francesillo, de enfermedades y aburrimiento –contempló su obra con sosiego y se tumbó a descansar– y la derecha españolísima -charol azul y terno gris marengo- saluda tu cuerpo (des)velado y rinde homenaje. Te leían por las negritas y tú, escritor en periódicos, acariciabas su piel con huidiza garra de gato callejero, cotidiana y felina presencia que, con el correr del tiempo, olvidó -de tanto ronronear en tupidas alfombras- que era salvaje. Las lubinas, Francesillo, ribeteada de oro la vajilla y la conversación, atravesaron tu corazón herido de eurocomunismo y Baudelaire, hasta que te rompieron la columna, ea, mi niño, ea, tu vertical dignidad trufada de resentimiento.
El purgatorio abre portones de bronce y tú, Francesillo, greguería andante, aprendiz de bancario, falsamente enhiesto, ser de lejanías, despides a las visitas con estudiado gesto, espejo de lo que somos, antes de subirte en los grandes expresos europeos de la muerte -castizo Morand de buhardillas y amores fugaces- acompañado de Ruano y su uña, otro afilado estilete que tampoco rasgaba, pese al preciso adjetivo y el cinismo de velador, nada. Vas y te apartas, Francesillo, embalsamado de premios, y así, claro, no hay manera de ganar una guerra. Esa que habías perdido, en tu incierta juventud, tantas veces.
Nos saludamos en la Fiesta del PCE, septiembre de 2002. Leíste unos versos. » Van a dar mi poema en Mundo Obrero, que sigue saliendo y nos llega a unos cuantos como un pájaro alborotado y milenario, lleno de verdades y de entusiasmos», escribiste. Bardem iba en silla de ruedas y Agustín González, Haro Tecglen y tú, cuarteto de ausentes, wild bunch, recorríais el auditorio incendiado de aplausos. Cantaba Bardem e insistías: » nunca he asistido a una Internacional más íntima y grandiosa, más sentida y verdadera.» Ahí te salía lo que llevabas dentro, Francesillo, el rojo que, soñando con Proust y Mallarmé, leyendo a los laínes (toda época tiene los suyos) intimaba en las pensiones de Argüelles con viajantes de comercio y mecanógrafas, Hernández y Lorca, con el 27. Te explotaba la épica de la izquierda, Francesillo, ea, mi niño, ea, los encuentros con Dolores, la brechtiana esencia, y por eso, todavía, pese a los elogios a Rajoy y demás zalamerías, sigo pensando que eras de los nuestros -como si supiera quiénes somos-, aunque ni tú, insomne en la dacha de marfil, te acordaras.
Incinerado, qué solos se quedan los muertos tras la ceremonia, paseas vestido de lírico, chaleco amarillo, antítesis de los correajes de la posguerra eterna, sempiterna, tan trágica y gris, y vives en conversación con los difuntos, Francesillo, aterido de frío, bufanda de esparto, en este diciembre que despierta los neones mientras tus manos, transparentes, prenden fuego a las teclas y abres -torerillo de redacciones- con un hallazgo, un sintagma cruzado, tus cosas. Las cebollas susurran una nana para ti, ea, mi niño, ea, Francesillo, poeta.