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Al hilo de "Comprender Venezuela, pensar la democracia", de Fernández Liria y Alegre Zahonero

Contra el capitalismo: estado de derecho y constitucion

Fuentes: Endoxa

«Comprender Venezuela, pensar la democracia» fue publicado por la editorial Hiru (Hondarribia, España) en el 2006 y obtuvo el premio Nacional del libro de Venezuela en junio del 2007.

En las últimas líneas de su extraordinaria obra La democracia, historia de una ideología, Luciano Canfora resume, a la luz de la oposición libertad/democracia, la definitiva derrota de este último concepto en la tradición europea, revelando el verdadero contenido de la constitución de la Unión Europea y la doctrina implícita en sus artículos y disposiciones: la conclusión de Canfora es que, contra la democracia, «ha vencido la libertad -en el mundo rico- con todas las terribles consecuencias que ello comporta y comportará para los otros» y que por eso «la democracia debe ser aplazada para otra época y será pensada, desde el principio, por otros hombres, quizás ya no europeos».

Tal vez esa época es la nuestra y tal vez ese país no europeo es Venezuela.

Lo que este libro de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero demuestra -alertando a las instituciones bolivarianas para que no se aparten de ese camino- es que pensar desde el principio la democracia significa precisamente conservar sus principios, inhabilitados, secuestrados, corrompidos dentro de la trampa capitalista, a la que es tan necesario proponer su hipótesis como imposibilitar sus efectos. Durante los últimos cien años, la tradición de izquierdas ha venido sucumbiendo fatalmente al espejismo de esta contradicción y la propia división que ha generado entre sus filas apuntala paradójicamente la legitimidad inexpugnable del hechizo: para defender la democracia, los social-demócratas acabaron por defender el capitalismo; para combatir el capitalismo, los comunistas acabaron por renunciar o despreciar la democracia. Ambas posiciones alimentaron y alimentan por igual la falsa evidencia de que capitalismo y democracia son genética y empíricamente inseparables.

Esta evidencia es tan falsa como la de que el sol gira alrededor de la tierra: la verdad es precisamente lo contrario. Enfrentados a un desprestigio del concepto cuyo último precedente hay que buscarlo en los años treinta del siglo XX, el daño infligido a la democracia ha sido tanto mayor cuanto que su nombre está siendo hoy utilizado -como lo fue antaño el de «raza» o el de «lebensraum» o el de «civilización»- para romperle el pecho al lenguaje, incendiar el derecho internacional, descerrajar tres países y torturar y matar a cientos de miles de personas; o, lo que es lo mismo, está siendo utilizado para imponer decisiones al margen de la soberana «mayoría de edad» de los pueblos de la tierra. Frente a la democracia como palanca o como chantaje, es fácil ceder a la tentación de arremeter más contra la democracia que contra el capitalismo y acabar considerando las formas mismas como tramposas o restrictivas. ¿Hay que inventar nuevas vías de participación? ¿Es que el «derecho burgués» no ofrece suficientes mecanismos para que la voluntad popular decida? Lo difícil no es concebir o incluso establecer procedimientos que garanticen la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones; lo difícil es concebir y establecer procedimientos para que esas decisiones se cumplan. Pero si esas decisiones de la voluntad popular no se cumplen no es porque los gobernantes sean malos, el poder corrompa o el hombre viejo se imponga en cada gesto, sino porque el capitalismo siempre constituyente secuestra de manera ininterrumpida las reglas y los conductos de la soberanía constituida. De forma geográficamente desigual, según contexto y coyuntura, el capitalismo tiende, como hacia su ideal, al equilibrio perfecto entre el respeto formal a los principios de la expresión democrática y el incumplimiento permanente de sus decisiones: un modelo, pues, de legitimidad y no de determinación. La izquierda sigue creyendo, citando a un Marx incompleto o superficial, que el llamado «derecho burgués» es sólo el excipiente o cobertura legal de los intereses de la clase dominante sin reparar en que sus leyes, instituciones y cauces de expresión son en realidad -a igual título y al mismo precio que las obtenidas y ya casi perdidas en el terreno laboral- trabajosísimas conquistas populares que esa clases dominantes se vieron obligadas a aceptar y al mismo tiempo a secuestrar y dejar sin efecto. Precisamente Luciano Canfora dedica trescientas minuciosísimas páginas a describir los procedimientos materiales de ese secuestro, resumidos de un modo sumario en dos modelos de intervención alternativos o simultáneos: la manipulación y el terror. Allí donde o cuando podía permitírselo, el capitalismo ha ensayado sutiles formas de dominio blanco a través de la propaganda, la reforma electoral -sistema mayoritario, proporcional o mixto, según las circunstancias- y el soborno estructural o puntual de los electores (electoralismo, «pucherazo» o «estado del bienestar»). Allí donde o cuando no podía permitirse estos expedientes, ha recurrido a la violencia explícita, según una fórmula que tiene su arranque histórico en la Comuna de París y que Latinoamérica han experimentado del modo más dramático en las últimas décadas: matar a casi todo el mundo cada treinta años y después dejar votar a los supervivientes. Es posible que haya que reformar las instituciones, pero la ya impostergable revolución económica no debería impugnarlas. Decir «democracia participativa» es una redundancia como decir «capitalismo democrático» es un oxímoron. El capitalismo, que consiste en robar vidas y recursos, nos roba también la democracia y el derecho y la lucha por recuperar unas y otros es en realidad la misma lucha.

Ningún parlamento o asamblea pude decidir democráticamente el exterminio de la población de Mitilene, tal y como nos cuenta Tucídides, porque la democracia consiste en haber decidido siempre ya que eso no puede ser objeto de decisión. Ningún parlamento o asamblea puede decidir democráticamente invadir un país, bombardear sus ciudades y matar de hambre a sus habitantes, porque la democracia consiste en haber decidido ya que eso no puede ser objeto de decisión. Ningún parlamento o asamblea puede decidir legalizar la tortura o la discriminación racial, porque la democracia consiste en haber decidido siempre ya que eso no puede ser objeto de decisión. Ningún parlamento o asamblea puede decidir poner la riqueza en manos de 1.500 personas, en detrimento de la mayoría de la población, porque la democracia consiste en haber decidido siempre ya que eso no puede ser objeto de decisión. Estas decisiones constituyentes que se han tomado ya calcifican la estructura ósea que garantiza el cumplimiento de la voluntad popular y que es permanentemente corroída y ablandada por la naturaleza misma del capitalismo; y tienen que ver con la producción y distribución de la riqueza, con la igualdad ante la ley y con la división de poderes. Esas decisiones se llaman Constitución y Estado de Derecho, ideas surgidas al hilo de la misma fuerza que las hizo imposibles, y deben ser firmemente defendidas, reivindicadas, afinadas -como un piano o un violín- contra esa fuerza de licuadora.

Esas decisiones son instituciones y no virtudes siempre actuales, siempre en marcha, siempre fatigosamente alerta, de un hombre superior, una moralidad superior o una voluntad superior. ¿No es esta precisamente la enseñanza de la Ilustración, según la doctrina de Montesquieu? La fábula de los trogloditas, recogida en las Cartas Persas, nos habla de un pueblo compuesto sólo de personas malas, entregadas a su autarquía selvática, a las que una epidemia obliga a contratar a un médico; como los trogloditas son muy malos, una vez curados incumplen su compromiso y niegan a su salvador el pago de sus servicios. Por eso, cuando la epidemia, años más tarde, se repite, ningún médico quiere acudir a la aldea de los trogloditas, cuya población sucumbe así a la enfermedad… todos con excepción de una pareja, casualmente los dos únicos hombres buenos de la comunidad. La pareja de buenos se reproduce y tiene sólo hijos buenos a su vez, que les dan nietos también buenos, de manera que al cabo de algunas décadas el pueblo de los trogloditas está compuesto únicamente de hombres buenos, como antes estaba sólo compuesto de hombres malos; y son tan buenos que, al igual que cuando eran malos, no necesitan ni leyes ni instituciones ni gobierno: la virtud general asegura el cumplimiento de las promesas, el respeto recíproco de la libertad y la igualdad y seguridad de todos con independencia de sus diferencias naturales. Pero el tiempo pasa, la población crece y de pronto los trogloditas sienten la necesidad de acudir al más viejo y sabio de la tribu para que les dé leyes que les obliguen a hacer aquello que hasta ahora vienen haciendo por propia voluntad. «Oh, día desventurado», gime el anciano, «¿por qué he vivido yo tanto? (…) Bien veo, trogloditas, que empieza a seros gravosa vuestra virtud (…) y queréis someteros a leyes menos rígidas que vuestras costumbres. ¿Cómo he de dar preceptos a un troglodita? ¿Queréis que ejecute él acciones virtuosas porque yo se las mando, pues sin mi mandato las haría sólo siguiendo su inclinación natural?».

El suspiro desilusionado del anciano, que lamenta ver a los trogloditas sometidos a otro yugo que su propia virtud, es el del pueblo legislador que, arrancado del rouseeauniano estado de naturaleza, se resigna a hacer por ley lo que ya no es seguro que venga dictado por la costumbre o la inclinación natural. La idea de ley implica la aceptación del carácter falible, limitado, corruptible, del hombre, cuya existencia social no puede estar regida por la virtud variable y contingente de sus miembros; e implica al mismo tiempo un cierto orden de inmutabilidad concertada cuya eficacia no depende de la bondad individual de los ciudadanos ni puede ser cuestionada por ninguna maldad particular. Hay que tomar decisiones vinculantes que «impongan» en el futuro la libertad de decidir y esas decisiones -insinúa Montesquieu a través de sus trogloditas- es mejor tomarlas mientras se es bueno, antes de que hagan falta; cuando se está tranquilo, como decía Voltaire, o cuando no estamos cegados por las pasiones, como decía Locke en defensa de la necesidad de establecer instituciones a partir del derecho natural. Este «antes de que hagan falta», en sociedad y bajo el capitalismo, no puede ser sino una ficción teórica, pero no puedo imaginar una situación real más favorable que aquella que asume la necesidad de un cambio precisamente contra la «intranquilidad» febril del mercado laboral y las «pasiones» destructivas de las tasas de ganancia. ¿Podemos imaginar un momento en el que los hombres sean más buenos -solidarios, desinteresados, abnegados, razonables- que cuando se levantan contra la injusticia? Hay que aprovechar la bondad general de la revolución triunfante, esa rendija temporal, ese punto liminar y auroral de los trogloditas virtuosos, muy poco duradero, no para hacer hombres nuevos, sino para promulgar leyes nuevas en los viejos moldes -con cuatro o cinco poderes en vez de tres, como quería Bolívar- de unas «formas» democráticas duramente conquistadas mediante luchas populares y siempre malversadas, profanadas, inhabilitadas y suspendidas por el permanente «estado de excepción» del capitalismo. ¿Puede concebirse un hombre más nuevo que el que se da leyes a sí mismo y está seguro de su cumplimiento?

Como ponen de manifiesto Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, el caso de la Venezuela bolivariana constituye la oportunidad, casi sin precedentes, de demostrar al mismo tiempo que capitalismo y democracia son incompatibles y que sólo tras la derrota del capitalismo puede haber verdaderamente democracia. Por su forma de alcanzar el poder -tan distinta de Cuba- y por las ventajas económicas de las que goza, el gobierno bolivariano de Chávez constituye una subversión del paradigma más arriba citado según el cual habría que escoger entre igualdad y derecho. Cuando hablamos de Venezuela, pensamos sin querer en una experiencia novedosísima, en una forma inédita de concebir la democracia, más participativa y transversal, y lo que en realidad tiene de nuevo y participativo es que se limita a tomarse en serio y a aplicar estrictamente las reglas democráticas que en España, en EEUU, en Japón, en Nigeria, en la India, bajo la presión de las clases dominantes capitalistas, fungen inevitablemente como instrumentos de sometimiento (cuando no directamente de exterminio o tortura). Esta manifiesta superioridad democrática de Venezuela en términos burgueses -porque lo que inventan unas condiciones se puede usar en otras- desnuda de tal manera la dictadura del capitalismo que nada puede extrañar la pataleta continua de políticos, intelectuales y medios de comunicación, denunciados también en este libro, ni su vergonzosa disposición a violar cualquier principio -detrás de la cual asoma ya su disposición también a violar niños, torturar prisioneros o bombardear parlamentos, si hiciera falta- con tal de que no haya democracia y verdadero Estado de Derecho en ningún lugar del mundo. Sólo contra Cuba se han vertido tantas mentiras, apañado tantas conspiraciones, ignorado tantas bellezas, negado tantos progresos de la razón, pero lo que no pueden perdonarle a Venezuela es que el pueblo se haya hecho dueño de sus recursos sin censurar periódicos ni encarcelar opositores ni conculcar la división de poderes (¡e incluso dividiéndolo más que el propio Montesquieu!). Lo que no pueden perdonar a Venezuela es eso que resume la fórmula excogitada recientemente por uno de nuestros intelectuales colaboracionistas, más fino que sus colegas, que escribe habitualmente en el periódico español de Carlos Andrés Pérez y Gustavo Cisneros: «Chávez está acabando democráticamente con la democracia», frase en la que «democráticamente» quiere decir «con el apoyo soberano del pueblo y respetando todos las reglas del juego» y «la democracia» quiere decir «la pobreza, la enfermedad, el analfabetismo, la inseguridad jurídica, la inexistencia, el hambre, el racismo, la corrupción, la esclavitud, el abuso de poder y, en definitiva, el terremoto del mercado». Chávez y sus compañeros bolivarianos están acabando democráticamente con el capitalismo, lo que quiere decir que, además de acabar con el capitalismo y precisamente por eso, están haciendo realidad por primera vez -quizás en la historia- la democracia. Eso no puede gustar, naturalmente, a los que viven de citar en voz alta su nombre antes de fusilarla.

El libro de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, más allá de la defensa de Venezuela y la denuncia de los intelectuales nihilistas que cavan ingeniosa y elegantemente la tumba de medio planeta (y el homenaje, por contraste, a los otros, tantos y tantos y tan grandes, como demostró el Encuentro en Defensa de la Humanidad de Caracas), este libro -digo- es también una propuesta teórica y programática cuya importancia no puede exagerarse, hasta el punto de que me atrevería a decir que constituye una prolongación imprescindible, en términos jurídico-institucionales, del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Venezuela es el modelo, la esperanza, la demostración. Acabar democráticamente con el capitalismo (¡con la naturaleza!) es acabar con el capitalismo y liberar la democracia. Es verdad que el capitalismo se impone muy naturalmente y casi lo peor que puede decirse de él es que se ajusta a la naturaleza. Pero la naturaleza nos impone arrastrarnos y resulta que volamos; la naturaleza nos impone morir de sarampión y resulta que nos vacunamos; la naturaleza nos impone la reproducción y resulta que nos amamos. La Constitución y el Estado de Derecho son la forma comunista de volar y de vacunarnos y de amarnos frente a la ley natural -o ley de la selva- propugnada por Calicles, Hitler y George Bush (y Repsol y la Bayer y Monsanto y sus propagandistas de The New York Times, El País, Il corriere della sera…).

Este libro es también, por eso mismo, un manual que explica el milagro de Venezuela y previene contra el mal uso de la revolución (de la revolución en general). Luchar contra el capitalismo -empezamos a darnos cuenta por fin de ello- es luchar por un estado democrático y de derecho y, viceversa, luchar por un estado democrático y de derecho es luchar contra el capitalismo. Las «formas» -las decisiones constituyentes- son lo más material que existe, a condición de que hayan decidido también ya, como principio inalienable de toda democracia, que ningún interés material particular es compatible con ellas. Es decir: que ninguna libertad puede escoger libremente el hambre, la ignorancia y la muerte de los demás.

Venezuela, como quería Canfora, ha empezado a «repensar» la democracia y, apenas se ha puesto a ello sobre el terreno, ha descubierto que en realidad ya estaba pensada; y que sólo se trataba de establecerla de una vez. Es difícil no dejarse llevar por el entusiasmo ante una experiencia tan universal, como es difícil no dejarse convencer por el libro de Fernández Liria y Alegre Zahonero, el cual nos expone el camino que debe seguir, sin volver a caer en la trampa ni alimentar los hechizos, la izquierda anti-imperialista de todo el mundo.