¡Es curioso lo que ocurre entre nosotros; sacerdotes y teólogos, especialistas en religión, escribiendo sobre historia, psicología, etica, democracia, partidos políticos, violencia, autoritarismo…, censurando y criticando a otros con dureza pero guardando silencio sobre la bestial represión, que la Iglesia católica viene ejerciendo sobre sus miembros y la sociedad, y guardando escrupuloso silencio sobre la […]
¡Es curioso lo que ocurre entre nosotros; sacerdotes y teólogos, especialistas en religión, escribiendo sobre historia, psicología, etica, democracia, partidos políticos, violencia, autoritarismo…, censurando y criticando a otros con dureza pero guardando silencio sobre la bestial represión, que la Iglesia católica viene ejerciendo sobre sus miembros y la sociedad, y guardando escrupuloso silencio sobre la inveterada colaboración de la Iglesia con los diversos dictadores católicos del mundo!
Pues bien. Entre la maraña de libros escritos sobre Juan Pablo II destaca con fuerza el redactado para la editorial alemana Fischer por el antiguo decano de teología de la universidad de Viena, Hubertus Mynarek: «El papa polaco – balance de un pontificado«. No en vano Hubertus fue alumno de Wojtyla en la universidad de Lublin y se pasó 13 años de la posguerra en la Polonia de Karol. Hubertus, cuando escribe, sabe muy bien de lo que habla.
«Un straniero, un polaco, Carolum Wojtyla» anunció el cardenal Felici -trafulcándose a pesar de ensayar antes- aquella tarde de 16 de octubre de 1978. Y sucedió una especie de terremoto espiritual, que traspasó las fronteras de la Iglesia católico-romana. Tras 455 años un no italiano ocupaba el trono papal y, por primera vez en la historia, era elegido papa un polaco. Y de este papa, llegado del Este, sin causa justificada el mundo esperó mucho. Y quienes conocían que el Vaticano nunca en la historia había sido nido de libertad de pronto esperaron «cambios transcendentales del papa polaco». Lo cierto es que los primeros viajes a Méjico, Polonia, Irlanda y USA desataron entusiasmo y dejaron atónito al mundo. Europa vivió una muestra de culto, como ya antes había vivido con Stalin o Hitler. Wojtyla se sitúa en la estela de Jomeini. Y se confirma la tesis de Sigmund Freud: la ilusión de alguien que ama a cada individuo que conforma la masa, una unión libidinosa e hipnotizadora entre jefe y plebe, monjas que sufren síncopes y lipotimias, manifestaciones de simpatía exageradas, añoranza de leadership, de liderazgo, infantilidad y despersonalidad ante el padre. Muchos católicos -porque sí, porque lo necesitaban- creyeron que con este polaco irrumpiría en la Iglesia el deshielo, que las estructuras jerarquico-dogmáticas, acartonadas y pesadas de siglos de esta supraestructura religiosa, se ablandarían, «que la Iglesia se abriría a la historia de libertad y al movimiento de derechos humanos».
Hubertus nunca estuvo tan seguro de que estas esperanzas y sueños se cumplieran. Polonia poseía la Iglesia católica más retrógrada de Europa, que ya es decir, en la que jugaba un importante papel el cardenal Wojtyla. Su teología era tan ortodoxa y dogmática como la ideología estatal marxista. Ambas profundamente conservadoras. Y tras aquellos accesos de entusiasmo crecieron y se multiplicaron los signos de autoritarismo y exigencia de infalibilidad del inquisidor de la Edad Media y moralista supremo del mundo. Y Wojtyla, uno de los fundadores y, al mismo tiempo, actor del Teatr Rapsodyczny -algo que siempre lo fue- se convirtió en «una especie de simbiosis entre ortodoxía sumamente rigurosa, autoritaria y absolutista, y expontaneidad eslava de un hombre que se sentía enviado por Dios a una gran tarea»: la de misionar el mundo. Una vez más, como ya lo hiciera otrora Pío XII con Hitler, se alió con lo más retrógrado del mundo, con los restos de la Edad Media y órdenes militares de la Iglesia (Opus, teólogos carcas, USA, la Cía…) para derrotar al comunismo. Y en su afán de limpieza usó la escoba en su propia casa, impulsó a los censores, cortó palabras con sonidos distintos y puso un comisario político del Opus tras muchos obispos dentro de la Iglesia: no en vano su inquisidor mayor es su sucesor actual, Joseph Ratzinger, y su representante de ortodoxia y látigo en el estado español es el actual Presidente de la Conferencia episcopal española, el obispo Blázquez de la diócesis de Bilbao. Eliminó de un plumazo a destacados pensadores críticos y persiguió a hombres mayores, bregados en la investigación y la ciencia, con el descaro de un padre autoritario que persigue a un niño de corta edad. Entre nosotros el caso de Marciano Vidal provoca asco y vergüenza, al igual que provoca el silencio de teólogos que, siendo sumisos hacia dentro manifiestan su cobardía reivindicando libertades en artículos y conferencias hacia afuera. Todavía recuerdo aquel viaje a Nicaragua, a un Ernesto Cardenal arrodillado ante él, que con el dedo índice le recrimina ser ministro de un gobierno. ¡Curioso, el jefe del Estado Vaticano, henchido de pompa, censurando a un cura en sandalias por ser ministro en Nicaragua! Si Ernesto Cardenal no hubiera sido tan pusilánime no se habría arrodillado ante un dictador, y si se hubiera sentido representante de un pueblo no hubiera dejado pasar el momento sin lanzar un corte de mangas merecido a un soberano absolutista por mucho que fardara de papa y de representante de Dios. Es curioso, la tesis doctoral de Karol Wojtyla versó sobre «La virtud teológica de la fe en san Juan de la Cruz», mística la de este santo español que se mantiene rigurosamente dentro de los límites de los dogmas, diríamos una mística bajo control, mística de los focolari, de los neocatecúmenos, mística a la sombra de la jerarquía. La verdadera mística, como enseña Ekkerhart, Tauler, Seuse, Ruyborek, Giordano Bruno… es otra cosa, es crítica al poder e insumisión, no se detiene en barreras de dogmas, nivela y allana las diferencias entre hombre y Dios y, con frecuencia, termina en la pira, como Giordano, o condenado por herejía como Ekkehart. Quizá Wojtyla entendió que místico sí pero menos, que sólo cabe ascenso por la escalera de la Iglesia oficial. No son pocos quienes acusan a Wojtyla de trepa.
El hombre autoritario Wojtyla, sensible como un sismógrafo cuando se trata de registrar hasta los más pequeños rasponazos o heridas en el poder del papado, husmeó de inmediato el peligro que la «perspectiva desde abajo» de la teología de la liberación significaba para su «visión desde arriba» de la Iglesia. Fundadores y teóricos importantes del movimiento sudamericano de liberación, como los teólogos Leonardo Boff (Brasil), Gustavo Gutiérrez (Perú) y Jon Sobrino (El Salvador), tienen perfectamente claro el punto en el que se comienza a deshojar este movimiento, que para el papa debía ser una espina en el ojo: Iglesia y papado debían declararse partidarios de los pobres y marginados de la sociedad. Pero no de manera que a ellos se les lanzara solamente algunas limosnas sino que en adelante paulatinamente todo, toda la situación política, económica, social, cultural y religiosa, debía ser vista, analizada y valorada desde la perspectiva de los explotados, del pueblo, de aquellos de abajo. La «opción por los pobres», su primacía e igual rango en la Iglesia debía convertirse en el principio supremo. Los underdogs, los inválidos del progreso, no sólo deben ser liberados sino ocupar los puestos de mando del poder de la Iglesia. Exactamente de ahí le venía a la Iglesia jerárquica el peligro y la amenaza evidente, a una Iglesia que además siempre ha sido una Iglesia de los ricos, de los poderosos, de los opresores. Y es en el capítulo siete del libro cuando Hubertus Mynarek analiza la política social y financiera del Vaticano de Karol Wojtyla, cuando escudriña en concreto los principios generales y la doctrina social del moralista que quiere cambiar el mundo y descubre su falsedad y vacío, su profunda contradicción: no quiere cambiar el mundo, lo que quiere es, como diría san Agustín, que los pobres sigan siendo pobres y sumisos, porque luego, en el más allá, alcanzarán misericordia. Un mensaje conocido, carca, de mantenimiento de estructuras. Una prédica de sumisión. Un papa garante del orden establecido como voluntad de Dios. Citemos un ejemplo.
En septiembre de 1990 el papa Wojtyla viajó a África, para consagrar y aceptar como regalo el edificio ostentoso, la basílica de «Nuestra señora de la paz» junto a un parque (tres veces el Vaticano), lugar de nacimiento del dictador de Costa de Marfil. El dictador hizo gastar en el monumental edificio 7.800 metros cuadrados de vidrieras, tres veces más que en la catedral de Chartres, 120.000 metros cuadrados de mármol traído de Italia para adoquinar una calle en honor al papa. Aparte, erigió un palacio con veinte habitaciones de lujo, la «residencia papal africana», para acoger al papa y a sus acompañantes. Las gentes en esta dictadura, a orillas de Sahel, es muy pobre, nueve de cada diez familias carecen de luz. Pero 1.900 focos de 1.100 vatios iluminan la catedral africana de Pedro. Todavía en enero del mismo año 1990 el papa advertía a modo de conjuro: «El mundo tiene que saber que África se hunde en la pobreza». Quien es insensible ante esta necesidad y es insolidario con ella es culpable de esta «depauperación fratricida». ¿Puede ser todavía mayor la hipocresía inmisericorde, la discrepancia entre palabra y práctica de un pastor de la Iglesia? Pero el papa encontró también una disculpa «comprensible», que la dio a conocer en otra ocasión: «Quienes se sorprenden que construyamos iglesias en lugar de emplear estos medios para la mejora material de la vida, es que ha perdido el sentido para las realidades espirituales; no entiende el sentido de la palabra de Cristo: El hombre no vive sólo de pan (Mt. 4, 4). El modo y manera que el supremo vigilante de la fe en el Vaticano, el cardenal Ratzinger, comentó entusiásticamente estas palabras, suena a mofa: «La palabra del papa encierra una gran antropología… Lo curioso es que entre los pobres… el hambre de Dios es muy grande. Ellos en modo alguno comparten la opinión de muchos europeos, de que primero hay que solucionar lo terrenal para luego hablar de la cosas divinas».
Quizá por eso quieran hacerle pronto santo, para que no se hable demasiado de las miserias de un papa, que fue polaco y cuyos dos máximos administradores del banco Vaticano de su época terminaron condenados por desfalco y malversación de millones de euros: Roberto Calvi y Paul Marcinkus.