Aunque hoy no se lea tanto a Marx como se le leía hace unas décadas, todavía las personas cultas consultadas en Inglaterra, el país en que vivió durante su madurez y en el que murió, siguen considerándole el filósofo más importante de la historia. Esto suena a paradoja. Primero porque, hablando con propiedad, como […]
Aunque hoy no se lea tanto a Marx como se le leía hace unas décadas, todavía las personas cultas consultadas en Inglaterra, el país en que vivió durante su madurez y en el que murió, siguen considerándole el filósofo más importante de la historia. Esto suena a paradoja. Primero porque, hablando con propiedad, como recordaba hace poco Toni Doménech, Marx fue más científico social que filósofo. Y después porque esa consideración choca con lo que muchos intelectuales encumbrados por los principales medios de manipulación de masas vienen diciendo en los últimos tiempos sobre el marxismo.
Pero seguramente también esta paradoja tiene su explicación: la mayoría de las personas cultas saben hoy que la filosofía se ha mundanizado, que el filosofar de nuestro tiempo es inseparable de la ciencia social y que Marx fue precisamente uno de los primeros pensadores en llamar la atención, ya en el siglo XIX, sobre la importancia de esas cosas. Se comprende, por tanto, que se valore su filosofar, aquella filosofía de la praxis elaborada por Marx en conexión con la economía, la sociología y la teoría política.
Además, para los nuevos esclavos de la época de la economía global (que, según estadísticas recientes, andarán rondando los cien millones), para los proletarios que están obligados a ver el mundo desde abajo (un tercio de la humanidad) y para otros cuantos millones de personas sensibles que, sin ser pobres o proletarios, han decidido mirar el mundo con los ojos de estos otros (y sufrirlo con ellos), el viejo Marx todavía tiene cosas que decir. Incluso después de que su busto cayera de los pedestales que para su culto construyeron los adoradores de otros tiempos.
¿Qué cosas son esas? ¿Qué puede quedar vigente en la obra del viejo Marx después de que renegaran de él quienes habían construido estados y partidos en su nombre?
Aunque Marx sea ya un clásico del pensamiento socio-económico y del pensamiento político, todavía no es posible contestar a esas preguntas al gusto de todos, como las contestaríamos, tal vez, en el caso de algún otro clásico literario de los que caben en el canon. Y no es posible, porque Marx fue un clásico con un punto de vista muy explícito en una de las cosas que más dividen a los mortales: la valoración de las luchas entre las clases sociales.
Esto obliga a una restricción cuando se quiere hablar de lo que todavía haya de vigente en Marx. Y la restricción es gruesa. Hablaremos de vigencia sólo para los que siguen viendo el mundo desde abajo, con los ojos de los desgraciados, de los esclavos, de los proletarios, de los humillados y ofendidos de la Tierra. No hace falta ser marxista para tener esa mirada, por supuesto. Bastaría con algo de lo que no andamos muy sobrados últimamente: compasión para con las víctimas de la globalización neoliberal (que es a la vez capitalista, precapitalista y posmoderna). Pero algo de marxismo sigue haciendo falta para que la compasión no se quede en jeremiada, para pasar de la compasión a la acción racionalmente fundada.
Para quienes así piensan, aunque no siempre tengan voz, Marx sigue tan vigente como Shakespeare o Cervantes para los amantes de la literatura. Y sus razones tienen. Voy a dar aquí algunas de las razones de estos seres sin nombre que, por lo general, sólo aparecen en nuestros media debajo de las estadísticas y en las páginas de sucesos.
Marx dijo que aunque el capitalismo ha creado por primera vez en la historia la base técnica para la liberación de la humanidad, sin embargo, por su misma lógica interna, este sistema amenaza con transformar las fuerzas de producción en fuerzas de destrucción. Y ahí seguimos aún. El capitalismo ha cambiado en muchos aspectos sustanciales, pero aquella amenaza se ha hecho aún más patente.
Marx dijo que todo progreso de la agricultura capitalista es un progreso no sólo en el arte de depredar al trabajador sino también, y al mismo tiempo, en el arte de depredar el suelo; y que todo progreso en el aumento de la fecundidad de la tierra para un plazo determinado es al mismo tiempo un «progreso» en la ruina de las fuentes duraderas de esa fecundidad. Ahora, gracias a la ecología y al ecologismo social, sabemos más de esa ambivalencia, pero los millones de campesinos proletarizados que sufren por ella en el mundo han aumentado.
Marx dijo que la causa principal de la amenaza que transforma las fuerzas productivas en fuerzas destructivas y mina así las fuentes de toda riqueza es la lógica del beneficio privado, la tendencia a valorarlo todo en dinero, el vivir en las «gélidas aguas del cálculo egoísta». Millones de seres humanos, en África, Asia y América, sobre todo, experimentan hoy que esas aguas son peores, en todos los sentidos (no sólo el metafórico) que las que tuvieron hace años. Lo confirman los informes anuales de la ONU y otros organismos internacionales sobre la situación del mundo.
Marx dijo que el carácter ambivalente del progreso tecno-científico se acentúa de tal manera bajo el capitalismo que obnubila las conciencias de los hombres, aliena al trabajador en primera instancia y a gran parte de la especie por derivación; y que en este sistema «las victorias de la ciencia parecen pagarse con la pérdida de carácter y con el sometimiento de los hombres por otros hombres o por su propia vileza». Lo dijo con pesar, porque él era un amante de la ciencia y de la técnica. Pero, visto lo visto en el siglo XX, también ahí acertó.
Marx dijo que la obnubilación de la conciencia y la extensión de las alienaciones producen la cristalización repetitiva de las formas ideológicas de la cultura, en particular de dos de sus formas: la legitimación positivista y acrítica de lo existente y la añoranza romántica y religiosa. Ojeo los periódicos de nuestro tiempo y me veo, y veo a los pobres desgraciados, ahí mismo, en la misma noria, entre esas dos formas: repitiendo que vivimos en el mejor de los mundos posibles o jaleando por millones a Papas, Emires y Predicadores que condenan los anticonceptivos en la época del SIDA y consumiendo entre millones la última nadería.
Marx dijo que para acabar con esa noria exasperante de las formas ideológicas, repetitivas y alienantes de la cultura burguesa hacían falta una revolución y otra cultura. No lo dijo ni por amor a la violencia ni por desprecio de la alta cultura burguesa, sino con la convicción propia del historiador, a saber: que los de arriba no ceden graciosamente los privilegios alcanzados; y con el convencimiento, además, de que los de abajo también tienen derecho a la cultura. No fue el único en decir eso, pero fue el que mejor y más claro lo dijo en su tiempo.
Como Marx sólo conoció los comienzos de la globalización capitalista y era, además, una pizca eurocéntrico, cuando hablaba de revolución pensaba en Europa. Y cuando hablaba de cultura pensaba en la proletarización de la cultura ilustrada. Ahora, para hablar con propiedad, habría que hablar de la necesidad de una revolución mundial, no sólo europea. Y para hablar de cultura, habría que valorar lo que ha habido de bueno en las culturas de los pueblos que él consideraba «sin historia». Quizás porque, de momento, no parece que se pueda hablar en serio de esto (o porque lo que siguió a las revoluciones deshonró el pensamiento de Marx) mucha gente vuelve hoy sus ojos nuevamente hacia las religiones, las cuales siguen siendo –no se olvide– algo parecido a lo que Marx pensaba de ellas: el suspiro de la criatura abrumada, el sentimiento de un mundo sin corazón, el espíritu de los tiempos sin espíritu.
A esa mirada científico-filosófica sobre el mundo desde abajo la llamó Marx materialismo histórico. No cabe duda de que, como Homero, Marx también dormía a veces, sobre todo, como digo, la siesta eurocentrista; ni de que en su nombre se han hecho muchas barbaridades. Pero lo que hicieron otros en su nombre es cosa de esos otros. Tampoco hay duda de que, desde que él murió, han surgido otras miradas, tal vez más laicas y más finamente expresadas. La pregunta, ciento veinticinco años después, podría ser esta: ¿hemos producido, mientras tanto, algo que dé más esperanza a los que no tienen nada? Y si no es así, ¿qué tiene de extraño el que incluso en el hogar clásico del capitalismo (y del liberalismo y del republicanismo moderno) se piense ahora, frente a lo que piensan los letratenientes, que Marx fue el más grande de los filósofos de la historia? ¿No será que los anónimos a los que se pide ahora su opinión han entendido mejor que los letratenientes lo que significa filosofía mundanizada, o sea, bajar los humos al viejo filosofar para volver a verlo «pobre y desnudo», como quería Dante?