Sentir en lo más profundo de nuestro corazón cualquier injusticia, cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo, es la cualidad más bella que puede tener un revolucionario.» (Che Guevara) En el pasado número de El Viejo Topo (octubre 2007), Jorge Verstrynge escribía un documentado artículo sobre la inmigración, los mitos y los peligros a […]
Sentir en lo más profundo de nuestro corazón cualquier injusticia, cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo, es la cualidad más bella que puede tener un revolucionario.» (Che Guevara)
En el pasado número de El Viejo Topo (octubre 2007), Jorge Verstrynge escribía un documentado artículo sobre la inmigración, los mitos y los peligros a que nos enfrentamos, terminando con una serie de propuestas (cerrar puertas a los inmigrantes no comunitarios, expulsión de aquellos que hayan cometido delitos importantes, inmigración aceptada en base a contratos previos, políticas estrictas de visados, legalizaciones restringidas, etc.) que, aparte de no ser novedosas y de no compartirlas, parecen tan utópicas como sus opuestas. Es evidente que nos encontramos delante una situación muy complicada, pero yo creo que se pueden hacer análisis desde otras perspectivas.
Mi análisis parte de dos premisas: 1) «No se pueden poner puertas al viento», y ello, en el caso de la inmigración significa que mientras exista la desigualdad actual entre los países del norte y del sur, mientras los jóvenes de África y América Latina no vislumbren un futuro en su país, la emigración es imparable. Así ha sido siempre y así continuará. A más control, más muros, más barreras, más dificultades para entrar en nuestra «fortaleza», no se consigue menos cantidad de inmigrantes, lo único que se consigue es mayor sufrimiento para los que lo intentan. El aumento de la inmigración en los últimos años, demuestra que los controles han fallado y el número de muertos demuestra que el sufrimiento ha aumentado hasta límites indecentes. 2) En la situación política-económica actual no hay solución: seguirá habiendo ilegales, seguirá habiendo sobre-explotación, seguirán bajando los sueldos, se agotarán los recursos sociales, continuarán enriqueciéndose los mismos de siempre y continuarán pagando los platos rotos también los mismos de siempre (los más desfavorecidos de aquí y de allá) y, en consecuencia, seguirá creciendo también el racismo. Si no nos aventuramos a iniciar, o al menos a plantear, otra dirección, otras normas, otros derechos, otras luchas, todos los males que Jorge Verstrynge nos augura, serán realmente ciertos.
Y es desde la izquierda que podrían y deberían plantearse estas otras direcciones. Desde la izquierda no se puede decir «alguien tiene que contraponer los intereses del pueblo a los de las elites»; ¿De qué pueblo hablamos? ¿del «nuestro»?, y ¿Cuál es el nuestro? ¿el de mi barrio, el de mi ciudad, el de mi Autonomía, el de mi nación, el de mi estado, el de mi nueva Unión Europea? Si por pueblo entendemos las clases populares, las clases más explotadas, los sectores más desfavorecidos, estos no tienen patria, ni color, ni bandera. Si para «proteger» al pueblo catalán, español o europeo, debemos machacar al pueblo africano, latinoamericano, rumanos o paquistaní, estamos entrando en terreno peligroso. Si debemos cerrar al máximo las fronteras i/o expulsar a los inmigrantes por miedo al paro, a la crisis, a la falta de presupuestos sociales, ¿porqué no expulsar también a nuestros jóvenes, que son demasiados y piden muchos pisos y muchos puestos de trabajo, o por que no mandamos a las mujeres a sus casas para que haya menos competencia laboral, o porque no expulsamos a nuestros viejos que cada vez son más, producen poco y colapsan nuestro sistema sanitario? Evidentemente, este no es el camino.
El neoliberalismo, la globalización, la desregulación laboral, la especulación, el poder de las multinacionales, la apertura de los mercados (unas más que otros, evidentemente), están haciendo posible el aumento de los beneficios de bancos y empresas a niveles insospechados. Los sistemas fiscales, cada vez más en beneficio de los que más tienen, están vaciando las arcas del estado imposibilitando dar los servicios sociales necesarios. Si este sistema posibilita la libre circulación de capitales y la deslocalización de las empresas, debemos imponer el derecho a la libre circulación de las personas y el derecho que tienen todos los hombres y mujeres de este mundo global a intentar mejorar su situación instalándose donde mejor les parezca.
El discurso de una izquierda comprometida y con ganas de transformar y mejorar la sociedad, debería empezar por una clara y alta defensa de este derecho, y deberíamos hacer pedagogía del mismo. Todas las personas, hayan nacido donde hayan nacido, hablen la lengua que hablen, tengan el color que tengan, tienen los mismos derechos, y es la organización y la lucha conjunta el único camino para tratar de mejorar las condiciones de los que tienen menos. No es enfrentando los intereses de las clases populares de «aquí» con los de «allá» como podremos avanzar. Si se agotan los presupuestos sociales porque somos muchos, habrá que reivindicar más impuestos para aquellos que se están beneficiando del trabajo de estos muchos. Si no hay viviendas suficientes para todos, habrá que luchar para parar la especulación y para que las superganancias repercutan en viviendas sociales. Y así sucesivamente.
Se trata pues, de empezar a hilvanar un nuevo discurso que parta del principio del derecho a la libre circulación, del derecho a entrar y salir de un país libremente, del derecho a trabajar legalmente en cualquier empresa de cualquier país, del derecho a la educación, la salud, la vivienda, el seguro de paro, las pensiones y los servicios sociales para toda persona que viva y trabaje en un país, el derecho «a tener todos los derechos cuando se cumplen todas las obligaciones». Si se vive, se trabaja, se compra y se cumplen las leyes en un país, significa que se pagan impuestos, se contribuye a la seguridad social y se colabora con la marcha de este país, y por lo tanto, se tienen todos los derechos que este país ha contraído con sus ciudadanos y ciudadanas, independientemente de donde han nacido. Y, evidentemente, habrá que repartir entre todos y todas, habrá que repartir el trabajo y los servicios, habrá que repartir las viviendas y los espacios, y se deberán ampliar las escuelas y los hospitales. Y como los recursos no son ilimitados, los que ahora más tienen deberán tener menos. A esto se le llamaba «lucha de clases», no sé como se le llamará ahora, pero sin lucha no se avanza.
¿Y qué pasaría si realmente hubiera la posibilidad de abrir las fronteras? Primero de todo no habría más muertos en el fondo del mar, desparecerían las mafias y los inmigrantes podrían llegar en vuelos regulares, en barcos con condiciones o en vuelos de low-coast; deberían pagar sus billetes, con un poco de dinero para subsistir los primeros meses, sin estafas ni intermediarios. Todos los empresarios podrían y deberían estar obligados a contratar a los nuevos trabajadores con un contrato legal, pagando la seguridad social y un sueldo digno, con lo que disminuiría la sobre-explotación. Los nuevos inmigrantes podrían alquilar pisos legalmente, abrir cuentas corrientes, pedir préstamos… como cualquier otro ciudadano. No habría «ilegales» y por lo tanto no habría el estigma hacia los nuevos ciudadanos. Nos ahorraríamos todo el dinero destinado a construir muros, vallas, lanchas de vigilancia, repatriaciones, centros de internamiento, y demás medidas destinadas a barrar el paso a la inmigración, que, dicho sea de paso, tampoco logran su objetivo.
¿Y qué pasaría cuando hubiera demasiados y no hubiera más trabajo? Primero, hay un factor que nunca se tiene en cuenta, y es que si no se han jugado la vida y no se han hipotecado por años y años con las mafias, sería mucho más fácil el retorno voluntario. Si aquí no consiguen sus objetivos, volver a su país sería mucho más posible. También se regularizaría el trabajo temporal: en época de cosecha aparecerían y, muy probablemente, volverían a su país a pasar el resto del año con el dinero ahorrado. No sé porque no se puede pensar que los africanos o los latinoamericanos no tienen capacidad para diseñar su propio proyecto en función de la realidad. De hecho, cuando en España no había trabajo, tampoco había inmigrantes. La gente no emigra, o en todo caso no permanece, en un lugar donde está peor de donde ha venido. Y esto vale para todo el mundo.
Y si se quedaran más de los que se pueden integrar, habría que rediseñar la economía, habría que luchar para conseguir nuevos empleos, igual que se hace cuando hay crisis aunque no haya inmigrantes.
¿Y el racismo? Este es otro de las cuestiones que siempre está encima de la mesa. Como señala Verstrynge, y tantos otros, existe la «ley de proximidad genética», lo que significa que el racismo lo «llevamos en los genes», y por lo tanto, hay que poner coto a la inmigración si no se quiere que la sociedad toda se vuelva racista y se disparen los conflictos sociales. Pero hay otras versiones de lo que significa el racismo, de cómo se construye y de cómo se estimula. Si bien es cierto que hay algo biológico en el temor y/o rechazo al extranjero, también lo es que hay algo de innato en la curiosidad y el placer por lo nuevo y lo diferente. Igual que existe en todas las personas una tendencia a la violencia, también existe otra a la cooperación. La historia, la psicología y la biología demuestran que depende de las circunstancias personales y sociales el que se pongan en marcha unos u otros mecanismos. En tiempos de revolución y esperanza crece la solidaridad, en tiempos de caos y desesperanza crece la violencia.
Desde hace ya tiempo las ciencias sociales cambiaron las nociones biologistas de la raza en favor de un enfoque que ve la raza como un concepto social. Con raras excepciones, la mayoría de científicos coinciden en que dentro del género humano no existen las razas en términos estrictamente biológicos, por lo tanto, podemos afirmar que siempre que se dan formas de desigualdad atribuidas a diferencias raciales se trata de «construcciones sociales». La principal característica del racismo no es la hostilidad hacia otros seres humanos sino la defensa de un sistema en el cual unas personas gozan de unas ventajas sociales que derivan directamente de su pertenencia a un grupo determinado. El racismo, además, como elaboración teórica, va unido al capitalismo. Fue la ideología de los imperialismos la que legitimó la opresión de los colonizados basándose en la superioridad de la «raza» de los colonizadores. El liberalismo y el fascismo provienen de tradiciones comunes.
El racismo, por otra parte, es una forma de dar salida al malestar social. En palabras de Durkheim «cuando la sociedad sufre, experimenta la necesidad de encontrar a alguien a quien imputar el mal y vengarse en él de toda su decepción». Esta tendencia humana ha sido explotada, a lo largo de la historia, por muchos líderes en beneficio propio. Conscientes que el odio puede cultivarse con la ayuda de las falsas informaciones, han creado estereotipos para fabricar enemigos y desviar el malestar hacia «fuera». En este sentido, las políticas oficiales hacia la inmigración (Ley de Extranjería, detenciones arbitrarias, deportaciones, ilegalidad de las personas, etc.) ayudan a visualizar a los inmigrantes como conflictivos y competidores, resucitando los viejos fantasmas de Occidente: la «invasión de los bárbaros».
Así pues, el racismo no es tanto algo inevitable por biológico, sino algo que se estimula y se construye y, por lo tanto, susceptible también de des-estimularlo y de-construirlo si cambian los mensajes y las políticas.
Finalmente, otro de los factores que estimulan el racismo, según algunos autores,
es la desaparición de los modelos tradicionales de confrontación social: la lucha de clases y las organizaciones (sindicatos, partidos de izquierda, asociaciones de vecinos) que habían articulado propuestas de lucha y de cambio, canalizando así el malestar social. Los proyectos de cambio social, como el que proponía el movimiento obrero, ofrecían un eje para organizar las demandas de los sectores menos favorecidos. Como afirmaba M. Wieviorka, «cuanto más se organiza una sociedad a partir de un conflicto propiamente social, más restringido es el espacio para el racismo». Se trata pues, de resituar los conflictos dentro del eje social y no de la pertenencia a una etnia, raza o nacionalidad. Solamente recuperando la organización, la lucha, y las demandas de las clases populares (inmigrantes incluidos) podremos parar el fenómeno del racismo y no con prácticas y discursos anti-inmigración.
Nos queda mucho camino para andar, pero es importante no equivocar la dirección. En este sentido, creo que un debate a fondo sobre cual debe ser la posición, desde la izquierda con voluntad transformadora, frente al nuevo reto de la inmigración, es urgente y necesaria.
¿Por donde empezar? En primer lugar deberíamos construir este nuevo discurso, hacer propuestas concretas y difundirlo al máximo. Un discurso en donde se centrara el interés en la historia de las migraciones, en las experiencias de las luchas sociales y en las posibilidades de otro tipo de políticas. Un discurso en el que a los inmigrantes no hay que «tolerarlos» porque «hacen el trabajo que nosotros no queremos hacer», o porque «los necesitamos para que paguen nuestras futuras pensiones». Sino un discurso que valore a las personas que emigran, que se reconozcan sus derechos, que se resalten los aspectos positivos de la diversidad cultural, entendida como riqueza. Un discurso que no subvalore las características culturales de los diferentes pueblos: es sabido que las sociedades avanzan a partir de intercambios y que todas las culturas tienen algo que aportar (D. Juliano).
Y para empezar tenemos la educación. Los centros educativos son un lugar ideal de intercambio cultural. Si un nuevo discurso calase entre el profesorado, se podría hacer realmente una educación intercultural que preparara a nuestros futuros ciudadanos y ciudadanas para vivir en esta sociedad pluricultural y para defender los derechos de todas las personas. Una educación que vacunara contra el racismo y estimulara la solidaridad y la indignación ante la injusticia.
En otros tiempos, los partidos y sindicatos de izquierda hicieron un trabajo pedagógico y prepararon ideológicamente a las clases más populares. Les dieron argumentos y armas organizativas para luchas y ello sirvió para avanzar. En Cataluña tenemos una buena experiencia: en los años 50, 60 y 70 hubo una llegada masiva de inmigrantes de distintas regiones del estado español, que llegaban también con otra cultura, sin dinero, sin vivienda y sin trabajo. Pero como eran «nacionales» pudieron acceder a puestos de trabajo sin más impedimentos. Ello, juntamente con las luchas obreras en las fábricas y en los barrios, que juntaron a los catalanes y a los recién llegados, hicieron posible que sus condiciones de vida mejoraran a lo largo de los años y que su «integración» fuera total. Desgraciadamente todo ello se perdió. Habrá que pensar como recuperarlo, como encontrar nuevos ámbitos de discusión y difusión, nuevos discursos y de nuevas formas de organización y lucha política para poder avanzar en este otro mundo posible y tan urgentemente necesario.