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La Unión Europea, el potrero de don Pío, y un posmoderno pecado original

Fuentes: Rebelión

Lo primero que acudió a mi mente fue una frase de Valéry: Lo más profundo es la piel. Ahora los negros, los aindiados, los bronceaditos por el sol del trópico, sufrirán en sus oscurecidas epidermis el rigor de esa frase, porque en Estrasburgo, Francia, el Parlamento Europeo acaba de votar una ley llamada «Directiva Retorno», […]

Lo primero que acudió a mi mente fue una frase de Valéry: Lo más profundo es la piel. Ahora los negros, los aindiados, los bronceaditos por el sol del trópico, sufrirán en sus oscurecidas epidermis el rigor de esa frase, porque en Estrasburgo, Francia, el Parlamento Europeo acaba de votar una ley llamada «Directiva Retorno», que colocaría en prisión a inmigrantes indocumentados residentes en los 27 países de la Unión Europea. A estos emigrados de nada les valdrá el talento personal, sus nobles sentimientos, el apego a las buenas costumbres: a desdoro de ello, podrán ser encarcelados hasta por 18 meses; tampoco de nada les servirá que sus lenguas madres sean el español, el inglés o el francés, herencia de un pasado colonial que en definitiva es la causa originaria de esa inmigración, porque de de pronto la piel mulata ha cedido en su papel de arquetipo erótico para también convertirse en presunta evidencia criminal.

Este desprecio no es nuevo. Hace 410 años, en 1598, Felipe II y Enrique IV firmaron la paz de Vervins que ponía fin a la intervención española en las guerras de religión en Francia. Pero aquel tratado tenía un acápite secreto: sin que se considerase un acto de guerra entre estos países, sin que por ello dejaran de saludarse con salvas de afecto en el Mediterráneo o el Cantábrico, las naves españolas y francesas, en cambio, podía caerse a cañonazos y rapiñarse mutuamente siempre que lo hicieran al oeste del meridiano de las Azores y al sur del trópico de Cáncer. O sea, en lenguaje raso esto vendría a significar algo así como vayan a fajarse al barrio marginal del Caribe, entre las putas y los facinerosos, porque en realidad nuestras tierras siempre fueron semejantes a las del folclórico potrero de don Pío, donde cada cual podía apacentar sus reses sin pedir permiso a nadie.

Ya por 1591, en su obra Problemas y secretos maravillosos de las Indias, el escritor andaluz Juan de Cárdenas explicitaba el desprecio al escribir que los españoles nacidos en estas tierras eran menos discretos y pulidos que los nacidos en España. Otro tanto, en 1604, escribió don Pedro de Valdés, gobernador de Cuba, en carta al rey Felipe III. En ella dedicaba todo un párrafo a explicar por qué había tomado ciertas disposiciones de privilegio contra los que llamó hombres de la tierra, y las resumía con la expresión «como quiera que las condiciones de los hombres no son todas una, yo he procurado hacer justicia en esto.

Así de vieja es la arrogancia con que se nos trata, pero si alguno piensa que igual son demasiado viejas estas anécdotas para servir ahora de argumento, voy a dar un salto de 1598 a 1898 -hasta hace apenas 110 años- para ubicarme en la época en que, si quisiéramos explicar con una sola palabra lo que pasó en Cuba, a ese término habría que aportarle entonces un nuevo significado. Por ejemplo diezmar significa sacar uno de cada diez, y también en su semántica podemos percibir el escalofrío de la tragedia: cuando decimos la población fue diezmada, sin que se aporten más detalles ya sabemos lo qué pasó, una gran catástrofe; pero curiosamente esto no sucede con la palabra quintar que en definitiva significa sacar uno de cada cinco: es el doble de la desdicha y sin embargo no trasmite nada de espanto. Y justamente en 1898 la población cubana fue quintada gracias -desgracias debería ser- a la política de reconcentración que aplicó el gobernador general español Valeriano Weyler, marqués de Tenerife. De un millón de personas que habitaban la isla, murieron de hambre y enfermedades unas 200 mil. Mujeres, niños, ancianos, en lo que fue un antecedente directo de los campos de concentración nazis en la II Guerra Mundial, una contienda que, casualmente, obligó a millones de europeos a buscar -y a encontrar- la solidaridad de estas mismas personas que hoy su parlamento está conjurando.

Correcto, sé que también 110 años puede parecer un tiempo lejano al lector contemporáneo. Ya que empecé citando a Valéry, volveré a hacerlo, pues hay hombres «que han conocido una época completamente diferente, que han vivido una vida completamente diferente, que han aceptado, sufrido, examinado los males y bienes de la existencia en un medio completamente diferente, en un mundo muy diferente». De modo que no voy a detenerme ni acaso en 1938 -hace solo 70 años- cuando muchos miles de estos mismos oscuritos de piel ofrendaban sus vidas a favor de la excelentísima y nunca bien ponderada democracia española, amenazada entonces por cierto general llamado Francisco Franco, alguien que un par de años atrás, en 1936, había salido de Tenerife para comandar el alzamiento contra el gobierno de la II República.

Caramba, por dos veces he mencionado la palabra Tenerife. ¡Ah, Canarias, cómo me recuerdas cosas!: no sólo a Weyler, no sólo a Franco. De Canarias era mi abuelo paterno don Pedro Rodríguez Yánez. Había sido quinto del ejército español cuando Weyler quintaba la población cubana, y luego retornó nuevamente a Cuba huyendo de aquella rueda de consolación que para España significó la Guerra de Marruecos, tras el desastre de su imperio ultramarino en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Aquí conoció a mi abuela doña Valentina Castro Hernández, también canaria, que a su vez había venido huyendo de otra guerra mucho peor: la del hambre que mataba a más españoles que los moros. Cuántas veces, de niño, les escuché contar cómo trasportaban tierra en cestas de mimbre para construir terrazas de cultivo sobre los despeñaderos; puñado a puñado tenían que modelar el labrantío; y qué agonía con el agua.

Tras mis abuelos paternos, vinieron a Cuba los tíos Sixto, Francisco, Tomás, Domingo y José Antonio, y por acá todos tuvieron oportunidad de ser hombres y mujeres de bien… Pero no, ahora me entero de que, como consecuencia de cierta legislación europea, ser emigrante es como ser delincuente: deduzco que moralmente esto tendrá que funcionar en los dos sentidos. Es que gracias a lógicas derivaciones -según el Kybalión, todo tiene su par de opuestos- resulta que en realidad ahora yo soy descendiente de unos maleantes, pues mis abuelos, según era práctica en muchos de los inmigrantes españoles, vinieron a Cuba sin arreglar papeles. Vale la pena aclarar, sin embargo, que no todos los emigrantes españoles eran malhechores: Por ejemplo, entre los hombres de bien puedo mencionar al abuelo de José María Aznar, un emigrado que siempre tuvo en regla su documentación. Por los años veinte del pasado siglo, el abuelo de Aznar fue director del periódico el Sol, el encomiástico libelo de Gerardo Machado, uno de los tiranos más sangrientos que se recuerdan. Una acotación: Gerardo Machado fue fundador del Partido Popular, José María Aznar también fue fundador del Partido Popular: gracias al espaldarazo del Partido Popular, el Parlamento Europeo pudo aprobar la Directiva Retorno.

Bien, para ver con ojos más cercanos cómo se manifiesta la mecánica xenófoba institucional europea, pongamos entonces un ejemplo más reciente; uno de hace apenas diez años, de cuando en 1998 fui a Canarias por ver la casa natal de mis abuelos en Villa de Mazo, La Palma. Venía yo de Madrid cargado de libros, y entonces, en el aeropuerto de Los Rodeos en Tenerife, de pronto resulté sospechoso de ser narcotraficante. Dos mastodontes armados con revólveres a los John Wayne, me condujeron hasta una habitación donde esperaba mi equipaje, apenas un maletín. Ábralo, ordenaron, y yo fui sacando camisas, un par de pantalones, el champú; debajo estaban los libros. Miren, soy escritor, dije como si esta fuese indiscutible prueba de integridad moral: ¡De los escritores uno ha leído tantas memorias, entrevistas y críticas apologéticas…! Esta es mi novela, continué, ¡con ella gané un premio…! de pronto hasta me sentía culpable de cargar más libros ajenos que míos y me vi obligado a explicar: estos son los que tocan a otro escritor cubano, Leonardo Padura, que publicó en la misma editorial que yo… y estos los de Pedro de Jesús… Los guardias ni me miraban, o a veces lo hacían con ojos entre adustos y desconfiados, y en tanto, protegidos por guantes sintéticos, seguían sacudiendo calcetines, camisetas, calzoncillos, lo cual también me hacía sentir culpable de poseer glándulas sudoríparas. El cacheo resultó insuficiente y me obligaron a desnudarme. De pronto allí estaba yo, invitado por una institución española, supuestamente distinguido por acuerdos de intercambio cultural, mostrando no solo las vergüenzas al aire, sino también sobre el pecho esa sombra en forma de V, trabajada durante años por el sol a través del escote de la camisa y que algunos llaman cuello de agricultor, prueba fehaciente de que provienes del trópico.

Al fin, tras revisar una y otra vez mi pasaporte, que por casualidad estaba en regla: ese interminable minuto en que alternativamente miran tu cara y la foto, tu cara y la foto, tu cara y la foto, por única disculpa apenas comentaron que había muchos sudamericanos involucrados en el negocio de las drogas.

Claro, ya sé que un ejemplo privado también puede parecer insuficiente para un asunto tan complejo y que es de alcance global, pero imaginemos que todo esto hubiera sucedido al revés: un escritor español puesto en pelotas y confundido con una mula en el aeropuerto José Martí de La Habana. Si me parece estar viendo los titulares de El País, El Mundo y el New York Times; la tropa de reporteros de AFP y Reuters y EFE y la CNN; y ni hablar de las condenas en la ONU y en Ginebra. De modo que, en definitiva, no debe extrañar que ahora se legisle lo que ya era acuerdo tácito, la espada llameante como instrumento jurídico para expulsar a los «nefandos» del paraíso europeo: ¿acaso alguien no sabe que para el cártel del norte, corporación de la gracia divina, los del sur siempre vamos a ser culpables de un posmoderno pecado original?

En el vestíbulo del aeropuerto de los Rodeos, me esperaba María Candelaria Vega de la Rosa, directora de la biblioteca de Los Realejos. Y quién sabe ahora mismo si como resultado de esta historia fue que días más tarde me regaló un CD de Joaquín Sabina, Esta boca es mía: un CD que escucho mientras escribo estas líneas. De una de sus canciones, La casa por la ventana -crónica de cómo viven hoy los inmigrantes en España- cito un fragmento: «Y si dos vascos atacan/ a un farmacéutico en Vigo/ jura el testigo/ que eran sudacas».

¿Y cómo consiguió usted determinar que los asaltantes eran sudamericanos?, preguntaría entonces el juez al testigo, mientras con ojos neutros lo escruta por sobre los lentes minúsculos. Bueno, por la piel tostada, respondería aquél sin titubear. Y en verdad nadie podría acusarle de formular falso testimonio, si en definitiva el Concilio de Estrasburgo ya santificó los capítulos y los versículos de la Directiva Retorno. Al caer la tarde, el juez saldría del tribunal quizá fervoroso, quizá romántico al recordar añejas expulsiones: los marranos en 1492, los moriscos en 1609; ahora toca dar continuidad a la historia y hacer lo mismo con los sudacas: Gracias a Dios, se diría, que no hace falta juicios para encarcelarlos, gracias a Dios que no hace falta ningún papeleo. Entretanto, el testigo iría hasta el bar de la esquina donde brindará por su decencia. Sí, decencia, porque en realidad nunca faltó a la verdad: ya se sabe por Valéry que lo más profundo es la piel; y también que los prejuicios, tanto como el egoísmo, hacen mirar oscuro.