A más de tres décadas de su publicación, Teoría de la justicia (1971) de John Rawls, perteneciente a la corriente llamada «igualitarismo liberal», sigue siendo una obra imprescindible para la filosofía moral y política contemporánea. La teoría rawlsiana iluminó una laguna en el pensamiento marxista, específicamente, su deficiente teorización sobre los valores morales en general, […]
A más de tres décadas de su publicación, Teoría de la justicia (1971) de John Rawls, perteneciente a la corriente llamada «igualitarismo liberal», sigue siendo una obra imprescindible para la filosofía moral y política contemporánea. La teoría rawlsiana iluminó una laguna en el pensamiento marxista, específicamente, su deficiente teorización sobre los valores morales en general, y la justicia en particular. Si bien Rawls no prescribe la acción revolucionaria, sí proporciona una visión que puede contribuir a la motivación de la acción emancipatoria. No estamos pensando en un rawlsianismo revolucionario, sino en un socialismo enriquecido en el diálogo crítico con el liberalismo igualitario.
Margaret Thatcher supo acuñar eslóganes efectistas que, de algún modo, contribuyeron a producir y reflejar el sentido común neoliberal de las últimas tres décadas. Se la recuerda por haber predicado a los cuatro vientos que «No hay alternativa» al capitalismo. En su Historia del siglo XX, Eric Hobsbawn rememora otra frase thatcheriana, acaso menos conocida pero igualmente categórica: «La sociedad no existe, solo los individuos». Ambos eslóganes exhiben una íntima conexión y revelan un programa ideológico completo. Al proclamar la inexistencia de alternativas, la amiga del dictador Augusto Pinochet arrojaba una lápida sobre la historia: el capitalismo había llegado para quedarse; el futuro sería exactamente igual al presente. Al negar la sociedad como tal y afirmar la sola presencia del individuo, la «Dama de Hierro» iba incluso más allá de las elaboraciones teóricas de los fundadores del liberalismo. Las célebres «robinsonadas» contractualistas de Locke, Rousseau y Kant fueron intentos por explicar (y justificar) la formación de la sociedad moderna; pero a estos pensadores ni por un momento se les habría ocurrido decir que la sociedad no existe. Ahora, con Thatcher indudablemente inspirada en los artificios teóricos de Friedrich Hayek la historia había dado una vuelta de campana. El Estado de naturaleza de los primeros contractualistas se convertía en una realidad inexorable y deseable; el capitalismo, como segunda naturaleza, no precisaba de contratos ni de sociedades. Por fin la humanidad se había desembarazado de la pesada carga de la solidaridad de la horda y consumado la liberación individual.
Un corolario inmediato de estas ocurrencias era que nada podía predicarse sobre lo social, puesto que no puede predicarse nada sobre aquello que no existe. Hablar, por ejemplo, de una sociedad justa sería de suyo un completo disparate. Si la sociedad no existe, no puede admitir ninguna calificación. En todo caso, si la justicia es una virtud inteligible, solo puede aplicarse a las decisiones y acciones individuales. En este sentido, los ideólogos y artífices del cosmos neoliberal eran consecuentes con sus premisas. Por eso, en esta atmósfera intelectual de cuño neoliberal fortalecida (y legitimada) por fuertes dosis del escepticismo posmoderno sobre la verdad, el sujeto, y los grandes relatos cobró especial relevancia el desafío lanzado desde una recoleta cátedra de Harvard. En 1971, año en que Estados Unidos abandonaba para siempre el marco de Bretton Woods y ponía en práctica las recetas monetaristas preferidas de los neoliberales, John Rawls escribía:
La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. Una teoría, por muy atractiva, elocuente y concisa que sea, tiene que ser rechazada o revisada si no es verdadera; de igual modo, no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas.[1]
Desde la más rancia tradición liberal, el filósofo norteamericano afirmaba aquello que el neoliberalismo triunfante venía negando: la existencia de las instituciones sociales y la virtud de la justicia social. Y a los escépticos posmodernos les decía que la verdad también importa en los sistemas de pensamiento; que hay una verdad allá afuera y que esta no es un atributo exclusivo de los textos.
A más de tres décadas de su publicación, Teoría de la justicia (1971), de John Rawls, sigue siendo una obra imprescindible para la filosofía moral y política contemporánea. Para algunos, este libro es un punto de inflexión, una suerte de revolución copernicana, una recuperación de la filosofía política como disciplina, tras un largo ocaso; para otros, Rawls es apenas un pensador como cualquier otro, que ha articulado ingeniosamente algunos presupuestos archiconocidos en la tradición liberal. Pero lo cierto es que hoy es difícil ignorar su influencia, aunque solo sea por la cantidad de comentarios, réplicas y derivaciones que ha suscitado su teoría. Por un lado, la obra rawlsiana inauguró una corriente de pensamiento conocida como igualitarismo liberal donde se destacan figuras como Brian Barry, Ronald Dworkin y Amartya Sen. Por otro, generó airadas réplicas desde el campo neoconservador (tal el caso de Robert Nozick) y desde un grupo de pensadores que pasaron a ser conocidos como comunitaristas. No menos importante fue el impacto de Rawls sobre la tradición socialista: los denominados marxistas analíticos, en particular, aceptaron el desafío de (re)pensar la dimensión ético-normativa del materialismo histórico. Es que la teoría rawlsiana, como bien pronto pudo verse, había iluminado una laguna en el pensamiento marxista, específicamente, su deficiente teorización sobre los valores morales en general, y la justicia en particular. Puesto en otros términos, el marxismo se vio, nuevamente, enfrentado a la tensión entre sus dimensiones explicativa y normativa. Volvieron entonces a formularse preguntas tales como: ¿pensaba Marx que el capitalismo es injusto?; ¿la crítica marxiana al capitalismo está fundada en algún principio ético-normativo o es una crítica meramente «científica»?; ¿hay algún lugar para la moral y la ética en el marxismo?; ¿la sociedad comunista debe estar edificada sobre valores o está más allá de la justicia?
El británico Norman Geras,[2] por caso, se aplicó a revisar minuciosamente las obras marxianas y los numerosos comentarios sobre la relación entre Marx y la justicia. En dos brillantes artículos demostró (a nuestro juicio, definitivamente) que, más allá de las inconsistencias y contradicciones del propio Marx, su crítica a las injusticias capitalistas está inequívocamente basada en principios normativos y transhistóricos. Tanto Alex Callinicos[3] como Gerald Cohen,[4] a pesar de sus profundas diferencias en otros aspectos, reconocen el acierto de Geras. Por su lado, en la escena latinoamericana, Adolfo Sánchez Vázquez[5] también ha señalado las contradicciones de Marx y ha propuesto resolverlas reafirmando la interpretación del marxismo como filosofía de la praxis. Dos cuestiones merecen destacarse a partir de lo expuesto hasta aquí: por un lado, la cada vez más extendida admisión de que el marxismo sufre, en palabras de Callinicos, de un «déficit ético» y, por otro, que todos estos autores aceptan (con diversos énfasis) la necesidad de dialogar críticamente con aquellos que en la actualidad han tomado la delantera en lo que concierne a la filosofía normativa, es decir, los igualitarios liberales.
Es sabido que Marx fue remiso a trazar un perfil detallado sobre la sociedad comunista. Como su proyecto estaba concebido para superar las lucubraciones y artificios de los socialistas utópicos, tenía cerrada la vía hacia la reflexión moral en un sentido normativo. Pudo, claro está, hacer de la moral un objeto de conocimiento, y de allí sus penetrantes observaciones sobre la función ideológica de la moral y el derecho en la sociedad capitalista. En Marx, como bien lo señalan entre otros Sánchez Vázquez[6] y Ziyad Husami,[7] existe una explícita sociología de la moral; pero es mucho menos evidente su propia teoría moral normativa, aunque allí está, impregnando decisivamente la crítica al capitalismo y el proyecto emancipatorio socialista. También se ha sostenido que tanto Marx como Engels concebían el derecho solo como derecho positivo y, en consecuencia, no lograron ir más allá de una crítica a la función legitimadora de los ordenamientos jurídicos. Una explicación que va a la raíz de este problema, planteada por Callinicos,[8] sostiene que Marx tenía una metaética equivocada y que, a causa de su hegelianismo antikantiano, no pudo resolver acabadamente la tensión entre lo explicativo y lo normativo; esto es, no pudo concebir la autonomía de la reflexión moral y su capacidad para formular principios normativos universales. Aun así, Marx sin ser totalmente consciente de ello sentó las bases de una ética crítica y emancipatoria, fundada en claros principios de justicia distributiva y el ideal de autorrealización.
La afirmación de la dimensión normativa del marxismo es fundamental para enfrentar la sensibilidad posmoderna que rechaza toda verdad especialmente la verdad moral, y que considera que solo lo dado, lo existente, es fuente de normatividad, problema que se observa tanto en el escepticismo y el relativismo posmo cuanto en ciertas elaboraciones supuestamente modernas, como las de Jürgen Habermas. Hoy, la «realidad» es la norma; algo inaceptable tanto desde el punto de vista del imperativo categórico kantiano cuanto desde una filosofía de la praxis que aspira a transformar el mundo. Como bien observa Callinicos, la crítica social necesita en nuestros días principios de justicia independientes y sustantivos.[9] Por ello, frente al antiesencialismo posmoderno, una crítica fundada en principios y valores se vuelve acuciante. Terry Eagleton ha dicho recientemente que, con excepción del capitalismo en particular, de este capitalismo tardío, ninguna otra sociedad en la historia pudo pensarse a sí misma conduciendo sus asuntos por fuera de normas morales y culturales, y que el socialismo es un intento por recuperar esta dimensión normativa en los tiempos modernos. Así, ante un mundo para el cual la verdad ético-política es irrelevante, al socialismo (y a las humanidades en general) le quedan dos opciones: o lanzar una crítica ética o asimilarse al cientificismo profesionalizado vigente. El marxismo no escapa ni ha escapado, dice Eagleton, a este problema: bien puede verse como una crítica moral al cientificismo o como una crítica cientificista de la moral. La solución a semejante dilema pasa entonces por articular un discurso (y una práctica) que sea a la vez «técnica y humana, ética y analítica».[10] En otras palabras, articular en un todo congruente las dimensiones explicativa y normativa del marxismo.
Estas consideraciones nos devuelven a Rawls. Inscrito explícitamente en la línea kantiana y contractualista de la tradición liberal, el filósofo norteamericano se propuso generar los principios, las instituciones y los fines de una sociedad justa. Procuró, con un altísimo grado de formalización, establecer cuáles son los principios de justicia que deben regir la estructura básica de una sociedad bien ordenada. Su teoría es, desde luego, un modelo ideal que toma como punto de partida la filosofía política concebida como disciplina «realistamente utópica».[11] Los principios de justicia rawlsianos son aquellos que serían elegidos, por unanimidad, en una hipotética deliberación que tiene lugar en un espacio también hipotético que Rawls denomina «posición original». Se trata de un ingenioso mecanismo contractualista que fija las condiciones para la elección de principios de justicia entre sujetos libres, iguales, racionales, razonables y autointeresados (auténticos seres noumenales kantianos), situados tras un «velo de la ignorancia» que les impide conocer (y sacar provecho de) sus características personales y su posición social. Los dos principios que surgen de esta escena originaria, auténticos imperativos categóricos kantianos, son los siguientes:
«Primer principio: Cada persona ha de tener un derecho igual al más extenso sistema total de libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos. Segundo principio: Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para: a) mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo [Principio de Diferencia], y b) unidos a los cargos y las funciones asequibles a todos, en condiciones de justa igualdad de oportunidades».[12]
No es este el lugar para analizar en detalle el alcance y significación de cada uno de estos principios. Baste señalar que el primero fija la prioridad de un sistema de libertades, libertades típicamente «modernas» (según la célebre definición de Constant), mientras que el segundo prescribe que las desigualdades económicas y sociales deben ser permitidas si y solo si benefician a los «menos aventajados». Con todo, el espíritu de la justicia rawlsiana puede comprenderse mejor acudiendo a su concepción general, que reza: «Todos los bienes sociales primarios libertad, igualdad de oportunidades, renta, riqueza, y las bases del autorrespeto han de ser distribuidos de un modo igual, a menos que una distribución desigual de uno o de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados».[13] En suma, una sociedad justa debe ser profundamente igualitaria en el sentido de que a menos que pueda justificarse alguna desigualdad (porque beneficia a los que están peor), siempre debe preferirse la igualdad.
Críticas desde América Latina
Como hemos indicado, Rawls y su obra no pasaron inadvertidos para el marxismo. En esta oportunidad, nos interesa observar las reacciones de algunos notables exponentes de la tradición socialista en América Latina. De algún modo, la sola existencia de estas respuestas es evidencia de que, en la actualidad, es casi imposible eludir el diálogo crítico con las teorías igualitario-liberales. Tomemos, para comenzar, un artículo de Atilio Boron, titulado «Justicia sin capitalismo, capitalismo sin justicia. Una reflexión acerca de las teorías de John Rawls».[14] En este trabajo, Boron le concede a Rawls el mérito de haber recuperado el tópico de la justicia en momentos en que se consumaba el triunfo de las doctrinas neoliberales. Admite, además, que en el pensamiento marxista «se ha ignorando largamente la problemática de la justicia» (con algunas excepciones venidas desde el campo socialdemócrata) y que «Marx nunca se preocupó mayormente del tema».[15] Por lo demás, este autor sostiene que las preocupaciones de Rawls pueden ser compartidas aunque no así las soluciones que este propone. A juicio de Boron, las tesis rawlsianas, más allá de su rigurosidad formal, están «insanablemente» afectadas desde su origen, en tanto se sustentan en deficientes concepciones sociológicas y económicas. «No se puede hacer buena filosofía política apoyándose en mala sociología y peor economía política», sostiene Boron.[16] Según el pensador argentino, uno de los problemas nodales de la obra rawlsiana reside en el dispositivo contractual de la posición original, un «momento utópico» situado en el pasado, que cumple una función apologética y conservadora al escamotear de la vista el origen violento y explotador del capitalismo. Por lo tanto, la posición original resulta en una naturalización de las relaciones sociales capitalistas. Es cierto que Rawls, si bien piensa que sus principios de justicia pueden funcionar tanto en el capitalismo como en el socialismo, no logra concebir un ordenamiento económico que vaya más allá del mercado. Boron toma debida nota de esta postura rawlsiana y recalca que nada menos que Friedrich Hayek no halló diferencias sustantivas entre sus ideas y las de Rawls. El «veredicto de Hayek» parecería echar por tierra cualquier intención de mostrar a un Rawls contrario al neoliberalismo. Sin embargo, oportunamente, Boron subraya que ambos autores son claramente diferentes: Rawls es un «filósofo bugués», bien intenciona do, que todavía cree en los valores de la tradición liberal, mientras que Hayek está más que dispuesto a arrojar dichos valores a la hoguera del mercado.
El punto central, a juicio de Boron, es que Rawls omite criticar al capitalismo y sus injusticias y, por lo tanto, nada dice sobre la explotación y la propiedad privada de los medios de producción. En este sentido deplora que la teoría rawlsiana sea «indiferente ante la naturaleza explotadora o no de los distintos modos de producción».[17] Esta insostenible prescindencia hace que el Principio de Diferencia rawlsiano, según el cual las únicas desigualdades permitidas son aquellas que benefician a los más desfavorecidos, aparezca como una norma compatible con la explotación capitalista. Y esto es así porque los principios de justicia «sobrevuelan muy por encima de las estructuras, las historias, las instituciones y las luchas de clases».[18] En consecuencia, añade Boron, «[…] el problema sí es el principio de diferencia, toda vez que el mismo admite imperturbablemente la continuidad de la explotación. ¿Qué igualdad podría construirse consintiendo la permanencia de la explotación? Este y no otro es el tema de debate».[19] Boron tiene razón: no puede haber igualdad en una sociedad fundada en la explotación. Ahora, el problema no es necesariamente el Principio de Diferencia como tal, sino la preferencia rawlsiana por la economía de mercado. Como veremos más adelante, los presupuestos e implicancias de este principio van mucho más allá de lo que el mismo Rawls estaría dispuesto a admitir. Como bien dice Bidet, «[…] con Rawls, y gracias a él, es posible ir más allá de él y contra él», en parte porque sus conceptos y principios «tienen más implicaciones que las que él les asigna y son apropiados para otras perspectivas que las que él contempla».[20] Concretamente, el Principio de Diferencia es inaplicable en el capitalismo, y sí puede funcionar en una sociedad basada en la propiedad colectiva de los medios de producción.
El filósofo de la liberación argentino-mexicano Enrique Dussel también se ha ocupado de criticar a Rawls en varios aspectos. En su escrito «John Rawls: el formalismo neocontractualista»,[21] Dussel repasa los diversos momentos de la teoría rawlsiana, desde el artículo seminal «Justice as Fairness» (1958) hasta el libro Liberalismo político (1993), y pone en cuestión el mecanismo contractual rawlsiano por haber ignorado las determinaciones materiales de lo social. «El haber negado el aspecto material de la ética como punto de partida le exige construir escenas hipotéticas irresolubles, que deberán corregirse siempre para intentar recuperar paso a paso, pero nunca adecuadamente, la materialidad negada en el origen».[22] Para Dussel, el velo de la ignorancia expresa claramente dicha negación de las determinaciones materiales y constituye un dispositivo de «imposible factibilidad». Entre otras cosas, Dussel se pregunta en qué lengua o nivel de lenguaje deliberarán los participantes de la «posición original» y, yendo aún más a fondo, se pregunta quién ha estipulado las reglas para el olvido. En coincidencia con la crítica de Boron sobre el carácter apologético de este dispositivo, sostiene que se trata de una escena tautológica, por cuanto el contrato social que genera los principios de justicia es una «mera idealización ascendente de la sociedad existente».[23] De hecho, para Dussel, el formalismo rawlsiano, como cualquier otra posición meramente formal, «nunca puede decidir principios materiales». Sigue aquí una explícita recomendación marxiana de evitar situaciones originales imaginarias ya que este tipo de «robinsonadas» no explica en lo absoluto el problema.
En cuanto al Principio de Diferencia, Dussel interpreta que las desigualdades son admitidas a priori, lo cual lo lleva a preguntarse si «[…] no habría que formular, al menos en principio, una igualdad social y económica como punto de partida».[24] El problema es que, según apunta Dussel, Rawls considera que las desigualdades dadas al nacer en una determinada posición social son «naturales» y, por ende, no pueden ser consideradas justas o injustas. Por lo tanto, si los principios rawlsianos «en especial el segundo, constituyen la estructura básica de la sociedad, la «desigualdad» presupuesta ya siempre a priori, como una desigualdad ontológica, trascendental o de naturaleza, determinará y justificará todas las «desigualdades» de contenido (materiales y específicamente económicas)».[25] Esta naturalización de las desigualdades, combinada con un formalismo procedimental, termina impidiendo una crítica al capitalismo y sirviéndole de justificación. Dussel da en la tecla al cuestionar los defectos de la «posición original» y acierta al denunciar la ausencia de determinaciones materiales en la ética de cuño rawlsiano. Sin embargo, como veremos más adelante, creemos que su veredicto sobre los alcances del Principio de Diferencia y las desigualdades quizás deba ser matizado.
A su turno, el filósofo de la praxis hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez, cuestiona la distancia insalvable que media entre los principios rawlsianos y la práctica política que Rawls recomienda para enmendar las injusticias sociales. En la conferencia titulada «Ética y política», Sánchez Vázquez sostiene que lo político debe incluir dos dimensiones: una dimensión ideológico-valorativa, esto es, el campo de los principios y los fines que se persiguen; y una dimensión práctico-instrumental, que concierne a los medios adecuados a dichos principios y fines. Y así como critica la «política sin moral» de Maquiavelo, también critica a Kant por «postular una moral universal, abstracta, individualista, que por su autonomía y autosuficiencia no necesita como tal de la política».[26] Este sayo bien le cabe al formalismo rawlsiano que termina, como todo formalismo o «moral sin política», colapsando en el moralismo y naufragando en «la impotencia del utopismo». Según Sánchez Vázquez, Rawls tiene en mente tres mundos: un mundo perfectamente justo, que corresponde a su teoría ideal, un mundo «casi justo» que corresponde a las democracias capitalistas contemporáneas, y un mundo injusto, que no es otro que la mayor parte del mundo, del cual no se ocupa en absoluto. Así, en el mundo perfectamente justo no habría lugar para la práctica política en tanto los sujetos obrarían según los principios de justicia a partir de la motivación kantiana de obedecer el imperativo categórico. Para el mundo «casi justo» del capitalismo avanzado, Rawls solo reconoce como aceptables dos tipos de prácticas políticas: la desobediencia civil y la objeción de conciencia. Una tercera forma de práctica política, la acción militante o resistencia organizada, queda relegada a un lugar completamente marginal. Es verdad que Rawls sostiene que en ciertas ocasiones las injusticias sociales son tan profundas que demandan un cambio revolucionario, pero como para él las sociedades avanzadas son «casi justas» dicha práctica quedaría descartada, sobre todo porque la acción militante «se caracteriza por no apelar al «sentido de la justicia» dominante y por oponerse al orden legal».[27] Por lo tanto, concluye: «en la filosofía política de Rawls no hay lugar para la verdadera práctica política como acción colectiva que tiene como referente el poder, y menos aún cuando se trata de una política radical, revolucionaria, encaminada a transformar el sistema».[28] Así, al disociar lo ideológico-valorativo de lo práctico-instrumental, Rawls se derrumba en el utopismo, y su concepción de la política deviene una concepción moral. «No hay en ella ninguna referencia a las condiciones reales necesarias, a los medios que han de emplearse ni a los sujetos políticos y sociales que han de realizar, o aproximarse a la sociedad ideal diseñada» sostiene.[29] Es que, en último análisis, Rawls carece de una teoría sobre las «injusticias» de la sociedad realmente existente y parece no preocuparse por ello. En suma, según esta interpretación, en Rawls hay una flagrante ausencia de crítica a las injusticias del mundo real y, como corolario necesario, una profunda disociación entre lo valorativo y lo práctico instrumental.
Una vocación utópica
El tenor de las críticas que hemos reseñado puede hacer pensar que el proyecto de Rawls está irremediablemente condenado al fracaso. Sin embargo, creemos que es mucho lo que puede rescatarse de la obra rawlsiana. Coincidiendo con Bidet y otros autores socialistas, preferimos pensar que los aportes de Rawls no se agotan en sus buenas pero fallidas intenciones. Eso sí, reafirmamos que la sociedad ideal que se desprende de la construcción rawlsiana es imposible en el capitalismo. La obra de Rawls puede ser valorada como un aporte significativo en la medida en que se postula como una «utopía realista».[30] Cualesquiera que hayan sido los motivos que llevaron a los fundadores del materialismo histórico a renegar de la especulación utópica, es indudable que no puede evitarse en nuestros días el pensar en una forma de sociedad «deseable, posible y realizable» más allá del capitalismo. Callinicos, por caso, ha argumentado ferviente mente por la recuperación de la «imaginación utópica, esto es, nuestra capacidad de anticipar, al menos en borrador, una forma eficiente y democrática de coordinación económica de no-mercado».[31]
En su último libro, Fredric Jameson[32] se explaya sobre lo que él denomina «vocación utópica». Se rata de una suerte de «llamado» que impulsa al utopista, llamado que guarda una íntima semejanza con los motivos que movilizan al inventor en los tiempos modernos. La «vocación utópica» presupone la identificación de un problema social y la creación de las soluciones adecuadas; el utopista es aquel que tiene la certeza de poseer la llave para resolver el problema en cuestión.
«La vocación utópica puede ser identificada por esta certeza, y por la persistente y obsesiva búsqueda de una solución simple y contundente a todos nuestros males. Y esta debe ser una solución tan obvia y autoexplicativa que toda persona razonable la comprenderá: tal como el inventor tiene la certeza de que su mejor trampa para ratones concitará convicción universal. En este sentido, por vocación, Rawls tiene mucho de utopista».[33]
Más aún, según Jameson «el remedio utópico debe en principio ser fundamentalmente negativo y erigirse como un llamamiento a remover y extirpar la raíz específica de todo mal, de la cual brotan todos los demás».[34] Según este criterio, la teoría de la justicia rawlsiana podría ser considerada como un remedio utópico en tanto exige que las instituciones injustas sean «reformadas o abolidas». Pero ocurre que los textos utópicos no ofrecen necesariamente visiones de mundos felices, ya que tales representaciones corresponden «genéricamente al idilio o a la pastoral, en vez de la utopía».
«En realidad [añade Jameson], el intento de establecer criterios positivos de la sociedad deseable caracteriza a la teoría política liberal desde Locke a Rawls, y no a las intervenciones diagnósticas de los utópicos, que como las de los grandes revolucionarios, siempre apuntan al alivio y eliminación de las fuentes de explotación y sufrimiento pero no a la composición de planes de confort burgués».[35]
Ahora bien, es verdad que Rawls no se detiene a analizar ni el origen ni la naturaleza de las injusticias en el capitalismo y, por ende, prescribe un remedio utópico sin haber completado el diagnóstico (de allí que su sociología y su economía política puedan ser tildadas de deficientes o malas). Pero también es cierto que la sociedad justa que podría fundarse a partir de sus principios permite leer «negativamente» qué es lo que anda mal en el capitalismo. Se nos replicará que, muy por el contrario, Rawls piensa que la función de su utopía es la de reconciliar a los individuos con sus instituciones ya que, siguiendo a Hegel, Rawls insinúa que su teoría constituye una mirada racional sobre un mundo que, a su vez, devuelve una mirada racional.[36] Aquí Rawls es, como en muchos otros casos, el peor intérprete de su propia teoría porque cuando uno mira el mundo desde los principios rawlsianos no puede menos que estremecerse ante la irracionalidad de la mirada que el mundo le devuelve. En el mundo ideal de Rawls, por caso, las desigualdades son permitidas siempre y cuando beneficien a los que están peor; en el mundo real, las desigualdades siempre benefician a los que están mejor.
El formalismo de la argumentación rawlsiana también podría tener su origen (y explicación) en la vocación utópica de este autor. La polémica «posición original», como bien señala Boron, es el «momento utópico» decisivo en la teoría de la justicia. Como vimos, Boron cuestiona el hecho de que la posición original se sitúe en el pasado, mientras que Dussel repudia la ausencia de determinaciones materiales, esto es, que la posición original esté vaciada de contenido al tener lugar tras el velo de la ignorancia. Sin embargo, la posición original, según insiste varias veces el propio Rawls, es un dispositivo puramente hipotético, un «mecanismo expositivo» que permite pensar en la justicia a partir de una serie de restricciones (las que impone el velo de la ignorancia). Es un experimento mental y puede ocurrir en cualquier momento, esto es, quien piensa en la justicia debe adoptar las condiciones de la posición original y así testear sus intuiciones sobre este asunto. En este sentido, como toda utopía, la posición original pertenece tanto al presente como al futuro. Por otra parte, la ausencia de determinaciones materiales es una condición necesaria para que la deliberación sea posible entre partes igualmente situadas. Si toda la información estuviese disponible para las partes, los resultados reflejarían las asimetrías de poder (al estilo de un contrato hobbesiano) y en lugar de un acuerdo unánime tendríamos un compromiso negociado que reflejaría dichas asimetrías. En último análisis, lo que a Rawls le importa es afirmar la igualdad moral de los sujetos y deducir principios de justicia a partir de dicha igualdad.
Lo expuesto nos remite a considerar la naturaleza del igualitarismo rawlsiano. Como se recordará, Dussel se pregunta si no sería mejor tomar la igualdad social y económica «como punto de partida». En rigor, esto es precisamente lo que Rawls hace: tanto las condiciones de la posición original cuanto la concepción general de justicia establecen que la igualdad siempre es preferible como punto de partida y las subsiguientes desigualdades deberán ser justificadas desde el punto de vista de los menos favorecidos. Por lo tanto, no es cierto, como apunta Dussel, que la «»desigualdad» presupuesta ya siempre a priori, como una desigualdad ontológica, trascendental o de naturaleza, determinará y justificará todas las «desigualdades» de contenido (materiales y específicamente económicas)». Dejemos que Rawls mismo responda a esta objeción: «el principio de diferencia representa una concepción fuertemente igualitaria en el sentido de que, a menos que exista una distribución que mejore a las personas […] se preferirá una distribución igual».[37] Con otras palabras, Rawls dice esto mismo también en su formulación de la concepción general: la igualdad siempre es preferible a menos que haya una distribución desigual que mejore la situación de los menos favorecidos.
Ahora bien, la objeción de Dussel tiene asidero si se mira solamente la formulación definitiva del Principio de Diferencia, que comienza diciendo: «las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas»; desde este punto de vista, claro está, Rawls supone que habrá desigualdades en toda sociedad bien ordenada y, en este sentido, la desigualdad podría ser leída como un punto de partida. Esto es así porque si bien la igualdad se presupone como preferible, Rawls piensa que lo más probable es que, en el mundo real, siempre habrá desigualdades que mejoren la situación de los menos afortunados. En definitiva, el igualitarismo de Rawls no es un igualitarismo «relacional», según el cual cada quien debe recibir una porción idéntica a la de todos los demás, sin importar cuánto recibe cada quien (ninguna teoría igualitaria más o menos sofisticada distribuye porciones idénticas de la riqueza social). Al contrario, Rawls se comprende mejor desde un igualitarismo «prioritarista», según el cual el «tratar a todos como iguales» supone fijar prioridades y, en particular, las de los que están peor.
La objeción de Boron sobre la compatibilidad del Principio de Diferencia con una sociedad basada en la explotación hunde el diente en la yugular del proyecto rawlsiano. La explotación de la fuerza de trabajo es la desigualdad estructural del capitalismo y es imposible hablar de igualdad en presencia de esta relación que es a la vez desigual e injusta. Por eso, si desde Rawls vamos más allá de Rawls, podemos afirmar que la igualdad inicial rawlsiana solo es posible en el socialismo. Cuando tomamos en serio la prescripción de Rawls de que todos los bienes primarios incluyendo las libertades, los derechos, la riqueza, el ingreso y las bases sociales del autorrespeto deben ser distribuidos en forma igualitaria (sujetos al Principio de Diferencia), cabe conjeturar que tal igualdad solo es posible mediante una radical redistribución de los recursos y la eliminación de aquellas relaciones que lesionan la autonomía individual. La explotación, de hecho, se origina en una desigual distribución de los recursos y no es una buena base social para el autorrespeto. Con todo, Rawls va incluso más allá de esto. Así como de su teoría puede inferirse, oblicuamente, la necesidad de un cambio radical en las relaciones de propiedad, también puede observarse, explícitamente, una suerte de «socialización» de los talentos naturales. Así, «Rawls pone en la olla, para ser distribuidos de acuerdo a los principios de justicia, no solamente los recursos alienables como los medios de producción, sino también los beneficios obtenidos a través del uso de los activos inalienables inherentes a los individuos».[38] En otras palabras; quienes se han beneficiado en la lotería natural, esto es, quienes han resultado favorecidos en la distribución de talentos (ya sea por haber nacido con buena salud, en un entorno familiar más estimulante, etcétera) no pueden reclamar recompensas especiales por el uso de dichos atributos; muy por el contrario, la justicia demanda que las pongan al servicio de los menos favorecidos. En palabras de Rawls:
«El principio de diferencia representa, en efecto, el acuerdo de considerar la distribución de talentos naturales, en ciertos aspectos, como un acervo común, y de participar en los beneficios de esta distribución, cualesquiera que sean. Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, quienesquiera que sean, pueden obtener provecho de su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos. Los favorecidos por la naturaleza no podrán obtener ganancia por el mero hecho de estar más dotados, sino solamente para cubrir los costos de su entrenamiento y educación y para usar sus dones de manera que también ayuden a los menos afortunados. Nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad».[39]
Resulta muy difícil minimizar o desconocer la radicalidad del Principio de Diferencia según esta interpretación, puesto que la concepción de los talentos o habilidades como «un acervo común» constituye una negación de la tesis de autopropiedad y es precisamente la idea que subyace al principio de justicia comunista: «de cada quien según su habilidad, a cada quien según su necesidad» (Principio de Necesidades). Si se afirma la autopropiedad y cada quien se beneficia del uso de sus habilidades, siempre será imposible superar el marco del derecho burgués y el comunismo devendrá irrealizable. En rigor, el principio socialista de distribución según la capacidad productiva individual (Principio de Contribución) se basa en la noción de autopropiedad, por cuanto cada quien recibe en función de sus inmerecidas dotaciones individuales. En cambio, la negación de aquella, la socialización de los talentos, es condición necesaria para el comunismo y, en este sentido, un «filósofo burgués» como Rawls está en la misma línea de Marx.
Las objeciones de Adolfo Sánchez Vázquez sobre el «moralismo» y «utopismo» de Rawls también merecen ser consideradas con atención. En particular, conviene analizar por qué existe una dislocación profunda entre los aspectos valorativos e instrumentales en la obra rawlsiana, entre su teoría y su práctica. A decir verdad, a Rawls no le interesa proporcionar un recetario sobre cómo ni quiénes habrán de lograr la sociedad idealmente justa. Si bien esboza ciertos momentos constitutivos, que van desde la posición original hasta las decisiones administrativas, dichos enunciados son meramente orientativos y no especifican instituciones concretas, con el detalle propio de los utopistas más febriles. Con todo, una disociación tal entre teoría y práctica es propia de los textos originados en impulsos utópicos, y la crítica a esta disociación ha sido también un lugar común, desde Marx y Engels a nuestros días. La ausencia de práctica política se explica, entonces, si se tiene en cuenta que, por lo general, los «enclaves utópicos» son pausas en el devenir, espacios que permiten pensar o imaginar una realidad diferente. El espacio en que operan los utopistas supone una cierta ceguera frente a la realidad social, una ceguera «no-revolucionaria» que, sin embargo, «constituye su fortaleza en tanto permite que su imaginación sobrepase el momento de la revolución misma y plantee una sociedad posrevolucionaria radicalmente diferente».[40] El velo de la ignorancia, pues, sería el equivalente a esa ceguera que es inherente a las formulaciones utópicas. La crítica de Sánchez Vázquez, en este sentido, abreva en cierta tradición marxista que «denunciaba a su competencia utópica por carecer de cualquier concepción de agencia y estrategia política, y caracterizaba al utopismo como un idealismo profunda y estructuralmente adverso a lo político como tal».[41] Pero esta posición, como ijimos más arriba, resulta insostenible en la actualidad. Esto es así porque, como bien dice Michael Löwy, «una crítica irreconciliable y radical de las formas actuales del capitalismo es necesaria pero insuficiente […]. El socialismo científico necesita una vez más tornarse utópico, buscando su inspiración en el Principio de la Esperanza (Bloch) que reside en las luchas, sueños y aspiraciones de millones de oprimidos y explotados».[42]
Sospechamos que Sánchez Vázquez estará de acuerdo con esto, puesto que él mismo ha destacado reiteradamente la importancia de la ética normativa marxista en el diseño de un proyecto de buena sociedad. Luego, sin bien Rawls no prescribe (pero no descarta) la acción revolucionaria, sí proporciona una visión que puede contribuir a la motivación de la acción emancipatoria. Desde luego que no estamos pensando en un rawlsianismo revolucionario, sino en un socialismo enriquecido en el diálogo crítico con el liberalismo igualitario.
Desde hace varios años, Callinicos (entre otros) viene promoviendo un diálogo genuino entre el marxismo y el igualitarismo liberal. Al respecto, indica que su objetivo «no es diluir la crítica marxista, sino hacerla más efectiva […]; en mi visión [alega], tomar seriamente al liberalismo igualitario significa desafiarlo mostrando, contra sus propias asunciones, que sus principios de justicia sólo pueden ser realizados, no mediante la reforma del capitalismo sino mediante su derrocamiento».[43] La efectividad de la crítica marxista, entonces, supone tener una gran claridad respecto de los principios y los fines que sustentan la práctica revolucionaria. Porque una cosa es decir que el socialismo es posible y otra muy distinta es argumentar sobre su deseabilidad. Y, por ello, el igualitarismo liberal puede proporcionar insumos realmente valiosos, porque ha sido en este espacio donde se ha intentado especificar con mayor claridad la respuesta a la pregunta del millón formulada años atrás por Amartya Sen: «¿igualdad de qué?». Independientemente de las varias respuestas que se han planteado, lo importante es que este debate refleja que la igualdad importa y es central para un proyecto emancipatorio.
Habrá quienes sostengan que el cambio revolucionario es un evento puro que funda su propia legitimidad y no precisa invocar principios anteriores a ella; pero esto se da de bruces con la concepción del marxismo como filosofía de la praxis y de la revolución como un cambio material, intelectual y moral. Habrá aún quienes sostengan que el comunismo es una sociedad más allá de la justicia, porque la abundancia será tal que las cuestiones distributivas nunca habrán de plantearse; pero esto ignora los evidentes límites en los recursos planetarios y las opciones éticas que plantea la noción de límite. Así las cosas, la discusión sobre los principios de justicia resulta a todas luces imprescindible, y la contribución de Rawls en este sentido no tendría que ser menospreciada. Sánchez Vázquez ha afirmado que en el marxismo hay lugar «tanto para una ética que trate de explicar la moral realmente existente, como para una ética normativa que postule una nueva moral, necesaria, deseable y posible cuando se den las bases económicas y sociales necesarias para construir la nueva sociedad en la que esa moral ha de prevalecer».[44] Precisamente, para la construcción de esa nueva moral, necesaria, deseable y posible, no hará ningún daño (al contrario) reconocer el «déficit ético» del marxismo y tomar en serio los aportes de los igualitarios liberales.
Notas
[1] John Rawls: Teoría de la justicia, p. 17.
[2] Ver Norman Geras: «The Controversy about Marx and Justice» y «Bringing Marx to Justice».
[3] Alex Callinicos: Equality (Themes for the 21st Century), p. 28.
[4] Gerald Cohen: Self-Ownership, Freedom, and Equality, p. 139.
[5] Adolfo Sánchez Vázquez: «Ética y marxismo».
[6] Adolfo Sánchez Vázquez: «Ética y marxismo».
[7] Ziyad Husami: «Marx on Distributive Justice».
[8] A. Callinicos: «Having Your Cake and Eating It».
[9] A. Callinicos: The Resources of Critique, p. 218.
[10] T. Eagleton: «On Telling the Truth», p. 279.
[11] J. Rawls: La justicia como equidad. Una reformulación, p. 26.
[12] J. Rawls: Ob. cit. (en n. 1), p. 280.
[13] Ibíd., p. 281.
[14] A. Boron: «Justicia sin capitalismo, capitalismo sin justicia. Una reflexión acerca de las teorías de John Rawls».
[15] Ibíd., p. 157.
[16] Ibíd, p. 146.
[17] A. Boron: Ob. cit. (en n. 14), p. 154.
[18] Ibíd., p. 156.
[19] Ídem.
[20] Jacques Bidet: John Rawls y la teoría de la justicia, p. 12.
[21] Enrique Dussel: «John Rawls: el formalismo neocontractualista».
[22] E. Dussel: Ob. cit. (en n. 21).
[23] Ídem.
[24] E. Dussel: Ob. cit. (en n. 21).
[25] Ídem.
[26] A. Sánchez Vázquez: «Ética y política», p. 277.
[27] A. Sánchez Vázquez: Ob. cit. (en n. 26), p. 282.
[28] Ibíd., p. 283.
[29] Ídem.
[30] J. Bidet: Ob. cit. (en n. 20), p. 18.
[31] A. Callinicos: Ob. cit. (en n. 3), p. 133.
[32] F. Jameson: Archaeologies of the Future. The Desire Called Utopia and Other Science Fictions.
[33] Ibíd., p. 11.
[34] Ibíd., p. 12.
[35] Ídem. [36] J. Rawls: Ob. cit. (en n. 11), p. 25.
[37] J. Rawls: Ob. cit. (en n. 1), p. 81. El énfasis es nuestro.
[38] A. Callinicos: Ob. cit. (en n. 3), p. 47.
[39] J. Rawls: Ob. cit. (en n. 1), p. 104.
[40] F. Jameson: Ob. cit. (en n. 32), p. 16.
[41] Ibíd., p. X.
[42] M. Löwy: «Marxismo e utopia», p. 127.
[43] A. Callinicos: Ob. cit. (en n. 9), p. 221.
[44] A. Sánchez Vázquez: Ob. cit. (en n. 5), p. 305.
Referencias
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