«Somos exhortados a ser normales obedeciendo a las leyes, honrando al padre y a la madre, vistiéndonos como requiere nuestra condición social, teniendo las distracciones y las costumbres de nuestro propio ambiente, comportándonos de modo tranquilo y sensato, así sucesivamente. La normalidad viene prescrita como una serie variable (según las clases) de códigos de comportamiento; […]
«Somos exhortados a ser normales obedeciendo a las leyes, honrando al padre y a la madre, vistiéndonos como requiere nuestra condición social, teniendo las distracciones y las costumbres de nuestro propio ambiente, comportándonos de modo tranquilo y sensato, así sucesivamente. La normalidad viene prescrita como una serie variable (según las clases) de códigos de comportamiento; si ésta es violada intervienen la represión judicial y la psiquiátrica, en particular si el sujeto pertenece a clases sociales subordinadas»
Giovanni Jervis [1]
- PRESENTACION
- LA TRAMPA DE LAS DEFINICIONES FORMALES
- LA PRAXIS COMO ALTERNATIVA
- EL DOGMATISMO DE LAS «IZQUIERDAS»
- LA ASTUCIA DEL IMPERIALISMO
- NECESIDAD Y DESOBEDIENCIA LATENTE
- COBARDIA Y MASOQUISMO: LA DEMOCRACIA
- ACTIVAR LAS «RESERVAS DE REACCIÓN»
- CONSTANTES, CAMBIOS Y TEORÍA
- ANTROPOLOGIA, IMPERIALISMO Y OBEDIENCIA
- LA TORTURA COMO PARADIGMA DEL ORDEN
- FETICHISMO, REBELIÓN Y AUTOORGANIZACIÓN
- LAS NECESARIAS DESOBEDIENCIAS PRECAPITALISTAS
- LA COMPLEJIDAD /SIMPLICIDAD Y LA TEORÍA
- DE LA DESOBEDIENCIA A LA REBELIÓN
- BIBLIOGRAFIA
0.- PRESENTACION:
El Diario digital Insurgente ha pedido a varias personas que expongamos nuestras ideas acerca del derecho a la desobediencia. Pienso yo que la verdadera cuestión no es la del simple derecho sino la de la necesidad de la desobediencia. Me explico. Sí pienso que existe el derecho a la rebelión y a la insurgencia, el derecho extremo al recurso a la violencia defensiva ante la opresión y la explotación, ante la injusticia que no decrece sino que aumenta. Pero pienso que antes de este derecho humano elemental existe la necesidad de la desobediencia al poder establecido, la desobediencia a la ley injusta, a las órdenes que refuerzan la dominación en cualquiera de sus formas. Más aún, como luego explicaré, defiendo que puede llegar el momento en el que el derecho a la rebelión puede transmutarse en necesidad de la rebelión, y que incluso en muchos momentos de la historia humana las masas explotadas han comprendido que era llegado el instante del salto cualitativo del simple «derecho» que se ejerce si se quiere o no, a la «necesidad» conscientemente asumida de ejercer la autodefensa colectiva y/o individual frente a la violencia opresora estructural, fundante y previa ejercida contra una persona o contra un colectivo.
El texto que se presenta tiene tres grandes partes divididas en los apartados enunciados. La primera parte expone muy brevemente algunas de las cuestiones de fondo estudiadas por las varias corrientes que pueden incluirse en eso que de forma genérica y laxa se define como «freudo-marxismo» o «izquierda psicoanalítica», etc., con sus conexiones más o menos tensas con la psiquiatría crítica y la psicología social y materialista. En la segunda parte se pasa a aplicar algunas de las consideraciones anteriores a las formas de acción de la industria político-mediática de la manipulación de la estructura psíquica de masas, con especial atención a las interacciones entre el consumismo y la tendencia ascendente al neofascismo, al autoritarismo y a la política punitaria del capitalismo actual. En la tercera y última parte, ya sin citas ni bibliografía, se hace un rápido análisis de las relaciones de la desobediencia con la dialéctica del contrapoder, del doble-poder y del poder revolucionario, tanto en las luchas individuales y falsamente «privadas» como en las grandes confrontaciones sociales.
Hay que advertí a la lectora y al lector que muchas afirmaciones se dan por sentadas porque ya están expuestas más en detalle en muchos textos anteriores, que no vamos a citar aquí y que se pueden encontrar en Internet
1.- LA TRAMPA DE LAS DEFINICIONES FORMALES
Sabemos que, por definición y valga la redundancia, toda definición encasilla, reduce e inmoviliza procesos en movimiento, interrelacionados y contradictorios, y más todavía cuando tratamos de cuestiones esencialmente humanas como la desobediencia y la rebelión. Además, dada la complejidad de las interacciones permanentes que se producen entre todos los componentes de la realidad y especialmente en la problemática de la vivencia subjetiva de los límites racionalmente tolerables de la explotación y opresión que se sufre, resulta problemático llegar a discernir con detalle donde acaba el derecho y donde empieza la necesidad de la violencia defensiva. Como ejemplo de lo dicho veamos un poco las definiciones formales de «obediencia», «derecho» y «necesidad» ya que en cuanto realizadas desde la lógica formal tienden a beneficiar al poder establecido.
Siempre es más fácil dejarse llevar por tópicos simplones y que no exigen reflexión crítica alguna, que plantearse en todo momento una duda sistemática que nos obliga a un cuestionamiento radical de la realidad en la que creemos vivir cómodamente. Como veremos dentro de poco, las dificultades que ha tenido y tiene el movimiento revolucionario para enfrentarse con eficacia a la doble trampa de la obediencia normalizada y del pensamiento amaestrado, radican en buena medida en su incapacidad para independizarse del agujero negro de las definiciones formalistas, tan cómodas, fáciles de explicar y que anclan en la credulidad social.
Hemos escogido la Enciclopedia Salvat-El País porque nos sirve para mostrar todas las limitaciones de la ideología burguesa al respecto en su forma más demagógica, la propagada por una empresa transnacional dedicada a la industria de la manipulación político-mediática, empresa esencialmente unida a la socialdemocracia europea y al PSOE en el gobierno del Estado español. Si leemos las definiciones de obediencia, obedecer, obediente, etc., que ofrece la enciclopedia Salvat-El País, vemos: «Cumplir la voluntad de quien manda», y sobre todo en la acepción «obediencia debida»: «Acatamiento y ejecución de la voluntad (órdenes) de un superior jerárquico, circunstancia que descarga de culpa al que obedece precisamente por estar sometido a su autoridad y dependencia jerárquica». Es obvio que el grupo Prisa no se ha preocupado en criticar esta acepción de «obediencia debida» porque fue y sigue siendo la excusa empleada para permitir que siga en los puestos de mando toda la estructura militar franquista, toda la policía y restantes cuerpos represivos, sin haber pasado nunca por la «justicia» por sus crímenes durante el casi medio siglo de dictadura franquista, durante la «transición» y recientemente.
Además, en ningún momento se dice nada sobre la compleja interacción de factores de todo tipo que condicionan la práctica diaria de la obediencia y de la desobediencia como veremos en su momento, y sólo muy superficialmente se dice que obediente es el «propenso a obedecer» pero nada más, aunque sí resultan totalmente ilustrativas las siguientes acepciones: «Ceder el animal con docilidad a la dirección que se le da», «Acudir el toro al engaño» [2] . Recordemos estas directas referencias a la obediencia de los animales porque volveremos a ellas en su momento cuando analizamos la «figura del Amo» y el papel que pudieron jugar las enseñanzas aprendidas por los humanos en la domesticación de algunas especies gregarias en la formación de los controles sociales y de las obediencias correspondientes.
En cuando a «derecho» se entiende, además de otras acepciones, también: «Facultad natural del hombre para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida» [3] . ¿Quién o qué define lo que es la «legitimidad» que sustenta el derecho? Aquí empiezan las contradicciones inherentes a las definiciones atadas a la lógica formal. Históricamente, en toda sociedad explotadora la legitimidad la define su clase dominante gracias al concurso de su Estado, además de otras instancias. Pero la contradicción interna se hace irresistible cuando leemos la segunda parte de la definición: «…que conduce a los fines de su vida». ¿Cuáles son éstos y quien o quienes los determinan? A lo largo de la historia, la minoría dominante propietaria de las fuerzas productivas ha pretendido imponer a la mayoría un sentido y fin de la vida reducido a la mansedumbre ante la explotación, pero las gentes, los pueblos, las clases se han sublevado porque no aguantan que el fin de su vida abandonadas una vez que han agotado irremisiblemente su capacidad y fuerza productiva.
Por tanto, la definición restrictiva de «derecho» es relativa a las contradicciones sociales en las que se viva o se malviva, debido a lo cual la solución no es otra que la propia práctica de masas en la historia. ¿Qué han hecho las gentes oprimidas cuando se les ha acabado la paciencia, o han superado el miedo o se han convencido de que son mentira las religiones y los argumentos del poder? Dicho a grandes rasgos y sin mayores detalles, pasar de la obediencia a la desobediencia, de ésta a la resistencia y, dependiendo de los casos y al final del proceso, a la rebelión. Semejante experiencia histórica ha sido tan frecuente que no tardó en surgir un «derecho de resistencia» teorizado no sólo en el plano sociopolítico sino también en el ético [4] , del mismo modo que el derecho a la rebelión aparece expresado ni más ni menos en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de esta forma tan explícita: «Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».
Pero nada de esto aparece en la enciclopedia profusamente divulgada por la transnacional Prisa: no sólo no existen estos derechos que la humanidad explotada ha practicado sin remordimiento alguno, sino que, además, en caso de existir algo parecido sería sólo el «derecho de pataleo»: «desahogos o quejas inútiles del que ha sido contrariado en sus derechos o aspiraciones» [5] . Así, el «supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión», reconocido por la ONU, es reducido por PRISA a un ridículo y ridiculizable «derecho de pataleo».
Durante el proceso ascendente que va de la desobediencia a la rebelión, pasando por la resistencia, proceso en el que tienden a interrelacionarse todas las formas de lucha, la desobediencia termina apareciendo más que como un derecho, como una necesidad que surge de la vida misma, como un acto necesario para posteriores avances. Ahora bien, ¿Qué es entonces la «necesidad» y lo «necesario»? Volviendo a la misma enciclopedia, vemos que hay varias definiciones de «necesidad», algunas de ellas irreconciliables entre sí como, por ejemplo, la de la ideología neoliberal y marginalista, que es la de la burguesía más reaccionaria, y la de Marx y a Engels que esta enciclopedia desfigura en tres modelos de necesidad diferentes: la necesidad formal o artificial, la necesidad-escasez y la necesidad-depauperación. Y sobre lo que es «necesario» leemos: «Que es menester indispensable o hace falta para un fin» [6] . ¿Qué fin? ¿Y si ese fin está prohibido e ilegalizado? ¿Qué hacemos entonces?
2.- LA PRAXIS COMO ALTERNATIVA
La única respuesta efectiva a esta pregunta no es otra que el ahondamiento, extensión e intensificación de la praxis. De hecho, esto es lo que la humanidad ha venido haciendo desde hace milenios. En el principio fue la acción, dijo Goethe; y esta acción fue más desobediente que obediente. He razonado esta afirmación en otros textos y no me extiendo ahora. Digo que es la única respuesta porque tarde o temprano la obediencia sistemática termina chocando con la desobediencia, su opuesto irreconciliable con el que, empero, mantiene una unidad dialéctica irrompible mientras duren las condiciones estructurales que generan ese conflicto. La praxis como permanente interacción entre la mano y la menta, la acción y el pensamiento, el hecho y la palabra, aparece como la exclusiva posibilidad de romper esas condiciones estructurales, ya que, de suyo, la obediencia se caracteriza por tener un fondo dogmático.
Precisamente, han sido las corrientes dogmáticas dentro de lo que definen impropiamente como «izquierda» -socialdemocracia, stalinismo y eurocomunismo, básicamente–, las que, por un lado, se han mostrado incapaces de realizar un combate sistemático y radical contra la obediencia y, por otro lado, se han mostrado incapaces de comprender la dialéctica entre las denominadas «condiciones objetivas» y «condiciones subjetivas», o en otros términos, entre la denominada infraestructura económica y la superestructura ideológica. La incapacidad para comprender la dialéctica obediencia/desobediencia surge del mecanicismo determinista que sólo valora lo objetivo y lo socioeconómico, negando su interacción permanente con lo subjetivo e ideológico, por llamarlos de algún modo. Rota dicha dialéctica, los mecanicistas y deterministas han derivado rápidamente a la primacía de la obediencia, y a la represión de la desobediencia.
Mas no debemos cometer el error de creer que éstas son las únicas razones a favor del autoritarismo, también y junto a ellas, ha intervenido e interviene de forma decisiva la degeneración como casta burocrática separada de las clases trabajadoras, ya sea dentro del sistema capitalista en cuanto bloque político-sindical reformista interesado vitalmente en no perder sus puestos y en no arriesgarse en «aventuras radicales», ya sea como casta burocrática que controla el Estado obrero degenerado y que va evolucionando paulatinamente hacia la reinstauración del capitalismo y su simultánea transformación de casta burocrática todavía no propietaria oficial y legalmente de las fuerzas productivas, en clase burguesa propietaria a título privado de las fuerzas productivas, ya de forma oficial y hereditaria.
Insisto en el papel crucial de la praxis frente a la obediencia porque aquella es eminentemente dialéctica, es decir y parafraseando a Marx [7] , es crítica y revolucionaria por esencia, no se deja intimidar por nada, no admite lo eterno e inmutable, sino que afirma lo perecedero, la negación y muerte forzosa de todo lo que existe, y es por ello el azote y la cólera de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios. Por tanto, obediencia y dialéctica, obediencia y praxis son irreconciliables. Marx detestaba especialmente el servilismo y la sumisión, la lucha era su ideal de felicidad, sus héroes eran dos revolucionarios como Espartaco en lo material y Kepler en lo intelectual, su máxima era «Nada de lo humano me es ajeno», y «Hay que dudar de todo» su divisa predilecta [8] .
Es indudable, por tanto, que la praxis es una totalidad en acción y en pensamiento en la que intervienen todas las facetas de la vida humana, sea de forma consciente o de manera inconsciente, como los propios Marx y Engels afirmaron más de una vez. Así, la desobediencia como praxis es uno de los componentes de su dialéctica entre lo ético, lo político, lo estético, lo económico, etc.; pero insistiendo siempre que esa totalidad debe girar siempre alrededor de la acción política revolucionaria como la síntesis de las contradicciones sociales causadas por la propiedad privada de las fuerzas productivas.
Llegados a este nivel en el que apreciamos la interacción entre todos los componente de la praxis colectiva e individual, no podemos por menos que enfrentarnos al problema de las relaciones entre el complejo universo compuesto por la psicología, psiquiatría, psicoanálisis, con sus inacabables especializaciones, corrientes y hasta sectas enfrentadas, y ese no menos complejo mundo del marxismo. Desde luego, este es un debate que nos superar aquí y al que no podemos entrar. Sin embargo, conviene decir que es precisamente en el tema de la dialéctica como método en donde encontramos el eje separador entre lo reaccionario y lo revolucionario. No es casualidad, en modo alguno, que Castilla del Pino dedicara un denso capítulo a las relaciones entre la dialéctica y el psicoanálisis del propio Freud, mostrando cómo a pesar de sus limitaciones en este sentido, en realidad: «Freud hace dialéctica sin saberlo» [9] .
Tampoco es casualidad que R. Osborn, fijándose en el aspecto complementario, sostiene precisamente en su capítulo sobre la dialéctica, que el error de un marxismo mecanicista y «objetivista» puede superar mediante el aporte de Freud sobre el papel de lo inconsciente [10] . Del mismo modo, la investigadora F. Moreno dedica un capítulo entero de su libro sobre E. Fromm, autor que nos ayudará más adelante, al carácter dialéctico de la naturaleza humana y unas páginas muy esclarecedoras tanto a la dialéctica marxista de Fromm como al papel de la praxis, definiéndola como «la médula de la historia» porque es «consciente, social, universal y libre» [11] .
3.- EL DOGMATISMO DE LAS «IZQUIERDAS»
Aún así, el problema es más complicado una vez que nos introducimos en las relaciones entre la obediencia y la desobediencia porque entonces intervienen múltiples factores que sólo pueden integrarse en una visión plena si se posee un dominio adecuado del método dialéctico. Vamos a poner sólo dos ejemplos ilustrativos: Uno trata sobre cómo la burguesía imperialista ha terminado integrando buena parte del psicoanálisis, desintegrado sus iniciales y aún permanentes raíces revolucionarias, y poniéndolo al servicio militante de la reproducción del capital, junto al grueso de la psicología y psiquiatría. La mejor definición de por qué le ha sucedido esto al psicoanálisis nos la ofrece J. M. Brohm al sostener que: «el freudismo es la combinación dialéctica de una obra teórica revolucionaria y de la ideología de una sociedad burguesa que se defiende por todos los medios, inclusive el psicoanálisis, contra el fantasma de una revolución proletaria» [12] .
Los seguidores de Freud que eran críticos con la burguesía desarrollaron el contenido revolucionario descubierto, pero quienes sí asumían el poder burgués los abandonaron y trabajaron para el capitalismo. Bien es cierto que estos seguidores recurrían a los textos ambiguos y ambivalentes de su maestro sobre el marxismo, que pueden ser interpretados de varias formas, como por ejemplo, el largo párrafo que empieza diciendo que «los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal…» y continúa minusvalorando la importancia historia de acabar con la propiedad privada –que define como «derecho natural»– porque, a pesar de ello, siempre perdurará el «instinto agresivo»; e incluso si se acabara con la familia y la represión sexual que general, incluso así seguirían actuando los instintos [13] .
Luego, la propia fuerza de subsunción real del sistema llevó a una porción considerable del psicoanálisis a acceder a puestos de dirección en muchas instituciones oficiales «y, notoriamente, en las grandes industrias» [14] , como certifica G. Jervis. Pero además de esta fuerza de absorción del sistema burgués, que también la sufrieron todas las teorías revolucionarias como lo demuestra la historia del anarquismo, los socialismos y el marxismo, aunque de una forma cualitativamente diferente a la padecida por el psicoanálisis, también en el caso de la institucionalización de las ideas desvirtuadas de Freud han jugado mucho sus sus métodos organizativos internos, que facilitaron con el tiempo la burocratización denunciada por, entre otros, E. Fromm en 1971 [15] . A su vez, Caruso, desarrollando las relaciones entre sociedad y psicoanálisis sostuvo que: «Cabe recordar también a los llamados psicoanalistas cristianos, adjetivación científicamente inaceptable, y asimismo señalar que entre los psicoanalistas hay una gran proporción de escépticos y hasta de suicidas» [16] .
Es posible que en el poco más de un tercio de siglo transcurrido desde que Caruso escribiera estas palabras, hayan desaparecido los psicoanalistas cristianos y se haya reducido el número de psicoanalistas suicidados, o al contrario, pero el problema seguiría siendo el mismo a no ser que hubiera aumentado espectacularmente el número de psicoanalistas marginados, vigilados, detenidos, torturados, asesinados o desaparecidos por las dictaduras militares, el fascismo o simplemente la represión burguesa. Como carecemos de datos, suspendemos nuestro juicio, y recurrimos a J. M Brohm cuando nos ofrece un ejemplo de dos lecturas opuestas del mismo Freud: la de Lenin, que rechazaba el psicoanálisis y la de Trotsky que lo comprendió; no hace falta decir que la postura de Lenin fue utilizada por el stalinismo para arremeter contra Freud [17] , reforzando a la vez el mecanicismo determinista y «objetivista» al que antes nos hemos referido. El otro ejemplo trata sobre las limitaciones de W. Reich, pese a sus innegables aportaciones, entre otras causas también por sus dificultades en entender de todo la dialéctica entre lo económico-social y la enajenación, derivando a un psicologicismo abstracto [18] .
Podemos analizar más a fondo esta problemática de las limitaciones para captar la verdadera magnitud de la complejidad de fuerzas inconscientes y subconscientes que presionan sobre la dialéctica entre la obediencia y desobediencia, viendo las reacciones ante el estallido de la guerra mundial de 1914. Ahora, a comienzos del siglo XXI y tras aproximadamente un siglo entero de continuas y crecientes atrocidades inhumanas propiciadas por el imperialismo capitalista, comprendemos con relativa facilidad tanto la naturaleza sociohistórica de la brutalidad capitalista, como las razones de la docilidad y mansedumbre de cientos de millones de personas explotadas que obedecían las órdenes de matar y morir en beneficio de una minoría opresora. Pero no siempre ha sido así. Conviene recordar que personas de una calidad intelectual y moral incuestionable, como Lenin, por ejemplo, quedaron sobrecogidas, perplejas y desconcertadas por el estallido de esta guerra. Hay varias razones que explican el desconcierto de Lenin, casi todas ellas basadas en que aún no había realizado su segunda y decisiva lectura marxista de Hegel, comenzada en ese mismo 1914 y que le permitiría sus grandes avances teóricos de esa época.
Pero hay otra que tiene que ver con su resistencia a aceptar explícitamente la fuerza de lo inconsciente en las masas –avance que empezó a vivir al final de sus días, pero tarde ya, todo hay que decirlo–, y que podemos sinterizar en su visión pequeñoburguesa y conservadora de la sexualidad. A Lenin se le debe incluir entre esos marxistas a los que critica con un poco de exceso F. Tellez, acusándoles de no haber tenido en cuenta el papel de lo bio-sexual y de lo personal privado, de los «semi-social», especialmente en lo que toca a las relaciones hombre-mujer, situaciones críticas y problemáticas que, al no resolverse, ayudan a crear «el malestar de la civilización» [19] . Muchos estudios han mostrado cómo millones de hombres iban alegremente a la guerra creyéndose también ser perfectos caballeros, maridos responsables, que morirían por sus esposas e hijos al margen de otras consideraciones como el odio nacionalista burgués, la defensa del capitalismo nacional y de la civilización burguesa estatal, etc. Solamente cuando las inhumanas masacres demostraron a los soldados parte de la naturaleza verdadera de la guerra, sólo entonces aparecieron los primeros brotes de desobediencia en los ejércitos, pero eso fue a partir de la segunda mitad de 1916, dos años después, y casi todas las burguesías encontraron formas para reformar la obediencia de las tropas y seguir llevándolas a la degollina. Facilitar unas más frecuentes relaciones sexuales en la retaguardia fue una de ellas.
La respuesta de Freud a la guerra «en la que no queríamos creer (…) y trajo una terrible decepción» [20] , fue esencialmente idéntica a la de Lenin. Decepción en un primer momento, pero al poco tiempo un esfuerzo intelectual impresionante para comprender sus raíces y sus efectos, y cómo enfrentarse a ellos. En este sentido, Freud dijo que: «El Estado exige a sus ciudadanos un máximo de obediencia y de abnegación, pero les incapacita con un exceso de ocultación de la verdad y una censura de la intercomunicación y de la libre expresión de sus opiniones, que dejan indefenso el ánimo de los individuos así sometidos intelectualmente, frente a toda situación desfavorable y todo rumor desastroso» [21] .
Freud comprendió que la «indefensión de ánimo» creada por el Estado incapacita a los ciudadanos a reaccionar frente a las situaciones desfavorables. Precisamente es en las situaciones desfavorables cuando se constata el peso reaccionario de la obediencia individual y colectiva, y la extrema debilidad de las personas obedientes ante la capacidad manipuladora del Estado. Más adelante veremos que por «indefensión de ánimo» Freud entiende también la incapacidad de desarrollar un pensamiento crítico que puede analizar cuantitativamente y sintetizar cualitativamente los problemas a los que se enfrenta. Más aún, Freud sostiene que nunca ceja la presión coercitiva global sobre la persona, logrando que: «durante la vida individual se produce una transformación constante de esta coerción exterior en coerción interior» [22]
Ahora bien, a pesar de esto, la realidad es más diversa, rica en variaciones, matices y diferencias de lo que se nos hace creer. Freud dice: «La aparición de estos productos de la reacción es favorecida por las circunstancias de que algunos impulsos instintivos surgen casi desde el principio, formando parejas de elementos antitéticos, circunstancia singularísima y poco conocida, a la que se ha dado el nombre de ambivalencia de los sentimientos (…) la frecuente coexistencia de un intenso amor y un odio intenso en la misma persona (…) el carácter de un hombre (…) sólo muy insuficientemente puede ser clasificado con el criterio de bueno o malo. El hombre es raras veces completamente bueno o malo; por lo general, es bueno en unas circunstancias y malo en otras, o bueno en unas condiciones exteriores y decididamente malo en otras» [23] . Estas palabras resuman dialéctica porque muestran que la personalidad en una unidad de contrarios antagónicos en lucha permanente, en movimiento, ya que lo «bueno» y lo «malo» de la personalidad son «elementos antitéticos». Volveremos a esta dialéctica freudiana cuando analicemos otro par de elementos antitéticos que tienen suma importancia en el problema de la obediencia, la normalidad/anormalidad.
Significativamente, Lenin y los bolcheviques llegaron a conclusiones esencialmente idénticas sobre las rápidas fluctuaciones, parones, acelerones y hasta cambios de sentido contrario de la conciencia revolucionaria espontánea de las masas en las semanas prerrevolucionarias y en los críticos días anteriores a la insurrección revolucionaria. La teoría de la insurrección como un arte que debe saber captar la compleja interacción de factores objetivos y subjetivos en acelerado movimiento, para dar el paso decisivo en el momento justo, no antes ni después, esta teoría ya estaba apuntada en Marx y Engels. Pero fueron las bases bolcheviques y una pequeña parte de la dirección dirigida por Lenin, las que la perfeccionaron al cerciorarse de los riegos tremendos existentes si cometían un error de exceso o un error de defecto, es decir, si se adelantaban excesivamente al estado de ánimo de las masas, precipitando la insurrección; o si se retrasaban en realizarla al haber dejado pasar la cresta de la ola, lanzándose a las calles después de que las masas iniciasen un nuevo parón o giro, o indecisiones, en su estado de conciencia.
Posteriormente estos mismos problemas se han presentado muchas veces, y también se han presentando sin tanta trascendencia histórica en los cambios bruscos de la llamada «opinión pública» durante los períodos preelectorales y las campañas electorales. Igualmente aunque a menor escala, la ambivalencia de los sentimientos es una de las bazas que tiene la ciencia de la manipulación sociopolítica y el marketing publicitario para realizar sus campañas.
Pese a esta constatación histórica, el fracaso de las «izquierdas» para llegar comprender la complejidad de la estructura psíquica de masas, su fuerza activa en la vida sociopolítica y las posibilidades de manipulación que ofrece a la clase dominante al existencia de esos «elementos antitéticos», de la ambivalencia de los sentimientos que pueden variar rápida e intensamente en poco tiempo al calor de presiones externas y respuestas internas, al calor de las acciones del Estado, etc., este fracaso perdura hasta ahora mismo a pesar de los esfuerzos tremendos por superarla de muchos marxistas y psicoanalistas, así como de psiquiatría y psicólogos de izquierdas que plantean sus críticas sobre las limitaciones de Freud [24] .
La fuerza emancipadora de lo que podríamos denominar, sin mayores precisiones ahora, como freudo-marxismo ya fue puesta de manifiesto, por ejemplo, con el brillante estudio de W. Reich sobre la reacción sexual autoritaria y patriarcal en la URSS inserta en el retroceso general hacia la burocratización stalinista desde la mitad de la década de 1920 en adelante [25] , pero también en los estudios sobre el fascismo realizados por varios marxista entre los que destacan W. Reich, Bordiga, Gramsci, Trotsky [26] , y otros como W. Benjamín, cuya tragedia personal al terminar suicidándose para no ser apresado y muerto por el nazifascismo, es un ejemplo ilustrativo, ya que habiendo sido uno de los marxistas que reivindicaron la dialéctica como el único método capaz de explicar las transformaciones y superaciones históricas de lo irracional [27] , fue rechazado por la socialdemocracia a la que criticó ferozmente, y por el stalinismo al que criticó con menor acritud al menos hasta 1938, aunque la opción de Benjamín por el esfuerzo de la Escuela de Francfort por acercar psicoanálisis y marxismo y su no condena de Trotsky le granjearon muchos problemas [28] .
Realmente, estos marxistas no descubrían nada absolutamente nuevo porque algunos de los principios teóricos que explicaban el fascismo, estaban ya enunciados de algún modo con anterioridad. Sin extendernos, podemos rastrear en Maquiavelo algunas insinuaciones sobre la tendencia del pueblo a aceptar con condiciones el poder del Príncipe; Marx ya adelantó algo más concreto en su premonitor análisis sobre el bonapartismo y el papel de Napoleón III; el reaccionario M. Weber insistió en la necesidad de un poder carismático que controlara al pueblo que él tanto despreciaba, y Freud, criticando las tesis de Trotter sobre el «instinto gregario», dijo que:
«en cambio, nosotros creemos imposible llegar a la comprensión de la esencia de la masa haciendo abstracción de su jefe (…) A propósito de las dos masas artificiales, la Iglesia y el Ejército, hemos visto que su condición previa consiste en que todos sus miembros sean igualmente amados por un jefe. Ahora bien: no habremos de olvidar que la reivindicación de igualdad formulada por la masa se refiere tan sólo a los individuos que la constituyen, no al jefe. Todos los individuos quieren ser iguales, pero bajo el dominio de un caudillo. Muchos iguales capaces de identificarse entre sí y un único superior: tal es la situación que hallamos en la masa dotada de vitalidad (…) más que un animal gregario es el hombre un animal de horda: esto es, un elemento constitutivo de una horda conducida por un jefe» [29] .
Resulta ilustrativo ver cómo semejante avance teórico pasó desapercibido o fue ignorado de forma consciente por la mayoría de las izquierdas en aquellos años. No vale como excusa decir qué representaban realmente en lo sociopolítico Maquiavelo y Weber, o qué opinaba Freud sobre Marx y el comunismo, o ampararse en las distancias entre la lucha de clases de la Europa de mediados del siglo XIX y la de los años 20 y 30 del siglo XX. Lo que toda esta corriente teórica, con sus divergencias irreconciliables en su seno, sacaba a flote eran problemas sociales inasimilables para cualquier poder burocrático, como el propio Freud se dio cuenta indirectamente. La burocracia político-sindical socialdemócrata y la casta stalinista no podían asumir los argumentos de esta corriente teórica porque terminaban cuestionando su propia existencia. La censura que cayó sobre la tímida y cauta sugerencia de Gramsci a Bujarin y Stalin en 1927, firmada por el PCI, es un demoledor ejemplo de lo que vemos: ¿cómo iba a admitir la casta burocrática stalinista la fuerza demoledora de lo que podríamos denominar «freudo-marxismo» si ni tan siquiera aceptó algo tan suave como la carta de Gramsci?
4.- LA ASTUCIA DEL IMPERIALISMO
Lo desastroso de semejante ceguera radica en que mientras las «izquierdas» se negaban a estudiar este problema y reprimían directa o indirectamente a quienes sí lo hacían, mientras tanto, el orden capitalista avanzaba por su lado en las investigaciones prácticas sobre la manipulación psicopolítica de masas. Ya en 1921 existía el Instituto Tavistock que investigaba cómo utilizar la estructura psíquica deteriorada de los ex soldados que habían sufrido las conmociones de la guerra de 1914-18 para producir «generaciones de idiotas» obedientes al imperialismo, Instituto que recibió fuertes apoyos económicos de grandes capitalistas y Estados burgueses [30] . Otro estudioso de esta problemática descubrió en sus buceos en la historia lo que sigue:
«Más allá del parecido entre las líneas ideológicas de la «guerra psicológica» y las del Congreso por la Libertad de la Cultura que muestran la coherencia relativa del plan concebido por Wisner y los dirigentes de la CIA, se puede notar que los especialistas de la «manipulación de masas» son frecuentemente marxistas arrepentidos. Un ejemplo de ello es la carrera de Paul Lazarsfeld. A fines de los años 20, el que será uno de los principales ideólogos de la «comunicación de masas» es un socialista activo. En Francia, tiene relaciones con la SFIO y con Leo Lagrange. En 1932, la Fundación Rockefeller le ofrece una beca de dos años para estudiar en Estados Unidos. Considerando que existe «una correspondencia metodológica entre la compra de jabón y el voto socialista», se da a conocer escribiendo artículos de marketing» [31] .
Sobre las relaciones entre la CIA y otras agencias imperialistas, la manipulación en base a los conocimientos psicológicos y psicoanalíticos, el consumismo y la tortura, volveremos al final de este texto, ahora concluimos con lo siguiente: «Fue un sobrino estadounidense del propio Freud, Edward Bernays , el primero en percatarse del incalculable potencial que las teorías de su tío ofrecían al capitalismo y su visión del mundo, de la economía y del papel que el individuo debe jugar en la nueva sociedad consumista-capitalista que estaba emergiendo. El razonamiento propuesto por este hombre, aunque con efectos devastadores para la libertad humana, fue sencillo: si es verdad eso de que el hombre está sometido por una serie de fuerzas, pulsiones, deseos y necesidades inconscientes que ni si quiera él mismo conoce, y que operando desde un oscuro lugar de la mente tienen capacidad para influir en la conducta del hombre, también lo será que, manipulando convenientemente estas pulsiones, deseos y necesidades ocultas, quien sea capaz de realizar tal manipulación será capaz también de influir directamente, sin que ellos lo sepan, en la conducta, el pensamiento y el comportamiento de estos sujetos, y todo ello, además, mientras que por la vía de los mecanismos conscientes habituales se les está diciendo que se hace justamente lo contrario» [32] .
Podríamos seguir citando muchos más datos sobre cómo el imperialismo sí se lanzó decididamente a la investigación práctica con fines económicos, políticos y militares de todo lo relacionado con el inconsciente y el subconsciente humano, mientras que las supuestas «izquierdas» hacían lo contrario. Hay varias respuestas muy simples y directas, interrelacionadas entre sí, que explican tal ceguera: una de ellas dice que en el fondo la teoría marxista del fascismo hacía referencia, entre otras cosas, a la «figura del Amo», según la feliz expresión de D. Sibony en su estudio sobre la indiferencia política de las gentes explotadas [33] . Otra segunda respuesta explica que el discurso social del «freudo-marxismo», y en concreto de W. Reich en este caso, va más allá de la resignación de Freud, «hundiendo un bisturí decidido ente las profundas raíces del drama humano, raíces que perpetúan desde siglos la triste historia de las masas, irresponsables, sometidas a la voluntad de un jefe paranoico» [34] . La tercera respuesta fue adelantada por Freud, aunque centrándose en las resistencias inconscientes al análisis [35] , y que conserva buena parte de su valor hoy en día.
Todas ellas y algunas más sirven también para respondernos otra de las grandes interrogantes que nos hacemos siempre, y que W. Reich expresó de esta forma tan directa: «La psicología burguesa tiene por costumbre en estos casos el querer explicar mediante la psicología por qué motivos, llamados irracionales, se ha ido a la huelga o se ha robado, lo que conduce siempre a explicaciones reaccionarias. Para la psicología materialista dialéctica la cuestión es exactamente lo contrario: lo que es necesario explicar no es que el hambriento robe o el explotado se declare en huelga, sino por qué la mayoría de los hambrientos no roban y por qué la mayoría de los explotados no van a la huelga. La socioeconomía, por tanto, explica íntegramente un hecho social cuando la acción y el pensamiento son racionales y adecuados, es decir, están al servicio de la satisfacción de la necesidad y reproducen y continúan de una manera inmediata la situación económica. No lo consigue cuando el pensamiento y la acción de los hombres están en contradicción con la situación económica y, por tanto, son irracionales« [36] .
Cómo superar la «figura del Amo», al «jefe paranoico» y a la resistencia al análisis; cómo lograr vencer las ataduras irracionales que impiden que los explotados se rebelen contra los explotadores, recuperando las fábricas, socializando la propiedad privada, y cómo acabar con las causas que motivan el hambre para impedir que haya hambrientos que acepten servilmente su situación, que obedezcan con pasividad a la ley, estas son cuestiones de praxis que vuelven a adquirir ahora el mismo valor que antes o más incluso, porque la vuelta del fascismo se realiza en un contexto mundial peor que el de hace seis décadas. La desobediencia revolucionaria como alternativa contra el Amo tiene aquí un papel decisivo. Hablamos de desobediencia radical, no de desobediencia formal, reformista e integrada en la lógica propia del Amo. Ésta segunda, la que es aceptada y hasta propiciada por sectores de la burguesía, fue la ofrecida por el reformismo alemán a la juventud rebelde a finales de los años 1960 y comienzos de los ’70.
Dejando de lado algunos comentarios críticos que se pueden hacer a su obra, tiene razón R. Reiche cuando afirma que: «Las soluciones ofrecidas por las izquierdas tradicionales a los jóvenes radicales son, hasta ahora, tan impotentes como el «año voluntario» con respecto a las mayorías adolescentes adaptadas. Por ejemplo, el «Sozialistische Zentrum», que quería hacerlo mejor que el SDS, por una parte, y mejor que el SPD, DFU, y el SPD por otra, llama a la juventud de la oposición a rehusar acciones simplemente pseudo-radicales no comprendidas por algunos sectores de la población –en sí progresistas– a las que abandonaría en manos de la reacción. Sus teóricos reconocen –entre otras cegueras políticas de las que se hacen culpables — que a los adolescentes, los cuales reconocen precisamente la obediencia, la apatía inhumana y la agresión canalizada de las mayorías adultas y adolescentes en la sociedad, padecen y quieren defenderse de todo ello, no se les puede, a su vez, ordenar y disciplinar con un comportamiento que estos mismos jóvenes tienen que interpretar como «obediente» y en casos concretos, incluso como corrupto y oportunista» [37] .
Ordenar y disciplinar a la juventud con alternativas que contienen una obediencia al sistema idéntica en el fondo a la obediencia anterior, aunque con algunas formas externas diferentes, esta táctica denunciada por R. Reiche, ha sido usada con harta frecuencia en la historia social, y de hecho fue la empleada durante la denominada «transición hacia la democracia» en el Estado español muy pocos años después. Las incorrectamente denominadas «izquierdas», en este caso todas las fuerzas reformistas que apoyaron la constitución monárquica y la continuidad de todas las estructuras de poder franquistas revestidas de «democracia» en pocas horas, se dedicaron a transmutar una obediencia en otra, la franquista en la monárquica, pero manteniendo su esencia capitalista, nacionalista española y patriarcal. Es decir, y volviendo a la «figura del Amo», se retocó la figura pero siguió el Amo.
5.- NECESIDAD Y DESOBEDIENCIA LATENTE
Era necesario detenernos un instante en la mezcla de rechazo, miedo e incapacidad de las «izquierdas» para enfrentarse directamente a la dialéctica entre lo consciente y lo inconsciente, y en la astucia del imperialismo para manipular lo irracional, porque solamente tras estos breves apuntes podemos comprender los avances que algunos personas han realizado en los últimos años partiendo del desierto teórico anterior, y que son decisivos para explicar que la desobediencia es una necesidad inserta en la praxis revolucionaria. Hemos visto que las definiciones formales sobre la obediencia, el derecho y la necesidad, no pueden explicar la dinámica de las contradicciones que bullen en su interior porque para contra argumentar lo dicho por alguien siempre podemos recurrir a las tesis de sus enemigos sociales, muy especialmente en cuestiones eminentemente contradictorias al reflejar las contradicciones objetivas. Por esto, tiene toda la razón G. Jervis cuando estudiante qué es la «necesidad» nos remite al problema político del sujeto, a las relaciones entre subjetividad y objetividad de una necesidad, y a las relaciones entre necesidad y deseo [38] .
¿Qué quiere decir con esto G. Jervis? Pues que: «La necesidad se expresa habitualmente como sufrimiento por una carencia: si este sufrimiento se percibe como insatisfacción, la necesidad se expresa como deseo. El deseo es, pues, junto con la insatisfacción, el espectro subjetivo de la necesidad: es decir, tendencia y tensión hacia un objetivo» [39] . Existe por tanto una totalidad que incluye lo objetivo y lo subjetivo, la necesidad y el deseo, el sufrimiento y el placer, etc., como contrarios unidos dialécticamente. Ahora bien, debemos avanzar un poco más en la naturaleza social de esta totalidad concreta que integra tantas contradicciones. El mismo autor al que recurrimos, precisa más adelante que:
«Las más típicas e importantes necesidades sociales son necesidades radicales, aparentemente no vinculadas a las necesidades inmediatas del cuerpo, tales como por ejemplo, la necesidad de libertad, la necesidad de justicia, la necesidad de igualdad, la necesidad de conocimiento. Se puede observar que aunque todas ellas sean necesidades históricas (es decir, no dadas a priori, sino nacidas y determinadas por modos concretos de vida) tienen también todas ellas algo de constante, al igual que las necesidades elementales (…) Las necesidades sociales radicales no vienen de arriba sino que nacen de la praxis, es decir, que se definen en el definirse de los hombres a través de la historia de las generaciones, y del proceso de la lucha de clases. Su propia definición es pues –hay que insistir– histórica, o sea no absoluta (…) si se considera la sociedad como dividida en clases, como sociedad en transformación, entonces es legítimo y necesario asumir la responsabilidad de mantener que las necesidades que aparecen como dominantes no coinciden necesariamente ni con las de la mayoría de la población (y especialmente con las de las clases oprimidas) ni con las necesidades reales que presionan para la transformación total de la sociedad» [40] .
Otro investigador de esta problemática decisiva, D. López, defiende exactamente lo mismo pero con estas palabras: «La aceptación del «normal», en cuanto acomodación y no resolución de las antinomias, es contraria a las leyes de desarrollo del individuo y de la especie, leyes que implican no el conformismo, no la hipocresía identificadora con el superego y las posiciones de dominio, sino, en realidad, la búsqueda de esa síntesis identificadora que es la persona con sus relaciones consigo misma y con su realidad, con las personas, en su capacidad de aceptación de la realidad dada, de elección de una nueva realidad, o de entrega a la tarea de transformación –lenta y, por lo tanto, sustancial y formal– de una realidad que piensa que es necesario cambiar» [41] .
Las necesidades de libertad, justicia, igualdad, conocimiento, etc., son radicales porque atañen a la esencia social e histórica de la especie humana, a sus raíces genético-estructurales; sin la búsqueda de su resolución práctica no se habría producido la autogénesis de nuestra especie, ontológica y filogenéticamente considerada, aunque tengamos un tanto por ciento muy pequeño de diferencia genética con respecto a nuestros «hermanos» homínidos. Las necesidades radicales son por su misma esencia antagónicas con la obediencia y por ello mismo la desobediencia es una necesidad inserta en la praxis social que busca solucionar el resto de las necesidades vistas. La aceptación de lo «normal» y su obediencia no son en modo alguno «prácticas naturales», «normales» por decirlo de algún modo, sino disciplinas sociales artificialmente impuestas desde las posiciones de dominio y en base al conformismo y la obediencia, a pesar de que van directamente en contra del desarrollo colectivo e individual.
Hablamos de desobediencia radical y revolucionaria, que no reformista e integrada en el sistema, porque sólo ella puede romper con la «figura del Amo» que determina que las masas explotadas permanezcan indiferentes a la acción política, como es el caso de denuncia crítica que R. Reiche hizo hace un tercio de siglo. Por otra parte, comprender los contrarios antagónicos obediencia/desobediencia que conlleva a su vez la unidad de lo objetivo y de lo subjetivo, de la necesidad y del deseo, etc., entender esta dialéctica histórica de la que no se puede excluir el accionar del Estado de la clase dominante, exige su correspondiente lógica dialéctica que integra en su movimiento la unidad y lucha de contrarios que bullen en la sociedad humana. Sin embargo, la ideología burguesa es incapaz por definición de comprender esta realidad. La forma de salir de su trampa no es otra que la del estudio crítico de la historia humana, destrozando las mentiras construidas por los poderes y sacando a la luz las luchas sociales, las protestas, las desobediencias masivas. Según Erich Fromm:
«La historia humana comenzó con un acto de desobediencia, y no es improbable que termine con un acto de obediencia (…) Si la humanidad se suicida será porque la gente obedecerá a quienes le ordenan apretar los botones de la muerte (…) La obediencia a una persona, institución o poder (obediencia heterónoma) es sometimiento; implica la abdicación de mi autonomía y la aceptación de una voluntad o juicio ajenos en lugar del mío. La obediencia a mi propia razón o convicción (obediencia autónoma) no es un acto de sumisión sino de afirmación (…) Mientras obedezco al poder del Estado, de la Iglesia o de la opinión pública, me siento seguro y protegido. En verdad, poco importa cuál es el poder al que obedezco. Es siempre una institución, u hombres, que utilizan de una u otra manera la fuerza y que pretenden fraudulentamente poseer la omnisciencia y la omnipotencia. Mi obediencia me hace participar del poder que reverencio, y por ello me siento fuerte. No puedo cometer errores, pues ese poder decide por mí; no puedo estar solo, porque él me vigila; no puedo cometer pecados, porque él no me permite hacerlo, y aunque los cometa, el castigo es sólo un modo de volver al poder omnímodo» [42] .
La obediencia produce calma, felicidad, sosiego, es como una droga, un opio parafraseando a Marx, por eso es tan abundante y masiva. No es casualidad que Freud dejara sentado desde muy pronto en su obra que el pensamiento crítico surge del displacer, de la insatisfacción ante los resultados obtenidos: «cuando, a pesar de haberse obedecido todas las reglas, el estado de expectación con su acción específica consiguiente, no llega a la satisfacción sino al displacer». Freud habla de pensamiento crítico o examinador, es decir, que examina los detalles, no se contenta con las generalizaciones, sino que aplica una especie de método dialéctico-materialista –aunque Freud no cita textualmente esta método–: «el pensamiento crítico (…) recurriendo a todos los signos de cualidad, trata de repetir todo el decurso de cantidad, con el fin de comprobar algún error de pensamiento o algún defecto psicológico« [43] . Partiendo de lo visto, debemos dar la razón a Fromm:
«Para desobedecer debemos tener el coraje de estar solos, errar y pecar. Pero el coraje no basta. La capacidad de coraje depende del estado de desarrollo de una persona. Sólo si una persona ha emergido del regazo de materno y de los mandatos de su padre, sólo si ha emergido como individuo plenamente desarrollado y adquirido así la capacidad de pensar y sentir por sí mismo, puede tener coraje de decir «no» al poder, de desobedecer. Una persona puede llegar a ser libre mediante actos de desobediencia, aprendiendo a decir no al poder. Pero no sólo la capacidad de desobediencia es la condición de la libertad; la libertad es también la condición de la desobediencia. Si temo a la libertad no puedo atreverme a decir «no», no puedo tener el coraje de ser desobediente. En verdad, la libertad y la capacidad de desobediencia son inseparables; de ahí que cualquier sistema social, político y religioso que proclame la libertad pero reprima la desobediencia, no puede ser sincero» [44] .
Antes de seguir con el estudio de esta cita, conviene que veamos las raíces teóricas en las que se basa Fromm y que nos remiten directamente a Freud. En efecto, Fromm sostiene que para desobedecer debemos tener el coraje de asumir la soledad y el error propio, tenemos que arriesgarnos a decir no; lo dice porque la libertad, lo mismo que la desobediencia, es riesgo, descubrimiento, investigación, o sea, praxis, y todo ello conlleva más temprano que tarde, directa o indirectamente, tensión, conflicto, choque con la autoridad y por tanto alguna forma de represión. Y todo ello produce algún preocupación, inquietud y, llegados a un nivel preciso, de miedo. Pero antes de seguir conviene dar una definición de miedo para saber de lo que hablado. J. Balboa responde así a la pregunta ¿qué es miedo?:
«Vivimos sobre el miedo. Miedo al fracaso, miedo a la soledad, miedo a la muerte. Miedo a la pobreza, miedo a la marginación. Miedo a enfermedades, a la inseguridad. Miedo a la exclusión. Miedo a los delincuentes, miedo a la prisión. Miedo a los extraños, miedo a perder el trabajo, a perder la vivienda. Miedo a la violencia. Y miedo tras miedo marcan el sino de nuestras acciones, de nuestras decisiones, de nuestras opiniones y de nuestra visión de la sociedad. Una auténtica oleada de miedos y temores se expanden por el cuerpo social. Pero, antes de nada, ¿qué es el miedo? El mecanismo del miedo (Según la RAE: 1. m. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. 2. m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.), puede esquematizarse a partir de los siguientes elementos: el objeto que causa el miedo, cierto desconocimiento (sobre el objeto o sobre cómo afrontar el peligro), la parálisis y la reacción hacia la seguridad buscada por parte del sujeto atemorizado. El elemento común a todo temor, a todo miedo, es cierto desconocimiento sobre el objeto que lo genera: toda una aureola de ignorancia cubre el fenómeno en sí (sea una bruja, una posible pandemia, un enemigo poderoso, una amenaza natural de efectos catastróficos, un terrorista, un Dios, etc.). Podemos afirmar que el miedo aumenta de manera directamente proporcional al desconocimiento sobre el objeto temido o al desconocimiento (o impotencia) ante cómo afrontarlo» [45] .
Hecha esta necesaria aclaración, debemos decir que Freud había adelantado que: «No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suele rebajar sus pretensiones de felicidad (…) no nos debe asombrar que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer» [46] . Hay un dicho popular que dice: «más vale malo conocido que bueno por conocer». Por tanto, ante el miedo a la libertad, la persona retrocede, no quiere asumir sus riesgos, y sacrifica el placer a cambio de la seguridad, y la obediencia es el método. Saborear lo bueno exige la desobediencia, pero a la vez el riesgo y hasta el peligro algunas veces, y también la soledad porque «la masa» se echa para atrás, duda, recula y retrocede buscando el calor protector que sólo la obediencia garantiza.
Pero Freud continúa explicando cómo en estos momentos en los que el miedo a la soledad, a lo nuevo y al placer de la libertad hace que se imponga el sálvese quien pueda, el individualismo como una de las salidas desesperadas ante el creciente malestar de la cultura: «El aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad alcanzable por tal camino no puede sino ser la quietud. Contra el temible mundo exterior sólo puede uno defenderse mediante una forma cualquiera de alejamiento si pretende solucionar este problema únicamente para sí» [47] . Freud sigue exponiendo otros métodos, como las adicciones y otros, pero la lógica de su argumento es la misma ya que la soledad aislacionista e individualista, la que se aísla de lo colectivo para refugiarse en uno mismo, es la forma más común de huir de las realidades que producen displacer y sufrimiento.
No hay contradicción con lo que dice Fromm sobre la necesidad de estar en soledad crítica y autoconsciente frente al poder, porque Freud se refiere al individualismo escapista que huye de la realidad con miedo pavoroso, un individualismo cobarde y reaccionario, egoísta; mientras que Fromm se refiere a su contrario dialéctico, a la soledad asumida conscientemente, la que sirve para bucear en uno mismo autocríticamente, cogiendo fuerzas para emerger desde lo profundo liberado a la superficie mediante la praxis revolucionaria. Cada uno se refiere a uno de los extremos antitéticos de la dialéctica entre el individualismo reaccionario y la individualidad revolucionaria. Vemos así la unidad y lucha de contrarios antagónicos: obediencia/desobediencia, heteronomía/autonomía, irracionalidad/racionalidad, opresión/libertad, miedo/coraje, cobardía/valentía, etc., tanto en su evolución histórica al hacer directa referencia al origen de la explotación social, como en su coherencia lógica al proceder a la síntesis, superando las limitaciones e incongruencias del formalismo abstracto de la ideología burguesa tal como las hemos visto en la enciclopedia Salvat-El País.
En la práctica, la unidad y lucha de contrarios entre, por ejemplo, la obediencia y la desobediencia, es un proceso en el que los extremos se unen y separan, separan y unen lo que exige el recurso al método analítico y sintético, diacrónico y sincrónico, inductivo y deductivo. De hecho, es esto mismo lo que hace Freud cuando recurre a la dialéctica anormalidad/normalidad: «El yo anormal, que no sirve para nuestros propósitos, no es, por desgracia, una ficción. Toda persona normal es de hecho solamente normal en cuanto pertenece a la media. Su yo se aproxima al del psicótico en uno u otro aspectos y en mayor o menor cantidad; y el grado de alejamiento de un extremo de la serie y de su proximidad al otro nos proporcionará una medida provisional de lo que hemos llamado con tanta imprecisión «alteraciones del yo« [48] . Explicando esta dialéctica de anormalidad/normalidad, R. Osborn resume así la tesis de Freud: «que lo anormal se aparta de lo normal gradualmente, y que las tendencias anormales no son sino formas más acusadas de las tendencias normales» [49] .
Llegados a este punto, tenemos que recordar lo arriba visto sobre la dialéctica entre lo «bueno» y lo «malo» en la personalidad humana, sobre lo antitético y la ambivalencia inserta en la personalidad, su movimiento y su cambio permanente. Rememorando lo visto sobre los bruscos cambios en la dinámica de obediencia/desobediencia en la personalidad individual y en la conciencia colectiva de las masas en los momentos cruciales, debemos aplicar esta dialéctica anormalidad/normalidad y ambivalencia entre lo «bueno» y lo «malo» para, salvando las distancias, entender el contradictorio comportamiento de las masas alienadas que oscilan entre la obediencia y la desobediencia, en una especie de «obediencia media» que fluctúa según la evolución de las contradicciones objetivas y subjetivas del sistema. Esta dialéctica descubre así una línea de sumisión compuesta por la obediencia, heteronomía, irracionalidad, opresión, miedo, cobardía, anormalidad, etc., enfrentada a la opuesta de desobediencia, autonomía, racionalidad, libertad, coraje, valentía, normalidad, etc. No hay duda de que en el fondo de la irreconciliabilidad entre ambas líneas que forman una unidad de contrarios en permanente lucha, existe también un choque entre la ética de opresión y la ética de la liberación.
Utilizando este método, comprendemos la interacción entre derecho y necesidad, y viceversa, en las relaciones entre la desobediencia y la rebelión. De hecho, el mismo Fromm plantea esta interacción en su análisis de la producción social de obediencia: «Si los pocos deseaban gozar de las cosas buenas, y además de ello, hacer que los muchos les sirvieran y trabajaran para ellos, se requería una condición: que los muchos aprendieran a obedecer. Sin duda, la obediencia puede establecerse por la fuerza. Pero este método tiene muchas desventajas. Constituye una amenaza constante de que algún día los muchos lleguen a tener medios para derrocar a los pocos por la fuerza; además, hay muchas clases de trabajo que no pueden realizarse apropiadamente si la obediencia sólo se respalda con el miedo» [50] .
Existe por tanto, según lo visto, una vía tendencial que va de la desobediencia latente a la explotación hasta la rebelión de la mayoría contra la minoría propietaria, rebelión que aplica la fuerza para derrocar a los pocos que se han apropiado de los bienes producidos por los muchos. Se trata de una tendencia que puede ser abortada, cortada, desviada o destrozada por una represión salvaje y criminal, masiva; pero esta masacre es empleada por los pocos sólo en los momentos críticos decisivos, cuando su propiedad privada corre el peligro de desaparecer al ser convertida en propiedad social.
6.- COBARDIA Y MASOQUISMO: LA DEMOCRACIA
¿Qué medidas preventivas aplica la minoría, los pocos, para desviar hacia el orden establecido ese malestar social? Fromm responde sintéticamente que: «Por ello la obediencia que sólo nace del miedo de la fuerza debe transformarse en otra que surja del corazón del hombre. El hombre debe desear, e incluso necesitar obedecer, en lugar de sólo temer la desobediencia. Para lograrlo, la autoridad debe asumir las cualidades del Sumo Bien, de la Suma Sabiduría; debe convertirse en Omnisciente. Si esto sucede, la autoridad puede proclamar que la desobediencia es un pecado y la obediencia una virtud; y una vez proclamado esto, los muchos pueden aceptar la obediencia porque es buena, y detestar la desobediencia porque es mala, más bien que detestarse a sí mismos por ser cobardes» [51] .
Elevar al orden establecido, a su Estado, a la ideología que los cimenta y legitima, como el Bien Absoluto, es una de las necesidades imperiosas del capitalismo, que no únicamente de los anteriores modos de producción. La burguesía necesita presentarse como el Sumo Bien, aunque con formas nuevas y diferentes a la feudales, esclavistas, tributarias, etc., como luego veremos al volver al problema del carácter autoritario-masoquista y de otras formas de comportamiento que, en apariencia, son «libres» y hasta «desobedientes». Que el Estado necesita demostrar en todo momento que es Omnisciente, más aún, que es Omnipresente y Omnipotente, como dios, es incuestionable precisamente porque las contradicciones objetivas del sistema minan periódicamente los relativos equilibrios puntuales, las estabilidades logradas siempre relativas e inestables por definición.
¿Cómo logra el Estado inculcar entre las gentes explotadas que él es el Sumo Bien? Mediante otros recursos, también con la sorprendente eficacia disciplinadora que tiene todo lo relacionado con el acto de la confesión en todas sus formas, que no sólo en la cristiana. Más concretamente, con lo que J. Larrosa define como «dominar-se» como la estructura del poder, es decir, «vigilar-se» a sí mismo en lo más profundo de la personalidad y luego decirlo, confesarlo al poder establecido, sea el cura o el fraile, el policía, el juez, el fisco, el médico, el psicólogo; es decir, inculparse y delatarse a uno mismo:
«El poder sobre uno mismo, del que el confesor es el depositario, pasa por la obligación de vigilarse continuamente y de decirlo todo acerca de uno mismo. Pasa también por una relación con el juicio, con el juzgar-se, puesto que establece una relación entre la subjetividad y la ley (…) El sujeto confesante es atado a la ley en la misma operación en que es atado a su propia identidad. Reconoce la ley y se reconoce a sí mismo en relación con la ley. La confesión es un dispositivo que transforma a los individuos en sujetos en los dos sentidos del término: sujetos a la ley y sujetos a su propia identidad. Promueve formas de identidad que dependen de cómo el sujeto se observa, se dice y se juzga a sí mismo bajo la dirección y el control de su confesor. La secularización de la confesión en la medicina, la psicología, la pedagogía, etc., no cambia esencialmente, en cuanto a la forma general del dispositivo, el modo como integra la verdad, el poder y la subjetividad» [52] .
J. Larrosa pone el dedo en la llaga de una realidad opresora decisiva para la producción de obediencia, ante la que guardan silencio desde los intelectuales supuestamente «críticos» hasta la izquierda clásica. Nos referimos al poder religioso, cuestionado radicalmente por el marxismo y el psicoanálisis, pero aceptado subrepticia o abiertamente por la progresía laica. Recordemos que Caruso dijo que es anticientífico hablar de psicoanalistas cristianos. Una de las síntesis mejores de la irreconciliabilidad entre el psicoanálisis y la religión nos la ofrece C. Goldaracena cuando, interpretando a Freud, define a la religión como una «neurosis obsesiva social» [53] que impide la resolución de los conflictos humanos, prolongándolos en beneficio del poder. Yendo a Freud, leemos que: «La conciencia de culpabilidad consecutiva a una tentación inextinguible y la angustia expectante bajo la forma de temor al castigo divino se nos ha dado a conocer mucho antes en los dominios religiosos que en los de la neurosis» [54] . La pregunta que nos surge, empero, es ¿Qué ocurre con el poder de atemorización por el castigo divino cuando las personas superan esa forma de neurosis obsesiva, cuando la sociedad se seculariza? Pues que sólo se cambian las formas de producir temor, culpabilidad y obediencia porque lo esencial sigue intocable, como indicó Freud en su tiempo y más tarde R. Osborn expresó así estudiando el proceso educativo: «Hacer de la obediencia una virtud es socavar la autonomía individual» [55] .
Los súbditos debemos ser virtuosos, autovigilarnos y autodominarnos fusionando en nosotros mismos la ley y la identidad, y a la vez, tenemos que confesar nuestros pensamientos y actos a la ley de tal modo que nuestra identidad sea la ley en acción. Por tanto, debemos llevar al Estado en nuestra cabeza y en nuestro bolsillo, dentro de nuestra personalidad, en nuestras angustias –entendida la «angustia» con las precauciones tomadas por S. Freud [56] –, miedos y alegrías, en nuestros deseos. Así nuestra obediencia será natural, lógica, y creeremos en una supuesta libertad de pensamiento y de elección material, práctica, que nos convencerá que nuestro voto al PSOE o a IU, es libre y consciente, además de progresista y demócrata, o en todo caso será moderado si votamos al PP, pero nunca de fascista y reaccionario. Así nuestra cobardía habrá desaparecido y seremos tan valientes como para insultar al árbitro en el partido de fútbol, escupir al emigrante y al vagabundo, y aplaudir con las orejas la ilegalización de todas las vascas y vascos.
Importancia destacada tiene aquí el problema de la cobardía en una fase imperialista en la que la guerra ha vuelto a ocupar el papel central que nunca perdió pero que se mantuvo soterrado mediante los acuerdos entre los EEUU y la URSS. Cuando el placer y el confort que produce la obediencia choca con las contradicciones reales, tarde o temprano surge alguna duda, y después algún desasosiego, y probablemente surja un remordimiento amargado por esa insoportable quemazón de la cobardía. Situaciones así son más frecuentes de lo que sospechamos, según lo demuestran todos los estudios de psiquiatría crítica. Para evitarlas e impedir de antemano posibles procesos de toma de conciencia crítica, para ello, el sistema presta tanta atención a que la obediencia no sea consciente de su cobardía ni de su egoísmo.
Al contrario, el sistema transmuta la cobardía real en ficticia valentía que se canaliza hacia la violencia opresora, imperialista. La persona obediente es cobarde frente al amo, se paraliza ante la explotación y la injusticia, pero se vuelve valiente contra el oprimido y el explotado, porque cuenta con el apoyo material del Estado que le protege. La efectividad práctica de estas fuerzas que manipulan la cobardía colectiva es tal que la tiene que reconocer un libro flojo en lo teórico dado que abusa de la hipótesis de la «teoría del juego». En efecto, tras páginas de supuesta «racionalidad del elector» burlada por la astucia de los políticos durante la «transición democrática» en el Estado español, J. M. Colomer tiene que reconocer que existió un «temor al enfrentamiento fatal» y una «tendencia a la componenda» [57] , asegurándose así la estabilidad política en el Estado.
E. Fromm ha sido también uno de tantos que han insistido en el crucial papel que juega el placer de la obediencia en el desarrollo del carácter autoritario-masoquista: «El hecho de que el sometimiento pueda llegar a representar un placer explica por qué ha sido tan fácil someter a los hombres; por qué esto ha sido, en general, más fácil que lo inverso, es decir, que el inducir a los hombres a que renuncien al sometimiento y adquieran independencia interior» [58] . Tras reconocer que el carácter masoquista es, en sus manifestaciones no patológicas, el que forma la mayoría de los componentes de la sociedad capitalista, de modo que aparece tan «normal» en el hombre burgués que no es considerado como un «problema científico», dicho esto, sostiene que: «El placer de la obediencia y el sometimiento puede ser consciente o estar totalmente oculto tras racionalizaciones como el determinismo, la necesidad o la sensatez, pero lo decisivo del carácter autoritario es que en las situaciones en las que puede obedecer son tan gratificantes para él, que no procura transformarlas sino reforzarlas cada vez que las encuentra en la realidad» [59] .
El carácter autoritario-masoquista, el sadismo y todo lo relacionado con los objetivos y beneficios que puedan obtenerse con el recurso de la destructividad, del dolor y del daño, fueron analizado por Freud y otros investigadores, y desde entonces ha sido una preocupación que se acrecienta en determinados contextos sociales por su relación con la obediencia. E. Fromm, que puede ser definido como el mejor investigador [60] de esta cuestión decisiva para entender la desobediencia, sintetizó tres grandes mecanismos de evasión a los que recurren las personas cuando se enfrentan a los riesgos inherentes a la libertad:
El primero era precisamente el masoquismo y la aceptación de la autoridad como medio para «librarse de la pesada carga de la libertad» [61] , carga que no puede sobrellevar, por un lado, lo que le impulsa también por otro lado a intentar «convertirse en parte integrante de alguna más grande y más poderosa entidad superior a la persona, sumergiéndose en ella (…) Al transformarse en parte de un poder sentido como inconmovible, fuerte, eterno y fascinador, el individuo participa de su poder y gloria (…) también se asegura contra las torturas de la duda (…) se salva de la necesidad de tomar decisiones, de asumir la responsabilidad final por el destino del yo y, por lo tanto, de la duda que acompaña la decisión» [62] . El segundo método de escape es la destructividad, que en la baja clase media puede reconocerse fácilmente por su tendencia al «aislamiento del individuo y represión de la expansión individual» [63] . Y el tercero es la conformidad automática, solución adoptada por la mayoría de las personas normales y que consiste en que «el individuo deja de ser él mismo; adopta por completo el tipo de personalidad que le proporcionan las pautas culturales, y por lo tanto se transforma en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que él sea» [64] .
7.- ACTIVAR LAS «RESERVAS DE REACCIÓN»
La manipulación de la ansiedad de placer que tiene el masoquista cuando depende de la autoridad sádica, así como los otros dos mecanismos de escape, constituyen este arte que juega con el miedo y con el deseo, dialécticamente unidos, y que ha sido una técnica social que el poder explotador ha usado con insistencia. F. Neumann realizó una brillante investigación al respecto mostrando cómo la manipulación política de la ansiedad colectiva y del miedo social ha sido una de las razones de las masivas respuestas reaccionarias orientadas contra «enemigos exteriores», contra «conspiraciones» internas y externas destinadas a acabar con el orden y la ley. Neumann hizo un listado de conspiraciones desde el inicio del siglo XVII: la de los jesuitas, la francmasona, la comunista, la capitalista, la judía, concluyendo muy acertadamente con la tesis de que «el mundo se ha hecho más susceptible al crecimiento de movimientos de masa regresivos» [65] . Miedo y ansiedad que buscaban en el dictador la reencarnación protectora de la imagen mítica de la autoridad paterna a la que se obedece sin condiciones.
En el tercio de siglo transcurrido desde que Neumann escribió estas palabras hemos asistido a la creación de nuevas «conspiraciones» exteriores e interiores que, sin romper en absoluto con la lógica de lo expuesto, sino confirmándola, han ampliado los objetivos a criminalizar, perseguir y exterminar por los movimientos reaccionarios. Si mayores precisiones ahora, al poco del hundimiento de la URSS el imperialismo yanqui difundió la tesis del «choque de civilizaciones» como antesala de la criminalización del islamismo, de todo el llamado «eje del mal», y del denominado «terrorismo mundial», que es una especie de saco sin fondo en el que cabe de todo, desde el narcotráfico todavía no controlado por el imperialismo hasta las FARC y otros movimientos de liberación nacional, pasando por las masas de emigrantes clandestinos. La ola de racismo que avanza por el supuesto «occidente democrático» va unida a la oleada represiva en lo social y en lo clasista, a la multiplicación de la omnipresencia policial y a su militarización.
Se debe insistir en que por debajo de los cambios y de las novedades que se han producido en los últimos decenios, e incluso desde inicios del siglo XVII, por admitir la fecha dada por Neumann, en el interior de estos procesos se mantiene empero una continuidad esencial en lo básico determinada por la continuidad de las contradicciones inherentes al capitalismo. Es esta realidad de fondo la que determina que periódicamente resurjan comportamientos de masas como los que estamos analizando, y que permanentemente exista una especie de «reserva reaccionaria» más o menos inactiva pero siempre expectante, que funciona en la cotidianeidad y hasta en niveles de la vida pública, formada por ese ramificado y polifacético universo de obediencias, sumisiones, angustias y miedos, magma irracional manipulable por el poder y que no siempre necesita de un líder carismático, del cesarismo ni de la dictadura para expresarse. No hay que despreciar la alta capacidad de las sociedades capitalistas «democráticas» y «normales», con sus sistemas político-parlamentarios y sus «derechos civiles», para reactivar las «reservas de reacción» latentes en la estructura psíquica de masas. La civilización burguesa puede recurrir a las viejas tácticas del cesarismo pero también a las modernas de la rotación periódica de los «gobiernos democráticos» elegidos electoralmente, para reactivar total o parcialmente la reserva de reacción autoritaria.
Bien es cierto que nunca se trata de una incitación mecánica, de un plan perfecto que funciona de maravilla, porque el inconsciente colectivo, no en el sentido jungiano, tiene una autonomía apreciable y sus propios ritmos, y que sobre todo está minado por las contradicciones sociales objetivas; pero siendo esto verdad, también lo es que los Estados prestan especial atención a las técnicas de manipulación de la llamada «opinión pública», que es una de las capas superficiales del magma de reserva reaccionaria. Por ejemplo, con respecto a la historia de los EEUU, D. Harvey ha escrito que este país:
«También tiene su lado oscuro sembrado de la paranoia sobre temibles amenazas de fuerzas enemigas y malignas provenientes del exterior. Se teme a los extranjeros y emigrantes, a los agitadores externos y, actualmente, por supuesto, a los «terroristas». Esto conduce a un círculo vicioso interno y a la clausura de los derechos y libertades civiles que hemos conocido en episodios como la persecución de los anarquistas en la década de 1920, el macartismo de la década de 1950 dirigido contra los comunistas y sus simpatizantes, la veta paranoica de Richard Nixon respecto a los opositores a la Guerra de Vietnam y, desde el 11 de septiembre, la tendencia a tachar toda crítica a las políticas de la Administración como una forma de ayuda y de incitar al enemigo. Este tipo de nacionalismo converge fácilmente con el racismo (más en particular hacia los árabes), con la restricción de las libertades civiles (la Patriot Act), el freno de las libertades de prensa (el encarcelamiento de periodistas por no rebelar sus fuentes), y la opción de la encarcelación y de la pena de muerte para tratar la criminalidad» [66] .
D. Harvey hubiera podido empezar su lista de oleadas criminalizadotas y represivas habidas en los EEUU no en la década de 1920 sino bastante antes, desde la fundación de las Colonias en el siglo XVII y sobre todo desde 1733 con la institucionalización de la persecución y exterminio de las naciones indias, la esclavización africana y la mezcla de desprecio, odio y miedo a estas poblaciones y a los mexicanos y latinoamericanos, o el Ku Kus Klan con toda su parafernalia prefascista, sádica y absolutamente racista. Tiene razón al referirse al macartismo de los ’50 fue una de las oleadas reaccionarias más fuertes porque se basaba en una profunda base psicológica de masas caracterizada por el «sentimiento de miedo y de insignificancia» que dominaba a la sociedad yanqui como ya estudió E. Fromm una década antes [67] . El macartismo fue también una manera de manipular la insignificancia aumentando el orgullo imperialista mediante la exacerbación del miedo al comunismo invasor; una táctica que fue parcialmente reactivada por el reaghanismo en los ’80 para recuperar el orgullo yanqui tras la aplastante derrota de Viet Nam, y que fue luego definitivamente recuperada por la Administración Bush a comienzos del siglo XXI en su cruzada anti «terrorista» [68] .
De cualquier modo, lo que más nos interesa de lo visto es la constatación de que también se producen esos retrocesos autoritarios, represivos e irracionales en grado sumo, en el capitalismo más desarrollado, el que inventó el consumismo y la técnica moderna de manipulación psicopolítica de masas de forma industrial, masiva y científica. Es necesario tener esto en cuenta porque asistimos en la actualidad a la interacción de diversas tácticas y métodos usados por el sistema para reforzarse y asegurar su expansión. No podemos cometer la ingenuidad de creer que la burguesía sólo recurre a un método en exclusividad, rechazando el resto. Al contrario, vivimos sometidos a diferentes presiones destinadas a obtener objetivos tácticos diversos que, empero, buscan un único fin.
Por una parte, es cierto lo que sostienen G. Jervis y otros muchos investigadores:
«En la sociedad industrial avanzada, el tipo de ciudadano que el poder necesita ya no es exclusivamente el que no piensa y obedece, sino también el que discute, desea y «crea». Para manejar una tecnología compleja es necesario tener disciplina, pero también ser inteligentes y con inventiva; para consumir mucho hay que ser optimistas, liberados y «creativos»; para adaptarse a un mundo que es cada vez más inhumando, hay que multiplicar y potenciar las posibilidades de evasión, de olvido, las falsas inversiones de poder durante el carnaval, el juego, la fiesta. Desde hace muchos años, en Estados Unidos, psicólogos y psicoanalistas predican la liberación, la espontaneidad, la alegría, la recuperación del cuerpo, la libertad de los deseos, pero siempre en lugares y momentos específicos y separados, casi siempre fuera del momento de producción, en situaciones institucionalizadas inmediatamente, fuera de las horas de trabajo, a lo sumo en relación con la renovación de los consumo. Se intenta hacer entender al ciudadano que puede saber lo que desea con tan solo mirarse a sí mismo y dentro de sí mismo, esto es, que no está enajenado; sólo está «reprimido». Y que sus deseos son sus necesidades. Por lo tanto, que luche contra la represión que lleva dentro, en primer lugar; y el sistema le proporcionará a continuación momentos y cauces para obtener lo que desea, o incluso para gritar su rabia contra la autoridad y la disciplina a la que debe someterse en ciertas ocasiones (el jefe, los impuestos, los guardias, la madre o la suegra: en el fondo, nada más ¿no?) de su existencia» [69]
Pero por otra parte, también es cierto que junto a lo arriba visto y a la vez, buscando otros objetivos, otros sujetos y colectivos diferentes, o los mismos pero en otro momento de su dialéctica de la obediencia, el capitalismo hace llamamientos «al deber, al sacrificio y a la devoción» [70] idénticos a los que realizaba el fascismo oficial en décadas pasadas. Tales llamamientos no han desaparecido en las sociedades capitalistas actuales, sino que se han adaptado a las nuevas necesidades de la acumulación y del orden, a la vez que han surgido nuevos métodos de producción generalizada de obediencia que al calor de las contradicciones objetivas y subjetivas, entre las que hay que destacar las incapacidades y cegueras del reformismo y la previa derrota de las izquierdas, permiten la vuelta del fascismo al poder por la puerta electoral y «democrática», como en Italia muy recientemente [71] .
8.- CONSTANTES, CAMBIOS Y TEORÍA
La tendencia al aumento de las corrientes fascistas y neofascistas, de los movimientos reaccionarios, etc., ya venía siendo discutida con antelación entre las izquierdas. Por ejemplo, y sin extendernos, a finales del siglo XX S. Bologna escribió una interesante actualización de las ideas de T. Geiger de los años ’30, sobre la problemática de la llamada «clase media», tan decisiva en la expansión del nazifascismo, mostrando cómo la racionalidad positivista de los intelectuales provenientes de esta «clase media», que otorgaba a la racionalidad «un poder que no posee» [72] , había fracasado ante las fuerzas irracionales reactivadas por la larga crisis estructural del capitalismo, crisis que culminó en la guerra mundial de 1939-45. La pertinencia de semejante actualización era innegable a finales del siglo XX porque la ofensiva reaccionaria del imperialismo a escala mundial estaba actualizando deliberadamente todos los mecanismos de manipulación psicológica de masas, en especial dentro del amplio espacio social formado por la nueva pobreza, la depauperación y la precarización que afectaban cada vez más a las «clases medias», que no sólo al proletariado industrial en su sentido clásico.
En los mismos años en la que S. Bologna retrocedía en su investigación seis décadas para encontrar algunas constantes históricas que iluminaran parte de los problemas de finales del siglo XX, A. De Giorgi publicaba su esclarecedora investigación sobre los cambios que el tránsito del fordismo al posfordismo estaba determinando, junto a otras causas, una readecuación de los controles sociales en el sistema capitalista. De las muchas aportaciones que hace, ahora sólo nos podemos centrar en sus ideas sobre cómo no sólo son las clases trabajadoras las afectadas por las novedades introducidas por el capitalismo, sino también las «clases medias», pero muy especialmente nos interesa todo lo relacionado con su afirmación de que a raíz de tales cambios: «Domina la incertidumbre (…) una inseguridad difusa, en una crisis de representación política, en una crisis de identidad» [73] . Sabemos, tras todo lo expuesto, que las crisis de identidad, la inseguridad e incertidumbre, la crisis política, etc., son especialmente propicias para la reactivación de la «reserva reaccionaria» que dormita en los decenios de calma y tranquilidad. Incluso, que la inseguridad sea difusa, sin contornos precisos e inconcretos, la falta de certidumbre que todo ello acarrea generaliza la angustia y el miedo, y con ello predispone a la obediencia y a la docilidad servil.
Uno de los objetivos más buscados por el sistema represivo nazifascista con su aleatoriedad fríamente calculada, era ni más ni menos que mantener a las poblaciones en la inseguridad difusa permanente ya que la represión salvaje podía golpear a cualquiera, aunque no hubiera hecho nada, o precisamente por eso mismo mismo. Más adelante, nuestro autor, al hablar sobre «control y terror», dice: «La creciente demanda de protección, que ha favorecido el nacimiento de un verdadero mercado de la seguridad, constituye un índice significativo de la difusión social de un vocabulario motivacional de la precariedad y el miedo» [74] . Aquél objetivo se ha hecho presente en otro definido como el de «explotar la histeria», la angustia y el miedo en las masas ante las nefastas consecuencias sociales de la política neoliberal de liquidación de los derechos colectivos y de las prestaciones públicas.
D. Ladipo estudió en profundidad la táctica de manipulación de la histeria social por la burguesía yanqui con la consiguiente industrialización privada de todo el proceso represivo, etc., dentro de la dinámica global de autoritarismo neofascista yanqui. Una de las aportaciones de esta buena investigación fue la de mostrar precisamente cómo la política burguesa de «explotar la histeria» [75] social termina, empero, azuzando las contradicciones inherentes a la dialéctica obediencia/desobediencia en el sentido de potenciar la reaparición de los colectivos críticos que se movilizan conscientemente contra la política dominante.
Simultáneamente, en el Estado francés la casta intelectual giraba hacia la reactivación de una parte de los próceres ideológicos del nazifascismo. En el contexto de retroceso teórico, ético y político impuesto por tal giro a la derecha, fueron muy pocas las personas que se atrevieron a defender los valores de la rebeldía, desobediencia e independencia del pensamiento crítico. En un diálogo público entre G. Grass y P. Bourdieu sobre dicha involución, el primero declaró su fastidio por «La fascinación por Jünger y Heidegger entre los intelectuales franceses» y la vuelta al público de este país del «pensamiento sombrío que tuvo consecuencias tan fatídicas en Alemania». Por su parte, Bourdieu no tuvo reparos en decir que: «después de oponerme claramente al nuevo culto a Heidegger, estuve muy aislado. No ha sido placentero ser un francés empeñado en mantener la fe en la Ilustración en un país que se precipita de cabeza al oscurantismo moderno» [76] .
La denuncia de Bourdieu del cerco que había sufrido por rechazar el oscurantismo moderno fue uno de los decrecientes actos de resistencia a la progresiva integración de la casta intelectual en la lógica de la «figura del Amo». Fue además de sobre otras bases sociales, también sobre esta expansión del prestigio intelectual del «pensamiento sombrío», reaccionario y con dosis de irracionalidad, que en el Estado francés triunfó la derecha más reaccionaria dando el gobierno a Chirac, definido como «un saco apestoso de corrupción política» [77] , en medio de una alta tensión pública artificialmente creada y que llegó a la aparición de soldados con metralletas en las estaciones de ferrocarril para garantizar el orden.
Incluso, dentro de una «ciencia social» tan conservadora y legitimadora del capitalismo como es la sociología, había surgido algún investigador que ya en 2002 planteó desde el reformismo inherente a esta «ciencia» ciertas inquietudes sobre «la involución a escala mundial», la reaparición del culto al líder y el problema del neofascismo, definido éste como «una compleja mezcla de fascismo, fanatismo religioso y simple matonismo» [78] . También en estos años R. Fernández Durán, tras analizar las transformaciones que se daban en el capitalismo mundial y las respuestas de sectores sociales dentro de los «países centrales», que se distanciaban parcialmente de la política oficial, afirmó con razón que esta tendencia estaba contrarrestada por la contraria, la del autoritarismo, «ante el temor de escenarios futuros de inseguridad en ascenso, estos sectores apoyan sin vacilación las estrategias de endurecimiento de los Estados que les venden «seguridad» (guerra contra el «terrorismo», lucha contra la inseguridad ciudadana, criminalización de la pobreza, lucha contra la inmigración), es decir, distintas versiones de la «guerra global permanente»» [79] .
Desarrollando la tesis de la guerra global, R. Vidal Jiménez opina que: «En este mundo-espectáculo, la resistencia contra la dominación es «un acto de terrorismo», con lo que la legítima pretensión de autonomía política y económica te transforma, al menos, en un «radical» o en un «extremista». En esta sociedad mundial autosimulada, la recta obediencia, la aceptación incondicional del orden impuesto, tiene, por tanto, un premio: la adjudicación del adjetivo elogioso de «moderado». Un adjetivo cuyo precio es asumir las consecuencias inevitables de esa nueva economía política (global) de la guerra« [80] . Por no extendernos, R. Bergalli [81] explicó cómo el tránsito del fordismo al posfordismo suponía también el avance del control social basado en las disciplinas al basado en el control punitivo, en el que acentúa aún más el castigo, la represión y el miedo.
Si nos fijamos, vemos que la táctica de palo y zanahoria no ha desaparecido del todo aunque escorada abiertamente hacia la represión. La zanahoria consiste en no ser criminalizado como «terrorista» si se obedece, si se cumple con las exigencias del «juego democrático», siendo entonces premiado con el salvoconducto provisional de «moderado» en el mejor de los casos. Para aumentar la efectividad del método escorado hacia el palo, se incrementa a política de desarrollo del miedo social de masas y sus estrechas relaciones con el poder burgués, como estamos viendo. Un ejemplo de lo dicho lo tenemos en el aumento de la criminalización de las fiestas juveniles que desbordan la tolerancia del sistema porque cuestionan parcial o totalmente la producción de jóvenes obediente y el marco urbano, material y simbólico en el que se realiza [82] , y lo mismo hay que decir de la represión de las fiestas populares que se realizan en las naciones oprimidas por el Estado español, por citar otro ejemplo característico de lo que se esconde dentro de los controles punitivos.
Especial importancia tiene en esta tendencia involutiva la fusión del fundamentalismo cristiano con las diversas variantes de la ideología fascista, dando forma a movimientos reaccionarios actuales que tienen claras conexiones con los de hace seis y siete décadas. C. Hedges ha rememorado la valía contemporánea de las advertencias que hace muchos años le hiciera J. L. Adams, su profesor de ética, que había conocido detalladamente las relaciones entre el cristianismo y el nazismo:
«Adams comprendió que los movimientos totalitarios se aprovechan de la profunda desesperanza personal y económica. Llamaba la atención sobre el hecho de la desaparición de puestos de trabajo en las fábricas, sobre el empobrecimiento de la clase obrera estadounidense, y sobre la destrucción física de comunidades enteras en los enormes, desolados y decadentes suburbios urbanos que estaban deformando rápidamente nuestra sociedad. El actual ataque contra la clase media, que vive ahora en un mundo donde todo lo que puede colocarse en programas de ordenador puede fabricarse fuera, le habría horrorizado (…) La derecha cristiana ha atraído a decenas de millones de estadounidenses (que se sienten verdaderamente abandonados y traicionados por el sistema político) desde un mundo basado en la realidad a otro mágico, hacia fantásticas visiones de ángeles y milagros, a una creencia infantil en que Dios tiene planes para ellos y Jesús los va a guiar y proteger. Esta visión mitológica del mundo, que considera inútil la ciencia y los interrogantes objetivos, que predica que la pérdida del trabajo y del seguro de enfermedad no tienen importancia mientras uno se encuentre en buenas relaciones con Jesús, ofrece un falso y sólido mundo que se enfrenta a los anhelos emocionales de sus desesperados seguidores ante la realidad (…) Adams vio en la derecha cristiana (mucho antes que nosotros fuéramos conscientes de ello) semejanzas perturbadoras con la Iglesia Cristiana de Alemania y el partido nazi, semejanzas que, decía, en el caso de inestabilidad social prolongada o crisis nacional, podrían ocasionar el auge de los fascistas estadounidenses» [83] .
Podemos ahora comprender la importancia del estudio de S. Bologna sobre cómo el tránsito del fordismo al postfordismo está zarandeando muy duramente a las «clases medias» y a las clases trabajadoras en su conjunto, facilitando la reactivación de comportamientos sociopolíticos que, en apariencia, van en contra de la racionalidad positivista, la misma que entró en quiebra en los años ’30 con el auge nazifascista según hemos visto antes. Si bien el análisis de S. Bologna tiene la debilidad de que no integra plenamente el accionar del «complejo subjetivo» en la vida sociopolítica, cultural y económica, aunque late en el fondo, tiene empero la virtud de que reconoce la decisiva responsabilidad del reformismo socialdemócrata y poscomunista en el «proceso de desmaterialización del lenguaje político», es decir, en la desaparición del contenido teórico radical de la política en los decisivos años de la imposición de la forma posfordista de acumulación de capital. Según este autor: «la tarea de la «izquierda crítica» sería contraponer a esta desmaterialización del lenguaje político lo concreto de las relaciones de producción, en las que ética, estética y derecho no se separan de la dinámica social, sino que cobran vida en ella» [84] .
9.- ANTROPOLOGIA, IMPERIALISMO Y OBEDIENCIA
Por «desmaterialización del lenguaje político» debemos entender el vaciamiento de su carga radical, la desaparición de su método dialéctico y su reducción a la nada conceptual que puede ser rellenada por cualquier moda intelectual de consumo fugaz. Llenar de nuevo el lenguaje político con «teoría crítica» exige volver a los conceptos fuertes, los que se anclan en el interior de las contradicciones sociales, en su dialéctica, creciendo y concretándose con sus transformaciones. Es por esto que debemos volver a lo poco que hemos dicho arriba sobre la hominización, ontogenia y filogenia de la especie animal humana. Nos hemos referido a la autogénesis humana dentro de la larga evolución animal porque, en lo relacionado ahora con la obediencia, existe un debate sobre la dialéctica de la continuidad y discontinuidad entre los sistemas de orden en algunas especie animales y la especie humana. Sin entrar en la etología barata y reaccionaria, otros estudios más serios han mostrado cierta continuidad siempre relativa entre algunas especies gregarias:
«Esta estructura social es ideal para la domesticación, porque en realidad los humanos asumen la jerarquía de dominación. Los caballos domésticos de una recua siguen al líder humano como seguirían normalmente a la yegua que ocupa el primer lugar. Las manadas o rebaños de ovejas, cabras, vacas y perros ancestrales (lobos) tienen una jerarquía semejante (…) estos animales sociales se prestan a ir en manada. Dado que son tolerantes con los otros miembros del grupo, pueden ir agrupados; dado que instintivamente siguen a un líder dominante y toman a los humanos por líderes, pueden ser conducidos fácilmente por un pastor o un perro pastor. Los animales gregarios se comportan bien cuando están encerrados en condiciones de hacinamiento, porque están acostumbrados a vivir en grupos densamente atestados en la naturaleza» [85] .
El autor al que recurrimos, J. Diamond, continúa explicando cómo y por qué otras muchas especies no se dejan domesticar por los humanos y se resisten desesperadamente a obedecerlos, con lo que niega toda posibilidad de generalización abusiva. Además, todos los estudios realizados en zoológicos demuestran que los animales no obedientes, no domesticables, privados de su libertad tienden a desestructurar sus comportamientos básicos, desarrollando toda clase de «anormalidades». Pero, volviendo al grupo de los animales gregarios, existen muchos indicios que avalan la hipótesis de que el orden y la obediencia social humana fue creciendo, además de otras razones, también gracias a las técnicas de domesticación aprendidas por los grupos sociales que por diversas circunstancias tenían más posibilidades de poseer rebaños domesticados que el resto de humanos. No existe diferencia cualitativa alguna entre la observación de la vida de las manadas gregarias salvajes durante su domesticación y algunas técnicas de control social aprendidas por la antropología burguesa y puestas a disposición del colonialismo y del imperialismo capitalista. A este respecto D. Rushkoff ha escrito que:
«El fundamento histórico de la comunicación de masas se encuentra en siglos de coerción cultural imperialista. Financiados principalmente por sus gobiernos, antropólogos bien intencionados –y unos cuantos no tan bienintencionados-desarrollaron métodos de análisis y dirección mientras estudiaban pueblos primitivos con culturas extrañas. Conscientes o no de las intenciones de sus patrocinadores, estos antropólogos prepararon el terreno a las posteriores invasiones militares (…) Invariablemente, el proceso de dominación cultural seguía los tres mismos pasos que hoy utilizan los especialistas en relaciones públicas: primero, descubrir los mitos dominantes de la población y, durante el proceso, conseguir su confianza; segundo, encontrar supersticiones o lagunas en sus creencias; y tercero, reemplazar la supersticiones o incrementarlas con hechos que modifiquen las percepciones o lealtad del grupo» [86] . D. Rushkoff hace mucha insistencia en el papel de los misioneros cristianos como predecesores de las invasiones posteriores, como predecesores de la antropología burguesa. Y el autor añade más adelante:
«En la década de los ochenta, todas estas técnicas de guerra psicológica fueron reunidas en un volumen de la CIA bajo el nombre de Counter Intelligence Study Manual, utilizado principalmente en los conflictos de América Central (…) Para reunir información sobre una determinada población, los agentes se mezclan entre la gente y asisten a «actividades pastorales, fiestas, cumpleaños e incluso velatorios y entierros» con el fin de estudiar sus creencias y aspiraciones. También organizan grupos de discusión para medir el apoyo local a las acciones planeadas. El proceso de manipulación se pone en marcha y los agentes identifican y reclutan a «ciudadanos bien situados» para que sirvan como modelo de cooperación, ofreciéndoles trabajos inocuos aparentemente importantes. A continuación, transmiten conceptos difíciles o irracionales a través de eslóganes simples (…) En los casos en que los intereses de la CIA se oponen de modo irreconciliable a los de la población, el manual sugiere la creación de una organización que actúe como tapadera, con una serie de objetivos muy diferentes a sus verdaderas intenciones. Finalmente, todos los esfuerzos por garantizar la conversión deben adaptarse a las tendencias preexistentes de la población seleccionada: «Debemos inculcar a la gente toda esta información de forma sutil, para que esos sentimientos parezcan haber nacido por sí mismos, espontáneamente» [87] .
La táctica de la CIA de escoger a los llamados líderes o «ciudadanos bien situados», es decir, a las personas ricas pertenecientes a las jefaturas, cazicazgos, castas y clases dominantes, no es nada nueva. Existe una abundante experiencia histórica al respecto que aparece ya en los primeros textos escritos [88] , y que ha sido sistemáticamente empleada como doctrina básica de manipulación indirecta de las masas psicológicamente dependientes del líder al que siguen, de los «ciudadanos bien situados». Salvando todas las distancias e insistiendo en la naturaleza social de nuestra especie, debemos preguntarnos sobre qué conexión remota puede tener este método con el de «ganarse la confianza» de la yegua de la manada de caballos a la que siguen todos sus miembros. De hecho, recordemos cómo la enciclopedia de Salvat-El País a la que hemos recurrido al comienzo no duda en referir al origen de la domesticación animal a usar una acepción de la entrada «obediencia», como hemos visto. Aun así, con esta interrogante sólo queremos sugerir la profundidad sociohistórica de las artes del control y manipulación, huyendo por tanto de toda superficialidad según la cual únicamente tras la aparición de la prensa moderna, capitalista, se puede hablar de tal cosa.
Un ejemplo de superficialidad lo tenemos en el resumen ofrecido por el diario Expansión sobre la jornada Los consumidores del siglo XXI: Cómo innovar desde el cliente, celebrada en Madrid muy recientemente. La noticia dice: «vamos a un consumo menos racional y más emocional» basado en que las «nuevas clases medias» pueden beneficiarse de la «democratización de la sociedad», del aumento de la libertad que ofrece Internet, para empezar a consumir lujo y a realizar el llamado «consumo ético», el que se preocupa por el medio ambiente, el proceso de producción de los bienes que se compran, etc., consumo emocional y ético especialmente desarrollado por la juventud [89] . Como se aprecia, estamos ante un doble mensaje claramente político oculto tras la aparente «ciencia del marketing» ya que, por un lado, niega de raíz todo lo que estamos analizando sobre la crisis de las clases medias provocada por el tránsito del fordismo al posfordismo, negando por tanto los efectos desestabilizadores consiguientes y que tanto repercuten sobre la reactivación de la «reserva reaccionaria» que late en el inconsciente; y por otro lado, busca reforzar el mensaje reaccionario de que el libre consumo asegura la «democratización de la sociedad». Luego volveremos sobre estas cuestiones decisivas porque ahora debemos su tesis central: el avance del consumo emocional frente al racional.
Quien haya leído algo sobre las técnicas de marketing sabe que la manipulación psicológica de lo emocional es tan vieja como el intento de manipulación de la racionalidad del presunto comprador. Sabe que romper las defensas de lo racional para entrar al mundo de las emociones es la clave para, desde esas profundidades, dirigir la obediencia básica e informe del presunto comprador hacia las formas concretas de obediencia específica necesaria para comprar el producto que el vendedor quiere. Conoce la rapidez con la que la ciencia de la manipulación psicológica comprendió las posibilidades que ofrecían ciertas interpretaciones de las tesis freudianas no sólo en la mejora del marketing, de las ventas y de la potenciación del consumismo, sino además en la propagación de éste como un medio decisivo para extender la «ilusión de la libertad», ocultando que debajo de la libertad de derecho existe la esclavitud de hecho, como hemos visto arriba en la denuncia Honrubia Hurtado. Más aún, una persona con inquietudes sobre los avances en el telecontrol puede estar fácilmente al tanto de los nuevos desarrollos en la manipulación de masas y de sectores radicales mediante los descubrimientos en la guerra psicológica [90] y en la psicotecnología que se está experimentando en los EEUU con cuantiosas subvenciones militares:
«Los estrategas norteamericanos han desafiado el concepto de precisión dimensional completa, a partir de la consideración de la vulnerabilidad de las fuerzas armadas estadounidenses a las asimetrías y como forma de justificar el desarrollo de armamentos más sofisticados, de mayor precisión física (al impactar los blancos) y sicológica. La precisión física se deriva del perfeccionamiento de los sistemas llamados inteligentes y de la habilidad de ajustar 0 graduar los efectos de un armamento particular. La precisión sicológica es más compleja, pues se trata de conseguir que, en una operación militar, el enemigo y la opinión pública internacional tengan opiniones y conductas que se avengan a los intereses de los Estados Unidos (…) La sicotecnología es la ciencia que desarrolla armamentos no letales de alta precisión sicológica dirigidos a manipular el pensamiento y la conducta del ser humano. En estos momentos, se está creando una tecnología que ofrezca la posibilidad de alterar las percepciones de la audiencia blanco mediante el incremento del miedo, de una total tranquilidad o de cualquier reacción requerida para lograr sus objetivos» [91] .
No podemos dudar sobre que l a precisión psicológica es un objetivo codiciado además de por su efectividad militar tanto en lo bélico como en lo propagandístico, también por los beneficios económicos que la industria de la manipulación puede obtener con tales avances. De hecho, es sólo el nombre puesto a la obsesión permanente por lograr la máxima efectividad posible en la obtención de sus objetivos. Como ejemplo de lo que estamos diciendo tenemos el texto «viejo» de P. Sauermann que adelantaba las bases de las cosas que analizamos: el consumo emocional y la precisión psicológica. Este investigador ya había estudiado con exhaustividad todo lo que se anuncia ahora como gran novedad llegando incluso a debatir si «la era del consumidor consciente» que investiga los detalles vistos antes de realizar la compra, se inició a principios de 1962 a raíz de una intervención en el Congreso norteamericano del entonces presidente Kennedy [92] sobre los intereses del consumidor. P. Sauermann desarrolla con mucha más profundidad y extensión los tópicos comunes de los que se hace eco Expansión.
Más todavía, en lo que concierne a la interacción entre lo emocional y lo racional en el proceso de decisión de la compra, P. Sauermann advierte desde el principio de su investigación que uno de los objetivos básicos de la psicología del mercado es el de lograr que en el último momento del proceso, en el lugar físico de la realización de la compra, ahí mismo: «hay que eliminar los últimos factores que puedan impedirla y llevar al cliente a la convicción de que ha decidido acertadamente» [93] . Es decir, el proceso de manipulación psicológica del comprador debe ir perfeccionándose en la medida en que éste pierde sus defensas racionales hundiéndose en sus deseos emocionales, de manera que al llegar al punto crítico, la compra, el escenario físico, material y espacial, ha de estar preparado de tal guisa que por fin terminen desplomándose las últimas defensas racionales para imponerse la emotividad y la inconsciencia del comprador. Lograr la máxima perfección posible es lograr la «precisión psicológica» buscada por las investigaciones militares yanquis con su psicotecnología. Queremos decir que aunque cambian externamente factores secundarios relativamente importantes para cada empresa de la manipulación, lo esencial sigue inamovible y además está siendo desarrollado por especialistas militares y civiles.
10.- LA TORTURA COMO PARADIGMA DEL ORDEN
Pero tenemos otro ejemplo aún más demoledor sobre la necesidad imperiosa que tiene el poder de lograr la máxima «precisión psicológica». Nos referimos a la tortura en cualquiera de sus formas, desde las atroces y brutales, asesinas, hasta las que se esconden tras los eufemismos de «blancas» y «blandas», «malos tratos», «interrogatorios especiales», etc. Es sabido que la tortura psicológica es uno de los componentes inevitables de la tortura en general debido a la unidad psicosomática del ser humano. El movimiento democrático TAT ha detallado nada menos que 16 métodos psicológicos de tortura: impedimento de la visión; restricciones o supresión de las necesidades básicas; amenazas; humillaciones; insultos y descalificaciones; juego del policía bueno-policía malo; obligatoriedad de elegir entre los distintos métodos de tortura y departir sobre la tortura; tortura sexual; apelación a la imaginación; crear sentimientos de culpabilidad; simulacro de tortura; exponer a la persona detenida a los gritos/ver a otras personas detenidas que están sufriendo torturadas; cambios bruscos de temperatura; utilización de drogas; agresiones sonoras, y agresiones de luz, practicados por las diversas policías españolas, Policía Autonómica, Policía Nacional y Guardia Civil [94] .
La participación de psicólogos profesionales en la tortura es conocida desde antiguo, y el imperialismo está haciendo esfuerzos tenaces por normalizas y legalizar su actuación precisamente recurriendo al argumento de la «precisión psicológica» para impedir males mayores: es decir, precisar el momento crítico en el que hay que suspender la tortura o pasar a otro método más «suave» para evitar su muerte o efectos irreversibles. Tiene toda la razón X. Makazaga cuando confirma que:
«No es de extrañar, pues como afirma Elena Nightingale, co-editora de una excelente antología de ensayos sobre médicos y tortura publicada en 1985, «The Breaking of Bodies and Minds», «La Ruptura de Cuerpos y Mentes» , éstos son tan solicitados porque «la gente cree y confía en ellos, lo cual es muy útil para los torturadores, y porque saben cómo mantener vivos a los torturados, de modo que puedan extraerles más información»» [95] . La ruptura de mentes y cuerpos forma una unidad que responde a la previa unidad psicosomática del ser humano y de la misma forma en la que el médico-forense supervisa la «precisión física», el psicólogo la psicológica. Esta cuestión está siendo debatida y cuestionada por los psicólogos demócratas en los EEUU [96] impresionados además de por el terror aplicado cada vez más en los EEUU, también por la legitimidad dada por el presidente Bush a la atrocidad socializada que contiene esta frase: » El asistente del fiscal general del régimen estadounidense declaró públicamente y sin vueltas que «ninguna ley puede impedir al presidente que ordene torturar a un niño sospechoso detenido»» [97] .
La «precisión psicológica» no se aplica sólo en la tortura normalmente entendida, sino también en todas aquellas formas de manipulación subconsciente e inconsciente de las personas que utilizan directa pero ocultamente técnicas aprendidas gracias a la práctica de tortura psicosomática. David M. G. reflexiona muy críticamente sobre la función de la escuela conductista en la forma de tortura psiquiátrica institucionalizada en el Estado español:
«Desacreditado el padre del psicoanálisis y considerado hoy por algunos sectores un cocainómano tan visionario como desequilibrado; transformados los adalides de la antisiquiatría en meros cerrajeros de los internados siquiátricos, la asistencia psicológica oficial de este país se basa de manera troncal en la psiquiatría farmacológica conductista, como vehículo de recuperación e integración social del enfermo mental, consideración ésta que se aplica arbitrariamente a individuos con patologías somáticas cerebrales, a drogodependientes y a personas que por uno u otro motivo presentan una conducta asocial o desintegradora. Incapaz de proporcionar alternativas reales a una forma de vida altamente competitiva y de vertiginosos cambios en el modelo social y en las relaciones personales, el Sistema Público de Salud Mental aboga por los psicofármacos para librarse de los elementos problemáticos o inadaptados y los condena al hacerlo a una vida vegetativa, restrictiva de sus capacidades intelectuales y emocionales. Los psiquiatras se convierten así en otro tipo de policía del Sistema, vigilante y represiva con los derechos individuales, abolidos estos en aras de una supuesta armonía colectiva, cuya finalidad no es otra que la homologación eficaz de las conductas con el mínimo esfuerzo y al más bajo coste. (…) El método de sustitución difiere principalmente de los reactivos tradicionales en que no ofrece castigo ni recompensa aparentes. Aun dejados los vicios por el supuesto enfermo, el protocolo sigue adelante durante el tiempo estimado por los psiquiatras, lo que da lugar a una total desorientación y la convicción extrema de que realmente estás muy enfermo y deberías cambiar de vida urgentemente» [98] .
Como veremos ahora mismo, la «total desorientación» de la persona sometida a la tortura psiquiátrica realizada mediante la escuela conductista viene a ser lo mismo que la desorientación del comprador sometido a las técnicas manipuladoras del vendedor, y «la convicción extrema de que realmente estás muy enfermo y deberías cambiar de vida urgentemente» no se diferencia en nada de las sensaciones de insatisfacción, frustración, fracaso vital, etc., que termina padeciendo el comprador como antesala de su claudicación definitiva ante el vendedor. Veremos que psiquiatra, torturador y vendedor recurren a las mismas técnicas psicosomáticas de presión y chantaje. En efecto, la naturaleza fuertemente emocional del acto de comprar ha sido estudiada también en sus estrechas conexiones con los métodos de la llamada «tortura blanca», o con lo que es similar, el papal del «policía bueno» que se gana la confianza del torturado rompiendo su resistencia consciente mediante el acceso a sus emociones profundas. D. Rushkoff ha dicho que: «Igual que el interrogador de la CIA evalúa las características psicológico-emocionales y geográfico-culturales del sujeto, el vendedor de coches reúne información durante la etapa previa a la aproximación mediante un proceso denominado blueprinting (…) un buen vendedor evita inicialmente el tema de los coches y, a través de lo que aparenta ser amistad, llega al núcleo del asunto: la vida emocional del cliente potencial» [99] .
Penetrar en la vida emocional del sujeto, descubrir sus puntos débiles, sus ansias, angustias y deseos inconscientes o inconfesables en un primer momento, es la base previa para anular su capacidad crítica y su consciente evaluación de los problemas subjetivos y objetivos en los que vive inmerso. Dominando sus emociones, guiándolas, el comprador, o el político, controla la docilidad y la obediencia autómata e inconsciente del comprador, de la torturada, del votante, o del miembro de base de su partido u organización. Se ha estudiado mucho más el proceso de la manipulación psicológica del comprador que la de la torturada, el votante y militante, y algunas teorías defienden que la decisión de compra es en un 90 por ciento emocional, de la misma forma que una buena cantidad de votos son más emocionales que racionales, y que la tortura en cualquiera de sus formas, también la tortura doméstica invisible que padecen millones de mujeres, tortura doméstica que llega a utilizar todas las técnicas conocidas con efectos demoledores sobre las mujeres que las padecer que apenas se diferencian [100] de los que padecen las torturadas «oficialmente».
D. Rushkoff continúa afirmando que: «Cuando el vendedor de coches consigue que el cliente se sienta insatisfecho con su propio vehículo y el estilo de vida que representa, intenta conducirlo al mismo estado de emoción suspendida que persigue el interrogador de la CIA (…) Se produce una pérdida momentánea de consciencia, durante la cual el proceso racional y los mecanismos de defensa del cliente han sido anulados (…) Si la respuesta es positiva, el vendedor introduce al cliente potencial en la tercera fase: obtener una confesión o, según la jerga de los vendedores: el cierre. Incluso la forma como se enseña el concesionario está pensada para provocar la obediencia del cliente. Se le dice dónde ir, cómo caminar y dónde sentarse. Según un manual de ventas, el vendedor debe ofrecer café al cliente aunque a éste no le apetezca: «No le preguntes si quiere una taza de café, simplemente pregúntale cómo le gusta tomarlo». De esta manera, el cliente aprende a obedecer y, debido a su temor y desorientación respecto al negocio de las ventas, acepta las órdenes y su invitación implícita a retroceder al estado de seguridad de la infancia» [101] .
11.- FETICHISMO, REBELIÓN Y AUTOORGANIZACIÓN
Realmente, lo que logra el vendedor que sigue el manual de la CIA no es que el cliente aprenda a obedecer, porque ya obedece con anterioridad a entrar a la tienda de coches, sino que logra que el cliente aprende una nueva forma de obediencia, más concreta por cuanto es la necesaria para venta particular, pero que no se diferencia de básica obediencia cotidiana. Sí es verdad que en esa nueva obediencia juega un papel central su desorientación frente a las técnicas del marketing, y esta forma concreta de obediencia es la que busca el vendedor. La identidad de fondo entre la obediencia concreta del comprador del coche y su obediencia general, cotidiana y diaria, se sustenta en la tesis expuesta por la investigadora D. Quessada, tesis que es el eje de nuestra crítica al doble mensaje político que se esconde en la afirmación de que el consumidor moderno es más emocional que racional:
«El ideal de la publicidad se alcanza cuando se vence la distancia entre el sujeto y el objeto, y uno ha comprado el otro: es un ideal fusional. La publicidad ha de anular la división para que el producto deje de estar separado del consumidor y éste ya no sea más que uno con aquél. En el discurso publicitario, el producto ya no aparece como la cosa. La cosa, el objeto, aparece tradicionalmente colocada frente al sujeto, sobre todo en el caso de la filosofía kantiana del sujeto (…) El discurso publicitario postula la identidad entre producto y persona. El producto se designa como una parte esencial, un atributo de la persona, como si participase de su esencia. La publicidad presupone así el objeto de su acción: si el producto es una parte de la persona, resulta más fácil, en efecto, conseguir que uno adquiera el otro (…) el discurso publicitario se apoya en una fortísima ilusión de plenitud. Si el producto es una parte del sujeto, es que ya no existe división entre los dos, y entonces, la que existe entre el consumidor y el mismo, y por tanto entre el sujeto que hay en el consumidor y en éste mismo, también queda anulada. El discurso publicitario presenta el producto al consumidor como una parte de él mismo –y no una cualquiera–, la que la falta: de un ser dividido pasa a poder tocar con la mano lo que le falta para acabar su plenitud. Con lo que la suspensión de la división entre sujeto y objeto alimenta la ilusión de que, gracias a un objeto que en teoría expresa la esencia del sujeto, éste tiene acceso a sí mismo. Gracias a la posesión del objeto, el sujeto piensa que penetra directa y plenamente en sí mismo» [102] .
La demoledora fuerza política de la publicidad aparece aquí al descubierto porque cuando tiene éxito, logra llevar la alienación a su nivel absoluto ya que en un primer momento, la persona está alienada de sí porque el producto que ella ha fabricado se ha independizado, ha cobrado vida, se ha constituido en ser que domina a la persona que lo ha producido y que queda dominado por su producto. La persona alienada cree que la cosa producida por ella, el producto de su trabajo, tiene poderes superiores, extraordinarios, cree que es un fetiche superior: es el fetichismo de la mercancía, y la adora como tal. Pero luego la publicidad logra el segundo paso, el salto de la alienación a un nivel superior por cuanto ahora la persona desea fusionarse con la cosa, con el fetiche, para creer así que ha recuperado su identidad perdida, escindida anteriormente. Con esto, en realidad la persona termina su desintegración como tal y su reorganización como cosa, como producto fetichizado que se reencarna en la persona.
Una persona que cree que ha recuperado su identidad gracias a que se ha identificado con el producto que le ha vendido la publicidad, esa persona jamás podrá decidir conscientemente sobre su futuro por el simple hecho de que ve su presente desde la luz de la publicidad y desde la mentalidad alienada y fetichizada de la cosa comprada obedeciendo al vendedor. Sin que se de cuenta, es la publicidad, el vendedor genérico, el que lo dice lo que tiene que pensar, creer, sentir y hacer. Es por esto que E. Fromm asegura que: «El hombre-organización ha perdido la capacidad de desobedecer, ni siquiera se da cuenta del hecho de que obedece. En este punto de la historia, la capacidad de dudar, de criticar y de desobedecer puede ser todo lo que media entre la posibilidad de un futuro para la humanidad, y el fin de la civilización» [103] . En este caso, el «hombre-organización» es hombre organizado por la publicidad, por sus órdenes, y cuando obedece cree que no obedece porque cree que su compra o su voto o su asistencia a un acto público cualquiera, responde a una decisión soberana cuando es un simple acto de sumisión.
Pero la capacidad de desobedecer, criticar y dudar no ha desaparecido del todo a pesar del plomizo bombardeo mediático y manipulador, como lo confirma el hecho de que periódicamente el marketing publicitario ha de reorganizarse y contraatacar [104] porque las gentes desarrollan sistemas de pensamiento propio que le sirven para decidir con cierta libertad de criterio. Se trata de una lucha permanente entre, por un lado, la política publicitaria y la publicidad política y, por otro lado, las defensas colectivas de las gentes, de los llamados «consumidores», que superan las ficciones publicitarias y su «ideal de libertad» a la «figura del Amo» defendida por el marketing. No se puede negar que en esta lucha irreconciliable, una de las cosas que se dilucidan es la contradicción entre tener o ser analizada por E. Fromm y que en el capítulo dedicado a qué es el modo de tener, sintetiza con esta lapidaria frase que muestra el proceso social en su radical crudeza: «Tener, fuerza, rebelión» [105] .
La referencia directa a la rebelión no es casual ni única en la entera obra de Fromm, constante que no podemos desarrollar ahora pero que resulta imprescindible para captar desde una visión marxista el proceso que va de la desobediencia como necesidad a la rebelión como derecho. Basta leer su estudio de la lucha nacional de liberación del pueblo judío contra la ocupación romana en el siglo I, lucha nacional que a la vez era lucha de clases interna, para ver cómo explica la interacción entre lo consciente y lo inconsciente mediante el papel de las diferentes tradiciones religiosas dentro de las opciones sociopolíticas de los bloques de clases enfrentadas entre ellas y, a la vez, contra el invasor romano que contaba con el apoyo de las clases ricas judía:
«Cuanto más se debilitaba la esperanza de alcanzar una mejora real, tanto más debía esta esperanza hallar expresión en las fantasías. La desesperada lucha final de los celotes contra los romanos, y el movimiento de Juan el Bautista fueron los dos extremos, y tenían sus raíces en el mismo suelo: la desesperación de las clases bajas. Este estrato se caracterizaba psicológicamente por alimentar la esperanza de que ocurriera un cambio en su condición (interpretado analíticamente, a la espera de un padre bueno que los ayudara) y, al mismo tiempo, un odio feroz por los opresores, que hallaba expresión en sentimientos dirigidos contra el emperador romano, los fariseos, los ricos en general, y en las fantasías de castigo del Día del Juicio. Vemos aquí una actitud ambivalente: esta gente amaba en la fantasía a un padre bueno que los ayudaría y salvaría, y odiaba al padre malo que los oprimía, atormentaba y despreciaba» [106] .
Me he permitido la licencia de intercalar esta cita en unas páginas dedicadas al estudio del impacto de la política publicitaria y de la publicidad política en el proceso ascendente que va de la desobediencia a la rebelión, porque nos sirve para dejar constancia de la pervivencia de un fondo basado en la realidad objetiva de la explotación social de la mayoría por la minoría, de la explotación sexo-económica patriarcal de la mujer por el hombre, y de la opresión nacional de un pueblos por un poder superior, un imperialismo, que extraer un beneficio material y simbólico. Al margen de los dos milenios transcurridos entre la guerra de liberación nacional y social judía y el capitalismo actual, subsiste un común denominador formado por la interacción de esas opresiones, explotaciones y dominaciones, y por otras menores que no citamos.
Por ejemplo, las masas empobrecidas judías, sobreexplotadas hasta lo increíble por su clase dominante y por el imperialismo romano, no tenían apenas nada que comer al final de la crisis, no tenían productos básicos que «consumir» al igual que apenas los tenían las masas trabajadoras argentinas, a las que nos vamos a referir inmediatamente, a consecuencia de la crisis de finales del siglo XX, que tenía una de sus causas profundas de los efectos a largo plazo dejados por la dictadura militar de los ’70 impuesta por la alianza de su burguesía autóctona con el imperialismo yanqui. Del mismo modo, el exterminio por Roma de prácticamente todas las vanguardias luchadoras judías fue un preludio de los 30.000 desaparecidos argentinos, y ambos pueblos sufrieron sus consecuencias durante años al haber sido asesinados en masa sus sectores más conscientes y decididos, mientras que otros miles tuvieron que refugiarse en el exilio, el destierro o la pasividad clandestina, cuando no la cárcel o la esclavitud.
La única diferencia realmente importante que existe entre ambos períodos es la del modo de producción dominante en cada época: el esclavista entonces y el capitalista ahora, pero, sin negarla, en el tema que nos concierne y que hace referencia a la continuidad de cadenas psicosociales en las sociedades escindidas por contradicciones basadas por la propiedad privada de las fuerzas productivas, esta diferencia es relativa y secundaria porque el problema es el de los pares antitéticos de necesidad/deseo, obediencia/desobediencia, etc., que hemos estado viendo reiteradamente. Las formas externas en las que se presentan estas antítesis dialécticamente unidas varían con las condiciones sociohistóricas, son formas histórico-genéticas, mientras que lo que nos importa ahora es la naturaleza genético-estructural de la contradicción entre la necesidad y el deseo en toda sociedad explotadora en la que la mayoría sufre agudas limitaciones en su deseo y en sus necesidades conscientes e inconscientes porque las fuerzas productivas son propiedad de una minoría.
Centrándose en la trágica experiencia argentina, G. Kazi ha estudiado los efectos demoledores que sobre la conciencia crítica de su pueblo han tenido la masiva represión del terrorismo de Estado y el consumismo impuesto por el sistema burgués. No podemos resumir su tremendo estudio sobre los efectos desestructuradores del terrorismo de Estado, y sólo vamos a citar algunas ideas suyas sobre los efectos del consumismo sobre la pasividad obediente y colaboracionista con el opresor, porque es el tema que ahora mismo tratamos:
«Cuando no puede satisfacer el deseo de adquirir una determinada mercancía, el sujeto sufre y se menosprecia a sí mismo por esa imposibilidad; pero si en cambio fuera consciente de las relaciones de explotación, advertiría que la acumulación del capital da al explotador una aproximación distinta al objeto en cuestión, sobre todo aquello que se refiera a un deseo-satisfacción diferente al del explotado (…) La insatisfacción del deseo de adquirir un objeto siempre causa angustia, mas en un sujeto crítico le esclarece su condición de oprimido, en tanto que un sujeto alienado deriva en un sufrimiento que ahonda su opresión. Otro tanto ocurre cuando se satisface el deseo de adquirir una mercancía, pues el «placer» que otorga suele opacar las diferentes perspectivas del explotado y del explotador hacia el objeto» [107] .
Es decir, no es verdad que «todos los consumidores» frustrados sufren los mismos efectos por su frustración. Aquí también actúa la diferencia entre clases enemigas, entre explotadores y explotadas, dando más recursos materiales y psicológicos a los explotadores para que no sufran tanto, cuantitativa y cualitativamente, por sus frustraciones consumistas. Como veremos luego, esta diferencia clasista tiene su importancia a la hora de explicar el proceso de obediencia del explotado hacia el explotador ya que el «placer» de la compra opaca las diferencias sociales mientras que su frustración es vivida de manera diferente en uno o en otro.
Kazi sigue explicando cómo la obsesión consumista termina enfrentando a los explotados entre sí porque cada cual busca únicamente incrementar su propio consumo compulsivo sin pensar en otras cuestiones, negando así los intereses comunes que les unen en cuanto explotados frente al explotador. Y dice: «Buscando servir a la eficacia y lealtad para con el explotador, los trabajadores alienados dan lugar a una competencia fratricida que, según el grado de intensidad de la alienación, puede ir desde la lucha por un beneficio hasta el cambio de la condición de oprimido a la de opresor, si dispone de medios para hacerlo (…) en la sociedad de consumo encadenada al capitalismo y su «mercado libre», basado en «ofertas» y «demandas» reglamentadas aparentemente por el equilibrio entre tales términos (positiva o negativamente), lo que se «cree» desear y mucho más lo que se cree necesitar es mayormente lo que la clase propietaria, por decirlo de alguna manera, necesita y desea que las «clases subalternas» necesiten y deseen» [108] .
Conviene saber que estas palabras están escritas al poco de las impresionantes movilizaciones sociales contra los efectos devastadores de la crisis socioeconómica y política argentina, en un contexto de paro, pobreza y pasividad de sectores proletarios, campesinos y pequeño burgueses duramente castigados por ella, y que poco tiempo antes habían intervenido en las luchas. Además de reconocer el efecto paralizante de la ausencia de decenas de miles de militantes organizados debido a la represión que destrozó el cerebro de estas clases, además de considerar las divisiones internas de los grupos supervivientes en lenta recuperación, también tenemos que tener en cuenta en las razones de la derrota el poder alienador del consumismo, como bien explica Kazi.
La lección decisiva de sus palabras y la valía de su método radican en que esas condiciones psicopolíticas pueden surgir y desarrollarse en cualquier otra parte del capitalismo mundial, como de hecho sucede, porque responden a contradicciones estructurales en las que actúan a su vez las políticas conscientes de las clases dominantes, sus sistemas represivos globales, en base a planificaciones estratégicas decididas a medio y largo plazo por especialistas estatales e internacionales. ¿Cómo podemos hacer frente a semejantes métodos? Kazi nos propone lo siguiente: «La asamblea horizontal, la circulación libre de la palabra, la movilidad crítica de los roles, el consenso logrado por el ejercicio de la democracia directa, la participación activa, la asociación solidaria, la autogestión, el autoanálisis, la heterogeneidad de los miembros, la transitoriedad de la instancia ejecutiva (verticalidad) decidida por el colectivo, componen una pluralidad fenoménica en la que se apuntala la creación de subjetivaciones revolucionarias. En la capacidad de planificar los objetivos del movimiento sin renunciar a la interrelación lúdica entre los miembros, reside también la fortaleza del sueño emancipador no asimilable a la pesadilla que impone el opresor» [109] .
La propuesta que nos ofrece el autor tiene de bueno que recoge la larga experiencia autoorganizativa de las masas, su horizontalidad, su iniciativa asamblearia y consejista, su antiburocratismo, etc.; pero tiene de negativo que no recoge su otro componente, el de la organización interna, el de los grupos revolucionarios que intervienen dentro de la horizontalidad aportando el contrapeso imprescindible para equilibrar el espontaneísmo, o sea, la organización dialécticamente unida a la espontaneidad. El debate sobre las relaciones entre espontaneidad y organización es tan antiguo como el movimiento revolucionario y periódicamente rompe su inestable equilibrio y oscila a uno u otro externo, olvidando que en la práctica no ha existido nunca ni la sola espontaneidad ni la organización sola. La absolutización extrema de uno u otro componente también se ha expresado de forma teórica en el tema que debatimos en este artículo: un espontaneísmo virtuoso y puro se ha presentado con aires de «desobediencia crítica» frente a la «obediencia dogmática» de los defensores extremos de la organización. Y viceversa: una «obediencia consciente» se ha opuesto a una «desobediencia infantil». No podemos entrar aquí a este debate porque el objeto del texto es argumentar la necesidad de la desobediencia en un contexto de explotación estructural, de opresión sociopolítica, nacional y de sexo-genero, y de dominación cultural e intelectual.
12.- LAS NECESARIAS DESOBEDIENCIAS PRECAPITALISTAS
El carácter de necesidad de la desobediencia surge de la propia naturaleza miserable e inhumana de la obediencia. Naturalmente, hablamos de desobediencia consciente, que surge y se practica contra las órdenes y normas que aseguran la explotación social en cualquiera de sus formas de existencia, y hablamos de la obediencia analizada en estas páginas, la automática, la que surge de las entrañas de la alienación sumisa, de la personalidad masoquista y dependiente, la obediencia que actúa como una droga porque duerme y atonta, tranquiliza y refuerza al sujeto colectivo e individual obediente al hacerle partícipe y cómplice necesario de la opresión. Hablamos de la obediencia que se practica sin ser consciente de que se obedece, e incluso creyendo que se desobedece.
Hemos visto que entre ambas existe una amplia variable de contactos, yuxtaposiciones y solapamientos ya que ambas forman una unidad de contrarios irreconciliables en lucha permanente. Se puede desobedecer, ser «malo», en algunas cuestiones y momentos, y se puede ser «bueno», obedecer, simultáneamente en otros momentos y cuestiones diferentes. Por ejemplo, un proletario, una gran parte de la clase obrera, puede luchar contra su burguesía en lo económico y sindical, en lo salarial, pero puede ser obediente en lo político y en lo ideológico-cultural, aceptando y hasta colaborando con el explotador. Aun peor, pueden apoyar en mayor o menor grado las políticas racistas de la burguesía, las políticas de todo tipo contra las mujeres aplastadas por el sistema patriarco-burgués, y las políticas contra los pueblos que su Estado oprime nacionalmente dentro de sus fronteras oficiales o mediante su imperialismo externo. Estas y otras muchas variaciones se producen en la realidad cotidiana tanto en lo individual como en lo colectivo, sembrando el desconcierto y la confusión práctica entre las fuerzas revolucionarias porque desconocen teóricamente casi todo, o todo, de la dialéctica obediencia/desobediencia.
La intrincada complejidad de lo consciente e inconsciente, de lo racional e irracional en la dialéctica obediencia/desobediencia muestra su poder retardatario del avance humano precisamente en los períodos de crisis, en las fases prerrevolucionarias, en los cortos momentos de doble poder y de constitución del poder obrero, y en el período posterior a la instauración de la democracia socialista asegurada por el pueblo en armas, muy especialmente cuando esta dinámica se realiza dentro de una lucha de liberación nacional de clase y de sexo-genero en la que, por ello mismo, están activadas al máximo todas las fuerzas emancipadoras, conscientes y críticas, pero a la vez sus correspondientes e inevitables antagonismos irreconciliables, esos abismos oscuros de miedo y fanatismo que forman las «reservas reaccionarias» que laten a la espera de ser activadas por la burguesía. Esta misma complejidad funciona en las relaciones individuales, en la vida cotidiana en pareja, matrimonial y familiar, en las relaciones grupales de amistad, etc., en los momentos en los que se incuban y crecen las contradicciones interpersonales de manera imperceptible o poco latente al comienzo, pero que pueden llegar a niveles de confrontación muy fuertes.
En uno y otro nivel, en el colectivo y en el individual, la desobediencia siempre parte con desventaja, siempre tiene que asumir riesgos, tomar decisiones y mantenerse alerta en todo momento. La obediencia, por el contrario, tiene todos los recursos materiales y coercitivos del poder a su favor, especialmente dispone del apoyo incondicional de la ideología dominante, de la «síntesis social» de todas las maneras de justificación de la mansedumbre y del servilismo, con sus intereses egoístas e individualistas propios, de forma que la obediencia «sabe» en todo momento que le llevan a favor de corriente: la obediencia no bracea, no nada, es llevada por la corriente y con harta frecuencia ella se impulsa a sí misma buscando parecerse a la «figura del Amo» que tiene introyectada en sí misma. La desobediencia debe crear de la nada, o desde muy poco, todo su mundo de referencias y de argumentos, y sobre todo debe ser desobediente con su propia obediencia interna, mientras que la obediencia no tiene que romper con ninguna cadena porque ella misma es su propia cárcel, su carcelero y su felicidad.
¿Dónde radica entonces el carácter de necesidad de la desobediencia? Pues en el mismo hecho de la existencia de la especie humana que ha sobrevivido hasta el presente gracias a que una parte de ella ha desobedecido lo que la otra parte ha querido obligarle a obedecer. El llamado «progreso» no es otra cosa que la desobediencia plasmada en conquistas concretas, mientras que la obediencia sólo ha traído reacción y retroceso. Incluso la mayor excusa que tiene la burguesía para argumentar que el «progreso» es neutral y aséptico, obedeciendo sólo a la libre voluntad de los empresarios, incluso esta tesis queda desbaratada cuando descubrimos que todo avance tecnológico está destinado directa o indirectamente al maximizar el beneficio y a la vez debilitar al movimiento obrero, derrotándolo. Es la desobediencia práctica de la gente explotada la que obliga a la burguesía a aumentar sus inversiones en tecnología y por tanto en «progreso», al acelerar la caída tendencial de la tasa media de beneficio.
Pero existe otra definición de progreso diferente a la dominante, la que plantea que el verdadero progreso es la reducción del tiempo de trabajo explotado y el aumento del tiempo libre, propio y creativo, un tiempo no esclavizado por la acumulación de propiedad privada en una minoría sino que liberado de esas cadenas y orientado hacia la multiplicación exponencial de las capacidades creativas multiformes y multilaterales de nuestra especie gracias a la posesión y administración colectivas de las fuerzas productivas socializadas. Capacidades potenciales, tendenciales, que no pueden estar nunca a ciento por ciento de su fuerza creativa porque ésta tiende a aumentar si existen las condiciones objetivas y subjetivas, si la desobediencia y la praxis están en lucha con la obediencia y la quietud, la inanición y la pasividad. Es esta lucha la que determina que el potencial creativo se estanque y hasta que retroceda, que sociedades enteras giren no al pasado, que nunca vuelve, sino a peores condiciones sociales de vida, a una vida más explotada, con menos tiempo propio y libre, y más tiempo del capital, tiempo asalariado, tiempo de otro, enajenado.
Básicamente, la desobediencia surge cuando se empieza a tomar conciencia de la necesidad/deseo de aumentar el tiempo propio y reducir el tiempo del explotador. Vivimos en un modo de producción en el que el tiempo es oro, en el que rige definitivamente la economía del tiempo de trabajo, en el que hasta los sentimientos amorosos, la fraternidad más desinteresada y la moral más humanista están podridas por la lógica del máximo beneficio en el mínimo tiempo posible. Desde el nacimiento hasta la muerte pasando por el orgasmo, todo está regido por la dictadura de la máxima rentabilidad económica, simbólica, sexual, cultural, etc., del tiempo de trabajo ajeno y propio. Bajo esta dictadura que lo envuelve todo desde fuera y todo lo estructura desde dentro, la obediencia es la forma más directa de sentirse cómodo en medio de la insoportable miseria real cotidiana, porque el placer que produce la obediencia anula el miedo a la libertad.
Un fugaz atisbo de conciencia de la necesidad/deseo de más tiempo crítico y creativo es ya en sí mismo un aleteo esperanzador de desobediencia siquiera pasiva, oculta, pero latente. Sólo los esclavos felices pueden malvivir algún tiempo sin sentir esa cosquilleante duda sobre si es posible o no trabajar algo menos para el Amo concreto y para la «figura del Amo», más abstracta pero gravada a fuego en el terror a la rebelión. Los esclavos infelices ya empiezan a sentir más conscientemente esa duda, y su infelicidad surge de su impotencia práctica para vencer al Amo. Desde luego que por «esclavo» entendemos aquí no únicamente al que luchó con Espartaco, que también, sino sobre todo a la persona que depende absolutamente de un salario, que no tiene otra forma de supervivencia que la de vender su fuerza de trabajo a un burgués individual y a la clase burguesa en su conjunto.
Este esclavo moderno, asalariado, sufre mayores angustias y miedos irracionales que el antiguo porque, a diferencia de éste que no padecía ni la alienación ni el fetichismo mercantiles, sino la pura y descarnada opresión física, aquél, el moderno, ha sido creado como «ser humano libre» dentro de la total dictadura asalariada, dictadura física y psicológica, material e ideológica, consciente e inconsciente. El esclavo antiguo tenía enfrente al Amo físico, real, armado hasta los dientes y que recurría a la violencia en cualquier momento. El esclavo moderno, tiene enfrente al Amo físico, el empresario, pero desarmado e incluso «demócrata» y tolerante, que admite el «juego parlamentario» y que trata al trabajador como «ser humano», no como un mero animal, un ex humano que ha perdido todos sus derechos al ser conquistado o comprado. La violencia capitalista, en apariencia, golpea y reprime pero exculpando al empresario y responsabilizando a las leyes y al «Estado de derecho». De este modo, violencia represiva y explotación asalariada aparecen oficialmente separadas por la ley, ya que es un principio axiológico –pero falso y mentiroso– de la democracia burguesa que lo político está separado de lo económico. Peor todavía, el esclavo moderno tiene la «figura del Amo» dentro de sí mismo, en su irracionalidad miedosa y en su consciencia egoísta y consumista. Por esto, las cadenas que le atan son más efectivas, flexibles y resistentes, entre otras cosas porque muchos de sus eslabones no se ven a simple vista, están ocultos por la misma inversión de la realidad que logra el capitalismo.
Tales diferencias entre la explotación precapitalista y la capitalista determinan también las diferencias entre sus obediencias y desobediencias respectivas. Las condiciones de explotación, además de muy duras y que acaban con la vida de la inmensa mayoría de los y las esclavas en pocos años, estaban pensadas desde el principio para vigilar y controlar, para detectar cualquier riesgo de resistencia y de justicia esclava, imponiendo antes que nada la ruptura de toda unidad nacional, lingüística, cultural y familiar de las masas esclavizadas, mezclando a gentes de procedencias muy distantes, de lenguas y culturas muy diferentes para que no pudieran hablar entre sí, manteniendo siempre espías y chivatos, delatores, que eran recompensados con la suavización de las violencias que padecían, etc. Esto explica que, por lo común y a excepción de las grandes guerras revolucionarias antiesclavistas, la gran mayoría de las desobediencias de los esclavos antiguos fueran aisladas e individuales, escapadas al monte, a zonas no habitadas o habitadas por otros escapados, indolencia y pasividad en el trabajo impuesto, muy especialmente y ejecuciones o intento de ejecuciones de amos por parte de esclavos individuales.
Estas últimas prácticas desesperadas y suicidas aunque heroicas y loables porque la ejecución de un amo acarreaba atroces torturas hasta la muerte a manos de los otros amos asesinos, debían ser relativamente frecuentes porque la literatura y los datos históricos disponibles nos indican que los amos vivían bajo una permanente precaución ante la posibilidad de ataques esclavos, de la justicia popular aunque fuera ejercida individualmente. De cualquier modo, las luchas –«terrorismo» según la ley actual– y el resto de resistencias, en especial las grandes rebeliones armadas, no fueron totalmente inútiles porque los amos comprendieron la necesidad de suavizar algo las condiciones de explotación.
El «terrorismo» de los esclavos no fue el único aunque sí el más conocido pero vaciado de todo contenido revolucionario. Hubo otras muchas formas de desobediencia, como la de los campesinos libres explotados y empobrecidos hasta el extremo, que no dudaron en unirse a las rebeliones esclavas, pero que antes había sostenido feroces luchas de clase. Tampoco debemos olvidar las tenaces resistencias armadas de los pueblos a las invasiones de los imperios, de Atenas, Macedonia, Roma, etc., luchas sangrientas porque se jugaban la supervivencia colectiva e individual, y que se mantuvieron en forma de lucha guerrillera, piratería y bandolerismo en la medida de sus fuerzas. Se han estudiado los estrechos lazos entre las reivindicaciones naciones de muchos esclavos y esclavas y sus rebeliones armadas. Por no extendernos, también se han investigado las conexiones entre las masas, clases y pueblos oprimidos por Roma y las naciones «bárbaras» atacantes, lazos de colaboración para debilitar a los romanos desde dentro, colaborar con los «bárbaros» que objetivamente eran libertadores. Se produjeron muchos ajusticiamientos y ejecuciones de ricos esclavistas y latifundistas romanos a manos de esclavos y campesinos, que aprovecharon el derrumbe del poder imperial.
Aunque en la Edad Media europea el terrorismo religioso jugaba un gran papel en el acobardamiento y obediencia de las masas campesinas y artesanas, no por ello desaparecían las protestas, resistencias y luchas, pero eran desobediencias poco organizadas y sin unidad ni objetivos estratégicos precisos, si bien, con el tiempo y a partir de los siglos XIV-XV, simultáneamente a la expansión de la economía mercantil, empezaron a homogeneizarse y cohesionarse. Aun así, las desobediencias se expresaban de mil formas: desde el vagabundeo que rechazaba el trabajo impuesto y era propenso al bandolerismo, hasta las fiestas paródicas, la baja dedicación al trabajo campesino para el señor feudal y el obispo, las resistencias al pago de los impuestos, las periódicas protestas por los precios, las sectas religiosas que rozaban la herejía social, las luchas de los artesanos y gremios empobrecidos, las prácticas sexuales perseguidas por la Iglesia, etc.
De igual modo, en las nuevas ciudades que iban apareciendo, el poder comunal se dividió bien pronto en dos bloques antagónicos en su interior, pero unidos para defenderse de los ataques feudales y eclesiásticos, el papado y de los obispos, poderosos terratenientes. La historia de la lucha de clases urbana en Florencia desde el siglo XIII en adelante así lo confirma. Una lucha que fue surgiendo en todas las ciudades conforme aparecían en el resto de Europa, incluida la lejana Rusia. Unas luchas que llegaron a ser de una brutalidad totalmente «moderna», como las habidas en la ciudad de Lyon, en el reino de Francia, pero que no se diferencia en nada en su ferocidad a las de los Estado-ciudad de la Grecia clásica. Conforme aumentaba el empobrecimiento y la explotación por un lado y, por el opuesto, la riqueza y el poder burgués asegurado por verdaderas «dictaduras parlamentarias» de las que las actuales «democracias» burguesas han aprendido mucho, aumentaban las diversas formas de desobediencia y, con el tiempo, las primeras revueltas sociales que tenían un inicial sustrato organizativo clandestino que preparaba la sublevación y la rebelión.
La desobediencia como necesidad surgía en estas situaciones de manera natural, sin tener que bucear teóricamente en las formas de ocultación de la dinámica explotadora, fuera la de los campesinos libres y empobrecidos, la de las masas y pueblos enteros esclavizados o explotados hasta su extenuación con tributos impuestos por el invasor, la de los siervos y artesanos, etc. Al basarse el poder explotador directamente en la fuerza militar, violencia opresora y miedo a la muerte, e indirectamente en el terrorismo cristiano que exigía la obediencia del dominado al dominante so pena de excomunión, es decir, dada la transparencia social, la desobediencia sólo debía enfrentarse al miedo en sus dos formas directas: el terror a la represión física inmediata a cargo del poder, que incluía la destrucción de la vivienda familiar cuando existía, la tala de bosques, la destrucción de las cosechas y de la tierra de cultivo, la muerte de los rebaños, etc., cuando no la tortura prolongadas deliberadamente, y el terror simbólico y religioso al insufrible dolor eterno, al infierno. Superado este obstáculo doble, la desobediencia tendía a transformarse en rebelión.
13.- LA COMPLEJIDAD/SIMPLICIDAD Y LA TEORÍA
Pero con el capitalismo las cosas se complican y a la vez se simplifican al aparecer en la escena histórica el fenómeno del fetichismo de la mercancía, que es la piedra angular y basal de la alienación. Hay que advertir desde el principio, que no existe contradicción entre que las cosas se simplifiquen y a la vez se complejicen ya que, por un lado, la complejización indica que la extracción de plusvalor se realiza ya en la totalidad del sistema social, en la mercantilización de absolutamente todo, desde los sentimientos más personales e íntimos hasta las zonas más remotas del cosmos y de la naturaleza, pues el imperialismo quiere apropiarse ya no sólo de las reservas de la Tierra sino del Universo entero para ponerlas a disposición del beneficio burgués; pero, por otro lado, esta multiplicación exponencial de las formas de explotación no hace sino sacar a la superficie la realidad última del capitalismo: que la especie humana es reducida también a simple fuerza de trabajo que se compra, se agota hasta la extenuación, se desecha y abandona a su miseria o se vende al mejor postor. Fuerza de trabajo que no tiene otra forma de sobrevivir que la de aceptar su nueva esclavización asalariada.
La dialéctica entre complejización y simplificación en el capitalismo explica que la desobediencia anticapitalista tenga, al principio, más dificultades en emerger notoriamente, a la calle, a la acción pública y directa, mostrándose inicialmente de manera distorsionada y equívoca, muchas veces bajo formas patológicas, psicosomáticas, que en realidad indican el profundo malestar social existente. En los modos de producción precapitalistas, las desobediencias correspondientes aparecían con más facilidad una vez superado el doble obstáculo del terror físico a la muerte y del terror psíquico al tormento eterno en el infierno, porque la «figura del Amo» era más débil que en el capitalismo. Ahora bien, en la medida en que éste ha creado su propia «figura del Amo» anclándola con mucha más hondura en la estructura psíquica de las masas explotadas gracias al fetichismo de la mercancía, en esta medida la desobediencia anticapitalista tiene más dificultades para subir a la superficie. Pero, una vez logrado esto, que es más frecuente de lo que sospechamos, tiene más facilidad para construir una teoría revolucionaria que muestre sus objetivos, que elabore su estrategia y sus tácticas correspondientes.
La simplificación impuesta por la explotación capitalista facilita sobre manera que la desobediencia se asiente en la teoría revolucionaria, porque llegados a este nivel las raíces de la explotación, la opresión y la dominación son más fáciles de investigar teóricamente. Sin embargo, la complejización facilita que la obediencia capitalista sea inicialmente más fuerte, lo que puede abortar muchas protestas antes de que se formen en la praxis consciente, reforzando la imagen externa pero falsa de «paz social», de «normalidad», de «tranquilidad democrática» cuando, en el fondo, bulle el malestar informe e impreciso, o a lo máximo subconsciente, entre las clases explotadas. Este choque entre la simplicidad y la complejidad es el que exige la intervención de la teoría revolucionaria, del marxismo, para desvelar el manto de ideología que trastoca la visión crítica de la realidad, que la invierte. Sin teoría es imposible desentrañar la interacción entre las dificultades de la toma de conciencia para elaborar la desobediencia, y la facilidad que empero ofrece el hecho de la explotación objetiva.
En los modos precapitalistas, las clases dominantes sabían que estaban sentadas sobre un volcán a punto de estallar y si bien desarrollaron una astuta política del palo y la zanahoria, carecían del poder alienante del fetichismo y de una «figura del Amo» tan eficaz como la desarrollada por el capitalismo. La burguesía sabe que vive sobre un polvorín, que no sólo sobre un volcán, y si bien dispone de una obediencia más eficaz que las anteriores clases dominantes, empero le carcome un miedo cualitativamente superior al de las precapitalistas: el miedo al comunismo, es decir, a la extinción histórica de la propiedad privada y del tiempo asalariado. Su miedo es muy razonable porque, bien mirado, en cada protesta mínimamente seria que se produce en el capitalismo anida una crítica de la propiedad privada y del tiempo asalariado, en cualquiera de las formas en las que se presente, incluso en las más distantes en apariencia de los problemas de la propiedad y del tiempo. Sea la protesta que sea, al final siempre aparecen estos problemas por la sencilla razón de que son los que estructuran y vertebran toda la existencia capitalista, pero a condición de que haya intervenido la acción crítica de la teoría como parte esencial de la praxis.
Sin esta acción teórica, la dialéctica de la praxis se rompe en sí misma y no sirve de nada que la propiedad y el tiempo burgués aparezcan como los enemigos a batir porque, en esos momentos o antes incluso, la burguesía activa la «reserva de reacción» de que dispone, y que mantiene en adaptación periódica sin abandonar determinados componentes heredados del pasado. La insistencia del marxismo en la necesidad imperiosa de la teoría se basa en que sólo la interacción entre la mano y la palabra puede lograr que la desobediencia sea el momento crítico en el que lo inconsciente empieza a ser consciente, lo irracional empieza a ser racional y, en esa misma dinámica, se inicia el cuarteamiento y el desplome de la «figura del Amo». Sin la conciencia revolucionaria la «figura del Amo» seguirá dominando, más o menos dañada según sea la solidez crítica menor o mayor de la conciencia en expansión, pero seguirá frenando el avance de la libertad.
El marxismo ha insistido desde sus orígenes que el problema radica en la propiedad de las fuerzas productivas y en el control social de la economía del tiempo de trabajo. Toda la experiencia posterior ha confirmado la corrección de esta tesis ya que miremos por donde miremos, siempre cualquier protesta o resistencia embrionaria termina enfrentándose al problema de saber quién, por qué y para qué tiene la propiedad y controla el tiempo, impone su tiempo e impide que los demás puedan desarrollarse. Solamente la crítica teórica puede mostrar que debajo de la explotación de la mujer está el hecho de que ésta es una propiedad privada del hombre que disfruta y usa de su fuerza sexo-económica para su beneficio en todos los sentidos de la palabra. Otro tanto hay que decir sobre cómo el Estado que oprime nacionalmente a otros pueblos piensa que son propiedad suya, que le pertenecen para siempre por derecho de conquista militar, de superioridad cultural y civilizacional, etc. Y la burguesía piensa que el proletariado es propiedad suya mientras esté cumpliendo con su «contrato laboral». Como vemos, aquí se entrelazan tres sentidos y contenidos de la propiedad privada sucesivos en el tiempo: la patriarcal, la de opresión nacional y la capitalista, por este orden de aparición histórica.
Solamente la teoría puede explicar en cada una de estas instancias la compleja interacción de factores históricos, sociales, económicos, políticos, culturales, sexuales, nacionales, etc., que dan cuenta de las estructuras de explotación que en el presente y bajo el control del capitalismo como modo de producción dominante, oprimen y dominan a las mujeres, a los pueblos y a las clases trabajadores como partes que forman la humanidad trabajadora en su conjunto. En cada una de las explotaciones concretas y particulares, la teoría debe saber explicar su devenir interno y su presente, así como prever su tendencia evolutiva, y explicarla con cuanta paciencia pedagógica haga falta para que sus aportaciones calen entre las gentes explotadas. Pero a la vez, la teoría debe producir una síntesis general que muestre la coherencia del capitalismo alrededor de la extracción de plusvalor y su transformación en plusvalía y en beneficio, y que muestre cómo la solución radical de todo ello pasa por la determinación política de expropiar a la burguesía y socializar las fuerzas productivas materiales y simbólicas.
Ahora bien, la teoría debe ser consciente de que el arma de la crítica, lo que ella hace, tiene un límite que no es otro que el de la acción contrarrevolucionaria, es decir, el del poder represor del Estado burgués. La teoría sabe que el arma de la crítica apenas sirve si no deja paso a la crítica de las armas. La teoría sabe que la desobediencia, si bien necesaria, imprescindible, apenas sirve si está coja y manca, si no puede demostrar su fuerza social, material. Estamos hablando del tránsito que se recorre de la desobediencia como necesidad a la rebelión como derecho.
14.- DE LA DESOBEDIENCIA A LA REBELIÓN
El sujeto explotado comprende que la desobediencia va haciéndose necesaria en la medida en que profundiza en la visión crítica y en la medida en que, cada vez más, ve que su futuro depende de que siga ampliando su movilización. La conciencia de la necesidad de la desobediencia va surgiendo a la vez que se avanza en la emancipación práctica y en la medida en que ese logro choca cada vez más con los crecientes obstáculos represivos que le enfrenta el poder enemigo. La experiencia muestra que si bien la obediencia produce placer, los logros y derechos que se conquistan con la desobediencia producen un placer superior en lo cualitativo y en lo cuantitativo. La fuerza del terrorismo religioso con su amenaza del eterno padecimiento en el infierno radica en que infunde un miedo pánico inconmensurable si se le compara con los «efímeros» logros terrenales que se obtienen con la desobediencia, que además es «pecado». La pregunta clásica «¿de qué me sirven todos los tesoros si pierdo mi alma?», refleja perfectamente la terrible efectividad contrarrevolucionaria del terror cristiano si consideramos que la libertad, la justicia, la calidad de vida, etc., son los verdaderos «tesoros» por los que luchan las personas oprimidas: «¿de qué me sirve la libertad si acabo en el infierno eterno?».
Aunque en el capitalismo el terror cristiano está en relativo retroceso a pesar de los esfuerzos desesperados de las Iglesias y de muchas burguesías, no es menos cierto que el terror consumista ha ocupado su lugar: «¿de qué me sirve la libertad si no puedo consumir lo que «quiero»?». El miedo a la libertad existe también por estas razones, pero la experiencia muestra que una vez desencadena la lucha, la revolución es vivida como una fiesta y la creatividad de las masas se dispara hasta niveles inconcebibles con anterioridad y desde la lógica burguesa. No es casualidad que todas las revoluciones van acompañadas por sus correspondientes explosiones de creatividad cultural en todos los sentidos, creatividad que se inicia con las primeras luchas y desobediencias, que avanza con ellas, dentro de su autonomía, y que llega a la nuevos desarrollos de su potencial gracias a los recursos generados por la revolución o a los viejos recursos culturales recuperados y puestos al servicio de la cultura nueva.
Pues bien, la base sobre la que descansa la explosión creativa radica en el inicio de las desobediencias anticapitalistas vividas como pura necesidad de existencia, de pensamiento y de deseo. Cuando la gente se da cuenta en su práctica que la desobediencia concreta puede mejorar su vida en aspectos cualitativos o incluso cuantitativos, y cuando toma conciencia que gracias a su lucha el poder explotador le trata con más respeto, le teme y no le impone a la fuerza o con amenazas sus decisiones, sino que busca un acuerdo previo, una especie de negociación por tramposa que sea, entonces la desobediencia aprende que ha llegado a ser un contrapoder en su lucha concreta.
¿Qué es un contrapoder? Como su nombre indica, se trata de la aparición de una fuerza social colectiva o individual consciente de sí capaz de frenar y condicionar de algún modo los proyectos y la fuerza del poder explotador. En cualquier reivindicación activa que aumente en fuerza, termina presentándose un momento en el que ella es capaz de condicionar, detener y hasta derrotar parcial o totalmente al poder opresor al que se enfrenta. Los y las oprimidas aprenden en su acción que tienen un contra-poder suficiente como para no seguir padeciendo la misma opresión que sufrían antes. El contrapoder es esta capacidad de resistencia y hasta de avance.
Desde la resistencia de una mujer maltratada que logra frenar al agresor y que avanza luego en su emancipación, hasta la retirada de una ley estatal por la lucha tenaz de pueblo, pasando por una infinidad de otras prácticas que no salen en la prensa oficial pero que sí son conocidas por el pueblo gracias a su prensa propia, en la realidad social existe una enorme gama de contrapoderes más o menos pequeños, aislados, que nacen y desaparecen tras sus logros particulares, o simplemente porque negocian una salida intermedia o porque son derrotados. Pero en estos últimos casos, la experiencia de la lucha no se pierde del todo, siempre queda un resto en los recuerdos de los y las afectadas, y de las personas circundantes. En este sentido se puede decir que en toda desobediencia práctica está presente un germen de contrapoder, que arraigará y crecerá dependiendo de la lucha. La sociología no ha tenido más remedio que reconocer esta realidad mediante sus diversas teorías funcionalistas, del conflicto y de la integración, etc., reconociendo así con la boca pequeña la corrección de la teoría marxista al respecto, pero buscando siempre desvirtuarla para reforzar el orden establecido.
Pero el grueso de los contrapoderes, de las desobediencias prácticas, son desintegradas en sus inicios por la efectividad de los medios de que dispone el poder dominante, entre los que hay que destacar el desprecio de las izquierdas por lo irracional e inconsciente, por la mal llamada «vida privada», por el campo de batalla política que es el «mundo subjetivo», el «individuo» tomado en su aislamiento burgués. Una permanente y auténtica guerra invisible entre la obediencia y la desobediencia se libra en estos espacios menospreciados por las izquierdas pero muy vigilados y controlados por la burguesía, sabedora de su contradictorio potencial revolucionario o reaccionario ya que, según el dicho popular, «del amor al odio hay un paso». Manipular esta unidad de contrarios dirigiéndola hacia el triunfo de lo autoritario, masoquista y obediente, es un objetivo esencial de la burguesía que busca la máxima «precisión psicológica», como hemos visto, para lograr que el inicial contrapoder perseguido no logre asentarse como grupo colectivo, o movimiento social y popular, o sindicato sociopolítico u organización revolucionaria, etc. Son estas fuerzas sociales las que en determinados momentos pueden bloquear la vida política oficial de un Estado, conquistar derechos denegados, impedir nuevos ataques y abrir períodos de esperanza.
De la «precisión psicológica» a la «precisión represiva» hay una distancia que el Estado se esfuerza en acortarla en lo posible, logrando incluso que dentro de lo psicológico actúe la represión, que lo psicológico sea represivo en sí mismo, como lo ha logrado efectivamente. En la medida en que la desobediencia organizada ya en contrapoder práctico sigue expandiéndose y coordinándose con otras luchas, en esa medida la «precisión psicológica» es reforzada por la «precisión mediática» y por la represiva, llegando el momento en el que la última ocupa el lugar de las anteriores, sustituyéndolas sin contemplaciones: la zanahoria ha dejado lugar al palo. Semejante cambio de la tolerancia a la represión, con todos sus matices que van de la tolerancia represiva a la represión tolerante, se va realizando al unísono del avance del contrapoder al doble-poder.
¿Qué es el doble-poder? Es la situación transitoria, muy lábil y fugaz, en la que coexisten dos poderes –el popular y el Estatal– en el seno de la sociedad, de modo que ninguno de ellos se puede imponer al otro definitivamente aunque sí puede impedir que el otro actúe con total libertad. Históricamente, las situaciones de doble-poder han sido cortas y tensas, cada día más tensas porque llega a ser notorio que cada bloque de clases enfrentado prepara lo que piensa que debe ser el golpe decisivo: la insurrección popular o el aplastamiento del pueblo. Los momentos de doble-poder se viven también en los conflictos cotidianos e individuales, también en las pequeñas luchas sociales, cuando el contrapoder ha llegado a disponer de la fuerza suficiente para anular las reacciones del poder explotador, del empresario, del marido, del ayuntamiento, etc., pero todavía no dispone de las fuerzas suficientes para obligarle a aceptar los derechos por los que se lucha.
Una de las diferencias entre el contrapoder y el doble-poder radica en que el segundo dispone de un proyecto de futuro mucho más preciso y elaborado que el primero porque aquél, por lo general, se plantea ya la destrucción del poder enemigo y la construcción del poder propio, mientras que el contrapoder sólo se plantea, por lo común, resistir en un principio y avanza en la lucha después. La finalidad del doble-poder es la victoria, y cuanto más claro tenga este objetivo más posibilidades tendrá de vencer. Semejante especie de «ley» extraída de la experiencia de todos los conflictos se aplica por tanto a cualquier lucha, y parte del hecho demostrado de que una situación de doble-poder es insostenible más allá de un plazo corto. Por definición, dos poderes irreconciliables enfrentados a muerte no pueden llegar a un empate en la relación de fuerzas, porque éstas nunca son estáticas, siempre se mueven, bajan o suben, pero nunca se estabilizan prolongadamente. Incluso si se alcanza una tregua, una especie de combate nulo como en el boxeo, de inmediato las contradicciones estructurales se pondrán a minar desde dentro ese pacto.
Peor aún, el pacto de tregua será aprovechado por la clase explotadora para recuperar fuerzas, lograr alianzas, dividir a las clases explotadas y, luego, exterminar a sus organizaciones revolucionarias, movimientos populares y sociales, sindicatos, colectivos y a decenas de miles de luchadores, encarcelando a muchos más y obligando a otros tantos a refugiarse en el exilio o a perderse en los escondites más insospechados. Otro tanto sucede, salvando las distancias, en los conflictos individuales y colectivos que no llegan a la importancia histórica de las crisis prerrevolucionarias y revolucionarias, cuando se juega el destino de decenas o centenas de millones de seres humanos oprimidos. En los conflictos «pequeños» cuando el bando opresor van perdiendo poder y fuerza debido al empuje del bando oprimido, frecuentemente intentar prolongar esa situación con excusas de todo tipo, desde retrasos judiciales hasta propuestas de negociación y acuerdo, pasando por intentos de soborno y desunión en el bando oprimido. Sabedor de que aún tiene una pequeña ventaja y de que la ley y el sistema en su conjunto, desde el patriarcado hasta el ejército pasando por la judicatura, las tradiciones y costumbres, las iglesias y la alienación social, etc., están de su lado, el opresor intenta prolongar en su beneficio ese «empate» mientras prepara su respuesta.
¿Cuántos obreros y obreras en huelga han visto de pronto cerrada la fábrica, o vaciada de máquinas, mientras creían que el empresario respetaba los plazos acordados entre las partes? ¿Cuántas mujeres que estaban al punto de denunciar a sus maridos por maltratadores han renunciado a hacerlo por las promesas de éstos y luego han vuelto a ser violentadas? ¿Cuántos movimientos vecinales, sociales, populares, organizaciones de todo tipo, se han creído las promesas de los poderosos a los que se enfrentaban y a los que tenían ya casi acorralados dándoles tiempo para contraatacar? En error de estos y otros muchos casos idénticos ha radicado en que no tenían claro el objetivo de constituirse en poder independiente, en «tomar el poder» dicho en términos clásicos, verídicos e incuestionables. «Tomar el poder» en estos casos quiere decir, por ejemplo, el divorcio, vencer al empresario o a los planes urbanísticos, o lograr instalaciones sociales y asistenciales, o mejoras sustanciales de cualquier tipo, etc. Desde luego que no es el «poder político» en su sentido esencial y definitorio, pero ya hemos advertido que había que poner cada conjunto de casos en su esfera de importancia histórica y social correspondiente.
La desobediencia como necesidad es sólo el primer paso consciente en el ascenso a la emancipación, paso seguido por otros si es que el proceso no es derrotado en el camino. Si sigue para adelante, tarde o temprano se enfrentará a la disyuntiva de tener que endurecer sus respuestas defensivas ante la creciente violencia ofensiva y atacante del poder opresor. Las lecciones aprendidas durante la fase del contrapoder sirven para dar el paso al doble-poder, y para poder debatir cómo y cuando se ejerce el derecho a la rebelión, que es la única garantía existente para impedir –y no siempre– que el opresor reaccione con espeluznante brutalidad. Surge aquí una cuestión que está resuelta en la dialéctica marxista: la de saber calibrar el momento en el que el derecho a la rebelión, la libertad moral y ética que tiene la gente oprimida para sublevarse, se transforma en necesidad de la insurgencia. O en otras palabras, el problema político y ético de saber hasta qué punto, en una situación crítica, el derecho y la libertad de autodefensa se transforma en necesidad de insurreccionarse.
Humanamente hablando existe lo que se define como «deber de auxilio» o «deber de socorro», que está recogido penalmente como delito de «denegación de auxilio» u «omisión de auxilio» por parte de terceros hacia personas que están al borde de la muerte por accidente, catástrofe, agresión, etc. Las terceras personas que se encuentran cercanas, por lo que fuere, a una situación crítica así tienen el deber moral y ético, y la obligación penal de ayudar al agredido, al accidentado, al náufrago al borde de la muerte, etc. Se trata de la misma lógica que rige el principio del derecho a la rebelión defendido en el Preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, pero reducida sólo a los casos individuales y «menores».
Si las terceras personas que se encuentran cerca de un agredido por asaltantes, de una mujer atacada para ser violada, por ejemplo, tienen que prestarle auxilio, la pregunta es: ¿qué hay que hacer cuando no es sólo una persona la atacada sino un grupo amplio, una clase trabajadora, una nación oprimida? ¿Hay que permanecer al margen o con una simple «ayuda humanitaria neutral»? El imperialismo ha resuelto este dilema con la teoría de la «guerra humanitaria» para restablecer el capitalismo explotador, o para quitar a una fracción de la burguesía y poner a otra, la propia, con sus monopolios transnacionales, etc. ¿Y la izquierda revolucionaria, qué debe hacer? Recordemos la experiencia de las Brigadas Internacionales en apoyo a la II República en el Estado español cuando la sublevación contrarrevolucionaria franquista apoyada por el nazifascismo y por el grueso de la burguesía mundial. Pero la cuestión decisiva es: ¿qué tenemos que hacer cuando es nuestro propio pueblo el machacado, nuestras familias y amistades, la clase trabajadora? ¿Tenemos que llevar hasta su lógica última el principio de «deber de auxilio» y de derecho a la rebelión, o tenemos que aceptar la tesis burguesa de que sólo el imperialismo capitalista tiene derecho a sus «guerras humanitarias?
La superioridad de la respuesta marxista radica en que explica mejor que nadie cómo y por qué el derecho y la libertad opcionales a la rebelión se transforma en su contrario dialéctico, no antagónico, en necesidad de sublevarse en determinados contextos especialmente críticos. Es la dialéctica de la lucha del oprimido contra el opresor la que explica en qué circunstancias el derecho a la autodefensa del primero se transforma en necesidad de autodefensa frente a los crecientes golpes asesinos del opresor. Necesidad por cuanto, llegados a ese punto crítico de de bifurcación o punto de no retorno, no dar ese paso o dudar durante un tiempo excesivo, es tanto como firmar la sentencia de muerte a manos del opresor. Desgraciadamente, existen demasiadas experiencias históricas que confirman la ensangrentada veracidad de esta tesis. Y allí donde surge históricamente una necesidad de supervivencia, su resolución se convierte en un deber moral de acción éticamente argumentado. Vemos así cómo partiendo de la dialéctica obediencia/desobediencia que está dentro de la desobediencia como necesidad, se llega a la dialéctica del derecho/libertad de rebelión que está dentro de la necesidad y del deber de luchar contra la explotación, la opresión y la dominación en cualquiera de sus manifestaciones.
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