El neoliberalismo también creó un ámbito sensible cuya consigna tópica fue: no a la política, ¡sí al mercado! Esto significó, entre muchas cosas, el abandono de la reflexión crítica sobre la política y de la cultura, del arte y de la ciencia. Se decía que la racionalidad occidental había olvidado la importancia de la emoción […]
El neoliberalismo también creó un ámbito sensible cuya consigna tópica fue: no a la política, ¡sí al mercado! Esto significó, entre muchas cosas, el abandono de la reflexión crítica sobre la política y de la cultura, del arte y de la ciencia. Se decía que la racionalidad occidental había olvidado la importancia de la emoción y para salir de este ‘estado de barbarie’ se tenía que desarrollar la inteligencia emocional.
Una de las razones más expuestas fue buscar el bienestar con uno mismo, se decía: «hay estar bien con uno mismo». Estas ideas contribuyeron con fuerza a la despolitización y nos dejaron una creencia en lo meloso, en lo armónico, en la vitalidad experimental -como un espacio iluso de trasgresión al mundo normativo-, en fin, una cultura del egotismo.
Se dijo que se acabaron los grandes relatos, las utopías y que el futuro ya estaba aquí. Que no había que conquistarlo, ni eran necesarias las rebeliones, solo se tenía que luchar por tener «más oportunidades», por igualar a todos frente a las oportunidades del mercado.
Lo que se dejó de decirse es que la brecha entre ricos y pobres se convertía en un abismo obsceno. Los discursos necrológicos abundaron -fin de la historia, fin del arte, de la ciencia y de la filosofía pero, ante todo, fin de la política de la emancipación- y éstos fueron correlativos a la muerte real de millones de personas expulsadas del programa de globalización… del norte.
Pero las décadas de la despolitización, esto es los ’80 y los ’90, significaron el triunfo total de la sociedad del espectáculo, es decir, la abstracción más compleja escenificada en la ilusión más anodina: las cosas están frente a nosotros. Sin embargo, este ‘estar’ significa encontrarse gobernados por ella, por los valores que impone. Lo que importa es circular, deambular, como cualquier otra mercancía. No importa ya la nación o la igualdad, sino el «estar bien».
La despolitización tuvo un blanco muy concreto: desprestigiar la teoría social y la filosofía. Había que reducir la teoría social a ser un lugar de recetarios metodológicos para ser implementados en los proyectos de desarrollo o en las reingenierías institucionales o emocionales.
No hacía falta teorizar pues se acabaron los grandes «relatos». No obstante, olvidaron que sin comprensión teórica, lo que llamamos realidad, se convertiría en un simple espacio de despliegue instintivo. Pues la cultura neoliberal apostó a que los hombres se convirtieran en seres de la emoción, de la susceptibilidad, esto es, fueron reducidos a lo Aristóteles identificó como phònè: ser capaces de emitir sonidos y quejas, pero carecer de arte y de razonamiento para distinguir el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Ser seres de la emoción significó abrir un gran mercado: el del consumo cultural. Frente a esto hay que decir que es necesario discutir las teorías, desnaturalizar los lenguajes y los nombres, desarmar la virtud ascética del mercado del goce.