Si somos incapaces de preservar la especie humana, ¿qué objeto tiene salvaguardar las especies vegetales?Wangari Muta Maathai «Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el 506, y en el 2000 también»… Como todos los tangueros, Enrique Santos Discepolo no parecía muy optimista. Y a estar con la letra de su […]
Wangari Muta Maathai
«Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el 506, y en el 2000 también»… Como todos los tangueros, Enrique Santos Discepolo no parecía muy optimista. Y a estar con la letra de su inmortal «Cambalache», no tenía grandes esperanzas en que las cosas pudiesen mejorar. Aunque considerando con mucho realismo la situación a nuestro alrededor, tenía buena cuota de razón. El mundo no es, precisamente, un cuento de hadas con final feliz. Una rápida mirada en torno a lo que somos, a nuestras relaciones interhumanas, a las características generales de cualquier sociedad, pasadas o actuales, no nos muestra un lecho de rosas. Los intentos por construir alternativas mejores, los grandes sueños de transformación que abrió la llegada del socialismo a principios del siglo XX, de momento no puede decirse que hayan sido todo lo exitoso que se esperaba. Si algo cambió ahí con algunas cuotas de mayor justicia social, de todos modos lejos estamos todavía de encaminarnos hacia un paraíso. Pero justamente quizá ahí radica el núcleo del asunto: nada nos dice que haya paraísos en ningún lado. El único paraíso, definitivamente, es el perdido.
Todas las construcciones de la civilización humana que buscaron paraísos -las religiones esencialmente, aunque no solo ellas- quedaron cortas. Lo que una mirada objetiva de nuestra historia como especie nos puede mostrar es que en buena medida el ser humano se la ha pasado buscando ese edén, ese estado de nirvana, de gracia y perfección. Si ilusoriamente lo encontró en algunos momentos, siempre como salidas individuales con mucho de huída del mundo real -éxtasis a través de la meditación trascendental, de experiencias místicas, «viajes» con algún alucinógeno, etc., etc.- la cruda realidad terminó imponiéndose siempre recordando que los paraísos son efímeros, y que la vida cotidiana, en todo caso, con más espinas que rosas, es más rutina que otra cosa. Los momentos supremos de felicidad son pocos, poquísimos -el orgasmo, arquetipo del goce por excelencia, es de lo más evanescente, dura apenas un instante-. Y no hay poder terrenal alguno, por fabuloso que sea, que no decaiga, que no esté siempre en alerta luchando a brazo partido para sostenerse sabiendo que no es eterno. Lo bueno dura poco se dice, y no sin razón. Parafraseando a Hegel: el amo tiembla aterrorizado ante el esclavo porque sabe que tiene los días contados.
Por otro lado, la convivencia está signada, siempre e irremediablemente -al menos hasta ahora- por el ejercicio de poderes. La fraternidad, la solidaridad compartida, el espíritu de igualdad entre todos los miembros del colectivo, si bien existen, están atravesados por la puesta en ejercicios de diversas formas de poderes: chantajes, acosos, abusos deshonestos, autoritarismo, mentiras y falsificaciones de las más variadas, impunidad, marcación a sangre y fuego de las jerarquías, traiciones y puñaladas por la espalda son el pan nuestro de cada día en las relaciones interhumanas. Los escapes de esas crudas realidades, repitámoslo una vez más, son siempre eso: escapes, fugas. Y se dan a título individual. El paraíso sigue esperando… y nadie sabe por dónde anda.
Por otro lado, todos los seres humanos envejecemos, nos ponemos decrépitos, vivimos con diversas cuotas de temor (desde el simple miedo a una cucaracha en el caso de una zoofobia, por ejemplo, hasta la angustia de no saber si mañana tendremos comida, como le pasa a una buena parte de la humanidad. El miedo a la naturaleza lentamente va quedando atrás gracias a los desarrollos tecnológicos, pero aún nos persigue), nos peleamos mutuamente todo el tiempo sin saber siquiera por qué, pasamos la mayor parte de nuestra vida sufriendo presiones de distinto tipo que gozándola plenamente. Hoy por hoy, 50% de las parejas en el planeta se separan, haciendo explícito un malestar en las relaciones entre mujeres y varones que, no muchos años atrás, también estaba presente pero que se maquillaba con mayor hipocresía. ¿Por qué existe la institución del o de la «amante» como una figura repetida por doquier? La llegada del Viagra -y el uso tan abundante que de él se hace- viene a mostrar que el marcado machismo de todas las culturas conocidas hasta ahora tiene más de mascarada que otra cosa, mascarada insostenible e injusta, por otra parte.
Si lo queremos ver desde el punto del desarrollo económico-social, en el mundo actual, según datos de Naciones Unidas, casi 1.300 millones de personas viven con menos de un dólar diario (950 en Asia, 220 en Africa, y 110 en América Latina y el Caribe); un perrito de un hogar término medio del Norte come un promedio anual de carne roja superior al de un habitante promedio del Sur; hay 1.000 millones de analfabetos; 1.200 millones de seres humanos viven sin agua potable, siendo la diarrea que se desprende de ello una de las principales causas de morbi-mortalidad. El hambre sigue siendo la principal causa de muerte a nivel global. En la sociedad de la información y de las comunicaciones más impresionantes, cuando los grandes poderes ya van teniendo tecnologías que permiten ubicar a una persona desde los satélites que circundan el planeta en cuestión de segundos, la mitad de la población mundial está a no menos de una hora de marcha del teléfono más cercano y sólo un 10% tiene acceso a internet. Hay alrededor de 300 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI), la explotación infantil o el turismo sexual continúan siendo algo más frecuente de lo que podríamos imaginar, aunque la televisión -el nuevo dios moderno- no lo muestre. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más todavía por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas de trabajo fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas. Todas las mujeres sufren los efectos del machismo, y algunas, incluso -de acuerdo a las culturas en que se desenvuelven- sufren circunsición de su clítoris para no gozar sexualmente, de acuerdo a preceptos patriarcales. Y en ese mundo de diferencias insultantes, según los datos de estos organismos, mientras muere un ser humano cada 7 segundos por falta de alimentos, también se revela que el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares -que pueden caber en un avión Boeing 747 supera el ingreso anual combinado de países en los que vive el 45% de la población mundial. Todo ello, mientras que los blancos del Norte se siguen sintiendo superiores a los representantes de otros grupos humanos, los «salvajes» que pueblan el Sur, ahí donde nacieron todas las grandes civilizaciones.
Visto todo lo anterior, sin dudas que hay lugar para el desencanto y el pesimismo de Discepolo: el mundo ha sido, y en muy buena medida, sigue siendo una porquería. No sabemos si seguirá siéndolo por siempre. Quizá ahí está el pesimismo contra el que podemos levantar una razonable cuota de esperanza: nada nos dice que podamos construir el paraíso, pero sí es imprescindible un mundo un poco más equilibrado. Al menos eso. Si el socialismo como llamado a construir esa nueva gran empresa sigue siendo un camino posible, es lo que hoy, con el derrumbe de las primeras experiencias, pudo haberse puesto en dudas (para el discurso triunfalista de la derecha quedó descartado de una vez). Pero las protestas de la población en todas partes del mundo por mejores condiciones de vida (contra la explotación de clase, contra la discriminación de género, contra el racismo, por la preservación racional del planeta) muestran que la justicia sigue siendo aún un horizonte que se ve muy lejos, y por tanto, el socialismo como expresión de esa búsqueda, aún sigue vivo.
Esta disquisición, sin dudas, nos lleva a la necesaria revisión de lo hecho el siglo pasado con esas primeras experiencias socialistas, a su mejoramiento, a reformulaciones. Todo lo cual no es el motivo último de estas breves líneas; aquí, en todo caso, queremos poner el énfasis en lo siguiente: si el siglo XX mostró un considerable avance en muchos aspectos de la humanidad en relación al XIX, la situación actual, ya en el XXI, nos muestra un retroceso que nos lleva cien años atrás en muchos aspectos. De ahí la posibilidad -quizá peligrosa- de identificarnos con el pesimismo de «Cambalache».
No sabemos si estamos condenados a esta «porquería», y más aún: somos muchos los que creemos y seguimos convencidos que es necesaria y posible, realmente posible, otra cosa. «Los que seguimos teniendo esperanzas no somos estúpidos» , dijo el español Xabier Gorostiaga. De lo que se trata es de seguir construyendo esas alternativas, aunque cueste mucho, intimide, a veces pueda deprimir al ver los escasos resultados, la lentitud de los procesos. Lo sucedido en estos últimos años muestra que efectivamente esos ideales de cambio, aunque seamos optimistas, no hay dudas que han sufrido golpes muy fuertes, tanto, que podríamos estar tentados a decir que vamos para atrás. Pero es que, en un sentido, lamentablemente sí vamos para atrás.
Conquistas sociales que costaron siglos de lucha, de sangre y sufrimiento, en estos últimos años con la caída de los primeros experimentos socialistas, caen estrepitosamente. Lo que la década de los 60 y 70 del pasado siglo mostraba como un avance imparable de transformaciones sociales en todo sentido (cuestionamiento a los poderes, a las tradiciones seculares, el despertar de los grupos históricamente marginados: jóvenes, mujeres, liberación de los pueblos del Tercer Mundo, aparición con fuerza de grupos de izquierda, la Revolución Cultural china o el Mayo Francés como fuentes de inspiración para futuros procesos de cambios) hoy día desapareció completamente. Los avances históricos del campo popular (jornadas laborales de ocho horas, mejoras en las condiciones de contratación laboral, acceso a la educación laica, obligatoria y gratuita) se esfumaron. La ideología de cuestionamiento que parecía empezar a expandirse por el mundo algunas décadas atrás con un campo socialista vigente, con una Cuba revolucionaria como ejemplo vivo, ha venido suplantándose con el resurgimiento de las religiones, cada vez más fuertes y fundamentalistas, o con un manejo vergonzoso de los medios de comunicación, nueva y más dañina religión. Ambas, evidentemente, manipuladas por quienes quieren que nada cambie. La moda de lo «light» y un consumismo voraz se terminaron imponiendo ahogando toda expresión crítica. Las libertades civiles -plato fuerte del discurso dominante con el que la ideología oficial se llenó la boca por largos años- hoy dan marcha atrás, y por todo el mundo aparecen cruzadas contra los nuevos «monstruos» que atacan la sacrosantas «libertad» y «democracia»: ahí están asechando el nunca definido «terrorismo internacional» (¿qué será eso en realidad?) y el narcotráfico. En nombre de la lucha contra esos nuevos demonios, hoy el planeta se militariza, y desde un Acta Patriótica en los Estados Unidos, rector en buena medida de lo que pasa en todo el orbe, se conculcan libertades públicas y derechos civiles como en las peores dictaduras, desplazándose esa militarización por todo el planeta. Ya no hay «comunismo internacional» que ataca ni Guerra Fría, pero las cuotas de violencia que nos muestra la sociedad planetaria actual son más escalofriantes que hace 30 años atrás. Las pandillas juveniles o la delincuencia común se enseñorean cada vez más en cualquier ciudad del mundo, haciendo que cada vez más se dediquen enormes esfuerzos a la seguridad, alarmas y medidas de protección. Lo cual puede llevar a pensar en que hay algo más que pura violencia irracional en todo eso: ¿quién se beneficia?
Hoy día tener trabajo, simplemente eso: contar con una plaza laboral, ya puede ser considerado un éxito. Y eso hay que cuidarlo a capa y espada, porque la fila de desocupados que espera tras cada puesto vacante aterra. Eso aterra, quizá tanto incluso, aunque con otras características, como la posibilidad de sufrir la violencia de las dictaduras hoy día desaparecidas (quizá solo adormecidas). Y buena parte de la izquierda no tiene hoy más alternativa que terminar trabajando en el marco de proyectos de «cooperación internacional», quizá incluso con su propia ONG (virtual pequeña empresa privada sin fines de lucro), ayudando a dar «rostro humano» a una sociedad cada vez más cavernícola donde o se es un triunfador integrado según los moldes impuestos por el poder, o se es un desechable. Sociedad cuyos grupos de poder llegan al extremo de hablar de seres humanos que «sobran», «inviables», «¿desechables?».
«Controla el petróleo y controlarás las naciones; controla los alimentos y controlarás a los pueblos», decía en la década de los 70 del siglo pasado uno de los principales ideólogos de Estados Unidos, el polaco naturalizado estadounidense y ¡¿premio Nobel de la Paz?! Henry Kissinger, cabeza pensante de la línea más dura de los halcones con sed de dominación planetaria. Principios que, pareciera, vienen fijando la línea de los acontecimientos en estos últimos años en la lógica de «grupos viables» y excluidos -«los que sobran», los marginados, los que no consumen productos industriales y contaminan el ambiente.
Si algunas décadas atrás parecía que se abrían las compuertas del cambio, seguramente esas cabezas pensantes de la derecha establecieron las líneas para detener ese espíritu de transformación y crítica que iba abriéndose paso. Ello lleva a pensar, quizá con valor de hipótesis, pero sin dudas con realismo, que en alguna oficina de los poderes globales que manejan la marcha del mundo se decidió ponerle un freno a ese avance que parecía tan impetuoso apenas unos años atrás. Se puso freno y se hizo retroceder -al menos en sentido táctico- la rueda de la historia. Tanto se hizo retroceder, que hoy el solo hecho de plantearse problemas más allá del consumismo acrítico ya es un paso adelante, y una tibia propuesta reformista ya es «peligrosa» para la derecha. ¿Por qué se sataniza tanto a Chávez si no?
Sin dudas, con Discepolo, podemos afirmar que en muy buena medida el mundo ha sido y es una porquería. Pero queda la esperanza de creer que tenemos en nuestras manos -no sin dificultades, por supuesto, con grandes y penosos esfuerzos- la posibilidad de seguir buscando algo un poco mejor. Como dijo la dirigente campesina Domitila Barrios, de Bolivia: «Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro». Por tanto, o nos resignamos y nos terminamos integrando… o seguimos creyendo y haciendo algo, aunque eso de miedo, para buscar algo mejor, para superar tanta porquería.