El hambre, callando y sin ninguna ostentación, mata a los que nadie quiere nacionalizar, antes por la ley del mercado y ahora por la intervención selectiva en beneficio de los de siempre Hoy, jueves 16 de octubre, se celebra en todo el mundo el Día Mundial de la Alimentación. Curiosa e hiriente celebración cuando, según […]
El hambre, callando y sin ninguna ostentación, mata a los que nadie quiere nacionalizar, antes por la ley del mercado y ahora por la intervención selectiva en beneficio de los de siempre
Hoy, jueves 16 de octubre, se celebra en todo el mundo el Día Mundial de la Alimentación. Curiosa e hiriente celebración cuando, según datos de la FAO, la población que sufre desnutrición en el mundo aumentó el año pasado hasta 923 millones de personas como consecuencia del alza de precios de los alimentos, es decir, 75 millones de personas se sumaron a la población que ya padecía una situación de hambruna crónica.
Esta desnutrición afecta fundamentalmente a los niños y niñas de entre seis meses y cinco años (20 millones de niños menores de cinco años sufren desnutrición severa o grave) y se agrava al no recibir desde tan temprana edad los nutrientes adecuados para el crecimiento (proteínas de origen animal como leche, huevos o carne). Dado que es la etapa en la que se desarrolla el cerebro, las secuelas son extremadamente graves, y estos miles de niños y niñas están condenados a morir de forma prematura o a padecer enfermedades toda su vida.
Según un reciente estudio, el tratamiento completo para recuperar a un pequeño desnutrido dura seis semanas y cuesta 37 euros. Por tanto, el coste total aproximado para tratar a los millones de niñas y niños que padecen desnutrición grave no superaría los 3.000 millones de euros, incluyendo el tratamiento nutricional completo de cada enfermo y la producción local del alimento terapéutico necesario, el denominado Therapeutic Food (TF): un alimento de uso terapéutico, llamado Pumply Nut, que aporta 40 micronutrientes que marcan la diferencia entre la vida y la muerte.
Así, mientras los gobiernos occidentales inyectan cientos de miles de millones para salvar bancos (cuyos directivos únicamente se han ocupado por el beneficio económico y por amasar fortunas inasumibles para el planeta), miles de niñas y niños mueren de hambre ante nuestros ojos por no disponer de 37 miserables euros. Resulta aberrante ver a los bancos reclamando a los gobiernos miles de millones para evitar su derrumbe, sobre todo a la luz de su tradicional devoción por el «libre mercado». Bárbaro socialismo financiero que nacionaliza bancos pero prohíbe comer a millones de personas: rescatar entidades que no han sido ni transparentes ni responsables y negar el derecho a una alimentación adecuada, reconocido en diversos instrumentos de Derecho Internacional.
Nada raro, pues desde siempre los amos del mundo han decidido por nosotros y siempre al margen de los derechos, por mucho que nos digan lo contrario. En un contexto de reducción de la Ayuda Oficial al Desarrollo durante los años 2006 y 2007 por parte de la UE (el año pasado la AOD europea disminuyó del 0,41% al 0,38% de la renta nacional bruta), Naciones Unidas nos recuerda que sería necesario un aporte de 30.000 millones de dólares cada año para reconducir la tendencia y alcanzar para 2015 los Objetivos del Milenio. Apenas unas migajas si lo comparamos con los costes de la guerra-ocupación ilegal de Irak o con los 700.000 millones de dólares a los que asciende el plan de rescate del Gobierno de Estados Unidos. Nada tiene de raro, pero mucho tiene de infame.
Como infame es que ejecutivos de AIG se gasten miles de dólares en un hotel tras el «rescate» financiero (las facturas sumaron más de 400.000 euros) o que Fortis, también «rescatada», invite a 50 personas en el restaurante más caro de Mónaco a medio millón de las antiguas pesetas por cubierto. Execrable cuadrilla de desalmados consagrada a la piadosa tarea de amasar inmensas fortunas que, ahora sí, reclaman que papá Estado actúe y, una vez obtenida la inyección millonaria por parte del estado, restriegan sus impúdicas celebraciones por la cara de millones de hambrientos. Duele tanta indignidad y ostentación.
El hambre, callando y sin ninguna ostentación, mata a los que nadie quiere nacionalizar, antes por la ley del mercado y ahora por la intervención selectiva en beneficio de los de siempre. Eso sí, para los que no mueren levantamos muros y alambradas que impidan su llegada y a los que ya están entre nosotros y nosotras les aplicamos procedimientos de expulsión, «siempre respetuosos con los derechos humanos».
Recientemente intelectuales de todo el mundo denunciaban la crueldad de la llamada directiva de la vergüenza y nos recordaban que «la amnesia, nada inocente, impide que Europa recuerde que no sería Europa sin la mano de obra barata venida de fuera y sin los servicios que el mundo entero le ha prestado. Europa no sería Europa sin la matanza de los indígenas de las Américas y sin la esclavitud de los hijos del África, por poner sólo un par de ejemplos de olvidos. Europa debería pedir perdón al mundo, o por lo menos darle las gracias, en lugar de consagrar por ley la cacería y el castigo de los trabajadores que a su suelo llegan corridos por el hambre y las guerras que los amos del mundo les regalan».