Quien es cruel con los animales no puede ser buena persona, pensaba el filósofo Schopenhauer. Y situándonos más allá: quien disfruta observando al que ejerce crueldad con los animales, en posición de atenta y gozosa complicidad, tampoco puede serlo, creo yo. Desde finales del siglo XVII el toreo -tal y como lo conocemos hoy- ha […]
Quien es cruel con los animales no puede ser buena persona, pensaba el filósofo Schopenhauer. Y situándonos más allá: quien disfruta observando al que ejerce crueldad con los animales, en posición de atenta y gozosa complicidad, tampoco puede serlo, creo yo.
Desde finales del siglo XVII el toreo -tal y como lo conocemos hoy- ha estado presente en España. El espectáculo tradicional del hombre heroico, el macho por excelencia que frente al animal arriesga su vida, ha formado parte de la cultura universal; y muchos artistas como Federico García Lorca, Ernst Hemingway o Pablo Picasso se han nutrido de la singular estética de la llamada fiesta de los toros. El toreo se desarrolla mediante un elaborado protocolo, que incluye el traje de luces, un sofisticado instrumental y una estructura bien definida en tres tercios o tiempos: suerte de varas, banderillas y el momento supremo, que culmina con la agónica muerte del toro. Pero toda esta parafernalia enmascara un soberbio acto «épico» de crueldad ejercido sobre un animal, al que se le tortura durante horas para goce estético de aquellos que disfrutan sádicamente con la sangre, el dolor y la muerte.
Porque al toro antes incluso de entrar en la plaza ya se le ha golpeado en los testículos y los riñones, se le ha untado grasa en los ojos para dificultar su visión y en sus patas se le ha extendido una sustancia que le produce un constante ardor, para así impedirle que esté quieto durante la lidia. La lanza que se le clava en el lomo y que le destroza músculos, vasos sanguíneos y nervios desangra al toro y lo debilita, mientras a los caballos se les coloca un peto para ocultar las heridas infligidas por el astado, sin valorar que tal vez la visión de la exposición de vísceras supondría un acicate más para los espectadores más fervorosos y ultra. Luego, las banderillas prolongan el desgarre y ahondamiento de las heridas internas. Cuando el toro está más agotado y moribundo es atravesado por una espada de ochenta centímetros de longitud que le acaba de destrozar por dentro: hígado, pulmones, arterias…El toro muchas veces agoniza sobre la arena entre vómitos de sangre.
¿Puede considerarse artístico un proceso de tortura hacia un animal sólo porque es un espectáculo tradicional? ¿Es arte porque algunos pintores y escritores hayan glosado su violenta exhibición? ¿La temeridad o valentía del torero justifica que se permita semejante acto de barbarie en un país civilizado? En este tiempo de insólita indefinición sobre las fronteras del arte, cuando el mismo extintor que cuelga en la pared del museo puede ser «confundido» con algunas de las obras expuestas, ¿tiene valor artístico mostrar a un perro que muere de hambre y sed atado a una cuerda, si así lo considera quien lo expone en una bienal internacional, blandiendo su acreditación de «creador»?
En un reciente artículo de «El País» Luisgé Martín analizaba si la lectura -la cultura- servía para algo bueno, si tenía utilidad ética, llegando al convencimiento de que desgraciadamente no tenía porqué ser así. Sócrates, sin embargo, sostenía que no había hombres malos sino ignorantes, sin formación. Muchas veces los niños son crueles si no se les dan herramientas para corregir esta desviación, si no se les educa en la empatía a sus semejantes. Y si bien es cierto que la brutalidad en ocasiones va asociada a la vulgaridad y a la cortedad de juicio, también sucede que personas presumiblemente formadas eligen la maldad y la insensibilidad, optan por disfrutar con el martirio y el dolor infligido al otro, pese a disponer de más elementos en la mano, siendo libres para tomar otra opción, conociendo a través de la cultura vías de crecimiento personal inocuas para el resto de la Humanidad, en un comportamiento muchísimo más perturbador y descorazonador. La violencia nunca puede ser un espectáculo estético para un ser humano de bien.
El toro sólo es amnistiado cuando demuestra sobradamente su bravura y valentía, se le salva cuando resiste heroico su interminable tortura. Se gana así su derecho a la vida. Quizás si aplicáramos el mismo criterio con el público asistente a la «fiesta» nacional nadie sería perdonado, porque no hay mayor acto de cobardía que aplaudir la crueldad, bien a salvo desde la grada en la que elegimos situarnos a la sombra o al sol.