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El deseo irresistible de tener un accidente

Fuentes: La Calle del Medio (Cuba)

Todo lo que cogemos entre las manos prolonga nuestro cuerpo o, más exactamente, nuestro cuerpo es el extremo (o la punta) de aquello que cogemos entre las manos. Somos instrumentos de nuestros instrumentos y medios de nuestros medios; pendemos al final de cadenas más o menos largas de acciones y artefactos que, al mismo tiempo, […]


Todo lo que cogemos entre las manos prolonga nuestro cuerpo o, más exactamente, nuestro cuerpo es el extremo (o la punta) de aquello que cogemos entre las manos. Somos instrumentos de nuestros instrumentos y medios de nuestros medios; pendemos al final de cadenas más o menos largas de acciones y artefactos que, al mismo tiempo, mantenemos en movimiento. Con un hacha, somos bruscos y discontinuos; con un piano, nerviosos y delicados; con un bisturí, fríos y minuciosos. En un bosque, somos ciervos o lobos; en un bosque sin lobos, somos honestos y solidarios.

Enamorados, somos lentos: extensiones del cuerpo del amado, nos pasamos el día contándole despacio las orejas, numerándole los dedos, certificando sus brazos y sus tobillos, y el orgasmo es el acelerón que hace fracasar el espesor de esta eternidad fugitiva. Hambrientos, somos rápidos: extensiones de la cuchara y de la manzana, las hacemos desaparecer vertiginosamente en nuestra boca y la saciedad es el cumplimiento y la frustración de una velocidad que virtualmente se quiere comer el universo. El hambre es una característica típicamente occidental, aunque allí la llamamos «consumo»: siempre más comida, más bebida, más lavadoras, más teléfonos móviles, más casas, más imágenes, más emociones. El emblema y el motor del consumo occidental -modelo generalizado al resto del planeta- es el automóvil.

El amor es la tentación de la lentitud: velar o acariciar un cuerpo, poner una venda o hacer una trenza, contemplar largamente la estela de un niño que juega. El automóvil, al contrario, es la tentación de la velocidad. Molusco rodante, huracán enlatado, quiero ir cada vez más deprisa, adelantar todos los remansos, atropellar todos los obstáculos, y correr y correr sin detenerme hacia el límite orgásmico; es decir, hacia el accidente, frustración y cumplimiento de la automoción libre. No nos engañemos: el verdadero propósito, la función y la finalidad del automóvil es el accidente , como lo demuestran los 450.000 muertos y los 23 millones de heridos de la última década en las carreteras europeas. El automóvil se automueve hacia el accidente y si sirve para otra cosa, si puede también salvar vidas y transportar humanos y enseres, es a condición de reprimir su automoción. Eso que llamamos conducir -o manejar- es en realidad un acto de violencia humana contra la velocidad automotriz que reclama sin cesar orgasmos mortales. Pero por eso mismo, la conducción o el manejo del automóvil no puede ser dejado al abritrio individual; cada carro, cada camión, cada ambulancia, deben ser conducidos por toda la sociedad. En otro mundo posible y a la espera de reeducar a los hombres en la lentitud, serán las mujeres las que se ocupen de reprimir la velocidad y manejar los transportes públicos: las estadísticas demuestran que en España la mayor parte de los conductores borrachos son hombres y que sólo dos de cada diez coches accidentados son conducidos por mujeres.

¿Puede imaginarse lo que significa el automóvil en una sociedad -la capitalista- que se mueve a velocidad creciente, de accidente en accidente, hacia el accidente total, sin más intervención que los impulsos o pulsiones individuales ? ¿Podemos imaginar lo que significa el automóvil en una sociedad sin «represión» de la automoción del deseo? ¿Podemos imaginar lo que significa el automóvil en una sociedad en la que las tentaciones psicológicas impuestas por el propio soporte automovilístico -la superación del otro, la carrera, el atropello, la hegemonía zoológica, la exhibición de potencia, la sensación de invulnerabilidad, la excitación sin freno del hambre insaciable- no sólo no son socialmente controladas sino que, al contrario, son recompensadas, aplaudidas, estimuladas, asociadas a la felicidad y al prestigio y reclamadas como condición de la integración, el respeto y la autoestima? ¿Y puede imaginarse, al mismo tiempo, lo que significa el automóvil en una sociedad que se alimenta de velocidad -y no de pan, de libros o razonamientos- y que, por eso mismo, necesita producir cada vez más, cada vez más deprisa, automóviles y automóviles? De los costes ecológicos de esta búsqueda del accidente lo sabemos ya todo: la producción de un automóvil de 850 kilogramos requiere cerca de dos toneladas equivalentes de petróleo y numerosas materias primas y productos industriales, como acero, aluminio, caucho, pinturas, vidrio o plásticos; el 60% de la contaminación ambiental en las ciudades europeas está ocasionada por el automóvil; en España, donde circulan 26 millones de vehículos, 8.000 kilómetros cuadrados están ocupados por carreteras, calles, aparcamientos, estaciones y aeropuertos. La previsión es que en todo el mundo haya 1.000 millones de vehículos dentro de dos años, con el consiguiente agravamiento de la crisis energética y alimenticia. Volcada hacia el accidente, la sociedad capitalista está preocupada, no por la catástrofe inminente, no, sino por los frenos que pueden retrasarla; frente a la actual crisis económica, lo primero que ha hecho Obama -como también Zapatero en España y Berlusconi en Italia- es anunciar medidas para proteger y revitalizar la industria automovilística.

Pero están también los costes humanos, culturales, subjetivos. La paradoja de esta íntima necesidad de velocidad del capitalismo es que, a fuerza de aceleración, acaba paralizando el movimiento. También literalmente. La velocidad produce atascos . En los años 70, el sociólogo Ivan Illich escribió en un famoso ensayo: «El estadounidense típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos (…) Estas 1.500 horas le sirven para recorrer unos 10.000 kilómetros al año, lo que significa que se desplaza a una velocidad de 6 kilómetros por hora». Desde nuestro automóvil -que la publicidad presenta libre y salvaje en carreteras vacías rodeadas de montañas- vemos cómo nos adelantan los peatones y las bicicletas; es decir, los pobres. ¿Podemos imaginar lo que significa un automóvil frenado no por la razón femenina ni por la conducción colectiva sino por la misma sociedad que nos exige y nos promete velocidad y nos impone, al tiempo que los deja en suspenso, los medios para esta elegante automoción suicida? Un polvo rápido es muy frustrante cuando uno busca un abrazo largo; un coche lento es muy frustrante cuando uno busca un crimen rápido. La frustración es la ley subjetiva del consumidor occidental, que sólo tiene deseos equivocados o suicidas y ni siquiera puede satisfacerlos. ¿A dónde vamos? Hacia el accidente final. Pero ni siquiera podemos ir tan deprisa como queremos…