«No heredamos la tierra de nuestros padres,
la tomamos en préstamo a nuestros hijos»( Proverbio chino)
EL NUEVO ORDEN
El 80% de los habitantes del planeta siempre ha estado en crisis profunda, pero sólo le llamamos mundial cuando el 20% restante entra en crisis. Su evolución ha pasado ya por dos estadios y se prevé un tercero. En un primer momento le llamaron crisis económica, después crisis financiera (de «liquidez») y debemos evitar que emerja una tercera: la crisis social que acabe convirtiéndose, a su vez, en revuelta global.
Todos los expertos y analistas buscan similitudes con otras crisis pasadas y muchos coinciden en la «rareza» y «extrema complejidad» de la actual. Aún así buscan ponerla en paralelo a la crisis de mayor calado en la historia financiera, como fue la de 1929. Los más pesimistas van más allá y nos recuerdan que después del crack del 29 vino la II Guerra Mundial, como queriendo apuntar en esa crisis el origen de dicha guerra. George Bataille creyó en su momento que las dos guerras mundiales sirvieron como una destrucción colosal de la riqueza creada previamente y que el sistema después no sabía absorber. Es el saco que se llena y se vacía constantemente, algo así como el mito de Sísifo que nos cuenta la condena que Sísifo tenía: subir una roca a lo alto de una cima, una vez allí arrojarla hacia abajo, regresar a por ella abajo y cargarla de nuevo para volver a subirla y así indefinidamente. Al capitalismo le pasa esto desde hace más de dos siglos y aún no sabemos cómo librarnos de esta condena. Por eso volvemos desafortunadamente a hablar de refundar el capitalismo, o sea, de volver a subir a la cima; eso sí, parece que el esfuerzo de este eterno retorno siempre lo hacen los mismos.
Es evidente que debe crearse un nuevo orden real con nuevos objetivos, pero sobre todo debemos saber cuáles son los medios legítimos y cuáles no lo son para conseguir tales objetivos. Todos ellos deben ser aspiraciones reales, como la idea roussoniana de que el contrato entre los hombres que debiera «firmarse» debería contener fórmulas para que ningún hombre fuera tan rico como para poder abusar de los demás a su capricho. Debería empezar a no sonar ridículo, porque no lo es, que debería legislarse para establecer una renta mínima universal, abolir los paraísos fiscales, condonar la deuda externa de los más pobres, y para eliminar las barreras arancelarias que oprimen en progresión geométrica a los países más pobres por impedirles introducir sus productos en el circuito de lo que el rico llama cínicamente «libre mercado». Asimismo, el nuevo sistema debería crear mecanismos de control internacional que impidieran la indiferencia de algunos países a ciertas instituciones o el control absoluto de ellas por unos pocos países. Para ello, las grandes instituciones de gestión y control deberían constituirse democráticamente y sus funciones deberían ser reales.
Se dice que en este nuevo orden mundial el ciudadano reclama transparencia, pero eso es una forma hipócrita de llamar a las cosas con eufemismos que no pongan en entredicho a la superclase financiera, ya que lo que se reclama en realidad es un concepto moral de la riqueza y de la pobreza, es reencontrarse con los valores ilustrados. El estado debe ser garante de todo ello. En esa tarea, la educación debe adquirir un papel nuclear. Debe ser un derecho universal prioritario, donde el objetivo principal de la educación se dirija ante todo a formar personas, no únicamente a trabajadores.
En cualquier caso, el desconcierto es muy grande. Los analistas y expertos de economía dan recetas y más recetas contradictorias. Pocos son conscientes de que no deben olvidar que el final de cualquier etapa en la historia genera un vacío de fines y principios, pues se pierde el timón y se hace necesario que alguien lo tome de nuevo con fuerza y además sepa dónde debe ir, porque el rumbo debe cambiar.
LIBERALISMO versus ABSOLUTISMO
El liberalismo no nació contra el estado, sino contra el absolutismo. Uno y otro son concepciones extremas y como tales, condenadas a engullirse a sí mismas o a ser abolidas por el pueblo.
Sin embargo, la dinámica del mercado es un síntoma de la manera de sentir y pensar del hombre actual. No es ingenuo, sino perverso e hipócrita pensar que el mercado se autorregula por sus beneficios, sus pérdidas y en general por un sistema competitivo basado en la rentabilidad. Uno de los hombres más ricos del planeta, como lo es George Soros, dice que «sólo los idiotas pueden creer que el mercado tiene conciencia, los idiotas y los titulares de cátedras de economía» . Entre estos últimos encontramos a «expertos» como el economista francés Jacques Garello, el cual en un desacierto total vaticinaba en 2001 que el neoliberalismo acabaría siendo la víctima del sistema.
A pesar de lo inhumano de la economía de mercado, la mayoría de la población no la cuestiona en profundidad, se ha adaptado a ella y a sus «normas», o como dice Brückner, «la gente la considera un hecho consumado porque no tiene cuentas que ajustar con ella» . Y esas cuentas no existen porque los sujetos responsables se desdibujan escondidos detrás del capitalismo que les protege con su ausencia de reglas y su amoralidad. Sin embargo esa ausencia de reglas para el libre comercio sólo afecta al denominado primer mundo, que suele pavonearse cínicamente diciendo que cuando los países emergentes o pobres protestan con razón contra el sistema de comercio internacional, lo hacen porque en realidad lo que quieren es incluirse en él y no por querer destruirlo. Pero todo está «anárquicamente dispuesto» por un ente incognoscible para que los países más pobres no puedan incluir sus productos en el circuito del mercado, no porque nadie lo decida, sino por las leyes del mercado. Esto es espantosamente vergonzoso, ya que la realidad es que no se lo permitimos con múltiples artimañas y barreras. La razón: porque no podemos competir con ellos en el verdadero y libre mercado del que presumimos, de ahí que declinen producir lo que no pueden comercializar.
Paradójicamente, la codicia ha llevado al capitalismo a producir en exceso lo que ni puede exportar al pobre porque ya le ha asfixiado, ni tampoco puede absorber por sí mismo. Ambos mundos se encuentran con su producción prácticamente paralizada o en recesión, en un caso por exceso y en el otro por defecto.
En nombre de esa libertad de mercado, las grandes multinacionales a las que no les afecta ninguna norma moral ni tampoco jurídica que les sancione cuando comercian y explotan inhumanamente a niños y mujeres, prefieren asentarse en aquellos países con regímenes dictatoriales o lejanos a ser un estado de derecho, donde los derechos civiles de los ciudadanos y los trabajadores son prácticamente nulos, pues son el mejor espacio político para comerciar y explotar impune y despiadadamente a cualquier trabajador, incluidos mujeres y niños en trabajos físicos insoportables durante «jornadas laborales» de 16 horas.
A pesar de ello, los países que se han autodenominado ricos, han situado siempre el capitalismo como un sistema inherente a libertad y la democracia, aunque nunca antes el modo de vida de esos países se ha parecido tanto a las sociedades autómatas descritas por Orwell o Huxley en sus obras, o esos mismos países hayan necesitado de dictaduras y países gobernados por gobiernos corruptos para sus beneficios e intereses.
El liberalismo también ha contagiado a gran parte de las administraciones públicas occidentales, las cuales han permitido la proliferación de la economía sumergida en base al tráfico por doquier de dinero negro que han empobrecido y burlado al sistema público de beneficios para el estado. No ha habido gobierno occidental que no haya dado pábulo a estas prácticas dirigidas a empobrecer al estado y que han perjudicado por ello sólo a los más pobres. Sin embargo, ahora esos mismos defensores del liberalismo recurren al estado para reflotar las economías colapsadas de occidente. Pero a pesar de todo, a los representantes más acérrimos de este neoliberalismo, como lo es en España las Nuevas Generaciones de Partido Popular, no les duelen prendas incluso para pedir públicamente en sus congresos que no se regule el salario mínimo interprofesional de los trabajadores. Posiblemente no sólo debe estar regulado el salario mínimo, sino también el máximo y a niveles supranacionales. Fuera de esos límites la dignidad humana deja de estar a salvo, pues permite la humillación por abajo y eso supone un humillador por arriba.
CAPITALISMO: «Homo Lupus Homini est»
En sí mismo, el capitalismo es absurdo. Se trata de un sistema basado en rentabilizar beneficios a costa de producir para producir más aún y así indefinidamente. La continuidad de esa situación nos lleva a crisis profundas y hambrunas tercermundistas causadas por una sobreproducción que el sistema capitalista no puede digerir ni tampoco vender. Su mecanismo, por tanto, no es autorregulable.
En los momentos en que ha parecido desmoronarse, aparecen en escena los sujetos o instituciones que antes eran etéreos en su riqueza, se materializan pidiendo ahora un paréntesis en el trayecto neoliberal y pidiendo al Estado que sea él quien corrija el caos económico creado como efecto de una inmoral y descontrolada concentración del capital líquido en unas pocas manos privadas. Este no es el momento en que acaba el capitalismo, sino al contrario, es su momento culminante, es la máxima expresión de su ser. Ahora intenta parasitar al Estado, se doblega en él para seguir su recorrido. En palabras de Bruckner «El capital renace de sus cenizas cuando se le considera moribundo, vive aún dos siglos después del anuncio de su deceso inminente (aunque algún día desaparecerá como toda forma histórica)» . Es capaz de servirse de su enemigo para sobrevivir. No es un sistema rígido, con objetivos, no es dogmático.
El éxito del capitalismo depende de la desconfianza en lo humano, de considerar al hombre un medio para el logro de un solo fin: el enriquecimiento. Ha sido el mejor molde para dar cabida a la máxima de Hobbes: «Homo lupus Homini est» (El Hombre es un lobo para el hombre) . Su éxito durante muchos años ha sido paradójicamente la incubadora de su «fracaso» actual. Pero ha triunfado precisamente porque no se ha implantado en todo el planeta, sino a penas en un tercio de su población. No ha buscado extenderse como una religión evangelizadora, sino justo lo contrario: su triunfo, su ser mismo, estriba en la desigualdad, pues si hubiese llegado a todo el planeta en las mismas condiciones de calidad de vida en que ha llegado sólo a un tercio de él, no le llamaríamos capitalismo, sino comunismo o socialismo.
Sus defensores en ocasiones incluso le presentan como un sistema emancipador del hombre, pero en realidad le ha hecho más dependiente de lo material, del dinero. Le ha hecho menos autónomo, más inhumano, más desconfiado y resentido, más frio, más calculador y también más absurdamente competitivo.
UN JUEGO SIN REGLAS Y CON DEMASIADOS ESCONDITES
Al finalizar una conferencia de prensa, el mago de las finanzas Allan Greenspam, en ese momento presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, dijo a los periodistas: «si ustedes han entendido lo que acabo de decir, es que me he expresado mal «. Esta forma de «entender» la economía es la que ha presidido el sistema financiero durante los últimos años. No es que la incertidumbre en la economía sea inexorablemente, sino que ese ha sido el objetivo del juego: la ausencia de reglas. Por ello, y después de haber malparido un sistema financiero como el que hemos tenido (y seguimos teniendo), es insultante que el mismo Greenspam diga ahora refiriéndose a la actual crisis que «aún no puedo entender cómo pasó». Pues la respuesta es bien sencilla y él mismo lo sabe: se puso muchísimo dinero a disposición de especuladores y soberbios ladrones y además durante demasiado tiempo. Ahora las reglas del juego que hemos inventado no funcionan porque esas reglas sencillamente no existen. Llevamos demasiado tiempo sin oír la expresión «delito monetario» en un tiempo en el que jamás se ha especulado tan brutal e impunemente como para hacer quebrar todo el sistema internacional.
Los gurús de la economía defendían que el sistema se autorregulaba, entre otros mecanismos, por las agencias de calificación de riesgos. Estas son algo así como el vigilante que controla las operaciones financieras de alto riesgo o ilegales de instituciones, empresas o multinacionales. Todo un montaje, ya que la mayoría de esas agencias de calificación «casualmente» están financiadas para su supervivencia por las mismas empresas o instituciones a las que dicen controlar, con lo cual no mordían a quien le daba de comer.
El FMI además de ser uno de los principales cómplices de la creación de lo que denominamos «paraísos fiscales», también los ha fomentado. Nunca se ha tomado iniciativa alguna para acabar con estos agujeros de estafa y burla. Ningún país del denominado primer mundo está libre de culpa. Según la OCDE , el 13% del PIB mundial está parapetado y consentido en esos paraísos. Es decir, en la actualidad aproximadamente 6 billones de dólares no están sujetos a impuestos. Como dice Ignacio Escolar en un magnífico artículo que titula «Los siete pecados capitalistas» y refiriéndose en él al caso concreto de España, la mitad de las multinacionales que cotizan diariamente en bolsa, en el IBEX 35, son propietarias a su vez de empresas en estos paraísos fiscales, con lo que eluden pagar impuestos a ese mismo erario público al que ahora piden ayuda.
La ausencia de reglas para interceptar y penalizar determinados delitos financieros ha conducido a una especulación de proporciones insospechadas. Se compra y se vende lo que aún ni siquiera existe o no se posee. Incluso se considera legítimo comprar sin dinero, si no, véanse los primeros pasos en la operación de la petrolera rusa Lukoil para comprar la española Repsol. Se premia al especulador, no al emprendedor, no al que genera tejido productivo. Muestra de esa especulación es el mercado de futuros. Una buena descripción de este «valor» del capitalismo también la ofrece Ignacio Escolar: «si apuestas con cientos de millones de dólares en el mercado de futuros a que el petróleo subirá, en efecto sube y tú ganas; en economía las profecías tienden a cumplirse si hay dinero suficiente» pues desestabiliza el mercado en función de los intereses de quien pueda desestabilizarlo. Es uno de los comodines o licencias permitidas sólo a algunos en este juego.
AVARICIA
El capitalismo es la máxima expresión humana del egoísmo normalizado tras el que se pretende hacer creer que no hay sujetos responsables de su ser inmoral, pero el calificativo inmoral sólo es atributo del hombre. Es un sistema en el que la economía no está al servicio del hombre, sino al revés.
Un alto directivo de General Motors, en cierta ocasión dijo que la clave de la prosperidad económica es la creación de una insatisfacción organizada. Esto es algo así como aquellos que dicen que la clave para lograr la felicidad sólo está en desearla continuamente y eso es lo que nos mueve a seguir viviendo. Pero esa insatisfacción es fruto de una codicia insaciable que finalmente ha generado la más absoluta desconfianza, motivo central (dicen) de la crisis financiera actual.
Al principio decíamos que esta crisis fue en primer lugar económica. Después pasó a ser financiera. Finalmente corremos riesgo de pasar a crisis social si los líderes políticos de los países responsables no son capaces de encauzar soluciones, que por el momento no han llegado. La principal medida tomada hasta ahora es la inyección masiva de capital a los bancos sin explicar a la ciudadanía en qué condiciones el estado presta ese dinero que es nuestro. El banco «sólo» tiene el papel de gestor material desde donde se concede el crédito, pero el crédito queda atascado en los bancos. A fecha de hoy ningún dirigente ha advertido seriamente a los bancos para que cumpla con su papel de correa de trasmisión, lo cual denota un miedo colosal a los banqueros, a los que nadie reprocha nada. Pero si los gobiernos no lo hacen, lo acabarán haciendo los ciudadanos. La confianza de los ciudadanos en los gobernantes está bajo mínimos. La clase política está profundamente cuestionada, pues empieza a considerarse como uno de los reflejos o efectos del capitalismo salvaje por mucho que algunos en la izquierda corran ahora a abrazar la socialdemocracia como panacea cuando hasta aquí se definían eufemísticamente como de centro-izquierda.
Es lógico que el ciudadano se sienta burlado. Las cifras de cientos de miles de millones de euros o dólares inyectados desde los estados a los sus sistemas financieros serían suficientes varias veces como para paliar el hambre y la pobreza en todo el mundo, pero sin embargo no logran aliviar la codicia infinita de los bancos que inmediatamente se benefician de esas inyecciones y de las bajadas de interés de los bancos centrales en Europa y EE.UU pero no dan traslado de esos beneficios a los ciudadanos, que son los que en realidad les están aportando liquidez por medio del estado.
EL CRÉDITO DE LA BANCA
Los ciudadanos no entienden por qué hay que «salvar» precisamente a los que han generado el problema. Comienzan a sospechar de los fines con que esto se lleva a cabo. No entienden por qué les damos el dinero del estado, que es de todos, para que después, tan sólo con un poco de suerte, nos lo devuelvan gravado con intereses. Esto es retornar de nuevo al mismo problema.
Los bancos comienzan a abusar de la confianza del estado justificando no dar créditos por desconfiar del resto de la banca. Esta cínica paradoja se erradicaría si los gobiernos dejasen de tener un miedo atroz al infinito poder de la banca y fuera el mismo estado el que directamente gestionase los créditos sin la banca como intermediaria. En ese momento la confianza de los bancos resurgiría súbita e inexplicablemente. Es decir, la banca se mueve entre la desconfianza que tiene respecto de los otros bancos con los que compite y su confianza en que el estado no le sustituirá adoptando él mismo la función que hasta ahora realiza la banca como mero intermediario en el que se queda parte de la mercancía financiera.
Algunos países como Francia toman medidas que reflejan o su impotencia ante la banca o su burla ante los ciudadanos: ha creado la figura de un mediador para que intervenga ante los bancos que nieguen créditos a los ciudadanos. Si además también se reducen drásticamente impuestos a empresas, para las que también se están creando fondos especiales, se corre el riesgo de hacer más de lo mismo: enriquecer más aún a la banca que no ofrece lo que se le ha prestado y enriquecer a los empresarios, no a las empresas, ya que bajar los impuestos por sí mismo no garantiza que no se vayan a despedir trabajadores o se les contrate. Es algo así como si se intentase aliviar un coma etílico con más alcohol.
Pero mucho más alarmante que el escaso crédito que la banca ofrece, es el que la banca merece de los ciudadanos. Todo en torno a ella ha sido una irresponsable operación de especulación de lo que el hombre valora convencionalmente: el dinero y las materias primas. Los mercados de futuros y el valor del dinero ofrecido han creado una masa financiera reflejada tan sólo en números, pero no en beneficios tangibles, reales. Por ello, falta dinero real para cubrir el molde creado y que habíamos creído tener lleno. La verdadera crisis ha comenzado cuando nos hemos asomado al molde y hemos comprobado que dista mucho de estar tan lleno como creíamos. Ahora, mediante inyecciones masivas de capital, se pretende llenar realmente lo que ya creíamos lleno. Empleando un símil, la cuestión es si Don Quijote se curaría haciéndole reales los gigantes que sabemos que no existían o haciéndole ver su error. Es decir, la cuestión es si el problema se solucionará llenando de billetes el molde que creíamos lleno o si por el contrario, de lo que se trata es de perseguir a quien ha creado ese molde inexistente y romperlo para adaptarnos a la verdadera realidad. La esquizofrenia no se cura haciendo real lo que el enfermo ve irrealmente, creando efectivamente la realidad que al enfermo le decimos que no existe, sino haciendo asumir al enfermo la irrealidad de su mundo para adaptarse a lo que de verdad existe. Pero lo peor es que el vacío de capital que se está intentando llenar, está en alguna otra parte, a saber, por ejemplo, en paraísos fiscales, y mientras se llena de nuevo ya parece estar también reportándoles nuevos beneficios. Si no, los distintos gobiernos que ordenan medidas, deberían saber ser más convincentes para explicar por qué tardan tanto tiempo en verse los efectos de esas inyecciones de capital en el ciudadano de a pie y tan poco en los bancos y grandes financieras. No es que el capitalismo haya fracasado, sino más bien que cíclicamente culmina en una apoteosis para volver de nuevo a empezar tal como si de Sísifo se tratase.
Ejemplo de esa «economía esquizofrénica» es que el crédito invertido ha sido muy superior al capital propio con que contaba el que ha solicitado dicho crédito. Este desequilibrio se conocía, pero se admitía sin reparos sólo porque beneficiaba al que otorgaba el crédito, generando así una hiperproducción innecesaria y por ello, imposible de absorber, así como unos beneficios intangibles sólo reflejados en números para la banca y que ahora están en paraísos fiscales fuera del control que afecta al común de los mortales. No se han limitado ni controlado en modo alguno ni la naturaleza ni la procedencia de estos beneficios.
Ahora los acólitos del liberalismo económico han pedido cínicamente un paréntesis en sus recetas y han solicitado ayuda urgente al estado para salvar al sistema. Aunque en realidad siempre se han servido de él, especialmente provocando en las economías más poderosas un proteccionismo a ultranza para bloquear, aislar y ahogar las exportaciones de los países más pobres y así frustrar sus expectativas de ingreso «natural» en el «libre mercado».
REGENERAR LA ILUSTRACIÓN
La ficticia e interesada relación creada entre capitalismo y democracia sólo se basa en el criterio de la rentabilidad, donde la economía es la nueva moral que está por encima del hombre, el cual tan sólo es un instrumento para lograr beneficios. Esta nueva moral está por encima de cualquiera de los principios que inspiraron la democracia desde la Ilustración. Pero quizá esa época fue mucho más inocente que la que se ha generado después. No ha servido de mucho el ideal ilustrado. La concepción de la libertad, pilar básico de dicho ideal, se ha degenerado infinitamente y acaba asociándose únicamente con el consumo y la propiedad privada: si se consume más o se posee más se es más libre. Se trata de escoger entre el falaz dilema de ser o tener. La dignidad no tiene valor, sino precio. Sencillamente, nuestros hijos entienden perfectamente sin explicárselo expresamente, que se es por lo que se tiene.
El dinero ha pasado a ser el sujeto real de la historia, no el hombre. Por ello el dinero puede entrar en cualquier parte, puede traspasar fronteras que muchos hombres no pueden. Lo importante no es la dignidad ni ningún atributo humano defendido en la Ilustración , sino el precio, el beneficio, la rentabilidad y cualquier atributo del dinero en ese sentido.
Por otra parte, la cultura de la inmediatez ha barrido valores profundamente ilustrados como el de la educación. Los efectos de la inversión en educación se recogen a largo plazo, por eso son muy pocos los gobiernos que apuestan sinceramente por ella, ya que corren el riesgo de que cuando esos efectos lleguen, el gobierno que los impulsó haya sido sustituido por otro de signo contrario y sea ese el que acabe beneficiándose de dichos efectos. Y esta es una prueba más de que, en general, se gobierna sólo para seguir gobernando, no para el ciudadano. John McCain, rival de George Bush en el proceso electoral republicano para las presidenciales americanas en noviembre de 2000, hizo unas declaraciones muy reveladoras en este sentido al New York Times, al que reconoció muy sinceramente que la política se ha convertido en «un sistema elaborado de tráfico de influencias, donde los dos partidos se ponen de acuerdo para seguir en el poder y vender el país al mejor postor» .
Por eso, y respecto a la educación como pilar básico ilustrado, no le falta razón a Pascal Bruckner al decir de la escuela que «es importante sacralizarla, protegerla del mundo, de lo contrario, corre el riesgo de caer en manos de la sociedad «liberal» -en el peor sentido del término-, dejarse invadir por intereses privados, virus publicitarios y, en general, por la uniformidad, la amnesia y la estupidez, plagas actuales de la democracia de masas» . Cada vez más son los jóvenes y los niños que sólo parecen perseguir la hilaridad que les ofrecemos especialmente desde la publicidad y desde la televisión a través de imbéciles y bocazas que se regodean de serlo haciendo gala de sus torpezas o bravuconadas contra cualquier atisbo de racionalidad. Eso que llamo «cultura de la inmediatez» les hace rechazar casi por completo la idea de sacrificio como una situación posible que a veces surge sin remedio. Por eso no es anodino que se premie a personajes procesados judicialmente por delitos económicos muy graves, como lo ha hecho recientemente una cadena de televisión española concediendo hasta 350.000 € por una simple entrevista. Para la cadena en cuestión lo único importante es la absurda competición por la audiencia, donde todo vale para tener más audiencia que los otros, aunque para ello desemboquemos en aberraciones inmorales.
SOCIALDEMOCRACIA Y ESTADO
La maledicencia y el desprestigio vertido hacia el estado como gestor administrativo desde el liberalismo, ha logrado que se considere perverso o casi abyecto cualquier defensor del papel del estado en la vida de los individuos al convivir en comunidad.
De momento también se intenta hacer creer que el estado está cumpliendo con una de sus funciones, que es la de restaurar el sistema. Esto es claramente falaz, ya que restaurar el sistema también llevaría implícita la función de perseguir a los culpables de la situación.
Son muchos los pensadores que a lo largo de la historia han considerado al estado como un necesario árbitro corrector de la vida en comunidad. Agustín de Hipona lo consideraba necesario en rigor porque era capaz de reprimir las tendencias naturales hacia el mal. Tomás de Aquino, por su parte, lo consideraba como el instrumento que conduce al hombre al bien común. Para Aristóteles el estado es incluso anterior al individuo, al hombre en el sentido de que fuera del estado el hombre no es hombre en su nivel moral, sino una bestia o un dios. En la actualidad, el individualismo es tan feroz que nos ha convertido en bestias que juegan a ser dios. Michael Camdessus, director del FMI en su momento, llegó a decir que «el FMI es uno de los elementos de la construcción del reino de Dios» .
Hemos perdido la condición natural del estado que hace humano al hombre. Sólo en el estado el hombre es humano además de animal, sólo en él es posible con-vivir (vivir-con los otros) y realizarse en la virtud.
Vuelve a valorarse positivamente la concepción que la socialdemocracia tiene del estado, pero han sido demasiados los años de «nihilismo económico» fomentado desde los círculos reales del poder económico como para que los cambios sean tajantes y rápidos, pues los cambios que se diseñan desde el mismo poder que debiera cambiarse nunca son verdaderos cambios, sino burlas.
LO NORMAL HA DEJADO DE SER LÓGICO
Es posible que el ciudadano medio esté asumiendo involuntaria e inconscientemente ciertas aberraciones por el sólo hecho de convertirse en habituales. Quizá estemos acostumbrándonos indolentemente a ver la imagen de un niño muriendo de hambre, o tiroteado en cualquier guerra. Quizá esto se esté convirtiendo en normal a nuestros ojos, pero no es lógico.
Si lo normal ha dejado de ser lo lógico, es posible que estemos a las puertas de una nueva etapa en que la lógica acabe imponiéndose por el ciudadano a través una revolución global, que como casi todas, no será silenciosa y si dolorosa.