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El etnotexto: las voces del asombro

Fuentes: La Ventana

Texto leído por el investigador colombiano Hugo Niño en la sala Che Guevara, tras la presentación de su libro El etnotexto: las voces del asombro Premio Casa 2008 en la categoría de ensayo de tema histórico-social

Escribí El etnotexto: las voces del asombro, como un intento para conjurar la resignación que me producen los desatinos exhibidos por los críticos cuando se ven forzados a abordar textos de naturaleza cosmovisiva heterogénea, que se salen de la seguridad que brinda el canon. Al crear la figura del salvaje, bueno o malo, pero siempre arquetípico, se puso a las culturas que ahora llamamos indoamericanas al mismo nivel de los niños, que junto con los locos y los poetas pertenecen al grupo de los excluidos por considerarse que no pueden encarar la realidad.

Aquí es de todos conocidos que este modelo de antagonismos que ya es de muy antiguo, recordemos el creado por Shakespeare en La tempestad. Roberto Fernández Retamar optó por la identificación con Calibán y no por Próspero ni con Ariel. Por eso hasta finales del siglo XX, los indios en Colombia eran legalmente menores de edad.

Eso tampoco es extraño, pues la llamada descolonización americana no fue otra cosa que una abdicación de la hegemonía, que pasó de la casta eurooriginaria a la casta eurodescendiente genética y mentalmente. De hecho, el conflicto entre la cultura y la literatura de sello europeo con las de sello indo y afroamericano, no experimentó cambios significativos con el paso de la época colonial a la de la llamada independencia.

En 1899, ya en el período posimperial brasilero, Joaquín Machado de Assís publicó Memorias póstumas de Brás Cubas. La crítica, por cuenta de Capistrano de Abreu, le negó el carácter de novela a esta obra fundacional de la narrativa moderna en la lengua portuguesa. Fue descalificada como «obra de filosofía mundana bajo la forma de novela». La estrategia del canon de la época fue considerar a la novela como texto de filosofía, en tanto que los filósofos la consideraron una obra apenas mundana.

En 1924, el colombiano Julio Quiñones publicó en Francia En el corazón de América Virgen, texto también rechazado por los literaturólogos, que lo consideraron etnografía y por los etnógrafos, que lo consideraron literatura. Más acá es muy conocido el caso de Cien años de soledad cuando, en agosto de 1967, Luis Guillermo Piazza descalificó a García Márquez en su novela documental La mafia, por considerarlo un «novelista colombiano folclorizante». Eso sucedió casi tres meses después de la publicación de esa otra novela de ruptura.

Lo que hay de común en estos tres casos es la función de un canon que actúa como aparato ideológico de las culturas hegemónicas. Los personeros del canon no actúan sólo como críticos y consultores editoriales, sino que están a cargo de los diseños curriculares, que es donde se decide qué deben leer los estudiantes para determinar qué deben pensar.

Lo que nos revelan los textos que debí estudiar para la elaboración de este libro es que el modelo colonial clásico europeo apenas se diferencia del contemporáneo en gran parte de América Latina por los matices propios de la modernidad pero, en el fondo, son expresión de la misma mentalidad subalternizante. Nuestra historia cultural es una cadena de imposiciones, suplantaciones y negaciones, exactamente como desde 1492. Para decirlo en términos neoliberales, parece que nuestro modelo político ha operado más como una franquicia que como un proyecto autónomo. Es fácil decir que no es así, pero ¿cómo explicarse que las Cumbres Iberoamericanas de Naciones se hagan aún bajo la vigilancia real de España y Portugal, donde un rey soberbio se permite mandar a callar a un jefe de estado, exactamente como en los tiempos coloniales?

El derrotero de esta narrativa silenciada retrata una historia llena de crimen y traiciones, donde quedó establecido que la Ley sólo caía sobre los débiles. Fue lo que nuestras clases dominantes aprendieron bajo el ejemplo de Hernando Pizarro comprando a la justicia real de España con sacos de oro para que su clan fuera exonerado del genocidio de Cajamarca y del asesinato de Atahualpa.

Así también compraron sus patentes, que entonces se llamaban cédulas reales y capitulaciones, Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar o Pedro de Heredia para robar y asesinar indios y españoles por igual, siempre que llevaran oro a los cofres reales. Ellos inventaron el delito de fe con la inquisición así como el delito de opinión.

Uno diría que esos son tiempos pasados, si no fuera porque, en plena globalización, inventaron el delito de inmigración con lo que convirtieron el origen de las personas en crimen, borrando de su propia memoria que hace apenas unas décadas ellos mismos emigraron nuevamente de manera masiva hacia América perseguidos por el horror del fascismo y luego por el hambre, siendo acogidos por los mismos pueblos que habían sometido por centurias. También es conocido el caso reciente de un litigio entre Italia y Brasil, donde Italia reclamó al gobierno brasilero haber otorgado refugio político a un luchador italiano y Lula no se pudo contener y le respondió que América Latina y Brasil en particular tenía muchas lecciones que dar sobre el trato de inmigrantes.

Por eso no es de extrañar que los argumentos que justificaron el asesinato de Túpac Amaru fueran los mismos que en el siglo XXI utiliza el energúmeno protoemperador de Colombia Álvaro Uribe para condenar a los indios del tiempo presente cuando reclaman sus derechos. Los llama guerrilleros y, al día siguiente, sus escuadrones de la muerte salen a buscar a quién ajusticiar para ejemplarizar, como ha sucedido con tantos asesinados, como Edwin Legarda, el esposo de la dirigente indígena Aida Quilcué entre ellos, apenas en noviembre del año pasado.

Ese protoemperador es el mismo que estableció la pena de muerte para sus enemigos y un sistema de recompensas que ha convertido a los pobres y desamparados en mercancía fúnebre a través de los llamados falsos positivos, que ha asesinado centenares y, tal vez, millares de enfermos mentales, desempleados y otros para vestirlos de guerrilleros y exhibirlos como victorias militares. Todo, al amparo de que en estos tiempos todo vale, que fue lo que nos enseñaron nuestros primeros civilizadores, seguros también de que la memoria es frágil y será suficiente con prohibir y acallar a los que osen decir lo que piensan como ha pasado con Alfredo Molano y Patricia Ariza en Colombia, los más recientes perseguidos ejemplares entre tantos otros.

No obstante, si el último cuarto del siglo XX fue el de la desmesura neoliberal, del desenfado invasor contra naciones y del acceso de sicópatas al poder en algunas naciones, hay algunas señales que nos hacen pensar que hay esperanza. Hay un indio a la cabeza de Bolivia. Hay un negro en Estados Unidos. Y en la pequeña ciudad de Sauipe en Brasil se llevó a cabo en noviembre del año pasado la Primera Cumbre de América Latina y el Caribe sobre Integración y Desarrollo, sin la vigilancia de España, Portugal ni, desde luego, Estados Unidos y Canadá.

Al comenzar dije que escribí El etnotexto… para brindarles a los lectores críticos de esa otra literatura herramientas de comprensión. En realidad no es así, escribí ese libro para aprender yo mismo, buscando señas de identidad con las cuales vincularme con certeza. El mito, siendo un relato perfecto y padre de todos los géneros, también me ha enseñado eso: que uno hace teoría para tratar de explicarse las cosas porque sólo cuando las comprende a fondo está en condiciones de hacer ficción. Como el mito.