El Estado, igual que ciertas empresas de obras públicas, es una entidad con doble discurso: «hacia dentro» asume decisiones según los parámetros de la racionalidad; por eso es tan complejo como los circuitos de las neuronas de nuestro cerebro. El Estado es el cerebro y su burocracia la red aparente de aquellas intrincadas conexiones que […]
El Estado, igual que ciertas empresas de obras públicas, es una entidad con doble discurso: «hacia dentro» asume decisiones según los parámetros de la racionalidad; por eso es tan complejo como los circuitos de las neuronas de nuestro cerebro. El Estado es el cerebro y su burocracia la red aparente de aquellas intrincadas conexiones que le hacen ordenar la sociedad, bien rumbo al desarrollo, bien para reprimir o consentir la corrupción.
Pero el Estado no opera sólo en el plano racional. Hay en él otro lenguaje, «hacia afuera», disimulado, subjetivo, no visible o audible o público; lenguaje acuñado en la hoguera de las vanidades, en las disputas internas, en los trabajos de pasillos, en la defensa de los intereses corporativos, en las sendas oscuras de la corrupción. Las decisiones racionales son manifestaciones de ese juego entre bastidores que el público no percibe y donde ocasionalmente se considera lo que es su interés.
A eso se llega por vías transversales, pues las decisiones políticas no siempre son razonables, dependen de afectos, emociones, empatías y simpatías, alianzas y acuerdos. Esa endogamia es de las más frecuentes y peores prácticas políticas. Una persona es nombrada para tal función (por ejemplo el Senado) no por reunir las cualidades necesarias, aunque eso también cuenta, pero casi nunca es prioritario: o porque haya sido democráticamente elegida o señalada por quienes integran la institución que va a dirigir. Es nombrada porque el político tiene que agradar a un amigo, sacar a un correligionario del ostracismo, compensar la derrota electoral de un aliado histórico, favorecer un arco de alianzas electorales, atender el pedido de un senador o un diputado, o del presidente de su partido, el cual, a su vez, tampoco se destaca por tener en cuenta la ecuación cargo-responsabilidad-competencia.
Son esas razones subjetivas las que producen tantos nombramientos de extraños en el nido, y el diablo es que el extraño pasa a detentar el poder en el nido y a golpear los huevos a su modo. De ese modo se abre una fosa entre intereses corporativos y públicos.
El Estado moderno padece de esquizofrenia estructural. Nadie sabe precisar con exactitud la línea fronteriza entre gobierno y Estado, a pesar de que la diferencia entre uno y otro conste en cualquier manual de política.
En la práctica el gobierno se coloca por encima del Estado por el simple hecho de encarnarlo y representarlo. Y todo gobierno se empeña en cooptar al Estado, reducir al máximo la distancia entre ambos y, si es posible, invertir la polaridad: lograr que el Estado se enmarque dentro del gobierno.
Esa paradoja es tanto más penosa para la población cuanto más frágil resulte el Estado por la sucesión de gobiernos que lo ocupan. Si un ciudadano enfermo comparece a un puesto de salud, en principio debiera merecer toda la atención del Estado, independientemente del gobierno de turno. Y todo gobierno, excepto en los regímenes autocráticos y dictatoriales, es provisional, al contrario del Estado, que posee carácter permanente. La promiscuidad entre gobierno y Estado y el modo como aquél abusa de éste, impiden que el ciudadano enfermo tenga seguridad de que el servicio de salud pública sea un derecho que no le faltará.
Si el gobierno nombra a incompetentes para regir la salud y atiende a las presiones de la industria farmacéutica y de los programas privados de salud, interesados en socavar los servicios públicos que amenazan la multiplicación de los beneficios privados, entonces el enfermo verá reducida su vida por el simple hecho de que el Estado no es una institución estable, consolidada, por encima de los caprichos de cada gobierno que periódica y sucesivamente lo ocupa.
Según Maquiavelo, se mantiene en el poder con mayores dificultades el gobernante que depende de la ayuda de los poderosos que quien se apoya en el pueblo. Éste, cuando se enfada con el gobernante, lo abandona (véase la actitud del electorado sudamericano frente a los candidatos neoliberales). Pero los poderosos no sólo le abandonan sino que se vengan. El gobernante puede derribar poderosos, pero no al pueblo. Por lo cual debe gobernar siempre con el pueblo.
En tiempos de crisis, el Estado, como un padre, vuelve a ejercer su autoridad sobre esta hija querida que, ambiciosa, se emancipó y, desorientada, hizo lo que no debía: la economía. Quizás tenga ahora una posibilidad de reducir la antinomia entre el «hacia dentro» y «hacia fuera». Siempre que no se quiera perfumar el chivo que entró en la sala al pretender inhibir al Ministerio Público y a la Policía Federal en el combate a la corrupción. Como sugiere Enmanuel Lévinas, la política debe ser controlada y criticada siempre a partir de la ética. Es mejor expulsar al chivo y hacer coincidir transparencia y actividad política.
(Traducción de J.L.Burguet)