¿Por qué debería uno decir la verdad si puede serle beneficioso decir una mentira? L. Wittgenstein (1) Lejos, muy lejos, quedan los tiempos en los que interesarse por los argumentos de quienes formulaban y defendían ideas liberales podía deparar algún provecho cultural o político, así como conocimiento de primera mano acerca de uno de los […]
¿Por qué debería uno decir la verdad si puede serle beneficioso decir una mentira?
L. Wittgenstein (1)
Lejos, muy lejos, quedan los tiempos en los que interesarse por los argumentos de quienes formulaban y defendían ideas liberales podía deparar algún provecho cultural o político, así como conocimiento de primera mano acerca de uno de los imaginarios sustantivos sobre los cuales se asentaban y se irían asentando -contradictoriamente- tanto los combates revolucionarios por la libertad como el desarrollo del capitalismo. Por otra parte, leer a Adam Smith, a Ferguson, a Constant, a Tocqueville o a Stuart Mill, por señalar unos pocos nombres de la tradición liberal clásica, ofrecía -y sigue ofreciendo en la medida que se trata justamente de autores clásicos- la posibilidad de acercarse a un pensamiento cuyo despliegue, con independencia de los acuerdos o desacuerdos importantes que pudiera suscitar en los lectores, no precisaba ultrajar, por via de falsearlas, las ideas del adversario con el fin de mejor apuntalar las propias. Sin duda eran otros tiempos, en efecto.
En los nuestros, la práctica del «todo vale» se ha extendido de forma compulsiva, realidad a la cual no sea acaso ajeno el agotamiento creativo del que viene dando muestras, y desde hace años, «la imaginación liberal». Sobresalen en la práctica del «todo vale» no pocos autores autóctonos sobre los cuales bien pudiera decirse que, tras disipar su juventud como Fausto, se han reconvertido (Mefistóteles, Reagan y Thatcher ayudando en los inicios) al liberalismo más asilvestrado, acaso también al socaire de la célebre divisa heineniana: besa la mano que no puedas cortar. Helos ahí, pues -omnipresentes-, transmutados en fiel calco de la clase de personas que tanto decían menospreciar en sus años de juvenil mariposeo ideológico. Infatigables en la permanente laudatio del poder, suelen administrar con mano pródiga cuanto intuyen que puede complacerlo, sin escatimar procedimientos cuya mala índole hubiera repugnado por completo a los pensadores del liberalismo clásico, por lo común gente intelectualmente seria y responsable.
Se entenderá, por tanto, que resulte poco agradable – no digamos divertido- tener que ocuparse de tales autores. Otro motivo, a decir verdad, invita suplementariamente a desánimo en tal sentido. No pudiendo ser llamados en propiedad epígonos de lo mejor, por así decir, que ha dado de sí la tradición liberal, los escuderos de ese liberalismo sui generis han acabado por serlo finalmente de algunos encumbrados filósofos y economistas liberales contemporàneos en cuya obra -asimismo epigonal- son más advertibles los flancos antinómicos del liberalismo doctrinal clásico, justamente los flancos que con menor dificultad pueden desembocar -y han desembocado de hecho- en explícita reacción política. Nos referimos a Hayek, Friedman, Mises, Popper, Berlin et minoresque alii (2), nombres todos ellos objeto de culto en los templos -el de la FAES, por ejemplo- mayormente frecuentados por los epígonos autóctonos de tales epígonos. Sin embargo, cuando la escalada del «todo vale» incurre en tropelías de una magnitud tan enorme como la que motiva las presentes líneas, no queda más remedio que salir de nuevo a su encuentro. Y es una lástima que tan penoso cometido deba hacerse en términos mesurados y razonables, desatendiendo así, al menos por una vez, la sabia recomendación de Guy Debord: contestar al necio según su necedad para que no se crea sensato.
Porque de necedad, en efecto, cabe calificar una de las últimas muestras de deshonestidad intelectual perpetradas por Miquel Porta Perales (Miguel cuando escribe para ABC). Es relativamente conocida la actitud genuflexiva de este ensayista, periodista, ingeniero técnico-químico y filósofo (en algún instante debe finalizar la enumeración) ante lo que él mismo denomina, en su último ensayo, «inapelable triunfo del capitalismo» (3). Tiene escritos varios libros y artículos de intervención política (alguno de ellos presentado en público por la presidenta de la Comunidad de Madrid), que configuran un conjunto poco dado a la sutileza, como corresponde a alguien convencido de que argumentar ideas y refutar supuestos errores consiste en administrar adjetivos de grueso calibre, meliorativos o peyorativos según convenga a los intereses del príncipe. Siempre fiel servidor de éste, firmó, junto a lo más granado de la intelectualidad aznarita, un inenarrable manifiesto de apoyo incondicional a la participación de las tropas españolas en la Guerra de Irak. Para qué proseguir enumerando más detalles curriculares, resulta aburridísimo…
Ensayista que se define a sí mismo como «conservador, pero no reaccionario» (tratándose de quien se trata, precisión vana donde las haya), Porta Perales suele superar -y ya es decir- a sus colegas en el ejercicio, siempre resentido, del «todo vale» . En algunas ocasiones utiliza argumentos ad hominem bañados en un sarcasmo de ínfimo gusto (4); en otras, recurre sin precaución alguna a la distorsión de las ideas del adversario. Vale decir que en todas, no obstante, se advierte la punta de auto-complacencia con la que cualquier profesional de la teodicea suele ganarse la vida tratando de hacernos creer que, contrariamente a cuanto afirma un puñado de pueriles aguafiestas pertenecientes a la izquierda no entregada, nunca habíamos disfrutado de tanta dicha como en el presente. Prueba irrefutable de ello: nuestro derecho a ejercer el sufragio cada cuatro años, junto al de poder adorar libremente, durante todos los que nos queden de existencia, a Mammon, personificación biblíca del poder y de la riqueza.
Cierto que hasta la fecha Porta Perales se limitaba a faltar a la verdad ateniéndose a los métodos más o menos convencionales existentes en tan vasto y concurrido ámbito. Sin embargo, en una colaboración en ABC («Dios en el autobús», 16-01-09), efectúa una innovación técnica en el arte de la manipulación realmente sorprendente: apropiarse del nombre de un filósofo de la tradición emancipatoria con el fin de hacerlo figurar entre quienes «valoran positivamente la ética universal que se desprende de la religión católica».(sic) ¿En qué libro, artículo, conferencia, entrevista o seminario universitario de Cornelius Castoriadis -de él se trata- ha podido leer o escuchar Porta Perales una palabra, una sola, que valide semejante vecindaje del pensador greco-francés con la religión católica?. En parte alguna, desde luego. El estupor que despierta una manipulación tan grotesca tan sólo es equiparable al que sin duda habría de producirnos dar con un redivivo Joseph de Maistre empeñado en hacernos creer que Saint-Just fue acérrimo defensor del trono y del altar.
A lo largo de su dilatada obra filosófico-política, Castoriadis manifiesta repetidamente que las religiones, en particular las del Libro, deben ser contempladas como pieza clave de la sociedad heterónoma, es decir, de la servidumbre política y social. En la medida que atribuyen y proporcionan a las instituciones un origen exterior a la propia sociedad, las religiones constituyen un factor determinante de alienación y, como tal, un enorme obstáculo para el proyecto de autonomía, tanto individual como colectiva.
Allá cada cual con sus filias y fobias, faltaría más. Sin embargo, debiera exigirse en quien las exhibe públicamente -y encuentra además, como Porta Perales, su gana-pan en ello- respeto hacia la verdad, así como que renuncie a falsear de forma impúdica cuanto tienen dicho y escrito autores situados en orillas políticas y éticas radicalmente alejadas de la propia. Que a veces resulta preferible pasar a la posterioridad más por lo que se ha dejado de escribir que por lo que efectivamente se ha escrito, es cosa conocida desde los tiempos de La Bruyère. Concluyamos diciendo que si Porta Perales no amerita pasar a ella por lo primero, dista mucho de ser cierto que lo consiga por lo segundo. Salvo que alguien, claro está, decida en el futuro incluir eventualmente su nombre en una historia general de la mentira.
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NOTAS
1.- «Éste era el tema de las primeras reflexiones filosóficas de Ludwig Wittgenstein de que tenemos constancia», señala R. Monk, biógrafo del autor del Tractatus Logico-Philosophicus. La sitúa más o menos a la edad de 8 o 9 años. R. Monk: Ludwig Wittgenstein, Anagrama, Barcelona, 1994. Traducción de Damián Alou. Pág. 21.
2.- La incidencia que la guerra fría tuvo sobre el pensamiento y la obra de todos estos intelectuales liberales es innegable. También la tuvo en su praxis personal más cotidiana. Sobre este último extremo acaso no sea ocioso recordar el siguiente episodio. En 1963 Isaiah Berlin, a la sazón miembro del consejo académico de la Universidad de Sussex (G.B.), impidió que prospera la candidatura de Isaac Deutscher, biógrafo marxista de Trotski, para acceder a la cátedra de estudios políticos de aquélla. M. Ignatieff: Isaiah Berlin. Su vida. Taurus, Madrid, 1999. Traducción de Eva Rodríguez Halffter. Pág. 317.
3.- Extraigo las dos frases entrecomilladas, así como los datos referidos a las actividades de Porta Perales, de la reseña que Ada Cruz ha escrito a propósito del último libro del ensayista, La tentación liberal: «Entregarse a la tentación liberal», Suplemento «Culturas«, nº 356, La Vanguardia, edición 15-IV-09.
4.- Entre otros varios textos aducibles, resulta particularmente ilustrativo el artículo titulado «Una figura sobrevalorada», publicado en Lateral, 19-29. La «figura» en cuestión era la de Manuel Sacristán. Tomo la información de la «Nota previa» que figura en Aforismos. Una antología de textos de Manuel Sacristán Luzón, editada, presentada y anotada por Salvador López Arnal. Prólogo de Jorge Riechmann.
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