«Los extremos siempre son fastidiosos, pero son sensatos cuando son necesarios. Lo que tienen de lenitivo consiste en que nunca son mediocres y en que resultan decisivos cuando son buenos» (Cardenal de Retz, Mémoires, Segunda parte, Édition Pléiade, p. 108). Una anécdota para entrar en materia: la publicación de un libro de Carl Schmitt en […]
«Los extremos siempre son fastidiosos, pero son sensatos cuando son necesarios. Lo que tienen de lenitivo consiste en que nunca son mediocres y en que resultan decisivos cuando son buenos» (Cardenal de Retz, Mémoires, Segunda parte, Édition Pléiade, p. 108).
Una anécdota para entrar en materia: la publicación de un libro de Carl Schmitt en la editorial Seuil
Dos acontecimientos recientes han colocado en el centro de la escena el examen del pensamiento reaccionario. En noviembre de 2002 aparecía en Seuil, en la colección «L’ordre philosophique», dirigida por Barbara Cassin, un libro de 122 páginas de Carl Schmitt sobre el Leviathan de Hobbes (1938)1. De poco sirvió que en el libro figurara un prefacio de Étienne Balibar2 y un posfacio de Wolfgang Palaver, dos autores poco susceptibles de complacencia hacia ese pensador, ni que decir tiene bastante de derechas : ello no impidió que el libro suscitara uno o dos artículos llenos de hiel en Le Monde. Uno llevaba la firma de un periodista, bastante superficial ; en él se explicaba lo problemático que resultaba incluir en una prestigiosa colección de filosofía a un autor comprometido con el régimen nazi, lo que venía a ilustrar una «atmósfera» magistralmente descrita en una obra que era publicada al mismo tiempo, Rappel à l’ordre de Daniel Lindenberg. El otro, más imperdonable, ya que procedía del gran especialista francés en Hobbes, declaraba fríamente que no se podía tomar en consideración cualquier texto de Schmitt sino como testimonio histórico, pero que bajo ninguna circunstancia se le debía conceder el honor de adjudicarle un estatuto filosófico. Barbara Cassin respondió a aquella pseudo-argumentación, señalando que, con arreglo a ese criterio, no quedarían muchos filósofos dignos de publicación : el reaccionario Platón, el ambiguo Maquiavelo e incluso el tan absolutista y antirrevolucionario Hobbes. No se tomó la molestia de responder a la acusación de hacer el juego a los «nuevos reaccionarios». Por otra parte, el artículo se apoyaba en un inciso del libro de Lindenberg que señalaba el deslizamiento de referencias de Tocqueville a Schmitt y tachaba de «schmittianos de izquierda» a la revista Multitudes, de la que también forma parte Barbara Cassin. He de precisar que en Multitudes nadie se considera tal. Sin embargo, esta «inexactitud» es interesante, ya que permite esclarecer una cuestión importante para la izquierda : ¿hay que leer a los pensadores reaccionarios ?
El asunto de los «nuevos reaccionarios»
El libro de Daniel Lindenberg, Rappel à l’ordre. Enquête sur les nouveaux réactionnaire3, ha causado furor. Lindenberg busca la genealogía intelectual de esta resurrección política, subrayando, siguiendo la estela de Julien Benda, una nueva «trahison des clercs«. El ataque generalizado contra la «modernidad» se produce por acumulación de ideas ultra-reaccionarias : éstas comprenden desde el proceso generalizado a los intelectuales, a las ideas de mayo de 1968, a la democracia parlamentaria, a la igualdad, al contrapeso de la autoridad, de la ley y al debilitamiento de la figura del padre. En el banquillo se sienta también la doctrina de los derechos humanos, la sociedad «mestizada» por la inmigración, el feminismo, la ecología, el «comunitarismo», la affirmative action, los «minority studies«, que destruyen el republicanismo, para terminar con el Islam a secas. Estas ideas dan razón de los impresionantes resultados de Jean-Marie Le Pen en las últimas presidenciales. La reintegración de la extrema derecha en la derecha «presentable» no es tan sólo un compromiso oportunista y digno de politicastros : se ve auspiciada por la banalización de enunciados que ya no gozaban de derecho de ciudadanía. Para D. Lindenberg presenta un particular interés la circunstancia de que intelectuales de izquierda o procedentes de la izquierda (a veces extrema) hayan favorecido esta transformación : Michel Houellebecq, Maurice Dantec, Philippe Muray, Marcel Gauchet, Alain Finkilekraut, Pierre-André Targuieff, Régis Débray, Jean-Claude Milner y Alain Badiou, principalmente.
Digamos sin ambages que, con independencia de que el libro de Lindenberg no esté tan bien apuntalado, no sea tan erudito y, por lo tanto, con frecuencia sea discutible en sus pormenores, presenta a menudo el mérito de llamar al pan pan y al vino vino y de dar una estocada al manido y generalizado desplazamiento a la derecha con el «paso de los años» de no pocos intelectuales, así como a una dudosa convergencia de distintos campos (literario, cultural, periodístico, filosófico y político). Muchos movimientos sociales (empezando por los sans-papiers, los sin-derechos, pero también los «beurs«) sufren cotidianamente una política marcadamente racista, reaccionaria o sencillamente profundamente estúpida porque no comprenden lo que significa la «reacción» caso por caso. Así, pues, hay cosas que uno no puede ponerse a defender sin cambiar de campo, mal que le pese al sentido de los «matices».
La debilidad conceptual del Rappel à l’ordre
No obstante, hay algo que no funciona en este libro, hasta el punto de que cabe prever que sus consecuencias no superen las que tendría un puñetazo al aire. No hablamos de los efectos de viraje radical que auspiciará, precipitando cabalmente hacia la derecha o la extrema derecha a intelectuales que no se atrevían a dar el paso por sí solos. Después de todo, es mejor así : más vale tener adversarios que falsos amigos. La política no es una parroquia dirigida por un buen pastor, encargado de conducir a todos sus fieles al redil de la salvación. Por el contrario, funciona con arreglo a líneas de demarcación que se trazan continuamente, conforme a nuevas divisiones que recubren antiguas líneas de separación.
El problema reside en otro aspecto. Tiene que ver con una vaguedad casi total en la definición tanto de los reaccionarios como de los nuevos reaccionarios. Examinemos, en primer lugar, la definición que Daniel Lindenberg da al respecto en una entrevista con el diario Libération4: «Un reaccionario es aquel que piensa que antes todo estaba mejor. Un nuevo reaccionario es aquel que, no habiendo expresado semejante actitud hasta el momento, comienza subrepticiamente a pensar de ese modo». En tal caso, toda suerte de pesar, de nostalgia y de futuro anterior serían reaccionarios. Los programas de corrección gramatical de Microsoft rechazan lisa y llanamente el pretérito indefinido en francés. Sin embargo, en este caso, el que se ve cabalmente expulsado es el imperfecto. El pesar por el pasado no basta para caracterizar a la reacción. ¿Qué decir, por otra parte, de la imprecisión de la expresión «aquel que piensa»: opinión, actitud, concepto, acción?
Ahora bien, distinguir entre carácter, actitud, prejuicios, ideología, valores, pensamiento y política reaccionaria tal vez no sea un lujo. Como tampoco, por lo demás, entre pensamiento consciente e inconsciente y pulsiones. La brutalidad de la adscripción a un pensamiento reaccionario o su carácter oculto (subrepticio) resulta mucho menos interesante que la superposición en la misma persona de enunciados manifiestos de carácter progresista y de un contenido latente completamente reactivo o reaccionario (que no tienen porqué ser lo mismo). De suyo, en el término «reaccionario» no hay tan sólo una subestimación del presente frente al pasado (que puede ser obtenida mediante diferentes combinaciones que respaldan cada vez más al pasado, conforme a cuanto escribe Lindenberg), sino sobre todo una voluntad fuerte (puesta o no en práctica) de volver atrás, de devolver a la vida el pasado contra el presente.
No obstante, dejemos a un lado los caracteres, los inconscientes, los prejuicios y la ideología como sistema de representación colectiva, para concentrarnos en dos estados cruciales de la «Reacción»: la política como práctica y realización de un programa y el pensamiento como posición en la teoría.
Para qué sirven los reaccionarios en política
En un campo de fuerzas y en su composición, no hay razón para conceder un estatuto ontológico más favorable a la acción y no a la reacción. La acción puede ser un pretexto, una ocasión aleatoria (la gota que desborda el vaso, la sobredeterminación). Por otra parte, la citada acción, en una nueva concatenación, se demuestra reacción y viceversa. Para introducir una jerarquía de valor entre acción y reacción, es precisa una teleología lineal (el progreso), un proceso dialéctico (con la dependencia ostensible de la antítesis con respecto a la síntesis como posición inicial), o bien la distinción radical entre un plan de inmanencia y de transcendencia. Es el caso, por ejemplo, de la devaluación radical de la inmanencia de la que Nietzsche acusa, por ejemplo, al platonismo y al cristianismo cuando distingue entre afirmación y resentimiento.
Sin embargo, la orientación en la escala de valores se presenta con particular nitidez en la división del espacio político desde la representación del pueblo constituido en torno a un hemiciclo cuya posición queda caracterizada con arreglo al presidente de la asamblea que se sitúa frente a ella. La división derecha/izquierda, esencial en política, se presenta enormemente acentuada en transversal y evolutiva con arreglo a la duración, se duplica con otra división, a su vez evolutiva, entre demócrata y antidemócrata. Si por democracia se entiende democracia representativa (y no tan sólo parlamentaria), los adversarios de ese régimen, ya sean de derecha o de izquierda, se encuentran en los extremos. Una separación sustancial que a su vez se ve especificada : en democracia, querer cambiar el régimen de la constitución, aun sosteniendo que ello sólo se podrá hacer mediante la fuerza (la revolución o la contrarrevolución), no puede constituir un delito, la práctica de actos de violencia (posesión de armas, robos, extorsiones de fondos, secuestros y asesinatos) no merece tan sólo la calificación de extrema, sino de extrema derecha o de izquierda dura. Esta segunda separación en el seno de los regímenes democráticos no es accesoria, toda vez que la confusión entre ambas (hasta tal punto que toda opinión política extrema hacia el orden democrático actualmente existente equivale a una colaboración moral o material con el extremismo duro) puede poner en peligro rápidamente la libertad de opinión y el derecho de reunión. Por otra parte, no otra cosa sucede cuando se proclama un estado de excepción permanente para luchar contra el «terrorismo» o la «inmigración clandestina» y cuando mediante decretos o leyes se limita el ejercicio de facto de las libertades constitucionales. Añadamos, para terminar y complicar el derecho de un régimen «democrático» a defenderse de sus enemigos, que toda democracia introduce un derecho implícito a la insurrección o a la rebelión si el régimen constituido falta a la defensa real del cuerpo político (con independencia de que lo hiciera de forma legal, como sucediera, por ejemplo, con el voto de plenos poderes al mariscal Pétain por parte de la aplastante mayoría de los parlamentarios de las Tercera República). Sin embargo, el lema de los periodos revolucionarios : «No hay libertad para los enemigos de la libertad» no es sostenible en tanto que principio sin abrir las puertas al terror. Por lo demás, cuántos actos de violencia calificados en su momento de «terrorismo» o de «criminalidad de derecho común» son más tarde amnistiados e incluso integrados en la historia como «fundadores» de un nuevo régimen.
En la representación parlamentaria de las democracias, representación circular y centrípeta, lo que importa no es la acción ni la reacción, sino la intensidad de las fuerzas, que sirve de discriminante. Tanto las fuerzas revolucionarias como las contrarrevolucionarias quedan descalificadas a causa del peligro de que provoquen no sólo un mero desplazamiento, sino un equilibrio acumulativo que pudiera conducir a una implosión. Se trata de la metáfora de las oscilaciones del balancín durante las revoluciones. En cuyo caso, toda vez que la izquierda o la derecha tienen vocación a ocupar lo que ellas denominan el centro de equilibrio, éstas pueden servirse de los extremos (provocándoles, favoreciéndoles y manipulándoles) para inmunizar al cuerpo social y provocar una reacción hacia el orden (la derecha) o hacia un movimiento controlado (la izquierda), o bien para descalificar y comprometer al adversario real sobre el tablero. ¿Para qué sirve la Fronda bajo Luis XIV (y de Retz en particular) ? Para vencer la resistencia de los embriones de parlamento contra la instalación del absolutismo. Hace bien poco, la izquierda mitterandiana utilizó al Frente Nacional para dividir a la derecha, del mismo modo que ésta última utilizara al Partido Comunista para excluir a la izquierda del poder durante treinta años en Francia.
Asimismo, en lo que atañe a los extremos políticos existe un uso paradójico de la inestabilidad, denominada la «política de lo peor» : ¿para qué son útiles los reaccionarios ? Para desencadenar las revoluciones. Chateaubriand explica en sus Mémoires cuánto debe la Revolución francesa, en tanto que movimiento de masas en el campo y rebelión en la Corte de Versalles, a la reacción patricia de la pequeña nobleza, que se dedicó a exhumar costumbres señoriales que desde hacía mucho tiempo habían caído en desherencia, reclamando el reestablecimiento de todos sus privilegios y acelerando la crisis global del Antiguo Régimen. Para Lenin, profundamente convencido de la existencia de un sentido de la historia y de las horcas caudinas de la acumulación capitalista, un reaccionario (condenado al fracaso a largo plazo) valía más que un reformista capaz de introducirse en el sentido de la historia para traicionar los intereses del proletariado después de haberse servido de él como de una palanca para acceder al poder. Frente al fascismo, después de 1921 hasta 1924, los bolcheviques y luego la Tercera Internacional decidieron que la socialdemocracia era el enemigo principal y se negaron a toda alianza con la burguesía liberal.
La izquierda parlamentaria acepta la separación entre el progresismo y el conservadurismo, pero rechaza la perspectiva de un derrocamiento global como la única eficaz. Puede hacer un uso táctico y circunstancial de la derecha reaccionaria, pero por lo general deja de hacerlo cuando le parece que la reacción amenaza con inclinar la balanza a favor de los conservadores. En la medida en que el beneficio esperado consiste más bien en la conservación del poder antes que en el acceso al mismo, la izquierda no procede de este modo sino una vez que se encuentra dentro del Estado. De tal suerte que, contrariamente a las matemáticas, la regla consiste en que el producto de los extremos siempre debe ser inferior al producto de los medios.
La izquierda revolucionaria, que no excluye una crisis violenta del sistema político, puede hacer un uso más intensivo de las políticas reaccionarias. El beneficio esperado consiste en la conquista del poder o sencillamente en la caída de aquellos que se considera que constituyen el principal obstáculo para el derrumbe del sistema capitalista o del Estado. La forma que cobra este uso consiste en una connivencia objetiva o en una neutralidad. Sin embargo, también existe un límite : si la naturaleza del desequilibrio auspiciado no se limita a perjudicar a la supervivencia del capitalismo, sino que corre el peligro de afectar a la suerte de la humanidad a secas, la política de lo peor pasa a ser condenable, tras lo cual se trata de regresar a las reglas de funcionamiento de la socialdemocracia parlamentaria. Lo que explica el giro antifascista de la Tercera Internacional.
Añadamos, no obstante, que el uso de las políticas reaccionarias sigue siendo un expediente táctico consciente y cínico. Puede haber fallos de cálculo, pero los protagonistas de esos compromisos, por más que puedan dejarse engañar [être dupés] con motivo de una «jornada de los engaños [dupes]5, nunca son las víctimas [dupes]. En griego, diríamos que no se trata de un verbo que se utilice en voz pasiva sino en voz media.
Bien distintos son los frutos tanto benéficos como venenosos del uso (en el sentido del trato familiar) del pensamiento reaccionario, ya sea político o metafísico, en un sentido más lato -si aceptamos la poderosa idea de A. Negri según la cual a menudo no es sino en ese ámbito en el que se encuentra la verdadera política de los autores clásicos de la filosofía.
El uso saludable del pensamiento reaccionario
Con independencia de todo cálculo de «política inmediata», ¿podemos rastrear en el universo del pensamiento esta jerarquía de la acción y la reacción ? La ética desconfía de las «buenas intenciones», de las que está lleno el infierno, del mismo modo que la política desconfía de la virtud moral. Hemos visto cómo las valencias respectivas del par acción/reacción dependen del espacio en el que éste se inscribe. En el espacio lineal del «sentido de la historia», de la temporalidad de las sociedades calientes, el revolucionario y el progresismo de ayer, abandonadas a su propia inercia, se tornarán en el conservadurismo más reaccionario. En el movimiento de la dialéctica de lo real y de lo racional, de la que Hegel pretende ser el solo intérprete e intermediario, la reacción (el no del rechazo, que es la posición de siervo-esclavo frente al señor) no cuenta sino como momento destinado a morir : tan sólo el resultado, como movimiento restituido del todo, rescata del olvido a la reacción sin volver a poner en tela de juicio la primacía ontológica del señor.
Sabemos cómo se las arreglará Heidegger para sacar partido (siguiendo en esto a Nietzsche y su crítica intransigente del pensamiento dialéctico de Platón a Hegel) de la dependencia interminable de la metafísica. Poco importa, a este respecto, su nazismo, toda vez que él señala las fallas del campo constituido, lleno y saturado, así como sus intentos de saturar «poéticamente», dentro de un retorno mítico a los presocráticos, las lagunas del nuevo campo que él traza fuera del principio onto-teológico. Fijémonos en el plan de inmanencia total, que Heidegger lee en la experiencia de la vida facticia de los primeros cristianos, o en el modo en que arrastra a Kant más bien del lado del esquematismo de la imaginación transcendental que del de la analítica de las Ideas de la Razón de los neokantianos : su adversario es el idealismo en su forma fuerte (Platón, Hegel), pero también todas las formas de idealismo débiles.
Paradójicamente, a pesar de sus reiteradas protestas, la cultura republicana del justo medio, no obstante su rechazo indignado del cinismo formal del hegelianismo y de su hijo natural, el materialismo histórico, llega al mismo resultado : de la violencia del no revolucionario al capitalismo no será validado sino lo que triunfa (la reforma, es decir, un capitalismo temperado), todo lo demás, la subjetividad (el deseo de ruptura absoluta, de otro mundo) será adjudicado al romanticismo, al sentimiento religioso, al mesianismo y, en definitiva, a un plan de transcendencia ilícito en política por reaccionario en los planos político y psicológico.
Así, pues, cabe pensar que la alianza del racionalismo neokantiano (de esta política y del pensamiento dentro de los límites de la mera razón) con el seguidismo más chato (la realización del Plan en los estalinianos totalitarios, el capitalismo en nuestros días como horizonte «insuperable» en el socialiberalismo) no estriba sino en una reclasificación en el conservadurismo más obtuso y sobre todo más estéril.
Desde los extremos (en el espacio, en el tiempo, en la «gigantomaquia» o la «feria» de la filosofía) el punto de vista es menos cautivo. ¿Por qué Althusser recomendaba «pensar en los extremos», buscando en Pascal, antes que en Kant y a fortiori en Benjamin Constant, consejos de trabajo ? Porque encontraba en los pensadores reaccionarios por esencia o por accidente (lo que no implica ni el mismo modo de lectura, ni el mismo tipo de uso) más elementos de comprensión del mundo, o más elementos que funcionaban como disparador de pensamiento nuevos que tal o cual pensador de su «propio campo».
En la inteligencia encontramos la invención, la facultad de encontrar. Gracias a Feyerabend, sabemos que el paradigma de Kuhn o el programa de investigación de Lakatos legitiman a posteriori de forma distinta (sistémica o constructivista) la ruptura que constituye la invención, pero no permiten en absoluto discernir en cuanto tal el momento revolucionario del descubrimiento. Éste último sigue siendo aleatorio, sobredeterminado, al abrigo de las combinatorias más o menos sofisticadas. Dicho de otra manera, «para encontrar todo sirve» (Feyerabend). En materia de pensamiento político, a la hora de imaginar un más allá del capitalismo (que no tiene rigurosamente nada que ver con el socialismo), no se trata de buscar, como cuentan los curas kantianos de la decencia republicana (por no hablar del aspecto absoluto y simpático de los místicos de la Tercera República, por lo demás reaccionario), sino de encontrar, como proclamaba con su potencia caótica Picasso, una especie de Goethe del siglo XX.
Ésta es la razón de que el pensamiento no pueda gobernarse como el Parlamento de la democracia parlamentaria representativa, el menos malo de todos los regímenes, en palabras de un conservador (que comenzó su carrera con el reestablecimiento reaccionario de la paridad con el oro de la libra esterlina en 1925), Winston Churchill, adoptadas más tarde por muchos demócratas de izquierda desencantados. En el pensamiento, uno no está en el reino «prudente» de la solución menos mala, sino en la búsqueda libre de toda atadura, de toda prudencia, de lo «mejor», ya sea lo verdadero, lo justo, la posición correcta, etc., con independencia de la definición que adoptemos. En el pensamiento rige exactamente lo contrario de la regla que se impuso en la política : las desviaciones, las fuerzas centrífugas, las diferencias de potencial y las líneas de fuga se descubren como las estrellas del cielo con arreglo a las cuales se orienta la navegación. El carácter revolucionario es el régimen normal de funcionamiento de las neuronas humanas.
Razón por la cual la aclimatación a las reglas de la medida, de la cortesía, del compromiso, de la mediación, de la fidelidad y de la reproducción de lo idéntico gozan de tan mala prensa.
Tan limitada y controlada como cabe pensar que deba ser la frase del firme partidario de la Fronda y «objetivamente» reaccionario Cardenal de Retz, frente al pensamiento Richelieu o Mazarino, citada en el encabezamiento de este artículo, parece no obstante que no tiene por qué ser «consumida con moderación» en el dominio del pensamiento. Para «pensar en los extremos», el trato con los extremos del pensamiento es más útil que los consejos de Monsieur Prudhomme o la masticación de la papilla humanista llena de buenos sentimientos, que disimula los funcionamientos reales y agarrota la agilidad de las neuronas.
Si nos interesamos por Carl Schmitt, auténtico pensador reaccionario cristiano, ocasionalmente nazi y antisemita nunca retractado, se debe a que, como todos los grandes reaccionarios que creen describir lo que debería ser y para él no es (salvo en los momentos de la teocracia monárquica católica o en el führerprinzip nazi), al principio describe (o se ve atravesado por la intuición poética -Platón habría dicho que, como los poetas, no sabe de lo que habla ; el Zeitgeist le hace desvariar) momentos absolutamente constitutivos de la dictadura burguesa en la forma-Estado. Este pensamiento, que cabría considerar (y que a menudo se cree) apologético de la dictadura de antaño o que toma a ésta como objeto de los mejores deseos de resurrección, dice, en realidad, la realidad más contemporánea ya en marcha, la modernidad.
No tengamos la crueldad -en estos tiempos de guerra de la democracia más grande del mundo contra la peor y más atrasada dictadura del planeta, Iraq, de puesta en tela de juicio de la ONU kelseniana por parte de los halcones pilotos del águila estadounidense, de retorno a la decisión unilateral en un estado de excepción permanente, a la guerra preventiva- de demostrar hasta qué punto encontraremos mucho más acerca del funcionamiento actual de nuestro siglo en Carl Schmitt6 que en John Rawls (cuya utilidad no se pone en duda, pero que atañe a otros dominios).
Sin embargo, las razones por las cuales podemos interesarnos de cerca por los pensadores reaccionarios no se limitan al conocimiento del enemigo o del adversario. De este modo si J. Von Hayek, tan insoportable en algunos de sus enunciados, al igual que Céline cuando habla de los judíos, son un extremo útil, una baliza útil para la navegación, lo son conforme a una perspectiva distinta que la de Schmitt. De te fabula narratur, podríamos decir, citando a un autor célebre. En efecto, ¿qué hace Hayek ? Denuncia incansablemente, desde El camino de la libertad (1944), la perversión del funcionamiento real del mercado por parte del Estado y de todas las formas de abdicación del pensamiento liberal auténtico ante un keynesianismo enfeudado, aunque no sea consciente de ello, al comunismo colectivista. Este rasgo hace de Hayek el gran reaccionario del pensamiento económico (el único que se niega a admitir la idea de que el estado general de todas las economías mundiales es el régimen de economía mixta), mientras que Milton Friedman, que inspirara la contrarrevolución keynesiana y diera forma a la contrarrevolución política de los Chicago Boys de Santiago de Chile, es un político que quiere menos Estado, un Estado mínimo (y no ningún Estado, como Hayek7). Sin embargo, el interés de Hayek consiste en que, cuando describe el funcionamiento ideal del mercado y del liberalismo puro, hace hincapié en la potencia constituyente del mercado en tanto que mercado de la libertad. En efecto, cabe leer el mercado de dos maneras : bien como orden construido autoinstituyente y productivo in se de un orden cataléctico y espontáneo, contrapuesto al artificialismo y el constructivismo del orden tributario (institucional). Ante este umbral se detienen las lecturas de los economistas de las convenciones o de los epistemólogos de los sistemas de regulación. Sin embargo, podemos ver también en ese mercado mítico de Hayek, verdadero deus ex machina, el reconocimiento involuntario, como si respondiera a los movimientos de un ventrílocuo, de la potencia de la cooperación de las multitudes. He intentado8 demostrar que el poderoso ascenso de un liberalismo extremista (y no sólo de una ideología liberal que recubre prácticas neomercantilistas) correspondía al surgimiento de un poder constituyente de las multitudes. Para que funcione el mercado, es preciso que ofrezca la ocasión de emprender una marcha hacia la libertad. De tal suerte que el capitalismo que tiende al monopolio y no al mercado de los pequeños productores libres e independientes, no hace más que un uso táctico del mercado para establecer nuevos espacios de dominio con arreglo a instituciones poderosas : el Estado, la gran empresa.
No se trata de hacerse ilusiones sobre el carácter contrarrevolucionario de Hayek o de Schmitt y, por lo tanto, sobre la enorme probabilidad de que tengamos que combatirles en el plano de las políticas jurídicas y económicas que se desprenden de su pensamiento. Sin embargo, el hecho es que estos pensamientos (como el de Heidegger en otros dominios o el de Thomas Hobbes, mil veces más interesante que John Locke -redomado esclavista, lo que equivale al fascismo contemporáneo) nos dicen más sobre la realidad que los ensayos llenos de buenas intenciones y de pensamientos virtuosos o incluso de las encendidas declaraciones revolucionarias de un Rousseau sobre el Pueblo -cuidadosamente maniatado por la voluntad general.
Así, pues, el problema no consiste en desmistificar a Schmitt, Heidegger, Hobbes, Burke, de Maistre o Hayek. ¿Nos toman por imbéciles ? Por el contrario, es preciso aprender a conocer los pensamientos de los adversarios, leer a su través (una lectura analítica de sus lagunas, una lectura clínica, pero también una lectura de los dispositivos que permite vislumbrar). Es preciso también y sobre todo ver la formidable apertura e inquietud anti-ideológica que constituyen, contra todos los lloriqueos, las buenas intenciones y las malas literatura y filosofía, que no ayudan en absoluto a forjarse un pensamiento. El ejercicio del pensamiento no consiste en mascar un caramelo ácido. Si Blandine Kriegel o Pierre-Yves Zarka pretender fijarse reglas de los autores «tratables» o con marchamo democrático, ¡allá ellos ! Serán juzgados con arreglo, no a tales criterios de gusto, sino a los pensamientos nuevos que hayan sido capaces de producir a partir de sus intercesores (Baudelaire). Pero, por caridad, que no las fijen para los demás en el dominio del pensamiento, de lo que ha de ser leído y lo que ha de servir de cuerpo del delito.
El pensamiento no es ni una arena parlamentaria ni una antesala ministerial, ni mucho menos un tribunal de justicia improvisada desde las columnas precipitadas de los periódicos. Las reglas que el pensamiento se da a sí mismo, y no a otro, son infinitamente más libres, pero también mucho más exigentes. No soporta la mediocridad. Y en su reino, dan ganas por una vez de aplicar esta fórmula a otro reaccionario de talento, pero no de genio, Henri de Montherlant (en Le Maître de Santiago) : «¡En prisión por mediocridad !». Daniel Lindenberg no tiene el monopolio del pensamiento democrático. Hoy, defender la democracia, tal vez signifique salir de la democracia «incompleta». Y, a tal fin, para comprender la naturaleza de esta incompletitud e inventar los medios para ponerle remedio, es conveniente meditar a los autores «malvados».
1. Carl Schmitt, Le Leviathan dans la doctrine de l’État de Thomas Hobbes ; sens et échec d’un symbole politique ; colección «L’ordre philosophique», París, Seuil, 2002. Hay traducción castellana : El Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes ; sentido y fracaso de un símbolo político, UAM, Méjico, 1997.
2. Étienne Balibar, «Le Hobbes de Schmitt, le Schmitt de Hobbes», «Préface» a Le Leviatán… (2002), op. cit., pp. 7-65.
3. Daniel Lindenberg, Rappel à l’ordre. Enquête sur les nouveaux réactionnaires, París, La République des Idées, Seuil, octubre de 2002.
4. Libération, 30 de noviembre-1 de diciembre de 2002.
5. Se trata de un juego de palabras basado en los distintos significados de la expresión dupe [engaño, estafa, pero también «víctima»] y del verbo duper [engañar, estafar, embaucar]. La «Journée des dupes» remite a la expresión con la que un cortesano, el conde de Serrant, bautizara la serie de vicisitudes de resultas de las cuales el Cardenal Richelieu recuperó, el 10 de noviembre de 1630, el favor del joven Louis XIII, en detrimento de la regente Maria de Medicis. Se abría así el paso para la intervención del Reino de Francia en la «Guerra de los Treinta Años» contra los Ausburgo, que comenzaría en mayo de 1635. NdT
6. Por supuesto, M. Hardt y A. Negri, en su descripción de las transformaciones del poder, de las naciones y de la globalización (en Imperio), se ven llevados a tener en cuenta a C. Schmitt tanto como a Kelsen ; sin embargo, encontraremos una comprensión más completa y que permite desprenderse de la eventual fascinación que podría suscitar el realismo de los reaccionarios, en el magistral estudio de A. Negri, El poder constituyente [edición española en Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1994].
7. Dicho sea de paso, Hayek es un reaccionario revolucionario (no hay más que ver sus posiciones sobre la formalización matemática), mientras que Friedman es más bien un conservador-reaccionario : sigue siendo un conservador en el plano epistemológico y, por lo tanto, sin interés al menos en ese plano. Diría que Hayek es, en economía, un reaccionario total o planetario (si hablamos del planeta economía), mientras que Friedman es un reaccionario de interés regional.
8. Véase Y. Moulier Boutang, «Marché, marcher. Pourquoi le libéralisme est intéressant malgré tout», en Vacarme, octubre, núm 17, pp. 23-27 (disponible en http://www.vacarme.eu.org/
Texto original:http://multitudes.samizdat.net/
(Traducido del francés por RSC)