1.- PRESENTACION:
A lo largo de la ponencia que sigue, redactada para la XIII Jornadas Independentistas Galegas organizadas por la organización comunista e independentista Primeira Linha, se sostienen dos tesis tan interrelacionadas que prácticamente forman una sola: el socialismo se ha vuelto más vigente y necesario ahora que hace veinte años, y además, esa vigencia se confirma en la importancia clave que tienen para el socialismo las luchas de liberación nacional. Ambas tesis confluyen en una síntesis que dice que, dada la situación crítica del planeta en todos los sentidos, la vigencia del socialismo ha dado paso a la urgencia del comunismo, o dicho de más directamente, la consigna de Socialismo o Barbarie, sin perder su actualidad, se ha transformado y realizado en la consigna Comunismo o Caos.
Muy recientemente la organización independentista y socialista gallega NÓS-Unidade Popular ha dado a conocer un interesante y oportuno documento titulado «Manifesto à Pátria e ao Povo Trabalhador Galego», fechado en este mes de mayo y a libre disposición en Internet. No es este el momento para debatirlo en profundidad porque nos hemos reunido con otro objetivo, el de reflexionar sobre los veinte años transcurridos desde lo que se ha denominado «caída del Muro» en la noche del 9 al 19 de noviembre de 1989. ¿Por qué he empezado entonces mi intervención citando el texto de NÓS-UP en una charla-debate dedicada a otro tema tan diferente en apariencia como es el que hoy nos reúne aquí, el de las dos décadas transcurridas desde aquél fin de 1989, cuando el imperialismo logró hundir el muro de Berlín?
La respuesta es muy fácil de entender a condición de que partamos de otro punto de vista diferente al clásico, al dominante. Según una perspectiva mayoritaria en la izquierda, la «caída del Muro» supuso un hito, un punto crítico de no retorno a partir del cual había que repensarlo todo ya que, tras semejante derrota aplastante, la única vía posible era la de crear «otro» socialismo, que algunos al dado en llamar «socialismo del siglo XXI» pero que se presenta con tantas caras como voces pretenden definirlo. Esta perspectiva era mayoritaria y en algunas partes sigue siéndolo porque proviene de los amplios sectores que desde la mitad de la década de 1920 habían puesto todas sus esperanzas en un solo barco, en el que se sufrió una vía de agua tremenda en aquél noviembre de 1988, boquete que le hundiría al cabo de muy poco tiempo, el 23 de agosto de 1991 día de la disolución del PCUS.
Desde luego que siguen existiendo aún reducidísimos grupitos fielmente incondicionales de este «socialismo», incluso que siguen creyendo que las medidas urgentes tomadas por la burocracia rusa en la segunda mitad de los ’80 con el nombre de ‘perestroika’, aportan de hecho las claves básicas para la recuperación del «socialismo». Otros grupos se desencantaron antes, por ejemplo con la descarada corrupción que pudría todo en la URSS y que se extendió imparable con la protección de Brézhnev, de su familia y de buena parte de la dirección del PCUS desde la década de los ’70. Algo más abundantes son los que empezaron a distanciarse al poco de la muerte de Stalin en marzo de 1953 y rompieron definitivamente cuando Jrushchov leyó el Discurso Secreto en el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956. Sin embargo hay que decir que la mayoría inmensa de estas críticas no negaban la corrección del «marxismo-leninismo-stalinismo», innegable para ellos, sino que además denunciaban como traidores a los sucesores de Stalin. No fue ese el caso de los muy contados que habían roto con la URSS al defender a la Yugoslavia de Tito frente a las exigencias de Stalin, crisis que tuvo su momento álgido con la expulsión del PC yugoslavo de la Kominform en 1948.
Además de tales colectivos, hubo otros más amplios que también sostuvieron lo mismo, aunque con otros objetivos. Me refiero a los restos del eurocomunismo y de los PCs integrados en el capitalismo que se aferraron al desplome del «socialismo» para justificar sus tesis, para decir «¿ya veis, teníamos razón?», aunque en ningún momento habían realizado una crítica radical del stalinismo, sino que se limitaron a «condenar sus excesos» y a decir que ese «modelo» no era aplicable a la Europa capitalista. Otro tanto sucedía con buena parte de los grupos maoístas, que denunciaban a la URSS de después de Stalin, la que según ellos se encaminó al reformismo definitivamente desde el XX Congreso.
2.- CRITICA DEL MARXISMO
Pues bien, esta amplia corriente ha reforzado, sin quererlo, la propaganda reformista según la cual ya no podemos transformar el presente y el futuro en base a los «mitos» del pasado sino utilizando otros criterios «nuevos». El reformismo oculta que sus «nuevas» razones son tan «viejas» como las que ya atacaron al marxismo desde su origen histórico, ideas que avanzaron en concreción a finales del siglo XIX y que desde entonces no han aportado nada, ni una sola propuesta, que podamos considerar como verdaderamente nueva, innovadora y superior en lo esencial a la anterior. Es cierto que en cada situación los ideólogos reformistas camuflan algo las formas externas de sus antiguos argumentos para lanzar al fugaz mercado de las modas intelectuales de usar y tirar una nueva mercancía ideológica con apariencias de originalidad, mercancía que bien pronto será arrinconada en el basurero de la historia. Necesitaríamos mucho espacio para hacer siquiera una breve lista de modas intelectuales «definitivas» olvidadas una tras otra mientras que, por el contrario, nunca desaparece la realidad objetiva de la explotación asalariada, de la opresión nacional y de la opresión global de la mujer.
El fracaso de todos los esfuerzos reformistas por construir una argumentación «nueva» que por fin supere el veredicto de la historia viene de la existencia de contradicciones antagónicas insuperables dentro del capitalismo. El socialismo utópico avanzó mucho en su elucidación pero no pudo culminarla porque todavía tales contradicciones no se habían plasmado definitivamente. Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando sucedió tal cosa, y por eso el marxismo sí pudo hacerlo. Marx suspendió la redacción de algunas partes de El Capital, su obra magna, hasta que la evolución del capitalismo le permitiera disponer de los datos científico-críticos objetivos imprescindibles para poder culminarlo. Transcurrió muy poco tiempo desde que se culminara la formación definitiva de las bases del marxismo hasta que se iniciasen las críticas reformistas y reaccionarias.
Debemos dedicar unos minutos a esta cuestión porque es ella la que nos permitirá comprender en primer lugar, por qué hemos relacionado tan estrechamente el documento del NÓS-UP arriba citado con las dos décadas transcurridas desde la «caída del Muro», dado que el modelo teórico-político que vertebra el documento independentista y socialista nos remite directamente a los temas negados y criticados al marxismo desde su origen por las ideologías reformista y reaccionaria. En segundo lugar, nos conducirá a las lecciones que debemos extraer de los acontecimientos de finales de los ’80 y comienzos de los ’90, pero con especial atención a las luchas de las naciones oprimidas; y en tercer lugar, nos mostrará la continuidad de las contradicciones irreconciliables del capitalismo y por tanto la imposibilidad de la burguesía para elaborar ideologías «nuevas» que demuestren que este modo de producción es justo, equitativo, democrático y eterno.
Primero, las partes fundamentales del marxismo que fueron negadas por las ideologías reformista y reaccionaria atañían a la teoría de la explotación asalariada, a la teoría del Estado y de la violencia, y a la filosofía dialéctica, atea y materialista. La economía burguesa en su forma marginalista o neoclásica, y el reformismo socialdemócrata, negaron por diversos caminos que existía explotación asalariada, que no era cierta la teoría del valor-trabajo y de la plusvalía, etc., sosteniendo que la riqueza burguesa no surgía de la explotación de la clase obrera sino de otros mecanismos que no implican explotación alguna. Con respecto al Estado, negaron con diversos argumentos que fuera un instrumento de la clase dominante para asegurar su poder mediante la violencia, sino un aparato administrador neutral de la sociedad para resolver los problemas colectivos, y por tanto, a partir de aquí, las clases trabajadoras –que no sufrían explotación– tampoco sufrían opresión política ni dominación cultural, por lo que no tenía sentido recurrir a la violencia revolucionaria para derrocar al capitalismo: solamente la acción legal parlamentarista podía volver más justo al sistema burgués acumulando fuerzas para el tránsito pacífico y ordenado al socialismo. Por último, rechazaron la dialéctica materialista por considerarla unos anticientífica según los criterios mecanicistas, y otros por entenderla inferior al kantismo y neokantismo. No podían aceptar la radicalidad intransigente y revolucionaria del método dialéctico que afirma que nada es eterno, que todo cambia y muere, que la contradicción está en todas partes y que la lucha de contrarios es la esencia del mundo.
En las condiciones del capitalismo de finales del siglo XIX las tres cuestiones en disputa adquirieron una importancia clave, tanta como la que siguen manteniendo ahora. Y aunque los debates se libraron dentro de los marcos estatales burgueses no hizo falta apenas tiempo para que la opresión nacional en todas sus formas «contaminara» las discusiones introduciendo un componente estructural innegable que Marx y Engels habían teorizado perfectamente en su forma política, militar y cultural y también, aunque de otra manera, en su forma económica. Las opresiones de Irlanda y de Polonia, por ejemplo, más las muchas referencias directas a las resistencias en otros pueblos al expansionismo colonialista así como la permanente presencia de lo nacional en todas sus formas en los rigurosos análisis militares, estas referencias tan abundantes en la obra de Marx y Engels, son la expresión política, militar y cultural de un problema que también es tratado en su contenido de explotación económica como se ve en el volumen III de El Capital. Una importancia crucial tenía la advertencia teórica de que la opresión nacional era usada por la burguesía nacionalmente opresora, imperialista, para alienar e integrar a «su» clase trabajadora, corrompiéndola. Lenin insistiría con más urgencia en esta misma cuestión.
Los primeros marxistas se cercioraron la importancia creciente de las luchas naciones en la marcha general de las contradicciones capitalistas, y no se equivocaron. Pero por razones que no podemos exponer ahora, su incidencia en las izquierdas entonces existentes era muy reducida, y las ideas marxistas en general y en concreto sobre la opresión nacional fueron barridas por la marea socialdemócrata a lo largo de unos años en los que se produjeron, como mínimo, cuatro episodios fundamentales: uno, el rompimiento de la I Internacional debido precisamente a la agudización de las tensiones nacionales en su seno; dos, el aumento de las luchas anticoloniales; tres, la extensión de la ideología pro colonialista que defendía la «labor civilizadora» del colonialismo «bueno», ideología tanto burguesa como socialdemócrata; y cuatro, por fin, el estallido de la guerra de 1914-18, en la que la cuestión nacional tuvo un papel decisivo en todos los aspectos.
La explotación de la fuerza de trabajo de las naciones oprimidas y el expolio inmisericorde de sus riquezas y bienes solamente podía estudiarse desde la teoría marxista del plusvalía aplicada a nivel mundial. El papel crucial de los Estados colonialistas y luego imperialistas en esta escabechina sistemática, y el papel de la violencia militarista, desde las primeras expediciones de exploración y saqueo hasta las invasiones militares a gran escala, pasando por la intermedia política de las cañoneras, semejante constante histórica en ascenso sólo podía estudiarse desde la teoría marxista del Estado y de la violencia. Los profundos y rápidos cambios en el capitalismo de fines del siglo XIX, de su fase colonial a su fase imperialista, sorprendieron totalmente a la burguesía que no teorizó absolutamente nada sobre este brusco aumento de la brutalidad capitalista a escala mundial, y no lo hizo porque el pensamiento burgués es una mezcla de idealismo, materialismo mecanicista y metafísica. Sin embargo, los cambios descritos, la sorpresa aterrada que golpeó a la civilización occidental al ver cómo los pueblos atrasados, bárbaros e ignorantes resistían con todas sus fuerzas a la tarea civilizadora capitalista, sólo podían entenderse si se aplicaba el método dialéctico materialista.
La intelectualidad eurocéntrica, colonialista e imperialista, hizo todo lo contrario. En vez de estudiar críticamente la realidad, se dedicó a criticar ferozmente al marxismo, a su teoría de la explotación, a su teoría del Estado y de la violencia, y a su método dialéctico materialista. Las luchas nacionales sí fueron entendidas en su pleno sentido por el marxismo de aquellos años, y un ejemplo incuestionable lo tenemos en la brillantez de los análisis de Lenin al respecto. Por tanto, existe una continuidad teórica en lo relacionado con la explotación, el Estado y la dialéctica que nos remite al surgimiento del marxismo y de su visión de la opresión nacional, y lo llamativo es que estas tres cuestiones vertebran el documento de NÓS-UP.
3.- SOBERANÍA LIMITADA
Segundo, el hundimiento del «socialismo realmente inexistente» respondió antes que nada al estallido incontrolable de sus contradicciones internas, y aunque las presiones del imperialismo fueron enormes y crecientes, en realidad sólo exacerbaron las contradicciones internas que se agudizaban conforme aumentaba el poder de la casta burocrática. La razón del desastre hay que buscarla en la interacción de cinco degeneraciones que confluyeron en la crisis mortal de finales de los ’80 y comienzos de los ’90: una, pretender construir el socialismo con métodos capitalistas; dos, sacrificar la democracia socialista a los intereses de la casta burocrática; tres, imponer el nacionalismo gran ruso y acabar con la teoría leninista de la autodeterminación de los pueblos; cuatro, supeditar la revolución mundial a los intereses de la casta burocrática; y cinco, acabar con el marxismo como praxis revolucionaria y crear una ideología autoritaria adecuada a los intereses de la casta dominante. La interacción de las cinco crisis dieron como resultado una total deslegitimación del marxismo, del socialismo, de manera que apenas nadie salió en su defensa cuando la burocracia decidió dar el salto de casta dominante no propietaria a título privado de las fuerzas productivas, a clase burguesa propietaria de las fuerzas productivas.
En este debate solo vamos a centrarnos en las dos cuestiones directamente relacionadas con la cuestión nacional. Una hace referencia a las formas de dominación nacional que se reinstauraron en la URSS desde la segunda mitad de los ’20. La otra hace referencia a los nefastos efectos de la política internacional de la URSS tanto sobre las luchas entre los modelos nacionales opuestos dentro de los pueblos que no sufrían dominación extranjera, como sobre las luchas de liberación de las naciones oprimidas. La recuperación del nacionalismo gran ruso fue paralela pero en sentido contrario al retroceso del internacionalismo marxista de la revolución bolchevique. Mientras crecía la burocracia y retrocedía la revolución, se extendía el nacionalismo gran ruso y se replegaba el ideal internacionalista característico del bolchevismo. La áspera y definitiva ruptura entre Lenin y Stalin a raíz de la opresión nacional de Georgia en 1923, fue sólo el punto de inflexión a partir del cual e nacionalismo gran ruso, odiado por Lenin, empezó a aplastar indefectiblemente los derechos de las naciones no rusas.
Desgraciadamente, en esta cuestión decisiva como en otras, Lenin y los bolcheviques estaban perdiendo fuerza cuantitativa frente al aumento de una militancia con nula formación político-teórica, frecuentemente oportunista y arribista, que no había luchado en la clandestinidad contra el zarismo y durante los críticos años de 1918-21 y que en el fondo y superficie de su ideología «marxista» eran nacionalistas gran rusos. A partir de aquí y mediante un proceso bastante lineal y violento en muchos casos, Moscú impuso la centralización de la URSS que con el tiempo, en concreto bajo la era Brézhnev, concretamente en 1968, tomó el nombre oficial de «soberanía limitada» de los Estados «socialistas» no rusos, que no era sino la extensión fuera de las fronteras oficiales de la URSS de la misma dependencia práctica impuesta a los pueblos y naciones no rusas. Más aún, la tesis de la «soberanía limitada» estaba operativa pero sin ese nombre dentro de la Internacional Comunista una vez exterminada y purgada toda oposición en la URSS y fuera de ella. Los PCs stalinistas aceptaban en la práctica una verdadera soberanía limitada con respecto a las decisiones omnipotentes del PCUS, dependencia justificada con la tesis de «defensa de la patria del socialismo».
Fue esta negación directa o indirecta de la soberanía nacional la que explica, primero, las tensiones nacionales nunca resueltas en la URSS y que, en parte, fueron explotadas en su beneficio por el invasor nazi; segundo, las tensiones nacionales nunca resueltas en los «países del Este», con estallidos periódicos y que, en parte, fueron explotadas en su beneficio por el imperialismo; tercero, la «ruptura» a finales de los ’70 del eurocomunismo con la URSS en base a la excusa de recuperar su «identidad nacional»; cuarto, la rápida descomposición del «socialismo del Este» antes de que se hundiera la URSS , especialmente los casos polaco, alemán, checoslovaco, etc.; y quinto y la muy fácil, rápida e instantánea descentralización acordada por las burocracias dominantes en las Repúblicas, negociando con Yeltsin, la que asestó el golpe crítico a la URSS , que sería remachado al poco tiempo con la ley de disolución del PCUS.
El desplome como castillos de naipes de la URSS y del PCUS, cáscaras huecas y podridas, había sido facilitado por la política «internacionalista» de la burocracia nacionalista gran rusa en las décadas precedentes. Un «internacionalismo» con tres características: rusocentrismo, supeditación de las luchas de liberación de los pueblos a los intereses «supremos» de la URSS , y apoyo en las naciones no oprimidas al modelo nacional de la denominada «burguesía democrática», en vez de al modelo nacional del pueblo trabajador. Sobre el rusocentrismo hay que decir que era la adecuación del eurocentrismo a las necesidades de la URSS desde y para una política cultural paneslavista que había asumido los tópicos eurocéntricos expurgándolos de los contenidos pangermanistas y occidentales, llenando el vacío con contenidos paneslavos y cimentando el proyecto cultural con la ideología mecanicista y determinista del «diamat», del «materialismo histórico-dialéctico» fabricado en serie por la burocracia rusa, y sumamente adaptable a los cambios bruscos de orientación política de la URSS.
Sin embargo, por debajo de las formas existía una identidad sustantiva que explica, junto a otras causas, muchas de las derrotas y degeneraciones de las luchas a escala mundial al imponerles modelos de muy difícil o imposible comprensión por amplísimas masas populares cuyas culturas no tenían nada que ver con la eslava en versión gran rusa. De igual modo, el rusocentrismo es una de las causas que explican la rápida expansión del «fundamentalismo» musulmán en respuesta, en primer lugar, al fundamentalismo cristiano del imperialismo capitalista y a los apoyos a éste por parte de las burguesías árabe-musulmanas, y después y en segundo lugar, a la incapacidad de las izquierdas formadas en ese rusocentrismo para dar respuestas convincentes a las demandas de las masas árabe-musulmanas enfurecidas por tantas agresiones imperialistas.
En «internacionalismo» ruso se plasmó en una nítida supeditación de las luchas de las naciones oprimidas a los intereses de la URSS , aunque apoyase buena parte de esas luchas con ayudas militares, económicas y políticas. Dos constantes recorren el «internacionalismo» ruso en esta cuestión concreta: presionar a las fuerzas revolucionarias independentistas para que se supeditasen a la «burguesía nacional» supuestamente democrática y antiiimperialista, y presionar a los pueblos que luchaban contra los ejércitos imperialistas para que llegasen a pactos con los agresores que no se salieran de los límites marcados en 1944-45 cuando la URSS y los EEUU se repartieron el planeta. Las ayudad militares, económicas y políticas eran un instrumento de chantaje de la URSS para imponer su «internacionalismo» a las naciones díscolas, instrumento que unido a la explotación inherente al intercambio desigual practicado por la URSS , fue objeto de una acertada y acerba denuncia crítica por parte del Che Guevara, acto coherente con su marxismo que no le fue perdonado nunca por la burocracia rusa.
La última característica elemental del «internacionalismo» stalinista fue la potenciación del modelo nacional burgués en todos los Estados capitalistas, en contra de la potenciación del modelo de nación de la clase trabajadora. Ya desde una fecha tan temprana como 1926, la URSS ayudó con su influencia en los comunistas británicos a derrotar la gran huelga general de la clase trabajadora que puso en un aprieto muy serio al imperialismo británico. Pero la URSS de entonces, controlada ya por la casta burocrática en expansión, necesitaba garantizar acuerdos con las burguesías imperialistas, y no dudó en sacrificar a las clases explotadas y pueblos oprimidos por el imperialismo británico. La nación burguesa británica, criminal y exterminadora, se salvó de una de sus peores crisis internas gracias sobre todo al apoyo ruso, mientras que el modelo nacional del proletariado británico fue aplastado. Un caso todavía más estremecedor fue el desastre y exterminio en un océano de sangre de la prometedora revolución china en 1927 debido a las instrucciones de la URSS según las cuales las masas explotadas tenían que ponerse a las órdenes de la «burguesía nacional» supuestamente antiimperialista, lo que fue aprovechado por ésta para reorganizarse y masacrar a decenas de miles de personas con una brutalidad solo comparable a los peores crímenes masivos.
Desde entonces, el «internacionalismo» ruso ha potenciado el modelo democrático-burgués antes que el modelo socialista en las luchas clasistas dentro de los Estados formalmente soberanos. El daño que esto ha hecho a la independencia verdadera de los pueblos, a la independencia socialista o «segunda» independencia, ha sido y es terrible. La teoría marxista de la nación sostiene que dentro de ésta existe la permanente lucha de dos modelos nacionales enfrentados permanentemente enfrentados de modo irreconciliable. Es esta lucha, el modelo socialista de nación ha de ser impulsado por las clases trabajadoras autóctonas, pero también han de contar con el apoyo solidario e internacionalista de otras clases trabajadoras, sobre todo de aquellas que ya han dado el paso a la construcción de un poder popular vertebrador de su independencia nacional y de su propio Estado obrero y campesino. En las sociedades burguesas imperialistas, la dominación del modelo nacional burgués se debe, además de otras razones, también en el abandono por parte de los PCs stalinistas y eurocomunistas de la lucha práctica por el modelo nacional de la clase trabajadora, por la nación socialista.
En el Estado español, la descentralización administrativa desarrollada a finales de los ’70 con el nombre de «Estado de las Autonomías» ni siquiera ha llegado a algo parecido a la «soberanía limitada» arriba expuesta, ya que según la Constitución monárquica la soberanía corresponde sólo y exclusivamente al denominado «pueblo español». Las naciones no españolas debemos acatar la total soberanía española.
4.- DESPUÉS DEL MURO
Tercero, pese a todo lo anterior es innegable que la lucha anticolonial y antiimperialista sostenida a lo largo del siglo XX ha logrado grandes triunfos, aunque no se hayan plasmado en victorias definitivas, revolucionarias y cualitativas, las que aseguran el avance consciente en la segunda independencia, en la socialista. Una perspectiva histórica larga de la lucha a muerte entre la burguesía y la humanidad trabajadora nos muestra cómo durante todo el siglo XX, y de forma creciente, los pueblos trabajadores nacionalmente oprimidos o saqueados por el imperialismo con el apoyo de sus burguesías, han sido los sujetos decisivos en las derrotas del imperialismo, en que sus victorias no fueran aplastantes e irreversibles y, en suma, en que el modo de producción capitalista haya tenido que recurrir a espeluznantes genocidios científicamente aplicados, nunca antes vistos en la historia humana, para lograr mantenerse en el poder. También han intervenido y mucho las clases explotadas del llamado «primer mundo», o sea, de los países imperialistas, pero en menor grado que las naciones oprimidas, explotadas y empobrecidas.
La debacle del «socialismo realmente inexistente» hace dos décadas no ha detenido la tendencia al alza de las luchas nacionales, de los pueblos oprimidos. Solamente ha facilitado que una parte de ellas se presente bajo la forma de «fundamentalismo» islámico, compleja lucha de resistencia colectiva al imperialismo que se remonta, como mínimo, a la larga y tenaz lucha de liberación nacional sudanesa entre 1883 y 1898 dirigida por el Mahdi Mohammed Ahmed, sofocada al fin por el ejército británico con atrocidades similares a las cometidas por las cruzadas europeas entre los siglos XI y XIII. Volviendo al presente, al muy poco tiempo de implosionar la URSS , concretamente en 1992, la industria político-mediática capitalista lanzó al mercado ideológico el bodrio de Fukuyama sobre el supuesto fin de la historia en cuanto fin de la lucha entre proyectos teórico-políticos irreconciliables. La demagogia y el parloteo triunfalistas al respecto, magnificadas a bombo y platillo, no pudieron ocultar la objetividad de las contradicciones entre una minoría explotadora y la humanidad explotada. La obsesión del imperialismo por embarullar la realidad, manipulándola, y por desviar la atención mundial hacia falsos problemas, se constató en 1993 cuando se publicó la obra sobre el choque de civilizaciones de Huntignton.
Basándose en las dos tesis, uniéndolas de mil modos, surgió una corriente ideológica mundial extremadamente reaccionaria según la cual a raíz de los cambios mundiales que propiciaron el hundimiento de la URSS se produjo un vuelco definitivo en la lógica de los conflictos existentes: Se han acabado ya a lucha de clases y las guerras de liberación nacional clásicas, las que existieron hasta los ’80 del siglo XX, e irreversiblemente se ha instaurado una nueva fase histórica en la que se enfrentará a muerte «civilizaciones» opuestas, por un lado la occidental y cristiana, democrática y progresista, y por el lado opuesto, la reaccionaria, la islámica. Sin embargo, bien pronto las prácticas sociales de pueblos y de clases destrozaron con sus hechos incontrovertibles estas patrañas. Con diversas velocidades todo el planeta empezó a verse sacudido desde mediados de los ’90 por una recuperación de las resistencias, por un rechazo creciente del imperialismo y, en lo que nos toca, por una rápida toma de conciencia de los pueblos sobre cómo el capitalismo financiarizado les arrastraba a la crisis, al empobrecimiento y a las invasiones directas o a las amenazas de guerra teorizadas en la doctrina estadounidense de la «guerra infinita», de su derecho a la «guerra preventiva» y de su derecho exclusivo a hacer del siglo XXI nada menos que «el siglo norteamericano».
Otras burguesías tan criminales como la yanqui, como la española dirigida por el Gobierno Aznar, sostenían exactamente lo mismo pero a una menor escala geográfica de aplicación: el Estado español y las Américas, en donde su imperialismo saqueaba con la misma ferocidad que la de los EEUU. La burguesía española pretendía hacer del siglo XXI el «siglo español», incluso compitiendo fraternalmente con los EEUU en todo lo cultural, que no en lo político y menos en lo económico y militar. Toda la política del Gobierno Aznar en lo referente al expansionismo externo y a la represión de las naciones oprimidas dentro de su Estado, iba destinada a rentabilizar al máximo el potencial económico de la opresión imperialista externa e interna, especialmente en lo relacionado con la industria cultural y político-mediática, pero sin olvidar otras como la banca, energía, aviación, telefónica, constructoras, etc.
La aparición de «nuevas formas» del capitalismo, como el enorme peso de las finanzas y de las nuevas tecnologías de la comunicación y la industrialización absoluta de la cultura, la denominada «globalización», la mundialización de la ley del valor-trabajo, el toyotismo y la producción flexible, la desesperada búsqueda, saqueo y explotación de los recursos, etc., todo esto explica la celérica expansión de todos los mecanismos de opresión de los pueblos por el imperialismo. Ahora bien, tales «novedades» nos remiten siempre a la estructura esencial del modo de producción capitalista, a sus contradicciones irreconciliables, y en especial a las tres decisivas aportaciones marxistas antes expuestas: la plusvalía, el Estado y la violencia, y el método dialéctico. Las «nuevas formas» del capitalismo solamente han agudizado hasta el extremo posible actualmente el terrible potencial destructivo e inhumano inherente al capitalismo, y bajo el impulso de sus contradicciones surgirán otras nuevas formas que estrujarán todavía más a los pueblos, clases y mujeres, si antes no acabamos con él.
5.- INDEPENDENTISMO SOCIALISTA
Y es en este punto crucial del presente y del proceso donde tenemos que volver al texto de NÓS-UP antes citado porque nos permite conectar el futuro con el pasado mediante el presente. Cuando esta organización independentista y socialista gallega realiza un exhaustivo estudio de los problemas de su nación, de las limitaciones de todo tipo y de las perspectivas, llegando a la conclusión de que existe el peligro de desaparecer como nación, entonces es que ha fracasado todo el montaje propagandístico imperialista que gira alrededor de la tesis de que con la «caída del Muro» están derrotadas todas las luchas anticapitalistas. El documento de NÓS-UP, en este contexto, demuestra que, primero, la valía el método marxista no solamente no ha mermado con la desaparición de la URSS sino que ésta ha revalidado al marxismo. Si la «caída del Muro» hubiera significado la «caída del marxismo», las dos décadas transcurridas no hubieran podido regenerar este método al nivel que lo han hecho, es decir, permitiendo que una organización socialista de una nación oprimida lo recupere y lo use hasta demostrar que las raíces de la opresión nacional siguen siendo estructuralmente las mismas que hace siglo y medio.
Segundo, este documento demuestra que el accionar del capitalismo tiende a generar una conciencia teórica revolucionaria inseparable de la conciencia política, de modo que tarde o temprano resurge la lucha conscientemente guiada hacia el socialismo, a pesar de los retrasos, errores y golpes sufridos por la represión del sistema dominante. El triunfalismo pueril del imperialismo de finales de los ’80 y comienzos de los ’90, que también se plasmó en el Estado español de manera cruda a raíz del triunfo del PP poco tiempo después, había dado por supuesta la victoria burguesa eterna y la derrota irrecuperable de las naciones trabajadoras. Con diversos ritmos propios pero de manera combinada, las naciones oprimidas por el Estado español también sufrieron crisis y bajones en aquellos años, teniendo que reiniciar en mayor o en menor grado su lucha independentista bajo las presiones del nacionalismo imperialista español. Salvando las diferencias, en aquellos años apenas nadie esperaba una recuperación de estos movimientos independentistas, y menos el que ésta se terminase plasmando en una capacidad renovada de teorización de las nuevas situaciones.
Y tercero, al margen de otras valoraciones que podamos hacer del texto de NÓS-UP, su lógica interna se mueve dentro de la perspectiva general que conecta a la mayoría de las actuales luchas de liberación nacional: la certidumbre de que está abierta la posibilidad del desastre, de la desaparición nacional, si no se detiene la explotación capitalista y no se revierten sus efectos devastadores. Dicho en otras palabras, el futuro no está mecánicamente predeterminado ni hacia la victoria ni hacia la derrota automáticas, al margen de lo que se haga y de cómo se intervenga. Al contrario, el futuro, el resultado de la batalla por la supervivencia de la nación trabajadora oprimida depende de ella misma, de su lucha y de su buen hacer. Este criterio es decisivo y es eminentemente marxista. Precisamente una de las razones de la implosión de la URSS fue que su determinismo economicista aseguraba la victoria final fuera cual fuese la intervención humana, y como efecto de tal dogmatismo se cometieron toda serie de errores y barbaridades. Ahora no, ahora las izquierdas mundiales sabemos que el futuro es el resultado de la praxis, y el documento de NÓS-UP asume y aplica este principio marxista.
Por tanto, tras dos décadas de la «caída del Muro», podemos y debemos decir que la experiencia ha demostrado la corrección histórica del marxismo en general, y en concreto su corrección a la hora de avanzar en la emancipación de las naciones oprimidas, en la lucha contra el imperialismo. Volviendo al documento de NÓS-UP, esta capacidad aparece operativa en los tres aspectos esenciales descubiertos por el marxismo: la denuncia de la explotación capitalista que sufre el pueblo trabajador gallego, los ingentes beneficios que obtiene la burguesía, etc., esta crítica está realizada aplicando la teoría marxista de la plusvalía. La opresión nacional que sufre Galiza es inseparable del opresor nacional, es decir, del Estado español y de sus políticas sistemáticas de desnacionalización, lo que nos conduce a la teoría marxista del Estado y de su violencia, en este caso contra las naciones de oprime. Por último, la propuesta de avanzar hacia refundación del independentismo socialista gallego se mueve también bajo el impulso de la dialéctica materialista, que explica entre otras cosas, que tarde o temprano surgen momentos de crisis de bifurcación, de elección entre un camino u otro, entre el camino sin futuro de repetir el pasado hasta la derrota definitiva, o el camino nuevo hacia un salto cualitativo en el funcionamiento general.
Ahora bien, esta capacidad no se limita a mostrar la vigencia de las contradicciones estructurales del capitalismo que la teoría marxista descubrió hace siglo y medio, sino que también se ha enriquecido y ampliado al asumir como propias, y como elementos sustanciales del método marxista, el desarrollo extremo de otras contradicciones que entonces no habían alcanzado el nivel de agudización actual o que, alcanzándolo, aún no había podido desarrollar su potencial crítico y emancipador. Nos referimos, por un lado, a la crisis ecológica y a todo lo que ella acarrea, citada concreta y expresamente en el texto de NÓS-UP, y por otro lado, a la estratégica reivindicación de la emancipación nacional y social de género, a la lucha contra el sistema patriarco-burgués, como un elemento decisivo de la construcción de la nación gallega.
Al margen de otras consideraciones que podamos hacer al texto de referencia, lo que sí viene a demostrar es que en un contexto de opresión nacional la única posibilidad de arraigo y crecimiento de las fuerzas revolucionarias es la de insertarse plena y decididamente en la lucha por la independencia socialista. No puede comprenderse la originalidad cualitativa de la lucha de clases en una nación oprimida si no se milita dentro del independentismo, si no se pertenece a la parte más radical y critica con el sistema explotador, la parte que se enfrenta al corazón mismo del opresor, a su Estado, a su unidad estatal, a su nacionalismo imperialista. Solamente desde esta posición irreconciliable y antagónica con el poder, se está en condiciones de aplicar todo el potencial revolucionario del marxismo, y por tanto, desarrollar su potencial emancipador. Al contrario, las izquierdas que en las naciones oprimidas rechacen el independentismo socialista en base a tópicos centralistas y dogmas estatalistas, más temprano que tarde estas izquierdas inician su descomposición, se debilitan, se rompen en trozos y hasta desaparecen o quedan reducidas a grupúsculos testimoniales. Esta es una de las grandes lecciones extraíbles tras los veinte años transcurridos desde la «caída del Muro», y desde que se nos asegurase la extinción definitiva de los independentismos socialistas.
6.- VIGENCIA DEL COMUNISMO
Otra de las lecciones, la más importante para quien les habla, es la que demuestra que la inquietante extensión e intensificación de todas las contradicciones del capitalismo hace que el comunismo se presente ahora mismo no como una utopía a la que hay que rehabilitar y limpiar de las suciedades dejadas por el stalinismo, sino como una necesidad imperiosa para asegurar la supervivencia de la humanidad. La tesis de la actualidad del comunismo no es nueva, sino que se remonta a finales de la década de 1840, cuando Engels redactó el borrador titulado Principios del Comunismo, y cuando poco más tarde él, Marx y la compañera de éste, Jenny, redactaron el Manifiesto del Partido Comunista en 1848. En los prólogos a las sucesivas ediciones del librito, Engels actualizaba su vigencia, contextualizando la obra y mostrando que pese a sus limitaciones históricas conservaba una vitalidad innegable. Posteriormente, muchos marxistas han realizado el mismo esfuerzo con valiosos resultados.
Las contradicciones que minaban al capitalismo en la mitad del siglo XIX, cuando se redactó el Manifiesto, aún no permitían siquiera descubrir la teoría del plusvalor, de la plusvalía, de la explotación asalariada, del origen de la riqueza, en suma. Tampoco permitían realizar un estudio riguroso de las clases sociales y del Estado burgués, aunque sí asentar sus puntos elementales. Sin embargo, ya en la primera redacción del Manifiesto aparecen expuestas cuatro cuestiones tan decisivas entonces como ahora: una, la dialéctica materialista de fondo, que recorre todo el texto; otra, la pugna a muerte entre el modelo burgués de nación y el modelo proletario de nación; además, el papel crucial de la propiedad colectiva de los medios de producción, y última, el método de la interacción entre el programa máximo y el programa mínimo desde una perspectiva de permanencia de la revolución como proceso, perspectiva que Marx y Engels terminarían de dar cuerpo teóricos en 1850.
Las contradicciones que minan al capitalismo a comienzos del siglo XXI estaban dadas hace siglo y medio, pero ahora han adquirido tal agudización e integración sistémica que plantean un problema verdaderamente nuevo en la historia humana y en la historia del marxismo. El problema no es otro que el de la destrucción de casi todas las formas de vida actualmente existentes en el planeta a consecuencia del estallido de una hecatombe nuclear generalizada, o a consecuencia de una catástrofe ecológica en el sentido de crisis total sobre todo si ambas posibilidades se fusionan en una sola. Las dos nos remiten al irracionalismo capitalista, a la responsabilidad objetiva de este modo de producción en vez de a eso que los ideólogos burgueses definen como «responsabilidad del hombre». Varias religiones hablan del «fin del mundo» pero este esquema no tiene nada de científico y sí todo de reaccionario.
En el Manifiesto del Partido Comunista, sin embargo, sí se habla de la posibilidad del exterminio mutuo de las clases en lucha, lo que en aquellas condiciones daba a entender un retroceso histórico tremendo. Posteriormente, una vez que Marx elaboró la teoría de las crisis capitalistas demostró que éstas destruían vidas y bienes para encontrar una salida transitoria hasta la siguiente crisis, más devastadora que la anterior. Más adelante, Engels advirtió de la probabilidad de una conflagración bélica con terribles destrucciones. Rosa Luxemburgo planteó en 1915 el dilema entre socialismo o barbarie. La teoría marxista del imperialismo, y especialmente la síntesis realizada por Lenin, insiste en el inevitable estallido de inminentes crisis de todo tipo que llevarán al capitalismo a situaciones extremas. En 1938 Trotsky escribió en el Programa de Transición palabras vibrantes sobre la crisis de la civilización burguesa y la catástrofe que se avecinaba si el proletariado mundial no le ponía freno. Estas y otras advertencias marxistas sobre la tendencia al empeoramiento de las condiciones sociales si no se detiene la marcha ciega del modo de producción capitalista han resultado ciertas, confirmadas por los hechos.
Pero siendo esto cierto, aún no se había producido el salto cualitativo que actualizó la vigencia del comunismo con una urgencia extrema. Fueron Einstein y algunos contados científicos progresistas y socialistas los primeros en tomar conciencia de que la era nuclear abría una época de angustiosa espera ante una posible hecatombe nuclear. Los servicios secretos yanquis presionaron al máximo para que fracasase y se silenciase la advertencia crítica de Einstein y de los muy pocos científicos que se atrevieron a seguirle. La vigencia del comunismo queda confirmada desde el momento en el que la destrucción mutua de las clases en conflicto da el salto cualitativo a autodestrucción humana y de otras muchas formas de vida como efecto del irracionalismo capitalista. Incluso sectores lúcidos de la intelectualidad burguesa reformista venían advirtiendo tímidamente desde aquél primer informe del Club de Roma, fundado nada menos que en 1968. Para finales de los ’70 ya se acumulaban los estudios científico-críticos sobre las desastrosas consecuencias de una guerra nuclear, y a medidos de los ’80 se había generalizado en los medios científicos progresistas el tenebroso concepto de «invierno nuclear», de modo que no transcurrieron muchos años hasta que surgió el debate sobre cómo vencer a la dinámica «exterminista» del capitalismo.
Simultáneamente la devastación de la naturaleza por el irracionalismo burgués, la aceleración del consumo energético, el fracaso de la «revolución verde», la multiplicación exponencial de las emisiones de CO2 a la atmósfera y un largo etcétera, este proceso ciego e incontrolable se fusionó con los debates sobre la dinámica «exterminista» y con el «invierno nuclear». La «caída del Muro» enfrió en parte esta rápida concienciación, pero no la detuvo mucho tiempo porque, de nuevo, se agolpaban más datos sobre el empeoramiento alarmante de todos los índices sobre la calidad de vida en el planeta, sobre el empobrecimiento, hambrunas, plagas, endemias y pandemias, y sobre cómo se acercaba con más rapidez de lo esperado la catástrofe ecológica. Los altibajos económicos de la década de los ’90 azuzaron la recuperación de las luchas en todo el planeta, ascenso que tampoco se detuvo durante los años de recuperación en zonas muy concretas del planeta a comienzos del siglo XXI. Las sucesivas crisis financieras locales y regionales así como el accionar subterráneo de la caída de la tasa de beneficios, estas y otras contradicciones económicas impedían la «paz social» mientras que el imperialismo se lanzaba al rearme intensivo. Por fin, el estallido de la crisis financiera en verano de 2007 y su recrudecimiento en el verano de 2008 preparó las condiciones para que la crisis de sobreproducción y desplome de los beneficios surgiera a la superficie mundial a finales de 2008, extendiéndose hasta el presente.
Por vigencia del comunismo no debemos entender que esta fase de inicio de la verdadera historia humana pueda empezar ahora mismo, no. Debemos entenderla como la concepción vital que expresa que ninguna medida democrática, progresista y revolucionaria que se logre instaurar en el presente servirá de nada a medio y largo plazo si no va orientada hacia la destrucción de la propiedad privada de las fuerzas productivas, hacia la expropiación de los expropiadores, de la burguesía mundial, y hacia la instauración de la propiedad colectiva, comunal y comunista de las fuerzas productivas materiales y simbólicas. Esta concepción vital, este proyecto estratégico aparece expuesto en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848 como un criterio irrenunciable.
Solamente quienes pretenden suicidarse políticamente creen, al margen de todo juicio objetivo y dialéctico, que el comunismo puede instaurarse de la noche a la mañana. Una de las más amargas lecciones del fracaso de la URSS surge precisamente de la antimarxista tesis sostenida por el stalinismo de que el comunismo ya estaba en proceso de construcción nada menos que a mediados de los años ’30 del siglo pasado. Entonces ya hubo marxistas que demostraron lo erróneo y lo terriblemente peligroso de aquella creencia peregrina y nefasta. Más de setenta años después de aquella estupidez, el ideal comunista se presenta como un llamado urgente a la praxis revolucionaria en las condiciones actuales, que empeorarán, y que nos exigirán una coherencia decidida y serena, metódica, radical, firme y valiente. La vigencia del comunismo no es otra cosa, en suma, que la dialéctica entre los medios presentes y los fines futuros, evitando saltos en el vacío porque construimos sólidos puentes revolucionarios entre el hoy y el mañana. De palabra parece poco, mas en la práctica es mucho, lo es todo porque es lo decisivo: crear y expandir el poder popular.