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Pablo Antoñana, herir sin zaherir

Fuentes: Rebelión

Esto no es una necrológica. A mí me puso en una dedicatoria: «Que no se me pierda el inmejorable amigo…etc». Tal y como solicita, no lo pierde. Mientras lo conservemos en el latido del papel, mientras le releamos quienes pese a tenerle ley leímos sus novelas con envidia insana, nunca descansará en paz. No va […]

Esto no es una necrológica. A mí me puso en una dedicatoria: «Que no se me pierda el inmejorable amigo…etc». Tal y como solicita, no lo pierde. Mientras lo conservemos en el latido del papel, mientras le releamos quienes pese a tenerle ley leímos sus novelas con envidia insana, nunca descansará en paz. No va con su persona. 

Me condujo al valle recóndito de Lana a bordo de un ágil cuatrolatas cuya palanca de cambios horizontal metía y sacaba con su zarpa peluda. Como quien maneja riendas. Es Pablo un hombre hirsuto de pies a cabeza, el entrecejo le junta los párpados con las sienes y éstas con la boina que aquella tarde de ferragosto navarro se quitó porque el sol vertical agotaba.

Cuando le concedieron el Príncipe de Viana, mantuvo la txapela ceñida en el cráneo mientras Felipe de Borbón pregonaba sus virtudes, y hubo quien lo tomó como afrenta o al menos postura inconformista. Ignoran que, al igual que los árabes, en Euskal Herria los varones nos cubrimos en señal de respeto y viceversa. Jurisprudencia al respecto, la hay a manta.

Caballero cubierto

Durante los banquetes funerarios de antaño, los convidados permanecían con la gorra hincada. El maestro cantero don José de Chinchurreta, natural de Andoain, director de las brigadillas de vascos que en la mina abierta de Mingorria (Ávila) cuadraban los bloques de granito para edificar El Escorial, solía despachar con Felipe II sin hacerle sombreradas. Es el fuero del caballero cubierto, que de eso Pablo sabía mucho.

No era el Viana su primera distinción. Entre otros premios obtuvo en Madrid, 1961, el «Sésamo» de novela corta (hoy ‘roman fleuve’) con «No estamos solos». «La cuerda rota» fue finalista en el Nadal de 1962, no se publicó y ahora, no lo duden, irá a imprenta. Como otros muchos manuscritos suyos, varios de ellos premiados, meritorios pero por hache o por be rechazados.

Aunque presentaba originales a estos certámenes, prefería la literatura en acción y participó en proyectos como «Kantil» y «Pamiela», movidas literarias que lo recuperaron y extrajeron de su madriguera.

La Zuñiga de «Tasio»

Durante aquella excursión, digo, el bochorno le obligó a destocarse. En el asiento de atrás, Elvira, con qué hombre primitivo a fuer de delicado fue a casar esta belleza medieval, asustada como yo, que me lo callaba, le prevenía en balde de correr y derrapar por la angosta ruta y los puentecillos hendidos de baches por sobre riachuelos agitados que llevan a Galbarra, Viloria, Ulivarri y Narcué. En esta última villa confederada (Lana es una anfictionía de 230 habitantes) se estableció el hospital de guerra de Zumalacárregui; y de ahí fuimos a Gastiain, Atachuela e Irasabela para rematar el circuito en Zúñiga. Es Zúñiga tierra de nadie donde Tasio, el protagonista de la película, ejerce aún de furtivo y de carbonero de encina calcinada en txondorras. Todos, allí, son Tasio. Me dice un carbonero que atiza su pila de troncos humeantes: «Ya no se llama así, ahora es el Pueblo de Tasio».

Antoñana conocía bien, buen oído pese a los tufos que de él emergían como maleza de aspillera y que parecían taponarlo, el dialecto castellano enredado en vascuence viejo del enclave donde Armendáriz y Querejeta situaron y rodaron la película. Pablo convirtió aquel valle, ciego entre peñascos, en su República de Ioar. Es en vano que allí deslinden lo que llamamos Araba con Tierraestella y con el reino de Iruña.

Productor y director, me dijo, le pasaron el simplicísimo guión para que revisara los diálogos de modo que acentuaran el clima de islote en el océano peninsular donde transcurre la acción. Se ovacionó mucho el filme en el Festival donostiarra porque constituía el minimalismo humano de la intriga. El protagonista nace, crece, adolece, se enamorisca, va a la mili, se casa, junto con su esposa se reproduce y muere. Pablo retocó, pues, el guión con giros y palabras adecuados a la imagen. Con el vocabulario híbrido que aún habla de carriquiris, zabarrotes, chiringas o neskaundis; o de dedo medigual, o molindangas. Sin llegar a tanto, adecuó Antoñana sutilmente algunos párrafos. La pincelada del maestro. Su nombre no figura en los créditos; pero le creo.

La senda que junta Acedo con Galbarra serpentea hasta llegar a Zuñiga con la sierra de Lokiz al fondo, otra guarida del bandido moro Juan Lobo, a quien persiguen y queman en efigie en día de solsticio. Pero dimos media vuelta. Pablo, de nuevo a los mandos del troncomóvil, quiso llevarme hasta un monasterio con valiosos lienzos en sus peristilos y claustros, Convento que espero siga estando allí bajo la advocación de San Cristóbal y que dispone, cómo no, de innúmeras leyendas necrománticas.

La postguerra del padre Astete

Fue una tarde memorable, de dichos y avatares. De sombras de guerra civil, de postguerra agobiante; de la masacre traumática que el niño Pablo presenció durante la enésima carlistada del requeté en armas contra los rojos que pretendían fusilar a Cristo Rey, aullaban los capellanes. «Hay un padre Astete», me señala por escrito, «aprendido de memoria, olvidado después, muchas tardes de verano canturreándolo mientras mis amigos jugaban a la pelota o al marro. que me es imposible denunciar como tremendo castigo infligido sobre mí».

Le martirizaba esa crueldad reiterada, le corroían los inexplicables episodios sanguinolentos de los que fue precoz testigo. Los telediarios y teleberris que tres veces al día destrozan el idioma, sea el que sea, hablan de «víctimas inocentes». Como si las hubiese culpables. Ignorancia o lapsus. Puede que libro de estilo. Sabía Pablo que toda víctima, por definición, es inocente. El asunto, confesó, le torturaba: «Yo escribo para librarme de mí mismo. Llevo sombras, espectros, o yo qué sé qué imaginarias culpas que he de expulsar igual que demonios. Hay un 1936 metido entre hueso y hueso que no consigo arrojar».

De esas obsesiones, cierto, uno sólo se alivia mediante la literatura. Por eso se empeñaba en su práctica, hiriendo sin zaherir a la tribu a la que pertenece sin posibilidad de huida.

Su estilo se valía, como botín salvado del fuego, de inventarios y ajuares. Valiosísimos expedientes que estaban a su alcance como Secretario de Ayuntamiento que ha estudiado Derecho y conoce las posibilidades descriptivas, sintéticas, del lenguaje procesal.

No tiene epígonos. Se han empeñado en que la cultura descienda al nivel de la ignorancia en lo tocante a léxico, y no al revés. Se escribe con plantilla, sin emotividad.

Decía que Antoñana exorciza sus fantasmas como quien traga las pócimas de Petriquillo hechas de guernubelarras y buglosas que, aderezadas con opio, dicho curandero suministraba al antedicho Lobo de las Améscoas para que agonizase en paz. Petriquillo llegó a médico honorífico gracias al enchufe de varios mariscales surgidos del arado. «La literatura», confirma, «llegó más tarde y como remedio curativo a todos aquellos males que ya herían y no cicatrizaban. Escribir aminora el dolor, como esas píldoras o grageas para el momento; pero no mata el mal». También denuncia: «Había un hambre, una red de espías a nuestro alrededor que tenían mil ojos para mirarnos y mil cerebros para juzgarnos. Este es bueno, aquel es malo era la única filosofía que circuló entonces. No se nos dijo por qué. Cuando nos sumergimos en preguntas incontestadas todavía, llegamos a conclusiones dolorosísimas que aún nos supuran».

Un maniquí con casco

Profético. Habla de 1948; pero ésas sus percepciones siguen intactas. Es el sótano, más bien búnker de su casa de Los Arcos el refugio de su inacabable discurso, robándole horas al sueño y la holganza. Lo hace con tachones y enmiendas en una remington de oficina siniestra que tabletea como una metralleta y en rededor suyo se acumulan recuerdos y pichías antiguas en olor a carcomín y naftalina. A lo Gómez de la Serna, sólo que el maniquí de mujer llevaba por si acaso un casco de la guerra civil.

Papeles, documentos, mamotretos, hemerotecas de «El Pensamiento Navarro» y de la muy abundosa prensa de combate napartarra trepan por las paredes y baldas como hiedra en la muralla. Pocos asumen que fue uno de los promotores, en peligro porque muchos de los represaliados vivían, y porque los papeles municipales señalaban los lugares de infamia que los cuneteros, por entonces también en este mundo, cubrieron de ignominia, de la hoy llamada memoria histórica. Han aguardado a que casi todos fallecieran y ahora es moneda falsa para el voto y el guiñol de la controversia entre demócratas de pega. Cómo va a descansar en paz Antoñana, viendo que tanto arrebatacapas y advenedizo absorbe sus labores semiclandestinas, hoy oficiales y rentables.

El pueblo como magma

Insisto, no es que Pablo sea bueno, es la costumbre, porque se haya muerto. Es que lo fue siempre, con sus terribles rebotes y bufidos de tímido explosivo. Chispazos de ira porque la cultura y la sensibilidad son una maldición si los demás carecen de ambas y los poderosos se empeñan en que así permanezca el status-quo. Define: «Creo en el pueblo a condición de que al pueblo se le enseñe a leer, se le intoxique con la funesta manía de pensar y se le den montañas de libros para que los devore al igual que infatigable termita. Mientras tanto, el pueblo es barro, un pedazo de magma que moldea el primero que llega. Yo, al modo de los regeneracionistas, creo en la escuela antes que en otra cosa. Mientras no se consiga una educación libre, obligatoria y gratuita para todos, el pueblo será un apéndice de quienes suministran la cultura con fines bien conocidos desde hace siglos».

Añade: «La literatura no es de derechas ni de izquierdas; pero el escritor sí es o debe ser. El escritor debe estar en la vanguardia de la humanidad. Es escritor debe ser de izquierdas porque si es ‘el espejo pasado por el camino’ y se copia cuanto refleja, no cabe duda de dónde tiene que estar quien escribe».

La losa de César Borgia

Se define: «Vine a la tierra un veintisiete de octubre de 1927. Lugar de nacimiento: la ciudad de Viana y precisamente en la casa en que nació, vivió y murió el escritor integrista Don Francisco Navarro Villoslada. Este es un hecho, además de casual y coincidente, decisivo seguramente en mi vocación de escritor». También me confesó que la chispa de la narrativa saltó cuando, en una breve balconada de aquella mansión donde su padre ejercía de administrador o de contable, su madre le entretenía horas y horas con cuentos, crónicas improvisadas o recogidas de boca en boca según transcurrían las generaciones. Fue ésa la impronta básica de su necesidad de relatar como desfogue comunicativo. Acudí varias veces a sus dominios, y se quitaba las pantuflas de cuadros, de friolero; se calzaba botas y boina y paseábamos por Viana. Una Viana derruida y lamentable. Me señaló con sorna un taller con el rótulo: «Fábrica de Antigüedades». Meditamos ante la losa bajo la cual yace César Borja o Borgia, caído en batalla, descomulgado, exhumado de la iglesia e introducido luego en una hoya a la intemperie, bajo la calle principal, para que los viandantes la pisaran y los perros la mearan. Nadie se ha molestado en rehabilitarle, tampoco.