Como ha sucedido con otros, este excelente texto de Joaquín Miras (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=90964) es muy sugerente y me permito transmitirles algunas cosas que resultan de su lectura. Creo que Joaquín acierta plenamente al situar cronológicamente el auge de esa teoría kaustkista primero en el último tercio del XIX y de su derivado estructuralista en la décadas […]
Como ha sucedido con otros, este excelente texto de Joaquín Miras (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=90964) es muy sugerente y me permito transmitirles algunas cosas que resultan de su lectura. Creo que Joaquín acierta plenamente al situar cronológicamente el auge de esa teoría kaustkista primero en el último tercio del XIX y de su derivado estructuralista en la décadas de los años cincuenta y sesenta del XX , y acierta plenamente porque en ambos períodos el capitalismo como sistema de civilización, experimenta dos grandes transformaciones que paradójicamente niegan a la experiencia humana (entendida como equivalente a consciencia, tal como muy bien lo plantea Joaquín) su carácter histórico para permitir que esa misma experiencia lo naturalice, lo transforme en el producto obligado de la Naturaleza, en un resultado necesario del proceso comenzado cuando la primeros seres unicelulares iniciaron la larga cadena de la evolución.
1. La primera de esas transformaciones fue la experimentada por el capitalismo durante la Segunda revolución industrial, en la que el potencial tecnológico desarrollado, el cambio radical en los métodos de producción (primera estandarización y producción masa, taylorismo) y la necesaria imbricación de la producción con la ciencia produjeron en las sociedades que experimentaban esos cambios la idea de que el ser humano era capaz no sólo de imitar a la Naturaleza, sino incluso de enmendarla y mejorarla, y como no se podía ir contra la Naturaleza, el éxito del capitalismo con sus asombrosos hallazgos e invenciones técnicas y científicas (sólo basta pensar el impresionante avance en biología y medicina, así como en química y física que se produjo en el período a caballo del XIX y el XX, antes de 1914, para comprender el embeleso que ello producía entre burgueses pero también en el imaginario de las clases subalternas ) debía hallarse en su esencia completamente natural, su funcionamiento un apartado más de las leyes que regían el universo. No es casual que en esta época H.G. Wells escriba «la isla del Dr. Moreau» (1896), o que Galton, primo de Darwin inicie sus reflexiones sobre la eugenesia, o que el materialsimo vulgar desembocara en un desenfrenado panteísmo como el que portagonizó Ernst Haeckel en Alemania, en la que la Divinidad derrocada por Darwin era sustituída por el principio materia-energía como el origen y razón de todas las cosas, y hasta el pensamiento era equiparado a «una secreción» del cerebro, del mismo modo que la orina lo era de los riñones como hizo Karl Vogt (el mismo que recibió una dura crítica de Marx en forma de libro). Ciertamente, al menos desde el neolítico, el ser humano es capaz de incidir colectivamente en el medio natural, pero es una característica de la civilización del capitalismo que se haya adquirido consciencia de esa capacidad humana de incidencia. Creo que esa gigantesca transformación produjo dos impactos que se registraron en la praxis y se convirtieron en discurso.
1. El primero, fue la eficacia con que esa «nueva economía» producía innumerables riquezas materiales junto con la profundización de las diferencias entre la prosperidad de unas minorías y la miseria y padecimiento de la mayoría. Para quienes creían que el capitalismo era una estación obligada de la evolución humana, la explicación del contraste no se debía achacar al sistema social y político dominante sino a la «diferente» aptitud biológica de unos y otros sectores sociales, lo que daba respaldo al fuerte darwinismo social de la época.
2. El segundo fue la pérdida de fundamento material, en el sentido fuerte que plantea Joaquín, práxico, de la capacidad de los obreros de autogestión de la organización de la producción, un fuerte componente de la cultura artesana precapitalista que subsistía en los intersticios del capitalismo impulsado por la Primera revolución industrial, capacidad a la que se refería Bill Haywood, líder anarcosindicalista de las IWW que el obrero «… guardaba bajo su gorra la mente del gestor», al producirse durante la Segunda revolución lo que sería la etapa culminante de la alienación, y que fue el último paso de la separación de los trabajadores de los medios de producción: la pérdida de la capacidad de concepción de la totalidad de su actividad y el control de su ritmo, con la llegada del taylorismo con su porpuesta de separar la concepción, que sería transferida a la dirección de la empresa, de la ejecución del trabajo, que sería lo último que le quedaría a un trabajador completamente heterónomo. No hay que olvidar que el gran «hallazgo» de Taylor fue no la división del trabajo y la simplificación de los procesos complejos en movimientos simples, sino en transformar el saber artesano complejo en un trabajo de autómatas. Con esa «revolución» capitalista, se perdió por lo tanto algo que había sido patrimonio de la cultura obrera de matriz artesana, esa que describía con tanta precisión Sewell en Francia o Thompson en Gran Bretaña, y que era la convicción de que los patronos eran algo impuesto, innecesario para la adecuada realización del trabajo, la pregunta ¿para qué sirven los patronos? Se vio sustituida por la «necesidad de los cuadros técnicos, aunque procedan de la burguesía», afirmación que se planteó la socialdemocracia, todavía en vida de Engels, y que sería debatida en la revolución rusa. Dice Joan con mucha razón que para el otro paradigma marxista, el minoritario, en el que queremos reconocernos, podemos contar con un conjunto de pensadores valiosos pero no extenso, y entre ellos medio Lenin, y es cierto porque hay un Lenin que defiende el taylorismo, es el que a pesar de su polémica con Kautsky todavía no se ha desprendido del todo de su influencia, pero hay el Lenin que critica al taylorismo y el que denuncia el neomaltusianismo que estaba influyendo en ciertos sectores del movimiento obrero. Por lo tanto ya tendríamos una primera e incipiente mutación ideológica en ese período de paso de un siglo al otro en el cual el proceso revolucionario pasa por el cambio de las relaciones de propiedad (propiedad social o estatal en lugar de propiedad privada) sin cuestionarse ni la forma ni los objetivos de la producción capitalista. Evidentemente no hago aquí ninguna referencia a una presunta «ciencia proletaria» que debería sustituir a la «ciencia burguesa», sino simplemente a la posibilidad de decidir democráticamente qué, como y para qué se produce, en base a la información científica disponible, en lugar de que la decisión sobre esos tres aspectos sea el producto una estructura autoritaria.
2. la segunda transformación fue la experimentada durante los «25 o treinta gloriosos años» del capitalismo de la segunda postguerra, en el cual la experiencia de que podía haber un capitalismo en el cual mejoraran notablemente las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera sin modificar las reglas y objetivos fundamentales del sistema capitalista pareció posible y alcanzable transformándose en el segundo paradigma obligatorio que debían recorrer todos los países para llegar al mundo desarrollado. Ya no bastaba con sustituir la industria de bienes de consumo por la de bienes de producción, sino que debía conseguirse un círculo virtuoso, un automatismo en el cual el crecimiento de la capacidad masiva de consumo garantizara un crecimiento y desarrollo de la economía que no significaba más que de la acumulación incesante del capital, ahora sin las trabas de guerras europeas ni crisis como la de 1929. Fue el segundo fenómeno que reforzó la concepción de cierto automatismo, de cierto evolucionismo en el progreso social hacia una sociedad no capitalista, de cierta garantía de que jamás se iba a retroceder, a volver a las pautas de producción y explotación del pasado, y que definitivamente se había entrado en el camino de la modernidad y el desarrollo sin fin que culminaría con un paso prácticamente indoloro al socialismo. Falta un dato en este escenario, y e que como dice muy bien dice David Anisi en su libro «Creadores de escasez», el Welfare State occidental (que en realidad afectó a una parte y no la totalidad del planeta, parte de Europa, USA y Canadá, varios países de América Latina, en concreto Argentina, Chile y Uruguay) fue impensable sin 1917, y es cierto. El problema es que si el movimiento obrero pensó que 1917 era el acicate que obligaba al capitalismo occidental a buscar la posibilidad de un capitalismo «de rostro humano», la objetivación del socialismo intentaba emular y «superar» al paradigma capitalista, con casi sus propias armas. Por otra parte como muy bien opina Ferran Gallego, gosando a Passolini, el movimiento obrero occidental renunció al cambio cultural necesario para afrontar el proceso emancipatorio, por la acomodación favorable a la curva ascendente de Kondratieff, ello n o es poco porque sectores importantes de la clase obrera en determinados países vieron mejorados sus niveles de vida aunque siguieran explotados, y evidentemente esto que opino no es un reproche, sería absurdo y estúpido por mi parte hacerlo, simplemente es un intento de reconocimiento de los factores que fueron produciendo cambios culturales cuya magnitud recién ahora estamos comenzando a aquilatar. La crisis de los años setenta con la ruptura de ese Welfare State, marcó el final de esa etapa que parecía infinita y abrió otra, la que hoy padecemos. Pero el resultado no fue sólo el producto de un cambio en los modos de cumulación capitalista y el paso de un capitalismo regulado y redistribuidor a un capitalismo des-regulado y desquiciador, sino que para realizar ese paso de uno a otro se promovieron políticas brutales como las dictaduras genocidas de Argentina, Chile y Uruguay (no es casual que la demolición del Welfare State comience por su «eslabón más débil» o sea las sociedades que en América Latina habían adquirido un perfil de prestaciones sociales en muchos casos similar al de países europeos, instaurándose en bajo Videla, Pinochet y Bordaberry tres dictaduras sangrientas que impulsaban programas de desregulación social y económica que consagraron en esos países, antes que en otra parte las prácticas de precarización e hiperexplotación que serían poco a poco omnipresentes en la fase actual de capitalismo hiperglobalizado y descontrolado. Tampoco se llevaron con paños tibios políticas agresivas con el movimiento obrero en el desmantelamiento de los Welfare State en USA con Reagan y Gran Bretaña con Thatcher, aunque no llegaran a los niveles de criminalidad con que se aplicaron en Argentina, Chile y Uruguay. Como dice Ellen Meiksins Wood, en los años setenta se comprobaron los límites del capitalismo «con rostro humano» y que éste como otros aspectos era una simple contingencia histórica y no el resultado de quien sabe que leyes naturales.
3. Evidentemente toda generalización, y máxime esta qu estoy haciendo de prisa y corriendo corre el riesgo de dejar fuera cosas importantes, y soy consciente, pero el debate me parece necesario. Ya que lo que vengo a decir es que desde una perspectiva histórica no es una derrota súbita la que ha sufrido el movimiento obrero, sino que la transformación antropológica a la que hace referencia Santiago Alba en su entrevista, no es definitiva, es una etapa que asienta en otros procesos de cambio de la perspectiva con que las clases explotadas afrontan y han afrontado su cotidianeidad.