Resulta cuando menos curioso constatar que la utilización que hacían los escritores románticos de la lengua como argamasa de la unidad nacional y expresión colectiva del pueblo, es la misma táctica engañosa que pretenden hoy los obispos con la utilización de la religión. Las propiedades vitamínico-espirituales, sociales, políticas, que se atribuían en el romanticismo a […]
Resulta cuando menos curioso constatar que la utilización que hacían los escritores románticos de la lengua como argamasa de la unidad nacional y expresión colectiva del pueblo, es la misma táctica engañosa que pretenden hoy los obispos con la utilización de la religión.
Las propiedades vitamínico-espirituales, sociales, políticas, que se atribuían en el romanticismo a la lengua popular las atribuyen los obispos ahora al numen religioso, cayendo de nuevo, esta vez de forma reincidente y a sabiendas, en un fundamentalismo integrista que tiene todos los sabores del fracaso por adelantado.
La ideología secularizada, nacida de la Ilustración, utilizó el comodín de la lengua para hacer de ella el elemento fundamental de la unificación, no sólo política y social, sino también espiritual. Es verdad que las reivindicaciones de la lengua por parte del nacionalismo burgués no lo eran estrictamente por cuestiones lingüísticas, porque de haberlo sido, seguramente no habrían ofrecido tanta resistencia al ridículo y al sarcasmo.
Sucede lo mismo ahora con la religión. Se le otorgan unas funciones sociales, políticas y psicológicas que rompen cualquier tipo de equilibrio con el principio de causalidad. La religión para lo que menos sirve es para rezar a Dios, y sí para atacar cualquier tipo de ley de derechos establecida por el gobierno socialista correspondiente. La religión es más importante por la supuesta función de cohesión social, política y económica que cumple por los réditos individuales que otorga a quien tiene la voluntad de establecer con Dios una relación de piedad. Sirve, incluso, para salvar la unidad de la Patria, considerada por la jerarquía eclesiástica, como «un bien moral», que ya es apuntar alto.
El lenguaje, en tiempos románticos, no sólo era un instrumento de comunicación, sino, mucho más importante, la vía ideal para la configuración mental y espiritual de sus hablantes. El Grim, autor de la primera Gramática de la lengua alemana (1848), sugería la existencia de «un tipo de alteración fonética muy particular de la lengua alemana», y que para explicarla había que hacerlo de forma «menos física que espiritualmente».
Arturo Campión, con ecos de este Grim, llegaría a sostener que «si los sonidos de un idioma, como otros elementos fisiológicos, pueden servir de indicaciones del carácter moral de un pueblo, diré que, a mi juicio, los de la lengua euskara revelan perfectamente el temperamento de la gente baska, que de ordinario vive tranquila y reposada entre labores, rezos, cariños y canciones, pero que sabe, cuando alguien la hostiga o ataca, trocar peñascos en máquinas de guerra y arados en espada». De ahí que concluyera: «Cambiar de lengua es cambiar de alma». Y lo mismo cabría decir de la fe: renegar de ella sería morir.
En el discurso teológico y conservador, lengua y religión se convertirían en aliados afines para defenderse de las acometidas del liberalismo o de la Ilustración, curiosamente el movimiento que había creado aquel humus nutricio ideológico, lleno de esencialidades, reduccionismos y, en última instancia, idealismos de pacotilla.
Sería injusto y lesivo reducir este tipo de análisis a cerebros más o menos ultramontanos y cerrados. Lo cierto es que este discurso romántico sigue vigente en la actualidad desde perspectivas muy variadas encontrándote la liebre saltatriz del disparate en la mata que menos esperabas.
Alex Grijelmo, antiguo redactor jefe de «El País», en su libro «Defensa apasionada del idioma español», criticaba de esta forma el uso de anglicismos en el castellano: «La siega indiscriminada de palabras propias puede acabar con aquellas que, semiocultas en el huerto, dan la verdadera medida de nuestra manera de entender la existencia, forjada durante siglos y de la que somos herederos. Por ejemplo, un anglosajón escribiría literalmente que `saca placer’ al contemplar una película; pero un hispano nunca la emplearía, sino `recibir placer’ o `sentir placer’ tal vez por obtener placer. (…) Nosotros concebimos el placer como algo que se recibe, que llega con naturalidad a nuestros sentidos, y lo entendemos así quién sabe si por la influencia de aquellos árabes españoles que supieron cultivar el humanismo y el gusto por la vida. El genio del idioma inglés ha querido, sin embargo, que sus herederos piensen -y, por tanto, sientan- que el placer ha de sacarse, extraerse de algo, lo que implica un cierto esfuerzo que no casa con la idea de placer como `placer absoluto’ que nosotros hemos incorporado a nuestra piel».
El periodista sostiene que las palabras pertenecen a las personas que las emplean; que existe una unidad de carácter y de sentimientos entre las personas que hablan el mismo idioma, no sólo en España sino también en Hispanoamérica; y que dicha unidad, además, es estable en sus características fundamentales a través de los siglos, y que dicha unidad, también, pertenece, milagrosamente tenía que haber añadido, en la lengua y en los hombres y mujeres que la hablan.
Desde luego, no será fácil encontrar en tan pocas líneas un conjunto tan falso como esencialista de lo que sea la lengua y sus hipotéticos efectos unificadores y, al mismo tiempo, diferenciadores. Si alguien hubiera aplicado dichos disparates al euskara o al catalán, seguro que a esas horas estaría más que fumigado.
En una entrevista, G. Steiner asoció la magia o misticismo de la lengua vasca con lo que pasa en el País Vasco, sugiriendo que los fonemas vascos son mucho fonema. Es decir, si algunos vascos eran muy malos, no lo eran en última instancia por cuestiones menudas de la política, sino por una causa mucho más transcendental: el enigma de la lengua y la influencia misteriosa en su psique. Si los políticos gubernamentales niegan que el terrorismo sea un problema político, no es de extrañar que haya estudiosos que terminen, como Steiner, atribuyéndolo al sistema vocálico del euskara.
El escritor gallego Suso de Toro arremetió contra la viga de Steiner afeándole su conducta fundamentalista y diciendo justamente que usaba «una gramática racista». Pero De Toro no parece encontrarse muy lejos de Steiner cuando aseguraba que «existimos las personas pero también las colectividades, con voluntad psíquica y propia». Que es lo que decía Hitler del pueblo alemán.
Estaría bueno investigar si el origen o el trasfondo de estos reduccionismos, procede del humus nutricio de la religión. Mientras llegan esos análisis, cabría apuntar que la jerarquía eclesiástica actual, sobre todo Rouco y Cañizares, utiliza la religión siguiendo el mismo esquema explicativo romántico de la lengua.
Lengua y religión se siguen manipulando como comodines descriptivos del comportamiento individual y colectivo de las gentes. Tanto que se afirma sin rubor que somos la lengua que hablamos y la religión que rezamos. Sin matices de ningún tipo. Así que no le demos más vueltas a la noria explicativa de los fenómenos sociales. La causa de que actuemos de un modo concreto, individual y colectivamente, está en la fe y en la fonética.
http://www.gara.net/paperezkoa/20090918/157197/es/De-lengua-religion