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La ciencia de cara a la pobreza, 10 años después

Fuentes: Prensa latina

Hace justamente 10 años, en el verano de 1999, tuvo lugar la Conferencia Mundial sobre la Ciencia, convocada por las dos organizaciones internacionales mejor calificadas para hacerlo. Hablamos del Consejo Mundial de la Ciencia (ICSU), integrado por las principales organizaciones científicas internacionales en los campos de las ciencias formales y naturales, así como por los […]

Hace justamente 10 años, en el verano de 1999, tuvo lugar la Conferencia Mundial sobre la Ciencia, convocada por las dos organizaciones internacionales mejor calificadas para hacerlo. Hablamos del Consejo Mundial de la Ciencia (ICSU), integrado por las principales organizaciones científicas internacionales en los campos de las ciencias formales y naturales, así como por los cuerpos nacionales representativos de los científicos de cada país, y la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).

Por entonces, muchas de las mentes más lúcidas del mundo científico se esforzaban por avizorar los retos y oportunidades que el nuevo milenio habría de traer para la humanidad. En el período preparatorio se realizaron varios ejercicios de pensamiento integrador y prospectivo que trataban de brindar argumentos y tesis a las deliberaciones que tendrían lugar en la citada Conferencia Mundial. Desde 1979 no se realizaba un evento de esas características cuyo objetivo fuera, dicho a grandes rasgos, correlacionar en la perspectiva el avance científico y el bienestar de las personas, pueblos y países. Pocos recordaron entonces que poco o nada se había cumplido de los acuerdos de la llamada Conferencia de Viena de 1979, que había tenido por lema el de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo.

Los cambios políticos y económicos ocurridos a fines del siglo XX a nivel internacional oscurecieron cualquier análisis serio de la absoluta inconsecuencia mostrada por los países ricos en la puesta en práctica de las decisiones de 1979.

Desde mi punto de vista, los elementos que presidían los preparativos de aquel cónclave a las puertas del nuevo milenio se enmarcaban en dos grandes vertientes.

De un lado, el fin de la «guerra fría» se interpretaba por no pocos entusiastas del capitalismo como un despejado porvenir de redobladas ganancias, progresos tecno-científicos inauditos y multiplicados negocios.

Desde otra vertiente, se multiplicaban los llamados de alerta cada vez más enérgicos, por parte de los científicos, acerca de los daños irreparables que el modo de producción capitalista en su versión neoliberal (aunque no lo identificaran así) estaba produciendo sobre los sistemas de sostén de la vida en nuestro planeta y la imposibilidad de continuar por ese camino.

Fueron muchos los eventos previos al conclave científico mundial cuyos aportes cabría comentar. Por ejemplo, en la primavera de 1999 la mesurada Academia de Ciencias Pontificia convocó durante una «semana de estudio» a miembros relevantes y expertos invitados con perfiles atinentes para examinar un tema crucial: «ciencia para la supervivencia y el desarrollo sostenible». Al revisar las memorias de aquel encuentro me resaltan como vigentes varias ideas expresadas por el profesor Peter H. Raven, una de las autoridades indiscutidas a nivel internacional en materia de biodiversidad, bien conocido por los colegas cubanos por su disposición hacia el intercambio respetuoso. Según recogen las Memorias del citado evento, Raven subrayó con gran fuerza cómo los argumentos globales pueden resultar inoperantes a menos que las personas lleguen a percibir la crisis (se refería entonces a la ecológica) como algo que «incide de modo dramático y atemorizante sobre la vida de las personas». Razonaba el notable académico que al llegar a tales extremos podría ser, sencillamente, demasiado tarde. Proponía «cambiar nuestra ética y nuestros valores» a fin de que, entre otros logros alcanzables «lleguemos a entender que al cambiar seremos personas más felices y garantizaremos un futuro decente para nuestros hijos en un planeta más saludable…»

Como parte del mismo análisis, el distinguido científico estadounidense consideraba absolutamente indispensable aplicar plenamente la ciencia y la tecnología en los esfuerzos de toda la humanidad por lograr la sostenibilidad global aún cuando -para expresarlo en sus propias palabras- «está muy claro que ellas por sí solas no serán suficientes». Respaldaba esperanzado la tesis recién expuesta por entonces, en una muy conocida revista científica, por la distinguida bióloga estadounidense Jane Lubchenko. Esa tesis, bastante divulgada y comentada en los medios científicos internacionales, se conoció como el «nuevo contrato social para la ciencia». La misma incluía elementos positivos como que los científicos habrían de ocuparse de las necesidades más urgentes de la sociedad, comunicarían ampliamente sus conocimientos y su modo de comprender las cosas, con el fin de mejor informar las decisiones de la sociedad.

Por demás, habrían de hacerlo ejerciendo buen juicio, sabiduría y humildad.A cambio de ello, naturalmente, se reclamaba un mayor espacio y respaldo por parte de la sociedad hacia los científicos y sus instituciones. Otro documento de entonces, del cual me cupo en suerte ser partícipe, abordó también, aunque con otros matices, la cuestión de la ciencia y sus tareas. Se trata del que recogió el resultado de la Reunión Regional de Consulta de América Latina y el Caribe, que fuera convocada por UNESCO como parte de la etapa preparatoria de la cita mundial.

Aquel encuentro tuvo como sede Santo Domingo y los distintos giros y tonos de sus deliberaciones se proyectaron en un esfuerzo de «adelanto» en la sustentación de tesis de signo progresista, las que al cabo fueron cuidadosamente formuladas y recogidas en su Declaración Final. La reunión latinoamericana y caribeña tenía lugar también en la primavera de 1999, en los días previos al citado evento en el Vaticano. La que fue llamada «Declaración de Santo Domingo» reconoció ante todo que la aplicación de los avances científicos podía ser -y de hecho lo había sido no pocas veces- causa de deterioro ambiental y fuente de desequilibrio y exclusión social.

El texto es categórico al expresar que «un uso responsable de la ciencia y la tecnología» podría revertir esas tendencias indeseables, lo que demandaría un «esfuerzo conjunto genuino» entre los que poseen las mayores capacidades en estos órdenes y aquellos que «enfrentan los problemas de la pobreza y la exclusión social». En su introducción, el citado documento enfatiza que, «en síntesis, un nuevo compromiso (contrato social) de la ciencia debería basarse en la erradicación de la pobreza, la armonía con la naturaleza, y el desarrollo sustentable».

Como reflejo de un amplio consenso, se alertaba de que «el poder que la ciencia y la tecnología ofrecen es tan enorme que uno de los desafíos mayores de nuestro tiempo es el problema del control social de la ciencia y la tecnología y su adecuada utilización, considerando integral y explícitamente sus dimensiones humana, cultural, social, política, ambiental y económica».

Si me he permitido una tan larga cita textual es porque me parece que mantiene, al día de hoy, plena vigencia.

Han transcurrido 10 años desde que, poco después de aquel encuentro regional, los representantes de gobiernos y organizaciones científicas reunidos en la Conferencia Mundial en Budapest convinieran en que el desarrollo tecnológico debía «orientarse resueltamente hacia modos de producción seguros y no contaminantes, una utilización de los recursos más eficaz y productos más inocuos para el medio ambiente».

Al decir del recordado maestro andalusí Ibn Rushd, profesor de filosofía, matemáticas y medicina del siglo XII n.e. y conocido habitualmente como Averroes por la transliteración castellana de su nombre árabe, «cuatro cosas no pueden ser ocultadas por largo tiempo: la ciencia, la estupidez, la riqueza y la pobreza.»Aunque enunciada en un contexto distante, la advertencia puede guiar nuestro examen de lo poco alcanzado y lo mucho pendiente al cabo del decenio transcurrido.

Si nos acercamos al tema de la pobreza y la riqueza, ésta es lamentablemente más visible hoy que nunca antes, pese al elocuente enunciado de los llamados Objetivos del Milenio formalmente adoptados por las Naciones Unidas. En un libro publicado bajo el sugerente título de «El fin de la pobreza«, el conocido economista estadounidense Jeffrey Sachs enmarca a los pobladores del planeta en cuatro grandes estratos. El primero de ellos, integrado por unos mil millones de personas es el mundo de altos ingresos, formado esencialmente por Estados Unidos, Europa, Japón, algún otro país desarrollado y enclaves aislados de riqueza en el resto del mundo.

Un segundo estrato lo componen unos 2.500 millones de personas considerados como de ingresos medios, en la medida que cuentan con capacidad de consumo y alguna capacidad de ahorro y que incluye, por ejemplo, a los trabajadores indios involucrados en la floreciente industria de las tecnologías de información y telecomunicaciones. Cerca de 1.500 millones de habitantes de países como Bangladesh son pobres, aún cuando ciertamente viven algo por encima de la mera subsistencia. Estas personas pasan sistemáticamente por penurias económicas y no cuentan con infraestructura básica en sus viviendas, como medios de aseo o instalaciones sanitarias.

De cualquier modo, ellos clasifican por encima de la definición de pobreza extrema. En esta última y dramática situación se consideran incluidos unos MIL MILLONES de personas que afrontan todo tipo de problemas: de hambre, de salud, y al decir de Sachs, ni siquiera logran poner un pie en el primer peldaño de la escala del desarrollo. Son los «más pobres entre los pobres» y virtualmente todos viven (¿?) en países en desarrollo. Estos desdichados protagonizan la «miseria extrema». Estos «pobres extremos» se caracterizarían, siguiendo la descripción de Sachs, por no tener capacidad alguna para ahorrar, ni para intervenir o acceder al comercio. Carecen de acceso a la tecnología; padecen enfermedades que limitan su productividad y degradan su entorno inmediato por necesidad de subsistencia, etc., para resultar atrapados en lo que el citado autor denomina «la trampa de la pobreza».

Como resultado de su pormenorizado análisis, que no necesariamente compartimos en todas sus facetas, este preocupado economista enuncia ocho pasos que considera indispensables para erradicar la pobreza extrema. Dos de ellos coinciden plenamente con las alertas de los científicos 10 años atrás: utilizar plenamente la ciencia a escala global y promover el desarrollo sostenible. Una elocuente cita de quien el poeta R. Tagore conceptuó «alma grande» (Mahatma) me ha asaltado durante la preparación de estas líneas, mientras releía y subrayaba estos y otros documentos conceptuales elaborados una década atrás. Al decir de Mohandas K. Gandhi: «el mundo proporciona lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada persona, pero no la codicia de cada persona».

Las noticias cotidianas nos reflejan cuán lejos estamos aún de atender tan juiciosas razones. Tengo ante mis ojos una información brindada a mediados de septiembre por la vicesecretaria general de la ONU, Asha-Rose Migiro, que denuncia la falta de compromiso de los países desarrollados para apoyar la superación de la pobreza extrema y combatir el hambre. Según el informe, la ayuda total concedida a países más atrasados por la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo) no alcanza siquiera a la mitad del 0,7 por ciento de su PIB establecido por acuerdo de la ONU como monto de asistencia al desarrollo.

El mundo capitalista se debate en una muy severa crisis y sin embargo, como bien apuntan en un reciente artículo J. Torres López y A. Garzón Espinosa: «Desde el primer día en el que emergiera esta crisis, los gobernantes y altos mandatarios de la economía mundial han dedicado sus esfuerzos a combatir las consecuencias y no las causas de la misma». Por si fuera poco, el egoísmo de los países ricos dilata desesperantemente la adopción de medidas eficaces para detener en lo posible el deterioro ambiental y sus nefastas consecuencias.

A todas luces, no sólo la injusticia sino también la estupidez subyacente en el sistema imperante de producción, apropiación y consumo se hacen cada vez más visibles. Razón tenía Averroes.

* Científico cubano colaborador de Prensa Latina.

Fuente: http://www.bolpress.com/art.php?Cod=2009092701&PHPSESSID=caea86b544fc8253d2798e2c358813dc