La extensión del sistema de explotación capitalista de la tierra hacia las latitudes más australes de América se efectuó a partir de la apropiación violenta del espacio y de la destrucción de la profunda cosmovisión aborigen. Con el tiempo, la mal denominada «Campaña del Desierto» se transformó en símbolo representativo de tantos otros genocidios efectuados […]
La extensión del sistema de explotación capitalista de la tierra hacia las latitudes más australes de América se efectuó a partir de la apropiación violenta del espacio y de la destrucción de la profunda cosmovisión aborigen. Con el tiempo, la mal denominada «Campaña del Desierto» se transformó en símbolo representativo de tantos otros genocidios efectuados por el mundo ilustrado y desarrollado contra los pueblos aborígenes. No son pocas las voces del propio poder cívico-militar que la ejecutó las que reconocen la bestialidad de la incursión. No obstante, permanece incuestionada en su verdadera dimensión, quizá por haber sido realizada en pos del modelo de relación sujeto-medio hoy dominante en la zona pampeana.
Construir las tierras del sur argentino como espacio económico-productivo de acuerdo a los parámetros europeos requirió de la imposición de las rejas (ya no la tierra como lugar de la vida, sino como sustento de un sistema productivo generador de riqueza privada); del reloj (el tiempo lineal sustituyó el circular, fundamento aborigen de la armonía hombre – mundo); de los rieles (medios indispensables para el tráfico de dichas riquezas, y que a futuro pasarían a considerarse emblemas del «progreso gringo»).
Y Julio A. Roca allanó el camino para esto. Ejecutó su proyecto con tal vehemencia que la empresa militar de 1879 se ha constituido con el tiempo en un relato-símbolo -una «muestra»- de todo lo efectuado por el entonces aún naciente Estado nacional contra los pueblos de la tierra.
Contradiciendo a quienes la relativizan y desestiman, certificando su ferocidad, de entre aquellos mismos que cantan loas a la «gesta del sur» se alzan voces que reconocen -incluso, celebran- lo caníbal del proyecto. Nada mejor que recurrir a estas palabras, pronunciadas desde el propio poder cívico-militar cuanto de sus simpatizantes, para demostrar que la calificación de la incursión al sur como «genocidio» no corresponde al estante de las leyendas mal intencionadas.
Por ello, este recorrido documental que por momentos trasciende las escisiones espaciales y temporales que separan entre sí los diferentes testimonios convocados. Hechos que igual se unen en el propósito de legitimar la campaña de exterminio aborigen.
Alguien que viviera unos treinta años después de la incursión en General Roca, parte del territorio conquistado, reconoce y justifica el aniquilamiento de las sociedades ancestrales. Dice con tinte glorificador: «Y efectivamente; un día vieron las indiadas avanzar a pie a los cristianos armados de un fusil que disparaba y disparaba incesantemente. No más combates a caballo, no más revoloteo de lanzas y de bolas! Una lluvia de proyectiles detuvo en su carrera a la horda montada y pataleante, apagando sus aullidos. Se acabaron los malones; las tolderías fueron pasto de las llamas y las tribus desechas, para siempre, repartidas y disgregadas en sus territorios más lejanos. La mujer blanca pudo vivir tranquila en su casa de campo sin miedo a verse convertida en manceba de un indio sucio y borracho. No se repitió más la vergüenza de que algunas damas de excelente educación y honrosa cuna fueran a acabar su triste vida en un campamento de salvajes, embrutecidas por el dolor y la afrenta, como bestias de carga y procreadoras de mestizos. […] Esto ocurrió en la Argentina antes y después del fusil Remington». [2]
La intensión de este buen cristiano civilizador, como se ve, no es denunciar lo monstruoso de la «epopeya patagónica». Tampoco quien lo cita en el escrito de «homenaje» a las acciones de Roca, pues antecede los términos referidos distinguiendo a su autor como «sabio», «ilustre viajero» y «orgullo de las letras hispánicas» [3] .
Con el mismo tenor festivo y solemne se suma a la celebración del primer centenario de la matanza esta expresión: «Las diezmadas y perseguidas tribus pampeanas, saqueados sus pajizos aduares, se habían refugiado en la geometría triangular del territorio neuquino […] El Coronel Conrado Villegas, en quien había caído la responsabilidad del exterminio o la reducción total de las tribus indómitas, instaló su comando en Fuerte General Roca, y desde allí, planeó las operaciones que terminarían impostergablemente con el imperio bárbaro. Los comandantes Vintter, Uriburu, Racedo, Levalle y Lagos al frente de sus divisiones, desmenuzaron sistemáticamente los reductos indígenas. En aquel desolado panorama de nieve, viento y pedregal, donde la luna todavía tenía el color del cobre incaico, se sucedieron episodios homéricos, quizá sin parangón en la antología del heroísmo» [4] .
La campaña materializada en el sur responde al establecimiento de límites arbitrarios para la todavía indefinida nación argentina. El General Julio A. Roca, por entonces Ministro de Guerra y Marina, decide reflotar los proyectos ya existentes de empujar las fronteras de la República hacia el Río Negro. Sin parlamentos, sin tratados de paz, sin fosas divisorias, sin líneas de fortines: se debe asestar un golpe rápido, sorpresivo, definitivo, que sustituya el método de las ocupaciones sucesivas que se venía aplicando.
La novedad otorgada por Roca a la limpieza implacable será la envergadura y la sistematicidad del asesinato. Muchos años antes de su expedición, en 1826, Rivadavia ya había contratado al coronel alemán Friedrich Rauch para eliminar a los indios ranqueles que vivían en las llanuras pampeanas. En uno de los partes militares del germano se lee: «para ahorrar balas hoy hemos degollado a 27 ranqueles» [5] .
Llegado 1878, Roca necesitaba consenso político y financiación gubernamental para su proyecto. Por esto envía un mensaje al Congreso de la Nación, refrendado por el presidente Nicolás Avellaneda, en el cual argumenta que: «Es necesario […] ir directamente á buscar al indio en su guarida, para someterlo ó expulsarlo […] Hasta nuestro propio decoro como pueblo viril nos obliga á someter cuanto antes, por la razón ó por la fuerza, á un puñado de salvajes que destruyen nuestra principal riqueza y nos impiden ocupar definitivamente, en nombre de la ley del progreso y de nuestra propia seguridad, los territorios mas ricos y fértiles de la República. […] Tenemos seis mil soldados armados con los últimos inventos modernos de la guerra, para oponerlos á dos mil indios que no tienen otra defensa que la dispersión, ni otras armas que las lanzas primitivas, y, sin embargo, les avandonamos toda la iniciativa de la guerra permaneciendo nosotros en la mas absoluta defensiva, ideando fortificaciones, como si fuéramos un pueblo pusilánime, contra un puñado de bárbaros» (sic.) [6] .
Terminada esta primera etapa de la Campaña -la cual será continuada con Roca dirigiendo desde la presidencia que le llega casi como un premio a sus acciones- el General envía un informe al Congreso en el cual enumera una cantidad de 14.172 indios muertos, reducidos o prisioneros [7] . Si por genocidio se entiende el exterminio sistemático de un grupo étnico, el propio militar asume aquí el que acaba de realizar en el lejano «desierto».
En el mismo mensaje, con gozo y júbilo agrega: «El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así libres para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero» [8] .
Pero el resultado del proyecto no significó sólo la felicidad del General, sus tenientes, coroneles y soldados. El intelectual Estanislao Zeballos expresó con su pluma poco después de las acciones: «El rémington les ha enseñado a los salvajes que un batallón de la república puede pasear por la pampa entera dejando el campo sembrado de cadáveres» [9] .
Como se interpreta, la eliminación sistemática del aborigen no era ni idea nueva ni sueño de pocos. Sarmiento, por caso, dejó claras sus intensiones en diversas ocasiones antes de la Campaña: «¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado» [10] .
Y en Buenos Aires el diario «La Tribuna» alentaba en 1870: «para acabar con el resto de las que fueron poderosas tribus, ladrones audaces, enjambre de lanzas, amenaza perpetua para la civilización, no se necesita ya otra táctica que la que los cazadores europeos emplean contra el jabalí. Mejor dicho contra el ciervo. Porque el indio es ya sólo un ciervo disparador y jadeante. Es preciso no tenerle lástima» [11] .
Otro ejemplo del pensamiento extendido en la época quedó testimoniada por Juan Bautista Alberdi. Quien también diera vida a la Constitución Nacional escribió: «No conozco persona distinguida de nuestras sociedades que lleve apellido pehuenche o araucano. ¿Acaso alguien conoce a algún caballero que se enorgullezca de ser indio? ¿Quién de nosotros acaso casaría a su hermana o a su hija con un indio de la Araucanía? Preferiría mil veces a un zapatero inglés» [12] .
Ya en la definición oficial otorgada al plan de Roca en su momento y luego tomada naturalmente (Campaña al Desierto), la idea «desierto» refiere a una adjetivación más que a un sustantivo. Como el territorio asaltado no era un páramo desolado ni en términos físico-geográficos ni sociales [13] , permite interpretar la concepción asociada por entonces a los asentamientos del lugar: la nada, la vaciedad de manifestaciones que respondieran a lo occidental, moderno y civilizado.
Y este sustrato ideológico segregador se heredaría; de generación en generación, de institución en institución.
«Villa heroica del desierto […] Con la sangre de tus hijos se han escrito tus hazañas. Ya viene el salvaje, ya se oye el tropel, ya se oyen los gritos del fiero ranquel […] Villa heroica, sola frente al indio pampa, desafiando su fiereza con la cruz y con la espada». Con este orgullo es rememorada la lucha contra el indio por la Canción Oficial del Municipio de Río Cuarto (Córdoba), declarada como tal en 1973 [14] .
La letra se podía cantar por las dulces voces de los niños de las escuelas primarias hasta los años ’90, cuando paulatinamente fue quedando relegada.
Fundada en 1786, la ciudad era el límite con el aborigen y se constituyó en puerta de la expedición para su exterminio. Aún hoy sus espacios -como tantos otros de la región conquistada- siguen glorificando a los ejecutores del genocidio: Boulevard y Plaza Julio A. Roca, Escuela y Plaza Eduardo Racedo, Calle Fotheringham.
Retomando las intensiones del proyecto de Roca, ya se ha dicho que la definición de límites geográficos lo más latos posibles obedecía a fines muy claros: la apropiación del espacio con fines productivos capitalistas. Para abastecer a las grandes metrópolis «civilizadas», el granero del mundo debía primero abastecerse a sí mismo.
La legitimación de la liquidación en miras de estos objetivos no sólo corresponde a las expresiones documentadas de la época. Un siglo después todavía habrá convencidos de que la sangría «debía» realizarse para favorecer la generación de riqueza.
«Los fortines se transformaron en poblaciones. Tras el soldado avanzó el colono, tomando posesión del desierto, que ahora lo era en realidad, sin un jinete salvaje, sin una toldería. El arado rasgó el suelo y los cereales extendieron su oleaje de oro sobre la antigua tierra maldecida. Así fue vencido y muerto el demonio del salvajismo, que robara a la civilización un dominio de veinte mil leguas», escribe el ya mencionado Ibáñez sobre el nacimiento de la pampa como hoy se la conoce [15] .
«[…] creemos que en la Conquista del Desierto se ha urdido una leyenda negra que trata de disfrazar los objetivos perseguidos en las distintas campañas; el indio no fue desposeído de sus tierras por la sencilla razón de que esas tierras no le pertenecían, como pudieron pertenecerle a los indios del tiempo de Mendoza o Garay» [16] .
Con menor cinismo que los conceptos anteriores respecto de la verdadera propiedad de la tierra (y en un ensayo en honor a los cien años de la Campaña más cercano a la violencia que a la poesía que pretende) Plubins expresa que: «En Bahía Blanca, despejado el temor indígena, comenzaron a llegar a montones los meses civilizados con el estreno de nuevos sustantivos. El sexo macho de la reja, comenzó a olfatear el vientre de la tierra, engendrando la ola morena de los surcos, sobre los tímidos modales de aquella latitud que se había cansado de sostener tribus» [17] .
«La patriada de los Olascoaga, los Garmendia y los Campos, para no nombrar más que algunos […] terminaba con una lucha tricentenaria por la posesión del Mamuelmapú (país de los montes), aseguraba la posesión de la Patagonia, fijaba en la cordillera andina los límites con Chile y abría la promisoria perspectiva de la explotación racional de veinte mil leguas cuadradas que indudablemente multiplicarían la riqueza argentina en realizaciones agrícola – ganaderas», concluye Canteli [18] .
¿Es extraño que siendo este modelo instaurado el hoy dominante en el país se ignore cuál es la génesis que permitió que dicha construcción se impusiera como la hegemónica en una generosa proporción del territorio? [19]
Poesía , invención retórica, mito, interpretación intencionada e ideológica, simple romanticismo nostálgico… Estos y otros calificativos también incoherentes o significados despectivamente suelen proferirse para desacreditar a quienes reparan en la limpieza racial ejecutada por el Ejército Argentino en los confines de aquel país que terminaba de dibujarse.
Pero aquí están los testimonios que aceptan la culpabilidad. ¿Inocencia en la expresión? ¿Son equívocas las palabras proferidas? ¿No está debidamente documentado cada relato que reconoce el exterminio? ¿Ingenuidad? Lejanos o no, los ecos oídos a través del tiempo no necesitan comentarios o interpretaciones adicionales: son el verbo de las mentes que engendraron, ejecutaron y celebraron la muerte. Voces salidas del matador o de sus legitimadores: palabras tintas con la sangre escupida a borbotones de las fauces feroces.
Tras el breve momento humano de los siglos, los gritos bestiales contrastan inconciliablemente con el naciente despertar y reemerger de lo propio que hoy anuncian los pueblos aborígenes del Sur y del resto del Continente: sonidos milenarios que no han podido ser desterrados por el fuego del fusil.
(…Ni por el estruendo de relojes, de rieles, o de rejas).
[1] Por Emiliano Bertoglio. Río Cuarto – Hernando (Córdoba, Argentina). Agosto – octubre de 2009.
[2] Expresiones efectuadas en el año 1909 por Vicente Blasco Ibáñez. Citadas por Rodolfo Canteli en su ensayo «Entre lanzas y boleadoras». Incluido en «Homenaje a la Campaña del Desierto. 1879 – 1979». Ed. Fundación Biset. Río Cuarto. 1979: 47 – 48. El volumen reúne las producciones premiadas por el «Certamen Nacional de Historia en Homenaje al Centenario de la Campaña el Desierto», organizado por LV 16 Radio Río Cuarto y Fundación Biset. Los jurados del concurso fueron el Teniente Coronel Carlos Timoteo Gordillo, Efraín Bischoff, Felipe de Olmos, Félix Luna y Carlos Mayol Laferrére.
[3] Canteli (op. cit.) p. 48. Resulta al menos sobrecogedor la relativamente próxima en el tiempo gala conmemorativa de este hecho histórico, convocando y además avalando testimonios como el mencionado. Aún considerando que el texto fue editado en la medianera del difícil período 1976 – 1983, inquieta preguntarse sobre la probable vitalidad de las ideas justificadoras del etnocidio. Y por añadidura: ¿sería posible hoy algo semejante?
[4] José Guardiola Plubins, en «Oración de bronce». Incluido en «Homenaje a la Campaña del Desierto. 1879 – 1979» (op. cit.) pp. 93 – 94.
[5] En » El ajusticiamiento del Coronel Rauch en Las Vizcacheras » , de Adrian Moyano ( http://argentina.indymedia.
[6] Citado por Curruhinca y Roux (op. cit.) pp. 121, 123, 127. En el mismo mensaje de Roca al Congreso y por iniciativa del Poder Ejecutivo se propone preservar una porción del área que se conquiste «á los primitivos poseedores del suelo» (ibídem. p. 128), a «los indios amigos, y los que en adelante se sometan» (ibídem. p. 129). Por otra parte, a Roca no le alcanzará con lo que el Congreso apruebe. Más allá de las indicaciones de la ley que se establezca en base a este mensaje, el General y sus subordinados seguirán camino aún más al sur, superando la línea establecida del Río Negro como límite. Claro está, la desobediencia será casi un detalle dentro de lo monstruoso del aprobado proyecto en sí.
[7] Citado por Curruhinca y Roux (op. cit.) p. 161.
[8] Además Roca escribió que «La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las fértiles llanuras ha sido por fin destruída». Citado en «Argentina: 86 años de democracia», de Osvaldo Bayer (artículo publicado en http://www.vientosdelsur.org/ )
[9] Citado por Bayer (op. cit.).
[10] En «El Progreso» (27/09/1844) y «El Nacional» (19/05/1887, 25/11/1876 y 08/02/1879). Citado en «Sarmiento» (publicado en www.nuestraamerica.info y otros). Página consultada el 25 de agosto de 2009.
[11] Citado por Bayer (op. cit.).
[12] En » Obras Completas«, de Juan Bautista Alberdi. Ed. Mayer . Buenos Aires, 1969: 82. Estos conceptos, huelga decirlo, son una adopción del pensamiento en boga en Europa. Allí se habían gestado y se seguían amasando las ideas filosóficas que sustentaban las acciones occidentalizadoras y modernizadoras. «Los aborígenes americanos son un raza débil en proceso de desaparición. Sus rudimentarias civilizaciones tenían que desaparecer necesariamente a la llegada de la incomparable civilización europea», sentenció, por ejemplo, Georg Hegel. Citado por Alcira Argumedo en «Los silencios y las voces en América Latina: notas sobre un pensar nacional y popular». Ed. del Pensamiento Nacional. Buenos Aires, 1996: 29.
[13] El mismo Roca refiere que la zona a ocupar estaba habitada por unas veinte mil almas (en «Las matanzas del Neuquén. Crónicas mapuches», de Curapil Curruhuinca y Luis Roux. Ed. Plus Ultra. Buenos Aires. 1993).
[14] Ordenanza municipal n° 16 (29/06/1973). Intendencia de Julio Humberto Mugnaini. Río Cuarto.
[15] Citado por Canteli (op. cit.) p. 48.
[16] Canteli (op. cit.) p. 48. Entre 1876 y 1903 el gobierno nacional repartió discrecionalmente o vendió por precios irrisorios 41.787.023 hectáreas a 1.843 terratenientes vinculados estrechamente por lazos económicos o familiares a las estructuras de poder de aquella época ( Felipe Pigna, en «La ‘guerra sucia’ contra el indio», artículo publicado en «Clarín». Domingo 14 de octubre de 2007: 40).
[17] Plubins (op. cit.) p. 99.
[18] Canteli (op. cit.) p. 32. La excusa de una supuesta invasión chilena se utilizó años después para convalidar otra matanza: la de los obreros patagónicos en huelga, en 1921 – 1922.
[19] Considerando que la «pampeanización» del suelo retoma por estos días su curso en otras regiones del país, resulta válido plantear además: ¿Cuántas acciones -u omisiones- de un Estado nacional propuesto a sí mismo a los ojos del mundo como modelo en la lucha por los derechos humanos, atentan contra la existencia material y simbólica de cientos de campesinos y aborígenes? ¿Es, por ejemplo, la destrucción consentida del Impenetrable chaqueño, así como de otros espacios propios al aborigen actual, una nueva estrategia de limpieza racial?
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.