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A 20 años de la caída del muro de Berlín.

Pasado, presente y futuro del socialismo

Fuentes: herramienta.com.ar

  El final y los principios Hace 20 años, cuando se demolía el Muro de Berlín y la implosión del mal llamado «socialismo real» aceleraba la restauración del más salvaje capitalismo, incluso en la China conducida por un partido llamado comunista, circulaba en los países del Este esta broma: «¿Sabe que es el socialismo? Es […]

 

El final y los principios

Hace 20 años, cuando se demolía el Muro de Berlín y la implosión del mal llamado «socialismo real» aceleraba la restauración del más salvaje capitalismo, incluso en la China conducida por un partido llamado comunista, circulaba en los países del Este esta broma: «¿Sabe que es el socialismo? Es el camino más difícil y tortuoso para pasar del capitalismo al capitalismo». Mas allá de su irónico cinismo, el chiste ilustraba el abismo que separaba las realizaciones prácticas del «socialismo» (estalinizado o socialdemócrata) de los iniciales ímpetus emancipatorios del movimiento obrero y revolucionario.

Para considerar con perspectiva histórica semejante desastre, vale recordar las amargas reflexiones con las que Carlos Marx denunció el oportunismo que tempranamente impregnó al Partido Socialista Obrero de Alemania (luego Partido Social Demócrata Alemán). En la carta con que presentó su crítica, afirmaba que ese programa (conocido como Programa de Gotha) era «absolutamente inadmisible y desmoralizador» porque los dirigentes que lo redactaran habían admitido «el chalaneo con los principios».

Lamentablemente, la advertencia fue ignorada, y no solo por los dirigentes del socialismo alemán (que ocultaron la carta). En los hechos, el «chalaneo» o negociación a costa de los principios terminó imponiéndose, de una u otra manera y en diversos momentos, prácticamente en todas las grandes organizaciones obreras del siglo XX. Más allá de diferencias y rivalidades, los jefes de aquellos grandes aparatos en que devinieron el socialismo y el comunismo, coincidieron en dejar de lado cualquier perspectiva estratégica mientras trataban de «avanzar por la línea de menor resistencia», según la aguda observación de István Mészáros. A la luz de lo ocurrido, sobre los escombros del Muro de Berlín, del estalinismo y de la socialdemocracia, correspondería clavar un cartel con este marxiano recordatorio: los principios no se negocian.

Aquel socialismo que no fue debería dejarnos al menos esta enseñanza.
 
La crítica al capital

Las burocracias estalinistas y posestalinistas pretendían ser «el socialismo realmente existente» y la súbita desaparición del mismo fue presentada como prueba irrefutable de que ante el capitalismo «no hay alternativa». Esta fue la idea o consigna reaccionaria mas repetida durante las últimas décadas, incluso por la legión de antiguos izquierdistas que así justificaban su transformismo. Veinte años después de la caída del Muro, guerras y crisis mediante, ese machacón discurso ha perdido eficacia y les resulta mucho mas complicado hacer la apología del capital. Buen momento entonces para retomar aquellos principios dejados de lado, comenzando por recoger aquel temprano llamado a la crítica radical. 

La obra de Marx suele ser llamada también «teoría crítica». Y más allá de lo acertado o no de la denominación, lo cierto es que develó las razones por las cuales el capital (relación social a través de la cual el objeto producido deviene sujeto y comando sobre el productor) implica la incontrolabilidad de la vida social. Esta escisión antagónica produce y reproduce continuamente el fetichismo y la alienación: desde la mercancía y el dinero, hasta el Estado.
Escudriñando más allá de las apariencias, pudo advertir que la igualdad política de los ciudadanos encubría las desigualdades sustanciales que existen en la sociedad capitalista «pues el poder político es precisamente la expresión oficial de la contradicción de clase dentro de la sociedad civil.» De allí, finalmente, la comprensión de que la emancipación humana implicaba quebrar esa dominación del capital, revolucionando tanto la esfera socio-económica como el poder político. Y ese moderno Estado que, disueltos los antiguos lazos de dependencia personal del feudalismo, se construyó (y se recrea permanentemente) reconstituyendo una cierta forma de «comunidad» que contribuya a mantener unidas sociedades internamente desgarradas por el antagonismo social y en carácter intrínsecamente conflictivo y centrífugo propio del modo de producción capitalista.

Partidario de la revolución social, Marx asumió la necesidad de la lucha política sin dejar de lado una crítica sustancial de la misma. A su idealización como supuesto terreno de comunicación y realización humana, opuso la sólida convicción de que la política constituía en realidad una «mala mediación». No superación, sino mas bien expresión de las limitaciones materialmente ancladas en el antagonismo social que impiden a los hombres manifestarse plenamente como tales.

Precisamente por ello sostuvo que la revolución es emancipación de los oprimidos, o deja de serlo. Es empeñarse en una transformación total: la creación de «una nueva sociedad». Porque el mundo del capitalismo nos expropia, nos desvaloriza y tiende a convertirnos en nada, debemos cambiar todo, y nadie puede hacerlo por nosotros. Así lo sostuvo desde 1840 y así fue escrito en los Estatutos de la Asociación Internacional de los Trabajadores, en los albores del movimiento: «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma».
 
La crítica a los Estados burocráticos….

Y precísamente en relación con esto, es de fundamental importancia comprender que la teoría crítica debe ser también auto-crítica. A propósito de las idas y vueltas de la revolución obrera en Francia, Marx había escrito que «las revoluciones proletarias … se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo desde el principio, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos».

Aplicando este principio a la Revolución Rusa, a la URSS y al «campo socialista» que pretendió liderar no sin sobresaltos y rupturas varias («titoismo», «chinoismo», etc.) pueden advertirse problemas mucho más graves que «el culto a la personalidad» o la brutalidad de aquellos Estados burocráticos (sin que esto signifique la más mínima condescendencia hacia los crímenes de Stalin o, mutatis mutandi, Mao Tse Tung). El fracaso de aquellas experiencias no-capitalistas guarda una estrecha relación con el intento de orientar la transición hipertrofiando la esfera política. Se pretendió contrarrestar las heredadas determinaciones conflictivas en el terreno de la producción y distribución, superponiéndoles la estructura de mando hiper-centralizada de un Estado burocrático-autoritario. Sin embargo, limitarse a la remoción de los antiguos patrones capitalistas privadas no podía representar ni siquiera un primer paso en el camino hacia la prometida transformación socialista: casi de inmediato la cohesión impuesta con la autoridad del Estado pasó a sostener relaciones antagónicas y conflictivas a expensas del trabajo. Se generaron viejas y nuevas formas de explotación y alienación del trabajo asalariado y desde la burocracia imprevistas «personificaciones» del capital. Y se dejó de lado el problema realmente decisivo: acometer la transformación radical de la esfera fundamental que es la del metabolismo social y sus condicionamientos socio-económica. Como lo analizara de manera exhaustiva István Mészáros, aquellas experiencias fueron no-capitalistas pero retrocedieron ante las dificultades y el desafío ineludible que es ir mas allá del capital.
 

La teoría de la transición debe ser desarrollada

Para asumir el desafío y la necesidad de ir más allá del capital es bueno comenzar por reconocer que para lograrlo no alcanza con los principios: las perspectivas generales son imprescindibles para indicar y mantener un rumbo, pero al mismo tiempo deben ser «particularizados» y ajustados a momentos históricos y condicionamientos socio-económicos concretos, cosa que Marx no pudo ni podía hacer.

Al mismo tiempo, parece evidente que la transición resulta ser mucho más complicada de lo que pudieron suponer Marx, Lenin o el mismo Trotsky. Y no solamente porque algunas expectativas no se materializaron, sino porque en un siglo y medio de sobre-vida del capitalismo creó condiciones y funciones objetivas, así como nuevas amenazas, que deben ser abordadas de manera realista y urgente, diseñando alternativas efectivas para este «capitalismo realmente existente» con el que debemos lidiar.

Si, como antes se dijo, el significado de la política socialista es la total devolución del poder de adoptar decisiones a la comunidad de los productores asociados, a partir de esa definición medular deben formularse, pormenorizada y concretamente, las diversas estrategias radicales que se correspondan con las cambiantes condiciones que se desarrollarán a lo largo de todo el período histórico que irá desde la dominación del mundo por el capital y su crisis estructural hasta el establecimiento positivo de una sociedad socialista a escala global. Llegados a este punto, se advierte que la cuestión crucial para una política socialista que quiera ir mas allá del capital, pasa a ser conseguir un firme punto de apoyo en las mediaciones necesarias y escapar a la trampa de las mediaciones falsas que constantemente produce el viejo orden a fin de asimilar a sus opositores.

De modo que, para convertir al proyecto socialista en una realidad irreversible, tendremos que efectuar muchas «transiciones dentro de la transición», puesto que el socialismo mismo puede definirse como una constante auto-renovación de «revoluciones dentro de la revolución». Recordemos que la conquista del poder y la reconstrucción de un Estado «de nuevo tipo» (para usar la expresión de Lenin) de ninguna manera implica que con ello se logre el control de la reproducción metabólica social (¡y mucho menos que ese control quede en manos de «los de abajo»!). Es posible demoler un Estado burgués, pero no es posible «demoler» la dependencia estructural del capital que es heredada por lo trabajadores, porque esa dependencia está materialmente sostenida por la división estructural jerárquica del trabajo. Y semejante dependencia solamente puede ser modificada en un sentido progresivo mediante la reestructuración radical de la totalidad de los procesos reproductivos sociales, es decir mediante la progresiva reconstrucción de la totalidad de la forma social heredada.

Así pues, él «debilitamiento gradual» del Estado en la transición, implica no sólo el «debilitamiento gradual» del capital como controlador objetivado y cosificado del orden reproductivo social, sino también la auto-superación del trabajo como actividad subordinada a los imperativos materiales del capital impuestos a través de la subsistente división estructural/jerárquica del trabajo y el poder del Estado. Y esto sólo es posible si todas las funciones de control del metabolismo social son progresivamente apropiadas y efectivamente ejercida por los productores asociados. Precisamente por esta razón el desplazamiento estructural de las «personificaciones del capital» mediante un genuino sistema de autogestión muy importante para una reedificación exitosa de las estructuras heredadas.

 
La transición y el ad-venir del socialismo

En el contexto de la actual crisis económica y la subyacente crisis estructural del capital, que es también una crisis ambiental y civilizatoria, resulta imperioso superar el enfoque defensivo, gradualista y posibilista que predominó en el movimiento obrero del siglo XX y llevó a concentrar los mayores esfuerzos en acciones limitadas a la defensa de intereses sectoriales. Acciones que en definitiva abonaron el divisionismo y la fragmentación de las clases subalternas, debilitando tremendamente el poder emancipatorio de los trabajadores como un todo. Sin recuperar en los hechos la solidaridad de clase y una estrategia globalmente alternativa, nadie podrá asumir la responsabilidad de superar esta crisis que amenaza la existencia misma de la humanidad.

No se trata de la reafirmación dogmático-doctrinaria de que «la clase obrera es el sujeto de la revolución». Se trata de poner toda la inteligencia y toda la pasión de la que se disponga para contribuir a recuperar una solidaridad de clase anclada en el antagonismo social, con la extensión y diversidad que hoy lo caracterizan. Esta solidaridad práctica, material e ideal, es imprescindible para la conformación de un sujeto colectivo socio-político plural y clasista a la vez, capaz de poner en pié formar cualitativamente diferente de relaciones e intercambios sociales. Poderes reales de decisión, compartidos equitativamente por todos los miembros de la sociedad, con el espíritu de la solidaridad de clase y responsabilidades libremente asumidas son características imprescindibles para conformar una alternativa hegemónica de la-clase-que-vive-de-su-trabajo, en abierto enfrentamiento con la lógica destructiva del capitalismo actual.

Para esto, los sindicatos y partidos, así como las nuevas organizaciones socio-políticas que han comenzado a surgir en nuestro continente durante los últimos años, deben ser capaces de luchar simultáneamente en los terrenos sindical y político. Sólo se lograrán éxitos en la emancipación de los trabajadores si el combate se orienta hacia un cambio abarcativo en el marco de la reproducción social. Incluso porque los reclamos parciales y las preocupaciones inmediatas sólo pueden ser afrontadas de manera duradera en el marco estratégico de ir construyendo esa alternativa hegemónica de los trabajadores. La destructiva fuerza extraparlamentaria del capital no podrá ser derrotada ajustándonos a las reglas tramposas que impone el sistema, sino por medio de la acción directa y el desarrollo de una «conciencia de masas socialista». Nunca como hoy ha sido tan necesaria una educación política de masas, que implica una relación de ida y vuelta: es imposible desarrollar un movimiento político revolucionario con raíces de masas sin el trabajo apasionado y vital de educación política, pero esta tarea sólo es posible si superamos las distinciones arbitrarias entre «tareas sindicales» y «tareas políticas», alentando un proyecto emancipatorio inclusivo que se concreta luchando y aprendiendo a construir, cotidianamente y en todos los ámbitos, poder popular.
En los diversificadas y complejos procesos de lucha de clases que recorren nuestro continente latinoamericano, mas que a elucubraciones sobre el porvenir, debemos prestar particular atención a lo que llamo el ad-venir del socialismo. Se trata de recuperar la capacidad de escudriñar y cambiar la realidad contribuyendo a que «en la lucha contra el actual estado de cosas» se afirmen elementos, bases o puntos de apoyo de una socialidad distinta… Lo decisivo no es lo por-venir en algún indeterminado momento futuro, sino lo que ya está ocurriendo, lo que hoy mismo está incorporándose a la realidad con las luchas y reclamos de nuestra gente. Pensar el ad-venir del socialismo enriquece la perspectiva y la concepción misma de transición adquiere nuevas dimensiones, en relación con la tarea de enfrentar la crisis en sus diversas dimensiones.

Como bien a escrito el filósofo cubano Valdez Gutiérrez: «De los pequeños, continuos y diversos saltos que demos hoy en nuestras luchas cotidianas y visiones de sociedad, emergerá el salto cultural-civilizatorio que nos coloque en esa deseada perspectiva histórica que rescatará y dignificará al socialismo en este siglo». Y así contribuiremos a hacer realidad lo que nos indicara mucho antes el peruano José Carlos Mariátegui: «No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano».

Sin olvidar, como el mismo Amauta nunca lo olvidó, que no podremos hacerlo solos. La empresa es internacional e internacionalista.

Fuente: http://www.herramienta.com.ar/content/pasado-presente-y-futuro-del-socialismo