La justificación del fracaso escolar Los cambios en educación a finales del siglo XX van desde la descentralización del nivel estatal al local a la mutación del propio concepto «educación», provocado al establecerse una nueva relación entre economía y educación (Fernandez Díaz, 1997). En este contexto, el bajo rendimiento académico es un problema docente que […]
La justificación del fracaso escolar
Los cambios en educación a finales del siglo XX van desde la descentralización del nivel estatal al local a la mutación del propio concepto «educación»,
provocado al establecerse una nueva relación entre economía y educación (Fernandez Díaz, 1997). En este contexto, el bajo rendimiento académico es un problema docente que deviene clínico por su medicalización, y de ámbito social por su alta incidencia y prevalencia. Desde el punto de vista de su duración es un problema crónico, e incluso en el muy biológico Modelo de Atención a Crónicos se considera la participación comunitaria como parte de la respuesta a este tipo de problemas (Coleman, 2009).
En realidad, plantear el fracaso escolar como «anormalidad» es un cambio reciente. Antiguamente se cuestionaba con menor crudeza la calidad de la enseñanza o del profesorado y se consideraba habitual que hubiera alumnado que lograra resultados satisfactorios y otro que fracasase. Se aceptaba implícitamente un controvertido informe (Coleman, 1966), en que se rechazaba la influencia de la escuela en los resultados escolares y se atribuía a la clase socioeconómica de las familias prácticamente todo el peso en esos resultados, de lo que se deducía que la escuela aportaba poco al rendimiento escolar. Fue un tiempo de «inocencia» en que el fracaso escolar era «justificado» ajeno a profesorado y escuelas.
No obstante, siempre hubo quien señaló que algunas causas del fracaso escolar estaban en la misma escuela (calidad de la enseñanza, personalidad de maestros y su interacción con las personalidades de los alumnos y motivación y valoración del trabajo del alumnado) (Illingworth, 1969), por lo que no ha faltado la polémica. Investigaciones posteriores (Shalock, 1998; Reynolds, 2003) permitieron atribuir a la escuela un papel definido como responsable de los resultados escolares. De hecho, se puede concluir que las características de la docencia y de los docentes tienen impacto comparable al del nivel socioeconómico de la familia, lo que otorga el mismo peso a la escuela que al contexto familiar (Levacic, 2002; Keeves, 2005), con lo que parte de la responsabilidad de los resultados escolares se traslada a la escuela y a su profesorado (Posner, 2004).
Finalizado este periodo de inocencia del fracaso escolar, comenzó a ser importante el conocimiento de los factores de la escuela y del profesorado que influyen sobre los resultados escolares (Wenglinsky, 2002) y era de esperar mejoras docentes concretas pero la investigación respecto a las mismas es deficiente (Nash, 2005; GonzálezVallinas, 2006).
Por otra parte, y paralelamente en los centros escolares de los países desarrollados han ido surgiendo otros nuevos problemas derivados del modelo social como la violencia escolar, conflictos en el aula y desmotivación del alumnado que disminuyen la efectividad de los sistemas educativos. «El cartel con el característico mensaje de «no funciona» es el que hoy debiera colgar de la puerta de la mayor parte de los institutos franceses» (OM, 1998). Es cierto que conductas de indiferencia y/o rebeldía (Olza, 2005) dan lugar a situaciones de confrontación que el profesorado percibe como aumento de indisciplina y de violencia porque rebasan su «umbral de tolerancia» frente a nuevos conflictos.
Así, la percepción del fracaso escolar está relacionada tanto con factores del alumnado, como con la frustración del propio profesorado que conlleva una pérdida de confianza, la escuela es hoy el centro de la decepción (Lipovetsky, 2008). Los docentes tienen que responder a situaciones que no controlan frente a un alumnado desinteresado y cabe la tentación de pasar las propias responsabilidades a otros sectores, como el sanitario. Es decir, cabe el transformar en problema de salud toda anormalidad vivida como tal por el sistema educativo. Así, el fracaso escolar y las dificultades escolares devienen problemas sanitarios y requieren métodos preventivos y curativos médicos. Ésta será la cuestión que trataremos en el resto del texto, desde el punto de vista de los profesionales docentes y sanitarios.
La medicalización de la vida diaria (y escolar)
La definición de salud es cuestión cada vez más dependiente de los médicos, pues con sus definiciones de enfermedad y factor de riesgo acotan los límites en que se puede «estar» sano (Illich 1987; Harley, 1999; Fugelli, 2006; Gérvas y Pérez, 2006a). Cabe ver como patológica toda variación de una normalidad normativa, especialmente si es susceptible de tratamiento con medicamentos (Illich, 1987; Gérvas y Pérez Fernández, 2006b). Por consecuencia, los servicios sanitarios se desbordan con demandas de solución médica para cualquier molestia (Giroux, 2007), mientras la vivencia de lo que sea enfermedad se desdibuja y la sociedad cede parcelas de poder en torno a la definición de salud al sector sanitario, con la consecuente relegación de usos y costumbres, historia de los pueblos, religión, tabues, y otras autoridades (Carli, 2008). A lo largo del siglo XX, y en lo que va del siglo XXI la salud ha pasado de ser una vivencia a ser un hecho médicamente definido, una norma bio/psicométrica que requiere contacto y «certificación» por el sistema sanitario y que casi se puede imponer (Skrabanek y McCormick, 1992; Heath, 2007; Okamoto, 2007).
En una tercera parte de las consultas médicas no se demuestra patología orgánica y se atribuye a problemas emocionales el malestar por el que se consulta (MartínGarcía 2006). Puesto que este tipo de problemas están en el límite entre una definición social y médica, la frontera se cruza cuando existe tratamiento para los mismos, especialmente si se trata de un medicamento (Lexchin, 2001; Gérvas, 2008). De esta manera los médicos y la industria farmacéutica cambian la definición de salud y de los problemas desde una perspectiva de población y de salud pública a la centrada en el individuo (García, 1998; Blech, 2005). En la escuela la medicalización contribuye a afianzar la sensación de que existe tratamiento para cualquier conducta y cualesquiera síntomas «diferentes» que planteen dificultades de aprendizaje, de forma que se vive como «anormal» la peculiaridad (Daniels, 2003; Faraone, 2008).
La aceptación del poder médico para definir salud y enfermedad conlleva la creencia en los medios tecnológicos y en su capacidad para dar solución a todo, convierte los problemas inherentes de la vida en susceptibles de tratamiento y elimina la competencia personal para afrontarlos y la social para reconstruirlos (Illich, 1995; Gérvas, 2007). De hecho, la competencia individual queda reducida a la ilusión de poder elegir estilos de vida y de consumir de acuerdo a lo elegido de forma que la salud pasa al «mercado» con sus estrategias de venta. Como bien de consumo, los productos sanitarios no producen más que satisfacción momentánea. El aumento de salud objetiva no se corresponde con la percepción de mejor salud lo que lleva a mayor consumo en un círculo vicioso, pues es imposible lograr lo que se espera, la evitación de todo sufrimiento y la eterna juventud (Sen, 2002; Fugelli, 2007; Gérvas y Pérez Fernández, 2006b).
En la escuela supone transformar rasgos del carácter y variaciones de la normalidad en enfermedades que conllevan tratamientos; así, por ejemplo, la timidez se convierte en un desequilibrio de neurotransmisores, el aburrimiento en depresión y la curiosidad excesiva en déficit de atención. Lo que es peor, cambios intranscendentes y transitorios se convierten en enfermedades crónicas. Con esta transformación se pretende homogeneizar la escuela y en cierta forma permitir el manejo del alumnado, como un reflejo del manejo de la sociedad (Pignarre, 2006), pero la enfermedad hace girar al niño y a su familia en torno al sistema sanitario y tiene un componente de moral y de estigma (Rodríguez, 2008). Las peculiaridades devienen enfermedades, cuando en realidad lo enfermizo es pretender a todos los niños iguales pues no hay niño que no tenga en algún momento una variación de la conducta: «yo creo que un niño que no tenga problemas de conducta es un niño muy anormal» (Illingworth, 1969, p 67).
El fracaso escolar se medicaliza y se «trata» con medicamentos y terapias psicológicas lo que enmascara los desajustes entre el modelo social y el escolar de forma que el profesorado puede llegar a tener una visión sintomática superficial individual de un problema de fondo y global. En cierta forma la medicalización del fracaso escolar devuelve la «inocencia» al profesorado y a las familias y transfiere el problema al ámbito sanitario.
El fracaso de la medicalización del fracaso escolar
La medicalización del fracaso escolar es la búsqueda de una solución mágica y externa a un problema complejo escolar y social; la respuesta en forma de «píldora de la obediencia» es simple e ineficiente (Baudrillard, 2002; Pignarre, 2006). Es posible medicar y tratar psicológicamente al alumnado «conflictivo» para que se adapte a la norma, pero con ello no se resuelven los problemas que generan la conflictividad sino que simplemente se acallan los indicadores de que algo va mal en la escuela (Korsunsky,2007).
La escuela es parte de la sociedad y la medicalización del fracaso escolar es coherente con la respuesta habitual de transformación en enfermedad de las variaciones de la normalidad y de las conductas peculiares (Illich, 1987; Bauman, 2002; Blech, 2005). Los desajustes entre modelos sociales, pedagógicos y familiares se convierten en trastornos médicos del alumnado y son susceptibles de tratamiento, generalmente con visitas al psicólogo y con medicamentos (Woloshin, 2006; Moynihan, 2006). Lo importante pasa a ser el tratamiento precoz y en su caso la prevención, como si todo fuera prevenible y siempre fuera «mejor prevenir que curar» (Gérvas, 2007, Starfield, 2008). Lamentablemente, en la práctica el círculo vicioso se retroalimenta pues el alumnado medicado deja de ser problemático, es menos castigado y logra la aceptación de compañeros y docentes (Doré y Cohen, 1997; Malacrida 2004). Por ello no puede esperarse una valoración objetiva del profesorado, ya que es parte interesada y agradecida por lograr la «normalidad» y por dejar caer el telón que impida ver el progresivo distanciamiento entre la calle y el aula, entre la sociedad y la escuela.
Las familias también experimentan un sentimiento de culpa de crianza ante la situación de conflicto en las aulas, y la medicalización de los problemas de sus hijos arroja una promesa de absolución en su entorno cultural (Singh, 2004). Con ello se erradica la reivindicación de mejoras del entorno pedagógico y las familias se unen a los docentes en su «inocencia» y en la aceptación de la medicación como solución (Pignarre, 2006). Se pierde un factor de cambio que podría ayudar a mejorar el contexto en que es posible el fracaso escolar. Así pues, la medicalización del fracaso escolar conlleva por un lado el tratamiento medicamentoso innecesario de niños, la cronificación de cambios intranscendentes y, sobre todo, el retraso de los cambios necesarios para reducir los porcentajes de fracaso escolar, permitiendo ignorar los problemas de fondo, lo que retrasa su abordaje.
CONCLUSIONES
Lo básico ante la medicalización del fracaso escolar es centrar el problema en su origen, en la incomprensión y decepción de un modelo social que estalla en el marco de un sistema educativo obsoleto (Lipovetsky, 2008), pero donde las razones no son solo escolares. Dada la tendencia actual no vale la pena perder demasiado tiempo en la discusión acerca de la existencia o no de enfermedades que justifiquen el fracaso escolar pues la dimensión del problema excede el ámbito docente y médico y se ha convertido en una cuestión de ámbito sociosanitario. Por ello precisa de medidas intersectoriales. Es clave que los servicios públicos entiendan que el fracaso escolar les compete y que es preciso colaborar con médicos, profesorado, familias y recursos sociales para dar respuestas conjuntas más allá del tratamiento médico innecesario de niños con dificultades de aprendizaje. Podrá ser necesario tratar en ocasiones el síntoma (al niño con «trastornos») pero no cabe duda de que es urgente enfocar el fondo de la cuestión (Criado, 2003).
No tiene mucho sentido esperar una normalidad interpretada como homogeneidad. Lo habitual es que los niños tengan conductas variables y que sus peculiaridades y caracteres obliguen a una docencia cambiante según el momento y lugar y el entorno donde se ejerce la docencia (GonzálezVallinas, 2007).
Lo importante es ver el comportamiento del alumnado como indicador del enfermar del modelo educativo, no como causa del mismo, pues muchos de los problemas escolares que llevan al fracaso exceden a los individuos. De ahí la necesidad de las medidas intersectoriales y del necesario apoyo de autoridades, investigadores, sociólogos y pedagogos. De nuevo, desde esta perspectiva sería necesario proponer las estrategias y recursos educativos y sociocomunitarios adecuados a las necesidades cambiantes del alumnado en interacción con el medio en que crece (Tizón, 2007).
De esta manera, la difusión de un concepto más saludable de la infancia tiene el potencial de devolver poder a la comunidad, de estabilizar su saber sobre la salud y su definición y sus fronteras y de evitar la transformación de las diferencias en problemas biomédicos (Avorn, 2003). Las asociaciones de padres y madres tienen un papel a jugar, sobre todo para negar la solución fácil y exclusiva de la medicalización del fracaso escolar. Conviene compartir información y recursos (MartinGarcía, 2006) y desviar la mirada de los intereses de los colectivos (médicos, familias, profesorado) para centrarse en los de los niños.
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Paula GonzálezVallinas es maestra en Colegio Rural CastrillónIllas. Asturias. [email protected]
Juan Gérvas Camacho es médico rural en Canencia de la Sierra. Madrid. [email protected]
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