«¿Pero al fin de cuentas, profesor, qué es ser conservador en política exterior? ¿Y que vendría a ser una política exterior no conservadora?» J.S. lector de Valor Económico Las grandes utopías del siglo XX revolucionaron las ideas y los objetivos de la política internacional, luego del inicio del siglo XX. Aunque en las décadas siguientes […]
«¿Pero al fin de cuentas, profesor, qué es ser conservador en política exterior? ¿Y que vendría a ser una política exterior no conservadora?» J.S. lector de Valor Económico
Las grandes utopías del siglo XX revolucionaron las ideas y los objetivos de la política internacional, luego del inicio del siglo XX. Aunque en las décadas siguientes su impacto fue bien menor al de las expectativas creadas, en un primer momento, por las propuestas del presidente norteamericano, Woodrow Wilson, en la Conferencia de Paz de París después de la Primera Guerra Mundial: cosmopolitas, anticolonialistas, y favorables a un sistema mundial de seguridad liderado por la Liga de las Naciones. Y por las ideas propuestas, casi simultáneamente, por Vladimir Lenin, ya en la condición de jefe del Estado ruso: internacionalistas, antiimperialistas y favorables a la autodeterminación de los pueblos. Un programa convergente en muchos puntos y absolutamente innovador, que se transformó en la bandera de lucha de las dos grandes potencias contra el viejo sistema de equilibrio de poder, y contra el liberalismo colonialista, liderado por Inglaterra y por Francia. Pero después de la muerte de Wilson y de Lenin, ya en los gobiernos de Warren Harding y de José Stalin, los Estados Unidos y la Unión Soviética adoptaron políticas externas orientadas por sus intereses nacionales y por sus objetivos internos inmediatos, en contramano del discurso de sus antiguos gobernantes. Y posteriormente a la Segunda Guerra Mundial y la constitución del «duopolio» que administró el statu quo internacional durante la Guerra Fría, entre 1946 y 1991, las ideas libertarias e internacionalistas del inicio del siglo, se transformaron en un instrumento ideológico esclerosado, en la competencia entre las dos grandes potencias. Sin embargo, a pesar de esto, estas ideas se difundieron por el mundo junto con la expansión progresiva del poder norteamericano y soviético, y terminaron transformándose en el sentido común poco innovador, del discurso oficial de todos los liderazgos políticos mundiales y de todos los organismos multilaterales creados después de la guerra. Finalmente tras la victoria norteamericana y el fin de la Guerra Fría y de la Unión Soviética, en 1991, la vieja utopía liberal democrática se transformó en un lenguaje imperial del poder victorioso urbe et orbi. Como si se hubiese establecido – por arte de magia – una coincidencia absoluta entre los intereses de los Estados Unidos y los intereses del resto de la humanidad y entre los países que desean mantener y los que desean cambiar el actual status quo mundial.
Esta historia del siglo XX también vale para América Latina, y deja una lección importante para el debate actual sobre el futuro de la política exterior brasileña. Los Estados Unidos y la Unión Soviética siempre tuvieron su propia teoría y su propia historia de las relaciones internacionales y fueron innovadores en cuanto luchaban contra el orden internacional liderado por el Poder Británico. Y es esto, en última instancia, lo que define la frontera entre una política exterior conservadora y una política progresista. El punto de partida es simple: un gobierno y un Estado que se propongan expandir su poder internacional, inevitablemente tendrán que cuestionar y luchar contra la distribución previa del poder dentro del propio sistema. Como condición preliminar, ellos tendrán que tener su propia teoría y su propia lectura de los hechos, de los conflictos, de las asimetrías y disputas globales, y de cada uno de los «tableros» geopolíticos alrededor del mundo. Para poder establecer de forma sustentable y autónoma sus propios objetivos estratégicos, diferentes del de las potencias dominantes y consecuentes con su intención de cambiar la distribución del poder y de la jerarquía mundial. Por esto, no es posible concebir una política exterior progresista e innovadora que no cuestione y confronte los consensos éticos, de las potencias que controlan el núcleo central del poder mundial. En este campo, no están excluidas las convergencias y las alianzas tácticas y temporarias con una o varias de las antiguas potencias dominantes. Pero toda política exterior progresista e innovadora sabe que está y estará en permanente competencia con esas potencias y que tendrá que asumir sus divergencias, con la visión del mundo, con los diagnósticos y con las estrategias defendidas por ellas, sea en el espacio regional, sea a escala global. Esto no es una veleidad irrelevante, ni es el fruto de una animosidad ideológica, es una consecuencia de una «ley» esencial del sistema interestatal, y de una determinación que es en gran medida geográfica, porque el objetivo del «Estado cuestionador» es ampliar siempre y cada vez más su capacidad de iniciativa estratégica autónoma en el campo político, económico y militar, para poder difundir mejor y aumentar la eficacia de sus ideas y propuestas de cambio del sistema mundial.
Del lado opuesto, es más fácil definir e identificar las características esenciales de una política exterior conservadora. En primer lugar, los conservadores no se proponen cambiar la distribución del poder internacional, ni cuestionan la jerarquía del sistema mundial. Su reacción frente a los desafíos planteados por la agenda internacional es casi siempre empírica, aislada y moralista. Los conservadores no tienen una teoría ni una visión histórica propia del sistema internacional y de sus acontecimientos coyunturales, y son partidarios, en general, de una política exterior de bajo perfil, sin grandes iniciativas estratégicas nacionales, y con un alto nivel de sumisión a los valores, juicios y decisiones estratégicas de las potencias dominantes. Por ello, consciente o inconscientemente, los conservadores delegan en terceros una parte de la soberanía de decisiones sobre su política exterior y terminan asumiendo, invariablemente, una posición subalterna dentro de la política internacional. Como fue el caso, en la década de 1990, de la política exterior de Brasil y de los demás países de América del Sur. Una década que pasó a la historia bajo el signo neoliberal de la «diplomacia desnuda» del gobierno brasileño de la época y de la propuesta argentina de establecer «relaciones carnales» con los Estados Unidos.