He viajado a España en compañía de un campesino maya guatemalteco. En los transportes públicos (aviones, trenes, buses y metros suburbanos), en los parques y calles, pulcramente ordenadas y limpias, en las oficinas de instituciones estatales trataba de interpretar los silencios, las exclamaciones y las preguntas de mi compañero. A ambos nos invadía el asombro […]
He viajado a España en compañía de un campesino maya guatemalteco. En los transportes públicos (aviones, trenes, buses y metros suburbanos), en los parques y calles, pulcramente ordenadas y limpias, en las oficinas de instituciones estatales trataba de interpretar los silencios, las exclamaciones y las preguntas de mi compañero. A ambos nos invadía el asombro y la decepción por el hiriente contraste con las sucias e inhóspitas calles y transportes de nuestro país, con la desesperante corrupción e inoperancia de los funcionarios del Estado guatemalteco. También sorprendí en mí sentimientos de inferioridad, de indignidad, casi de culpa, por mi condición de «subdesarrollado». Y si no hubiera sido por la naturalidad con que veía a la gente beneficiarse de aquellos «lujos», hubiera sentido cierto impulso de pedir permiso a cada momento para utilizar servicios e instalaciones inaccesibles en nuestro país, o de decir «gracias» a alguien después de utilizarlos. El insano sentimiento de inferioridad que me acechaba era provocado por una cultura del tener, no del ser. Para la cultura del tener, los pobres somos inferiores y tenemos la culpa de ello.
Pero los «subdesarrollados» del Sur somos sujetos: somos memoria y ansiamos utopías. Memoria de un saqueo incalculable, ininterrumpido, desde la Conquista , el cual hizo posible la revolución industrial y la implantación del capitalismo en el Norte. Memoria de cómo los europeos no sólo saquearon, sino que privaron a nuestros pueblos de los derechos sociales y políticos proclamados en Europa, y excluyeron a nuestros abuelos de las relaciones salariales, creando el concepto de «raza» para explotarles sin remordimiento; nos estigmatizaron como «razas inferiores» (Ernes Mandel). Nosotros somos sujetos y perseguimos utopías, un orden social nuevo donde sea posible la vida y donde todos interactuemos como sujetos.
Durante nuestro viaje los noticieros servían noticias de la catástrofe de Haití. Por ejemplo, en el avión, la prensa exhibía imágenes trágicas de este pueblo mientras cenábamos en nuestro sillón de pasajeros de clase turista. Eran y son noticias que excitan una compasión estéril hacia los «otros» lejanos, pero se cuidan de ocultar en ellos su condición de sujetos: su historia de esclavitud y rebeldía, sus legítimas ansias de dignidad. Razón tiene el escritor Frei Betto cuando evoca, a propósito de la tragedia de Haití, la historia de dos viajeros franceses de principios del XIX quienes dibujaron e incluso disecaron animales africanos para mostrarlos en museos a las gentes de su país: jirafas, elefantes, macacos, rinocerontes. Incluso disecaron el cadáver de un negro y lo expusieron en un escaparate de París, con su lanza y su escudo.
Mientras Occidente asienta su progreso sobre la explotación de estos pueblos, su historia oficial presenta a negros e indios como pueblos exóticos, vaciados por dentro, «disecados», y los expone reducidos a tristes objetos «típicos» para saciar la curiosidad de gentes satisfechas (¡el turismo como prostitución de la cultura!), o para producir lástima, sentimiento que los medios de manipulación de masas asocian a veces con los valores morales.
Pero Haití es un pueblo, un sujeto social y político, construido sobre la memoria de decenas de miles de esclavos africanos transportados y tratados como bestias en el siglo XVIII; una memoria que, al socaire de las nuevas ideas de la revolución francesa, estalló en revolución de esclavos en 1791. Ya entonces el presidente Washington, de los USA, ayudó financieramente a la colonia francesa para contener la rebelión, encabezada, sobre todo, por el célebre general negro Toussaint Louverture. La independencia de Haití, en 1804, primera del continente, fue conquista exclusiva de la población negra esclavizada, mientras que en los siguientes años, harían lo propio los criollos locales de las colonias americanas.
El presidente Jefferson, USA, habló del «mal ejemplo» que esta república de negros rebeldes presentaba ante los Estados esclavistas, y por eso no reconoció su independencia. Y mientras, el ministro de Relaciones Exteriores francés, Talleyrand, declaraba que la existencia de un pueblo negro en armas, era un espectáculo insoportable para todas las naciones blancas. Todos guardaron silencio cómplice por la sucesivas oleadas de terror desencadenadas por el gobierno de Francia contra la república haitiana. Haití fue invadido por Francia en 1869, por España en 1871, por Inglaterra en 1877, por los Estados Unidos en 1914 y en 1915 hasta 1934, por los Estados Unidos de nuevo en 1969; además del apoyo de los USA a la dictadura de los Duvalier, de los golpes de estado recientes y de las intervenciones políticas y financieras a través del FMI imponiendo la privatización de los servicios y la exclusión de las mayorías (Frei Betto).
Tras el terremoto, los medios han convertido a Haití en noticia. «Sólo nos ven cuando estamos enterrados», leí en un comic del humorista español El Roto que dibujaba el brazo de una víctima bajo los escombros. También emerge como noticia el inmenso dolor, los muertos en las calles, el caos social, la violencia popular por lograr o acaparar ayudas, y, por supuesto, la espectacular presencia de los marines USA.
Pero esas noticias arregladas, dejan sin aclarar graves preguntas: ¿cuáles son las causas socioeconómicas y políticas que hacen que ese desastre sea mucho más que un fenómeno «natural»? Es sabido, por ejemplo, que el terremoto de Haití, de magnitud 7,0 en la escala de Richter, ha ocasionado, por ahora, más de 212 mil muertos, mientras que el de Honshu (Japón), de idéntica fuerza (7,1), acaecido hace seis meses, apenas provocó un muerto y un herido (I. Ramonet).
¿Qué intereses militares tiene USA en la región, ahora que puede dejar de ser su patio trasero?
A finales del XVIII Haití era la Perla de las Antillas, abundante de café y azúcar. Eso justificó la voracidad de las potencias del norte. ¿Es ahora el abundante petróleo y el oro de sus entrañas lo que explica la relampagueante «invasión humanitaria» de los marines?
¿Qué ventajas económicas, militares y políticas pretenden lograr los USA del estado de «shock» en que se encuentra el Estado y la población de Haití? ¿Acaso, convertirlo en otro «Estado asociado»?
¿Tiene que ver la militarización gringa con la intención de que las fronteras de USA no se vean invadidas por haitianos en estado de miseria?
Estamos hablando de Haití, pero el «shock» de otro desastre, que, por supuesto, también sería mucho más que «natural», nos obligaría a hablar, por ejemplo, de Guatemala.
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